Laicos. Teología
 

1. Significado de la palabra laico. Una imprescindible exigencia de precisión conceptual obliga en primer lugar a distinguir dos conceptos diversos: el de fiel (christifidelis) y el de laico (laicos). En efecto, ha estado muy extendida, y sigue estándolo bajo bastantes aspectos, la equiparación entre ambas nociones, y eso ha causado muchas confusiones en la doctrina, tanto teológica como canónica. En el fondo de esta confusión hay una verdadera falacia etimológica, que examinaremos brevemente.
La palabra fiel (v.) se ha usado desde su adopción por la comunidad cristiana para expresar la condición de miembro del Pueblo de Dios, adquirida por el Bautismo (v.). Ahora bien, durante mucho tiempo se ha pensado que laico, derivado del término griego laos (puebla), significaría etimológicamente un miembro del Pueblo de Dios, lo mismo que ciudadano deriva de ciudad, y designa a un miembro de esa comunidad natural: se llegó así a establecer una identificación entre fiel y laico. Aparte de que el sentido etimológico no parece ser el indicado, hay que advertir también que, en la evolución del lenguaje, la palabra laico ha llegado a poseer un significado distinto del primitivo.
Desde los primeros siglos del cristianismo hasta la Edad Media, con el nombre de l. se designó a los fieles cristianos inmersos en las realidades profanas, los cuales se distinguen tanto de los monjes como de los clérigos. A la vez, la condición común de todos los miembros del Pueblo de Dios se expresaba con.palabras como «discípulos», «hermanos», «fieles», etc. Queda así claro que fiel y laico son dos conceptos distintos: todos los l. son fieles, pero no puede decirse, por el contrario, que todos los fieles sean laicos.
A partir de la Edad Media presenciamos un desdoblamiento de la palabra laico:
a) Se pierde paulatinamente el sentido de participación activa del laicado en el ámbito propio de la Iglesia, tan vivo en los primeros siglos, hasta el punto de que la misión de la Iglesia llega a identificarse de modo casi exclusivo con el ministerio de los clérigos. A la vez, se piensa que la plenitud de la vida cristiana corresponde solamente a clérigos y religiosos, mientras que los l. han de contentarse con vivir las virtudes comunes en el ejercicio de sus tareas profanas, consideradas por muchos como un obstáculo para la verdadera santidad. En este contexto ideológico, la palabra laico designará a un miembro meramente pasivo de la Iglesia -no ordenado ni religioso-, sin ningún elemento positivo que especifique su condición, puesto que, como hemos dicho, la inserción en el orden temporal se ve sólo como algo negativo, como reflejo de una falta de vocación más alta.
b) A la vez, la palabra l. se aplicará a los señores seculares, que pretenden arrogarse prerrogativas en el gobierno de la Iglesia durante la época de lucha entre el Imperio y el Pontificado.
Claramente se ve que la palabra l. ha asumido un significado bivalente: de una parte, se referirá a la posición de un fiel dentro de la Iglesia sin ninguna referencia a lo temporal; de otra, se aplicará a una forma de inserción en lo temporal, pero sin hacer relación a la condición eclesial del fiel. En su evolución sucesiva, la palabra l. conservó prevalentemente la segunda acepción, es decir, la relación con la realidad profana, sin referencia al aspecto eclesial (v. LAICISMO).
Al producirse posteriormente una mayor profundización en la teología de las realidades terrenas, la aludida ambivalencia del término l. ha dado lugar a no pocas confusiones, pues se empleará a veces en su sentido aparentemente originario (laico=miembro del Pueblo de Dios), llegándose a decir que todos los fieles, incluso el Papa, son laicos; en otras ocasiones, y volviendo a su acepción medieval y negativa, se entenderá por l. a todo fiel no ordenado, tanto si está inmerso en las realidades temporales como si se ha apartado de ellas por la profesión religiosa; finalmente, y éste es su sentido originario en la Iglesia, por l. se entenderá al fiel bautizado a quien compete la santificación directa de lo profano, distinto, por tanto, del clérigo y del religioso. De esta última acepción trataremos a lo largo de nuestro artículo.
