JURAMENTO
Noción y división. Se entiende por j. la invocación del nombre de Dios en
testimonio de la verdad. Hecho con las debidas condiciones es un acto bueno y
honesto, propio de la virtud de la religión (v.) mediante la cual damos culto a
Dios. Por él se reconoce la infinita veracidad de Dios -que no puede engañarnos-
y la propia debilidad humana, de suyo caduca y falible.
Se distinguen diversas clases de j.: asertorio si se limita a afirmar una
verdad («juro tal cosa»); promisorio si promete hacer u omitir alguna cosa;
imprecatorio si pide ser castigado por Dios en caso de falsedad; público si se
presta ante la autoridad pública; de lo contrario es privado; explícito si se
pone directamente a Dios por testigo; implícito si se le pone a través de alguna
cosa relacionada con Dios (p. ej., la cruz, los evangelios, etc.).
Condiciones. El requisito fundamental para prestar juramento válido lo
constituye la capacidad subjetiva para este acto. Según el derecho natural es
capaz de jurar toda persona dotada de inteligencia y uso de razón, aunque luego
el derecho positivo pone algunas limitaciones (cfr. CIC. c. 1757). Se suelen
distinguir entre condiciones para la validez y para la licitud.
a) Para la validez, se requiere: 1) Intención verdadera de jurar, actual
o, al menos, virtual. La falta de ella constituye, probablemente, pecado grave
(al menos si se hace con plena deliberación), por la grave injuria que se le
hace a, Dios poniéndole externamente por testigo sin intención de que lo sea y
por el daño que se le irroga al prójimo. La Iglesia ha rechazado la siguiente
proposición; «Con causa, es lícito jurar sin ánimo de jurar, sea la cosa leve,
sea grave» (Denz. 1175); 2) Fórmula apta, o sea, que constituya verdadero
juramento ante Dios. P. ej.: «juro por Dios», «por estos evangelios», «pongo a
Dios por testigo», «castígueme Dios si es mentira», etc. Fórmulas dudosas son
aquellas cuya fuerza obligatoria depende del uso o de la costumbre, p. ej., «por
mi conciencia», «como cristiano», etc. Ciertamente no aptas son: «por la salud
de mi madre», «por mi honor», etc., porque ninguna relación tienen con Dios.
Pero téngase siempre en cuenta la intención o conciencia subjetiva del que jura,
más todavía que la fórmula que emplea.
b) Para la licitud, son tres las condiciones: verdad, injusticia y juicio
(Jer 4,2). 1) Verdad. El que jura a sabiendas de que es falso lo que jura,
comete siempre un pecado mortal, aunque su j. recaiga sobre una mentira muy leve
y no perjudique a nadie. La razón es por la gran injuria que se le hace a Dios
poniéndole por testigo de una falsedad. Esta condición supone la sincera
convicción de expresar lo verdadero en el juramento asertorio, o de cumplir lo
que se promete en el juramento promisorio. Y nótese que no basta la mera
probabilidad de que sea verdad lo que se jura, sino que se requiere la plena
certeza, al menos moral. Cuando se jura ante los tribunales, esta certeza hay
que tenerla por ciencia propia (no basta apoyarse en el testimonio ajeno), a no
ser que se declare únicamente lo que se ha oído a los testigos presenciales,
dejándoles a ellos la responsabilidad de sus afirmaciones.
2) justicia, o sea, que se jure alguna cosa justa, lícita y honesta. Su
falta constituye también, ordinariamente, pecado mortal, tanto si se refiere al
pasado (p. ej., «juro que cometí tal pecado», diciéndolo con jactancia y como
ufanándose de ello), como si se refiere al presente (p. ej., «juro que odio a
tal persona»), como al porvenir (p. ej., «juro que me vengaré»). Cabe, sin
embargo, la imperfección del acto y la conciencia errónea, que lo haría venial.
3) juicio, o sea, que no se profiera el juramento sin causa justa
(necesaria o muy conveniente) o sin la debida reverencia. Sólo se debe jurar
cuando lo exige la autoridad o lo reclama una razón importante. Su falta, sin
embargo, no suele pasar de venial, si se cumplen bien las otras dos condiciones.
El j., hecho con las debidas condiciones, es lícito, como ha declarado
repetidas veces eJ Magisterio de la Iglesia: contra los valdenses (Denz. 425),
los «fraticelli» (Denz. 487), los hussitas y wicleficas (Denz. 623, 662, 663),
los jansenistas (Denz. 1451, 1575), etc., que lo han rechazado basándose en una
interpretación errónea de la S. E. La misma práctica de la Iglesia (juramento en
los procesos eclesiásticos, en la profesión de fe, etc.) confirma esta doctrina.
La enseñanza de la Sagrada Escritura. El A. T. presenta el j. como un
medio de ratificación admitido generalmente (Gen 21,24; 24,3; 26,28; 47,29-31;
Ex 22,11; etc.), pero lo considera también como un acto de religión. «Teme a
Yahwéh, tu Dios, sírvele a Él y jura en su nombre» (Dt 6,13). Hasta el mismo
Dios jura por sí mismo (Gen 22,16; Dt 6,18; Is 62,8, etc.).
