LACRAS SOCIALES
Concepto. El término lacra, del latín lacéra, en sentido figurado significa
defecto o vicio y, referido a la sociedad, expresa los vicios o las enfermedades
morales que de forma apreciablemente extendida en ella se manifiesten.
La naturaleza sociable del hombre le impulsa a unirse con sus semejantes,
creando organizaciones en las que su vida se desenvuelve y a las que acomoda
toda su actividad. En esta organización, que es la sociedad (v.), la libertad
(v.) de los hombres se manifiesta, entre otras cosas, en normas y leyes que,
libremente, han de obedecer y defender. Defensa que, en modo alguno, es sinónima
de inmovilismo o estatismo, sino que implica flexibilidad y susceptibilidad de
modificación sin destrucción o pérdida. Es la cualidad que ha permitido y
permite que las instituciones evolucionen y persistan a través de los tiempos,
la que ha convertido aquella defensa en su equilibrio, en un equilibrio en
movimiento que hace posible su adaptación a una modificación interna o externa,
o a los cambios en el carácter de los individuos que componen la sociedad.
Pero, al igual que en el cuerpo humano, en el cuerpo social se originan
enfermedades, que llamamos 1. s., y son una clara manifestación de las tensiones
o desajustes que se-producen en la sociedad y en sus normas. Implican el
tránsito de situaciones de inadecuación individual a las de marginación o
inadaptación de colectividades o grupos netamente diferenciados que, en alguna
medida, difieren, se enfrentan o se apartan de lo que la generalidad acepta por
acomodarse a las normas que rigen la convivencia social. Las causas pueden ser
diversas; y siempre hay que contar con que las desviaciones de los principios
éticos que pautan el bien obrar humano, por parte de los individuos o de los
grupos sociales también son causa motivadora de las 1. s.
Las 1. s. no son sinónimas de una situación de decadencia social. Ésta
jamás es universal, ya que si se produce en un punto, realízase en otra parte el
correspondiente progreso social. Las 1. s., en la sociedad industrial
masificada, o con tendencia a la masificación, han adquirido, sin embargo, un
sentido más universal, al impacto de los medios de comunicación social.
Formas y clases. La incultura, la pobreza y la amoralidad o inmoralidad
pública y privada son causas constitutivas de las 1. s. y, a su vez,
desencadenan otras formas que, en última instancia, expresan y definen
situaciones de evidente marginación social, en cuanto expectativa, de conducta
de un individuo o de un grupo social, dimana de un estado peligroso que adquiere
plena dimensión cuando se proyecta en la conducta; estado de peligrosidad que lo
mismo puede surgir de un hecho delictivo que de otras amenazas para la
convivencia colectiva.
Un ambiente social en el que la inmoralidad impere incide directamente
sobre el grupo familiar y provoca su desorganización, no sólo en el ámbito de
las relaciones sexuales entre los cónyuges, sino también respecto de la prole.
Se facilita así el divorcio (v.) y la existencia de la prostitución (v.) que, a
su vez, favorece ciertos tipos delictivos; y también se induce al ocio y a la
vagabundería, actuando así la inmoralidad como factor criminógeno (V.
CRIMINALIDAD).
La amoralidad social provoca situaciones de indudable injusticia. La
primacía del hedonismo egoísta e individualista es, en gran medida, causa
provocadora de la pobreza, de la incultura, del alcoholismo y de otras
toxicomanías. El debilitamiento de los vínculos y valores familiares, escolares
y religiosos fomenta toda clase de 1. s.; así como diversos aspectos de la
industrialización y la urbanización, el desempleo, la falta de madurez psíquica
y sociológica del hombre o de grupos humanos despersonalizados e inmersos en una
masificada sociedad de consumo; igualmente la masificación social, con sus
incoherencias, propagandas, luchas políticas, choques de intereses económicos,
con la invasión del Estado y otros poderes públicos en la esfera privada, etc.,
fomentan la falta de conciencia profesional y de responsabilidad cívica, así
como la confusión en torno a temas tan vitales como el amor humano, el fin
trascendente y último del hombre, etc., y conducen a la pérdida de los valores y
de las inhibiciones. Esta actitud amoral, que al comportar indiscriminadas
actitudes ante el bien y el mal desencadena la anarquía de los sentidos,
constituye la más grave y alarmante de las enfermedades sociales que, en última
instancia, aboca en situaciones criminógenas o, cuando menos, de verdadera
peligrosidad social.
El embotamiento o falta de sensibilidad social actúa también como factor
disociativo. Esas endémicas situaciones de hambre (v.) que padecen a veces
ciertos sectores de la humanidad aún son realidad, aunque en menor medida.
Cierto que la distribución de los bienes deviene, la mayoría de las veces, de
situaciones de verdadera estratificación social, proporcionada al trabajo y
méritos de cada uno. Sin embargo, por una causa o por otra, ocurre a veces que
algunos no alcanzan la satisfacción de sus necesidades más elementales; en
cambio, otros ostentan el lujo y hacen gala de derroche o de libertinaje. Cuando
la propiedad privada, ayuna de toda función social, se concibe solamente para
uso y provecho de quien ostenta el derecho sobre la misma, estamos ante un
evidente abuso; si desaparece la función social que aquélla debe desempeñar,
puede ser debido a un derecho arcaico, a vetustas estructuras, o a egoísmos y
comodidades personales, que embotan las conciencias y evidencian grave
enfermedad social. E igualmente, por el contrario, la desaparición, ya paulatina
ya repentina, de la propiedad privada, de la iniciativa y libertades personales,
o de otros derechos humanos elementales, que a veces van coartando los cada vez
más expansivos y absorbentes poderes estatales y públicos en algunos países,
producen una masificación y despersonalización en los miembros de la sociedad,
favoreciendo los egoísmos y la inhibición o falta de sensibilidad social, al
disminuir la responsabilidad personal individual y mucho más, por tanto, la
social.