2. La condición de fiel. Como ha puesto de relieve el Conc. Vaticano 11, todas las personas que pertenecen a la Iglesia participan del sacerdocio de Jesucristo (v. IGLESIA III, 4) y poseen una misma fundamental condición teológica y jurídica: «Hay, pues, un único Pueblo de Dios elegido... es común la dignidad de todos los miembros por su regeneración en Cristo, común la gracia de la adopción filial, común la llamada a la perfección, una sola salvación," una sola esperanza y una sola caridad indivisible. No hay, pues, ninguna desigualdad en Cristo y en la Iglesia» (Const. Lumen gentium, n. 32). Y el texto conciliar sigue diciendo: «si bien algunos, por voluntad de Cristo, están puestos como doctores, dispensadores de los misterios y pastores de los demás, también es cierto que entre todos vige una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y a la actividad común a todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo» (ib.). Los textos que acabamos de citar manifiestan claramente una verdad que quizá no se ha considerado suficientemente hasta ahora: la condición primaria y fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios (v.), es decir, de todos los fieles, es la igualdad radical en cuanto a la dignidad -todos son Iglesia en la misma medida- y en cuanto a la actividad o responsabilidad en la consecución de la misión única de la Iglesia.
La afirmación que acabamos de hacer podría ser mal entendida si no añadiésemos inmediatamente que junto a esa radical igualdad existe también en la Iglesia una diversidad funcional, puesto que, a la vez que la unidad de misión, vige asimismo la diversidad de ministerio (Decr. Apostolicam actuositatem sobre el apostolado seglar, n. 2). Y esta distinción es de esencia, y no sólo de grado -pues tiene un fundamento ontológico-, con respecto a aquellos que han recibido el Sacramento del Orden (cfr. Conc. de Trento, ses. 21, cap. 4 y can. 6: Denz. 1767-1770 y 1776; Const. Lumen gentium, n. 10). Dentro, pues, de la unidad radical que les caracteriza, los miembros del Pueblo de Dios se especificarán por su diversidad funcional.
La noción de fiel (v.) se nos presenta, por tanto, como requisito indispensable para entender rectamente las respectivas nociones de clérigo (v. SACERDOCIO v), de religioso (v.) o de laico. En efecto, todos tienen en común la condición de fieles y, a la vez, poseerán las notas especificadoras que determinan su inclusión dentro de una de las tres situaciones a que nos hemos referido. Por eso, según la vigorosa imagen de J. Escrivá de Balaguer, «fijarse sólo en la misión específica del laico, olvidando su simultánea condición del fiel, sería tan absurdo como imaginarse una rama, verde y florecida, que no hcncnezca a ningún árbol. Olvidarse de lo que es específico, propio y peculiar del laico, o no comprender suficientemente las características de estas tareas apostólicas seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol de la Iglesia a la monstruosa condición de puro tronco» (Conversaciones, 5 ed. Madrid 1970, 25).
De la misma manera que la vida y la acción de todos los que pertenecen al Pueblo de Dios deben entenderse a partir de su condición de fieles, así también la confección de un estatuto jurídico común a todos los fieles, en el que se detallen los derechos y obligaciones que les competen, será requisito previo y fundamental para determinar las especificaciones propias de los respectivos estatutos de clérigos, laicos y religiosos.
Sin pretender agotar esta materia, que se ha tratado ampliamente en las obras citadas en la bibliografía, dentro del estatuto de todos los fieles habrán de enumerarse, entre otros, los derechos fundamentales referentes a la recepción de auxilios espirituales, los derechos y deberes en orden a la formación doctrinal religiosa y a la enseñanza, el deber de obediencia a la Jerarquía, el derecho a una propia espiritualidad dentro de la doctrina de la Iglesia, los derechos y deberes en orden al apostolado, el derecho de asociación, el derecho a la libre elección de estado, a la buena fama y a la opinión pública dentro de la Iglesia, etc.: en una palabra, todos los derechos y deberes fundamentales de los fieles, que les competen por su condición humana y por el hecho de su misma pertenencia a la Iglesia, independientemente de cualquier especificación ulterior.