La postura del Evangelio respecto al j. se hace difícil y complicada a
causa de la prohibición contenida en el Sermón de la Montaña: «También sabéis
que se dijo a los antiguos: 'No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus
juramentos'. Pero yo os digo que no juréis de ninguna manera; ni por el cielo,
porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el escabel de sus pies;
ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey; ni por tu cabeza, porque ni
un cabello puedes volver blanco o negro. Sea, pues, vuestra palabra: Sí, sí, no,
no. Lo que pasa de esto, viene del malvado» (Mt 5,33-37). Un eco de las palabras
de Cristo aparece en la epístola de Santiago: «Hermanos míos, ante todo, no
juréis ni por el cielo, ni por la tierra, ni con cualquier otro juramento. Sino
que vuestro 'sí' sea 'sí' y vuestro 'no' sea 'no', para no incurrir en juicio» (lac
5,12). Pero, como explica Mausbach, estos pasajes no se refieren al juramento
prestado ante el tribunal, ni en ocasiones públicas semejantes, sino que
prohíben el juramento irreflexivo e innecesario en el trato ordinario con los
demás, costumbre arraigada entre los judíos y los paganos de la antigüedad que
juraban casi diariamente por el menor motivo. La prohibición de Cristo se opone
a una tendencia general que no nace del temor a Dios o del amor a la verdad,
sino que es un abuso hipócrita de la religión mediante el empleo de fórmulas
equívocas de juramento. Cristo establece como norma positiva la absoluta
veracidad (v.) de los cristianos, de modo que no tengan necesidad de jurar, sino
que baste su «sí» o su «no». Con esta interpretación concuerda el hecho de que
el mismo Cristo aceptó y obedeció el conjuro del sumo sacerdote (Mt 26, 63 ss.).
También S. Pablo se sirve del j.: «Pongo a Dios por testigo sobre mi alma...» (2
Cor 1,23; cfr. Rom 2,9), y considera también el j., por el cual los hombres
apelan a algo 'superior', como el fin de sus controversias (Heb 6,16; cfr. Gal
20; Philp 1,8) (o. c. en bibl. 326-327).
Juramento promisorio. El j. promisorio, que origina una obligación
práctica posterior a su prestación, obliga a su cumplimiento por la virtud de la
religión y también por la fidelidad y en algunos casos por la justicia. Su
incumplimiento es pecado grave o leve según la materia prometida. El cese de la
obligación aneja a este j. es enteramente análoga a la del voto (v.; cfr. CIC,
c. 13191320).
El juramento de fidelidad al Estado. De suyo es lícito, con tal que nada
contenga contra los derechos de Dios o de la Iglesia. En caso de duda podría
prestarse con la cláusula restrictiva: «salvas las leyes de Dios y de la
Iglesia», y evitando el escándalo. El que lo presta está obligado únicamente al
cumplimiento de las leyes justas, a no maquinar contra la autoridad legítima y,
si es empleado público, a desempeñar su cargo conforme a las leyes.
Las «declaraciones juradas». Este tipo de declaraciones, tan frecuentes
hoy día, parece que no envuelven verdadero j., al menos en España, por las
siguientes razones: a) en ellas no se exige ninguna fórmula juratoria (si se
exceptúa el título del folio, donde se escribe la fórmula «Declaración jurada»,
insuficiente de suyo), ni se designa persona alguna ante la cual se emita el j.,
ni se tiene en cuenta la religión o creencias del que suscribe el documento; b)
Porque el CC español establece, con muy buen acuerdo, en su art. 1.260: «No se
admitirá juramento en los contratos. Si se hiciere se tendrá por no puesto». Lo
cual, sin duda, se dispone para evitar el perjurio. Pero éste sería muy
frecuente si las «declaraciones juradas» fueran verdaderos j., dada la
frecuencia con que se oculta en ellas la verdad; c) en la práctica, el mismo
legislador no parece concederle mucha importancia a la fuerza coercitiva de este
pretendido j., cuando multiplica por todas partes los organismos fiscales y
agentes investigadores, como si sólo hubiera querido urgir la obligación que se
desprende de la mera honorabilidad de los ciudadanos. Por estas razones, muchos
moralistas modernos no conceden a esas declaraciones el valor de verdaderos j.
Lo mejor sería que el Estado renunciase definitivamente a esa fórmula de
«declaraciones juradas», que a nada práctico conduce, fuera de torturar la
conciencia de los escrupulosos, mientras se burlan de ella los grandes
defraudadores del Estado. Nótese, sin embargo, que aun en el supuesto de que
esas declaraciones no envuelvan verdadero j., hay que dejar a salvo los derechos
de la verdad. A nadie es lícito mentir, únicamente es lícita, en determinadas
condiciones, la llamada restricción mental (v.) para escapar de la injusticia
ajena.
V. t.: RELIGIÓN IV.
BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th. 2-2 q89; E. REGATILLO, M. ZALBA, Theologiae Moralis Summa, 11, Madrid 1953, n. 147 ss.; A. LANZA, P. PALAZZINI, Principios de Teología moral, II, Madrid 1958, 101 ss.; B. GUINDON, Le serment, son histoire, son caráctére saeré, Otawa 1957; A. Royo MARÍN, Teología moral para seglares, I, Madrid 1957, n. 399 ss.; 1. MAUSBACH, G. ERMECKE, Teología Moral Católica, II, Pamplona 1971, 318-333.
A. ROYO MARÍN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991