La concurrencia, en un país determinado, de varias situaciones
disociativas, puede ser un indicador infalible y un módulo de medida de
peligrosidad, puesto que implican una aptitud o disposición inequívoca y
relevante, capaz de expresar o producir una amenaza o un riesgo a los justos
intereses de la comunidad o de sus miembros. Además, los perjudiciales y
decadentes comportamientos que se han enumerado provocan indudables corrientes
de corrupción que pueden atacar y destruir los valores sociales y morales,
postulados básicos de vida en toda comunidad política. Todo ello puede legitimar
la actuación del Estado si la iniciativa particular o de otras instituciones
intermedias no reacciona, y justifica el toque de atención de la ene. Populorum
progressio, señalando diversas bases que debe respetar la sociedad
auténticamente cristiana y justa.
El desarrollo integral del hombre ha de ir acompañado de un desarrollo
solidario de su comunidad. Las 1. s. frenan este desarrollo.
Caracteres. Las 1. s., aun cuando sean, en cierto modo, consustanciales a
toda vida colectiva organizada, se presentan hoy con caracteres más agudos, y
con otros propios de cada época.
Ejemplo de ello es el uso de drogas estupefacientes. Cierto que, desde
finales de la I Guerra mundial, la sociedad ha venido combatiendo su empleo,
tratando de controlar y organizar su producción, fabricación y comercio, para
adoptarlo a las necesidades médicas y científicas, luchando contra el tráfico
ilícito y procurando curar y readaptar a los que las consumen, en razón a los
nefastos efectos que producen estas sustancias. Si desde el punto de vista
físico perturban el buen funcionamiento del organismo, desde el psicológico
disminuyen la energía, paralizando el sentido de la responsabilidad. Ello tiene
graves repercusiones sociales, porque los toxicómanos se convierten en seres
parasitarios e inútiles, que constituyen una carga para su familia y para la
comunidad, cuando no una peligrosísima situación delictiva. La tendencia a las
drogas de ciertos sectores de la población tiene escasos puntos de contacto con
las tradicionales formas de anteriores épocas (cocainomanía, morfinomanía,
etc.). Tradicionalmente, en la América precolombina, ciertos pueblos aborígenes
conocían ya los efectos de los alucinógenos, y eran utilizados por las élites
dominadoras para sojuzgar a los pueblos sometidos; situación encontrada a veces
por los conquistadores y colonizadores españoles, que severamente prohibían. Y
en general, el toxicómano solía ser el adulto que, por hedonismo o por evasión
de situaciones concretas conflictivas o de especial responsabilidad, en algún
caso también por el padecimiento de una enfermedad dolorosa o incurable,
adquiría una morbosa e irreprimible necesidad acumulativa de ingerir el tóxico.
Sin embargo, en la segunda mitad del s. xx, por una parte la sociedad en la que
se disfrutan niveles materiales de vida más altos es la que presenta mayor
índice de toxicomanía, y por otra elementos o grupos juveniles, caracterizados
por peculiares formas asociales o antisociales de vida, irrumpen en el mundo de
los estupefacientes. La motivación es diferente, y quizá sea la manifestación de
un problema, hasta entonces latente, que yace en el fondo de algunas estructuras
sociales; parece un fenómeno inédito en la historia de la humanidad. El
desajuste social que tal hecho expresa, que hace abocar a una parte de la
colectividad juvenil en la toxicomanía, hace pensar que se deriva
fundamentalmente del ambiente y formas de vida actuales. Porque el hombre, no se
hace a sí mismo, sino en su medio social, donde la familia (v.) desempeña una
función primordial. La familia que tradicionalmente realizó su misión educadora,
en alguna ocasión incluso con excesivo rigor con detrimento de libertades
fundamentales de la persona, de pronto comenzó a aflojar aquellos vínculos y
transformó su misión en letra muerta. En este punto debe resaltarse la tremenda
responsabilidad que recae sobre los padres (v.) en su condición de forjadores de
esa familia natural, monógama y estable, en cuyo eje coinciden distintas
generaciones que deben ayudarse mutuamente, armonizando los derechos de quienes
la integran con los que se derivan de la convivencia social.
Las 1. s. son una continua oposición, a veces manifiesta, a veces
solapada, al humanismo pleno que es consustancial a la sociedad que evoluciona y
progresa. Humanismo que exige el desarrollo, integración y participación de los
hombres en la sociedad que les es propia. Un humanismo cerrado, materialista,
impenetrable a los valores espirituales y trascendentes del hombre, deviene,
inexorablemente, en formas asociales de convivencia. La masificación social, con
ausencia de las libertades y derechos humanos individuales, ahoga la solidaridad
y la convivencia. El deber de solidaridad es una exigencia consustancial al
natural sociable del hombre. Las 1. s. se caracterizan, precisamente, por la
ausencia de solidaridad humana y no podrán vencerse mientras se pretenda
superarlas exclusivamente en su aspecto formal o material, eludiendo ese sentido
cristiano de la fraternidad entre los hombres o dejando de lado el deber
trascendente de respetar la dignidad humana, la libertad con la consiguiente
responsabilidad de cada persona (v.).
V. t.: ALCOHOLISMO; PROSTITUCIÓN; DIVORCIO; TOXICOMANÍAS; DROGAS;
DELINCUENCIA; DELITO; CRIMINALIDAD; ESPECULACIÓN III; ACEPCIÓN DE PERSONAS;
CORRUPCIÓN; CALUMNIAS; etc.
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J. MENDIZÁBAL OSES.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991