3. Hacia una noción de laico. Partiendo de la noción básica de fiel, nos parece que el fundamento de lo que hemos llamado diversidad funcional será también la nota específica en virtud de la cual cabe hablar en la Iglesia de clérigos, laicos o religiosos; y esa nota se convertirá a su vez en elemento positivo caracterizador de los distintos tipos.
Es necesario hacer aquí una precisión importante: si, como ya hemos recordado, todos los fieles participan de la misma dignidad y están llamados a la plenitud de la vida cristiana (v. SANTIDAD iv), que consiste en la perfección de la caridad, sería arbitrario distinguir entre las diversas categorías de fieles por un seguimiento más o menos radical de las exigencias de la vida cristiana: los fieles laicos no se especifican por unas pretendidas menores disposiciones en el orden de la vocación a la santidad, o por una situación, sin ningún fundamento real, de miembros pasivos en orden al apostolado (v.). Tampoco puede atribuirse valor a un planteamiento que, quizá por influencia de la pastoral de los s. xvi y ss., buscaba definir al l. por su relación con el matrimonio.
El fundamento de esa diversidad no puede ser otro que la multiplicidad de funciones (cfr. Rom 12,4-5), o sea, la variedad de ministerios (cfr. 1 Cor 12,28; Lumen gentium, n. 32; Apostolicam actuositatem, n. 2). Veamos, pues, cuál es el ministerio propio y peculiar de los l. -en cuanto tales, y sin perder nunca de vista su condición de fieles-, para llegar así a una caracterización positiva.
Ese ministerio se describe con palabras densas de contenido en el n° 31 de la Const. Lumen gentium: «Pertenece a los laicos, por su propia vocación, buscar el reino de Dios tratando y ordenando las cosas temporales según el querer de Dios.» Para entender rectamente este texto del Conc. Vaticano 11, es preciso tener en cuenta tres observaciones fundamentales: a) lo propio y específico de los l. no es el simple hecho de tratar y ordenar las cosas temporales -lo que, en sí mismo, no tendría ninguna relación directa o inmediata con el fin para el que ha sido instituida la Iglesia-, sino buscar el reino de Dios a través de ellas; b) la tarea de dirigir a Dios el orden de la creación pertenece a la misión única de toda la Iglesia (cfr. Apostolicam actuositatem, n. 2), pero, dentro de la diversidad funcional, corresponde a los l., como nota propia y especificadora, el trabajo directo e inmediato en las cosas temporales, para llevarlas hacia Dios: efectivamente, los que han recibido el orden sagrado se caracterizan por su dedicación al ministerio, y participan en la misión de la Iglesia de conducir hacia Dios las cosas temporales administrando abundantemente los medios a través de los cuales llega la gracia a los fieles y formando rectamente su conciencia, según el Evangelio y los principios del Magisterio, para que los l. asuman libre y responsablemente su tarea directa en el orden de la creación; por su parte, los religiosos renuncian al mundo (cfr. Decr. sobre la renovación de la vida religiosa, n. 5) y se apartan voluntariamente de la dinámica de lo temporal: pero este apartamiento, lejos de llevarles a desentenderse de las cosas de esta tierra, tiene como fruto una estrecha cooperación con los demás miembros de la Iglesia, para que la edificación de la ciudad terrena se fundamente siempre en el Señor y a Él se dirija (cfr. Lumen gentium, n. 46); c) insistimos además en que la inserción del l. en lo temporal es su nota característica y especificadora. pero no significa esto que su tarea pueda reducirse a ello: efectivamente, en cuanto fieles participan con los demás miembros del Pueblo de Dios en toda la vida y misión de la Iglesia, que alcanza su culminación en la Eucaristía (v.).
Laico es, pues, el cristiano que está de lleno inmerso en el mundo, con todos los deberes y derechos que dimanan de esta situación; es, como los demás hombres, el constructor de la ciudad terrena. Por ser hombre y por ser cristiano tiene un «compromiso temporal», una vinculación efectiva y afectiva con el mundo salido de las manos de Dios, que mereció de su Creador el calificativo de valde bonus (Gen 1,31).
El I. es, por tanto, aquel miembro de la Iglesia que pertenece radicalmente a la civitas terrena y que participa, de modo inmediato y propio, en su edificación. De ahí que condición necesaria para que el l. sea buen cristiano es que sea un buen miembro de la civitas terrena, con la necesaria competencia en su profesión u oficio y con aquellas virtudes humanas, naturales, que son fundamento de las sobrenaturales: sólo así, y a través de la acción de la gracia, podrá alcanzar su propia santidad, hacer un apostolado eficaz con su conducta y con su palabra y llevar a Dios todo el orden temporal.
Vemos así cómo, además de lo que es propio de todos los fieles, también lo específico del l. -su búsqueda del reino de Dios a través de la actividad temporal- supone un ejercicio del sacerdocio común a todos los bautizados. Efectivamente, esa actividad dirigida a Dios es participación en la realeza de Cristo (v. IGLESIA 111, 6), que no puede entenderse como instauración de un reinado propio por parte del hombre, sino como reconocimiento por el cristiano de la soberanía de Cristo: para vencer en uno mismo al pecado, conducir a los demás hombres hacia el reino de Dios y ordenar toda la creación según el querer divino (cfr. 1 Cor 3,23). A su vez, este ejercicio del munus regale constituye ya en sí mismo un testimonio que se da a los demás hombres, a través de la propia vida inserta en lo temporal y dirigida a Dios (munus propheticum: v. IGLESIA 111, 5). Finalmente, toda esa actividad carecería de su sentido último si no encontrase su culminación en la Eucaristía, participación por excelencia en el munus sacerdotale, ofreciendo a Dios el sacrificio de la propia vida ordinaria en unión con el Sacrificio del Cuerpo y Sangre del Señor (cfr. Rom 12,1).
4. El estatuto del laico. Advierte el Conc. Vaticano II que los l. han de realizar su tarea como ciudadanos entre los demás ciudadanos (Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado seglar, n. 7). Por tanto, su trabajo en lo temporal se regulará por las normas de Derecho civil vigente en cada nación, y no por leyes eclesiásticas: si no fuera así, perderían los l. cristianos su condición de ciudadanos iguales a los demás -con paridad de derechos y obligaciones-, para quedar reducidos a la condición de instrumentos en manos de un poder que condicionaría sus opciones temporales. Por eso, al desarrollarse la mayor parte de la vida de los l. en el marco de actividades que caen fuera del ámbito de la ley eclesiástica, parece evidente que su estatuto canónico -en lo que tiene de específico, no en lo que tiene de común con los demás fielesha de abarcar, por fuerza, muy pocas prescripciones: por lo que se refiere a la actuación terrena -actividades temporales y civiles de orden social, político, profesional, etcétera-, el Derecho canónico habrá de limitarse necesariamente a proclamar y defender la plena libertad de que gozan los l. en sus legítimas opciones. A la vez, la acción pastoral de los ministros sagrados habrá de tender a la, formación de una conciencia cristiana recta y madura, que lleve a los l. a asumir libre y responsablemente sus propias decisiones.
Si, como hemos dicho, lo propio y específico de los l. cae fuera del ámbito de la ley eclesiástica, los derechos y obligaciones que les competen en la Iglesia serán fundamentalmente aquellos que son propios de todos los fieles, a los que se han de añadir los matices peculiares que pertenecen al laicado en lo que se refiere a su propia espiritualidad, a su apostolado específico y a las facultades de que goza en la vida intraeclesial (derecho a exponer la propia opinión; facultad o capacidad para aconsejar a la Jerarquía -si un l. es consultado en atención a la ciencia y competencia que posea-; facultad para realizar determinados ministerios litúrgicos; etc.).
Ha de tenerse a la vez en cuenta que, en el orden de los derechos fundamentales del cristiano, no cabe hacer ninguna distinción entre hombre y mujer: ésta no puede recibir las órdenes sagradas, y no es, por tanto, sujeto capaz de los derechos y obligaciones que dimanan de este Sacramento. Pero, con esta única excepción, todo lo que se afirma de los l. varones se ha de aplicar en igual medida a las mujeres.
5. Misión y tareas del laico. Como ya hemos dicho, el l. se caracteriza por estar radicalmente inmerso en lo temporal. Dentro de esta condición habrá de realizar su trabajo para cumplir la misión de la Iglesia, que, con palabras del Decr. Apostolicam actuositatem, n° 2, consiste en «hacer partícipes a todos los hombres de la redención salvadora -santificación personal de sus miembros y cooperación de éstos en el acercamiento a Dios y santidad de los demás- y, por medio de ellos, conseguir que todo el mundo (el orden temporal) se oriente verdaderamente hacia Cristo». El texto conciliar advierte inmediatamente que el cumplimiento de toda esta misión recibe el nombre de apostolado. Sin embargo, por razones de claridad, emplearemos en adelante la palabra apostolado para designar, según el uso habitual en castellano, la tarea que tiende a acercar a los hombres a Dios y promover su santidad personal.
Tarea fundamental del l. será, pues, la edificación de la ciudad terrena según el querer de Dios. En esta tarea, y a través de ella, ha de realizarse el apostolado laical, no sólo mediante un testimonio de vida auténticamente cristiana en las diversas actividades familiares, profesionales y sociales, sino también con la palabra (Apostolicam actuositatem, n. 6). Hay que advertir que los l. reciben este derecho y deber de hacer apostolado (v.) del mismo Cristo -no a través de una delegación por parte de la jerarquía eclesiástica- por la recepción de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación (Lumen gentium, 33; Apost. act., 3).
6. Las asociaciones de laicos. Además de realizar un apostolado personal, los l. pueden también unirse entre sí, tanto en asociaciones libremente promovidas y dirigidas por ellos mismos como en las que hayan sido constituidas por la jerarquía (V. ASOCIACIONES V).
El derecho de asociación no se funda en una concesión de la autoridad humana, sino que compete a todos los fieles por su condición de hombres y miembros de la Iglesia: su fundamento radica en la naturaleza social del hombre y de la comunidad de los hijos de Dios, y se trata de un derecho nativo y fundamental que responde a las exigencias tanto humanas como cristianas de los fieles. Por eso, el Conc. Vaticano 11 ha proclamado que «guardando la debida relación con la autoridad eclesiástica, los l. tienen derecho a fundar y dirigir asociaciones, y a inscribirse en las ya fundadas» (Apostolicam actuositatem, 19). Se tratará, como es obvio, de asociaciones cuyas finalidades se encuentren dentro del ámbito de la misión de la Iglesia, pues en otro caso habrían de calificarse necesariamente como asociaciones de ciudadanos -fieles cristianos o no- regidas exclusivamente por las leyes civiles vigentes en el país respectivo: los fieles pueden pertenecer también a estas asociaciones civiles en su condición de ciudadanos, dentro siempre de los límites de la fe y de la moral. En la Iglesia, por tanto, la iniciativa para la formación de esas asociaciones corresponde jurídicamente a los fieles; y esta iniciativa -que, desde luego, puede ser promovida e impulsada por consejos- constituye un verdadero derecho, y, en consecuencia, si se cumplen los requisitos establecidos, la Jerarquía no puede rechazar arbitrariamente esas asociaciones, aunque sí caen -como es lógico- bajo su vigilancia general, de la que se tratará en el apartado siguiente.
El ejercicio del derecho de asociación ha provocado en algunos casos situaciones de conflicto, pues se han creado a veces grupos que propugnan ideas contrarias a la recta doctrina o fomentan el desorden y la falta de unión con la autoridad eclesiástica; tampoco han faltado quienes, atribuyéndose una inexistente representación de la Iglesia, han tenido actuaciones desafortunadas en materias políticas o sociales. Estos abusos indudables no deben, sin embargo, llevar a la conclusión precipitada de que la libertad de asociación es perjudicial para el buen orden en la Iglesia: junto a las desviaciones a que hemos hecho referencia existen también otras muchas formas de asociación que están dando frutos abundantes de santidad y de apostolado. En todo caso, el problema estriba en discernir qué asociaciones concretas merecen el aliento de la jerarquía y cuáles, por el contrario, han de ser reprobadas por constituir una manifestación viciosa del derecho de asociación.
Además de las que hayan sido libremente constituidas por los fieles (sólo por clérigos, sólo por laicos o mixtas), existen también otras asociaciones que de diversas formas han recibido la aprobación explícita de la autoridad eclesiástica o han sido erigidas por ella: en este caso hay siempre una dependencia de la Jerarquía, que admite diversos grados, desde la simple aprobación o reconocimiento de los estatutos hasta la dependencia jurisdiccional en lo que se refiere a las actividades de la asociación.
Por lo que se refiere a sus finalidades, entre las asociaciones «se han de considerar en primer lugar aquellas que fomentan y exaltan la unión más íntima entre la fe y la vida práctica de sus miembros» (Apostolicam actuositatem, 19). Son muchas las que hasta ahora han contribuido de manera muy eficaz a la formación doctrinal de los l., a fomentar su vida de piedad o a ayudarles en el ejercicio del apostolado, y es de esperar que el ejercicio de este derecho, dentro de un cauce suficientemente elástico establecido por el ordenamiento canónico, siga contribuyendo en medida no pequeña al bien de la Iglesia y de las almas.
7. El apostolado de los laicos y su relación con la jerarquía. El apostolado (v.) de los l. en forma tanto individual como asociada, de la misma manera que el de los demás fieles, cae bajo la vigilancia general de la jerarquía (v.), en virtud de la cual corresponde a ésta «fomentar ese apostolado, dar los principios y auxilios espirituales, ordenar su ejercicio al bien común de la Iglesia y vigilar para que se conserven la buena doctrina y el recto orden» (Apostolicam actuositatem, n. 24).
Compete, por tanto, a la Jerarquía una función de fomento, que se realizará fundamentalmente proporcionando de manera abundante los medios necesarios para la vida cristiana, que los fieles pueden y deben esperar de sus Pastores: recta organización del culto público y administración de los auxilios espirituales, especialmente los sacramentos y la predicación de la palabra de Dios; y, a la vez, una función de vigilancia, incluso mediante el ejercicio de la jurisdicción, para corregir todo lo que se aparte de la buena doctrina y del recto orden o sea nocivo al bien común. De este modo, los 1.- en su propio ambiente y condiciones de vida, y dejándose guiar por las inspiraciones del Espíritu Santo, que obra en toda la Iglesia y en la Jerarquía, pero también en los demás fieles- se encontrarán capacitados para ejercer de manera cada vez más activa la parte que les corresponde en la misión de la Iglesia, y sólo en circunstancias extraordinarias la jerarquía deberá asumir con carácter supletorio actividades que de por sí no le competen específicamente, siempre de modo temporal y procurando que cesen las causas que hicieron necesaria esa suplencia.
En algunos sectores del clero se observa una tendencia que -con el intento en sí laudable de coordinar el apostolado, para obtener frutos más abundantes- degenera bastantes veces en una planificación que de hecho intenta poner todas las planifestaciones de apostolado bajo el control jurisdiccional de la autoridad. En el fondo de esa visión -que consideramos desenfocada- parece latir el equívoco, aún no superado, de identificar la misión de la jerarquía con la misión de toda la Iglesia; como consecuencia, dentro de esta perspectiva la responsabilidad de los l. en la edificación del Cuerpo Místico de Jesucristo es concebida y valorada no en lo que es precisamente la función propia y específica del l. -el quehacer temporal dirigido hacia Dios-, sino en la inserción de los l. dentro de estructuras organizativas eclesiásticas, creadas todas y dirigidas directamente por la misma Jerarquía.
Esa total planificación desde arriba del apostolado difícilmente podrá evitar en la práctica el peligro de dificultar y poner obstáculos a la libre acción del Espíritu Santo en las almas, pues se expone con frecuencia a rechazar no pocas manifestaciones auténticas de vida y apostolado cristianos, por el simple hecho de que esas iniciativas no se encuentren previstas dentro de la planificación previamente elaborada. Además, esa misma tendencia a planificar y dirigir desde el nivel jerárquico todo el apostolado laical es fácil que dé lugar -aunque no se desee- a ilegítimas injerencias eclesiásticas en la vida civil, porque la Iglesia misma aparecería comprometida en asuntos exclusivamente temporales, debido a la actuación de l. que obedeciesen, o dijesen obedecer, a indicaciones más o menos concretas de la Jerarquía. Todo esto, sin contar que esa anormal coordinación del apostolado -tal como algunos la entienden- exige un gran despliegue de aparato organizativo y burocrático, con multiplicidad de organismos en los distintos niveles del gobierno eclesiástico, lo que acapara gran parte del tiempo de bastantes sacerdotes, que se ven así impedidos para dedicarse al verdadero ministerio pastoral con la debida intensidad (v. PASTORAL, ACTIVIDAD).
Si, por desconocer las exigencias ascéticas y apostólicas del Bautismo recibido, determinados l. se mostrasen pasivos o remisos, la solución no consistiría en hacerles instrumentos inertes de la autoridad, sino más bien en poner los medios pastorales necesarios para que esos fieles participen conscientemente en la vida sacramental y adquieran la formación cristiana adecuada a sus propias circunstancias, de manera que se hagan cada vez más capaces de cumplir libre y responsablemente la tarea específica que corresponde a los l. en la edificación del Cuerpo Místico de Jesucristo, individualmente o asociados con otros.
Por otra parte, el intento de planificar todo el apostolado de los l. podría desembocar en dos extremos opuestos, aunque igualmente perniciosos: que los l. se conviertan -como se ha dicho- en instrumentos pasivos o meros ejecutores de consignas provenientes de la autoridad, con lo que difícilmente podría hablarse de una responsabilidad específica y personal en la edificación de la Iglesia; o bien que, al ver encuadrada toda su actividad dentro de las estructuras jerárquicas, entiendan los l. que su propia responsabilidad y su condición activa en la Iglesia se han de manifestar a través de una intervención en el gobierno de esas mismas estructuras en todos los niveles, llegándose a crear lo que ha sido designado con el nombre de «la otra jerarquía»: se conseguiría así solamente clericalizar la responsabilidad de los l. despojándola de su verdadero sentido. La doctrina clara de que en la Iglesia no hay miembros pasivos, ya que todos deben participar activamente en esa misión, cada uno según su propia condición eclesial y sus propios dones personales, quedaría así reducida -con un paradójico retroceso- a una participación masiva en los actos de gobierno eclesiástico, quedando de lado que el campo propio y específico de acción para los fieles l. es precisamente su inserción apostólica en las cosas temporales y el perfecto cumplimiento cristiano de sus obligaciones personales, familiares, profesionales y sociales.
Parece necesario, por eso, que la acción pastoral -es decir, la actividad pública y oficial de los ministros sagrados- parta siempre como presupuesto del legítimo campo de autonomía personal en la vida cristiana -primacía de la persona-, en el que se da una gran variedad de vocaciones: que deben descubrirse, estimularse y formarse, pero que a la vez han de ser respetadas con delicadeza. Parte importante de la función de la Jerarquía es discernir los carismas de los fieles, rechazando los falsos y favoreciendo los verdaderos, dejándoles además el espacio de iniciativa y acción necesario para que puedan desarrollarse debidamente, al servicio de la misión total de la Iglesia.
8. Cooperación con la jerarquía eclesiástica. Además de lo expuesto anteriormente, los l., como los restantes fieles, tienen la capacidad -no derecho, ni tampoco deber- de cooperar con la Jerarquía eclesiástica en algunos aspectos de la tarea pastoral que corresponde a ésta: concretamente, en aquellas actividades que no exigen necesariamente la recepción del sacramento del Orden en alguno de sus grados (episcopado, presbiterado o diaconado), por no tratarse de un derecho ni de un deber -a no ser que urjan determinadas circunstancias de suplencia-, realizarán esa cooperación únicamente aquellos l. que sean llamados por la autoridad eclesiástica competente y deseen libremente corresponder a esa invitación.
Hay que precisar que la cooperación en la función específica de la jerarquía no puede entenderse en ningún caso como una mayor plenitud cristiana de la vida laical, pues ésta encuentra ya el cauce completo para su desarrollo en el cumplimiento de lo que es propio y específico del l. -es decir, de lo que le corresponde por ser l. y por ser fiel-: lo normal será que un l. acuda a la iglesia o se relacione con entidades eclesiásticas únicamente para participar en el culto, recibir los sacramentos y oír la predicación de la palabra de Dios. Por eso, puede decirse que, como regla general, la gran mayoría de los l. -aun cuando todos sientan y vivan una auténtica comunión eclesial y unidad delicada con los ministros sagrados- no se considerarán llamados a cooperar en el apostolado propio de la Jerarquía: por no disponer de tiempo, o simplemente por no sentirse inclinados a ello, sin que de ahí se siga que contribuyan menos eficazmente al bien de la Iglesia.
Esta cooperación de l. en tareas propias de la Jerarquía puede realizarse en forma tanto individual como asociada: individualmente, mediante el desempeño de ciertos cargos que llevan consigo el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica -p. ej., juez en tribunales eclesiásticos-, o con una función meramente consultiva, como sucede en el caso de los miembros del Consejo pastoral, que puede instituirse en las diócesis donde el respectivo obispo lo estime oportuno; en forma asociada, cuando la autoridad eclesiástica competente instituye una asociación o confiere el mandato a una ya existente, para que coopere en tareas jerárquicas, siempre bajo la dependencia y dirección de la autoridad en todo lo que se refiere a las modalidades concretas de esa determinada cooperación.

V. t.: APOSTOLADO I y 11; IGLESIA III, 4-6; SANTIDAD IV; MUNDO III, 1; TRABAJO HUMANO VII.


ALVARO DEL PORTILLO.
 

BIBL.: Para la amplísima bibl. anterior a 1957, remitimos a la obra L'apostolato dei laici. Bibliografia sistematica, Milán 1957; obras posteriores a esa fecha: Y. M.-J. CONGAR, Sacerdote et laicat devant leurs taches d'évangélisation et de civilisation, París 1962; VARIOS, Les laica et la mission de PÉglise, dir. J. DANIÉLOU, París 1963; W. ONCLIN, Principia generalia de fidelium associationibus, «Apollinaris» 36 (1963) 68-109; VARIOS, Ministéres et laicat, Taizé 1964; J. B. TORELLO, La espiritualidad de los laicos, Madrid 1964; J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, 3 ed. Madrid 1967; P. LOMBARDÍA, Los laicos en el Derecho de la Iglesia, «Ius Canonicum» 6 (1966) 339-374; G. PHILIPs, El laicado en la época del Concilio, Hacia un cristianismo adulto, San Sebastián 1966; VARIOS, La Iglesia del Vaticano 11, dir. G. BARAÚNA, Barcelona 1968; G. PHILIPs, La Iglesia y su misterio, Barcelona 1968-69; J. HERVADA, La definición nominal de laico, «Ius Canonicum» 8 (1968) 471-534; A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, Pamplona 1969; J. R. W. STOT, One Peóple: Clergy and Laity in God's Church, Londres 1969; KL. MSRSDORF, Die andere Hierarchie, «Archiv für katholisches Kirchenrecht» 1969/11, 461-509; P. J. VILADRICH, Teoría de los derechos fundamentales del fiel, Pamplona 1969; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 8 ed. Madrid 1971; VARIOS, L'apostolat des laica, Décret «Apostolicam actuositatem», dir. Y. M.-J. CONGAR, París 1970; G. MAY, Demokratisierung der Kirche, Móglichkeiten und Grenzen, Viena-Munich 1971.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991