JUICIO TEMERARIO


Definición. Es pensar mal del prójimo sin motivo suficiente. El j. t. es algo más que un pensar imprudente; es la conviccióní sobre la maldad del otro a la que se ha llegado sin razones convincentes.
      Es preciso distinguir el juicio de la sospecha, la duda o la opinión. El pensar del hombre se explicita en una escala de mayor o menor certeza según el asentimiento de la razón. Frente a las incertidumbres de la duda (v.), la probabilidad de la sospecha o la apreciación de la opinión, el juicio es la afirmación rotunda y la seguridad; pero la falta de motivos convincentes y firmes lo convierte en temerario. El j. t. es, pues, una convicción desfavorable, pero no debido a razones ciertas, sino con falta de un serio fundamento. Cuando los motivos del juicio son ciertos no emitimos un j. t., sino que estamos, sencillamente, en la verdad.
      Esta distinción nocional responde a diferentes estratos psicológicos, pero siempre será difícil separarlos como si correspondiesen a zonas distintas de nuestro yo. De aquí que no conviene insistir sobre la necesidad de un asentimiento perfecto para que se cometa un pecado grave de j. t. ¿Quién puede estar absolutamente cierto? Moralmente, es preferible insistir en el aspecto positivo del juicio cristiano que no condena, sino que vive de la caridad, «no piensa mal de nadie... todo lo excusa... se alegra con la verdad» (1 Cor 13,4-6).
      Causas. Quizá, previamente a esa visión cristiana de juzgar en caridad, debe procurarse el ennoblecimiento de las virtudes humanas de honradez, compasión, magnanimidad... Los j. t. son, con frecuencia, fruto de la ausencia de virtudes humanas, de la ruindad del que juzga que culmina casi siempre en el vicio de la envidia (v.) y que enturbia la mente y endurece el corazón.
      Un juicio consumado en el corazón del hombre tiende a manifestarse. Se podría afirmar que un j. t. es una calumnia silenciosamente elaborada. ¿Qué falta para que se transforme en difamación? (v.). Sólo una palabra o una señal o, a lo más, un calculado silencio. Sobre la nobleza y grandeza de espíritu se levanta la virtud de la caridad (v.), que lleva a un verdadero amor al prójimo, que es comprensiva y todo lo disculpa. El hombre honrado no aventura su opinión y su misma honradez le lleva a juzgar bien de todos: «No queramos juzgar. -Cada uno ve las cosas desde su punto de vista... y con su entendimiento, bien limitado casi siempre, y oscuro o nebuloso, con tinieblas de apasionamiento sus ojos, muchas veces. Además, lo mismo que la de esos pintores modernistas, es la visión de ciertas personas tan subjetiva y tan enfermiza, que trazan unos rasgos arbitrarios asegurándonos que son nuestro retrato, nuestra conducta... ¡Qué poco valen los juicios de los hombres! -No juzguéis sin tamizar vuestro juicio en la oración» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, 451).
      S. Tomás señala tres razones que con frecuencia motivan el j. t. (Sum. Th. 2-2 q60 a3): 1) La propia malicia personal que lleva a juzgar a los otros como participantes de su mismo pecado. Recoge S. Tomás las palabras del Eccl 10,3: «El necio que va por la calle, porque él es imbécil, cree que los demás son imbéciles como él». 2) La envidia y el deseo del mal del prójimo que le lleva a exagerar y «convertir en realidad aquello que desea». 3) La edad y las amargas experiencias. Es la afirmación de Aristóteles: «Los ancianos son sospechosos porque tienen experiencia de los defectos del hombre» (2 Retor. cap. 13). Otra razón que motiva los j. t. es la precipitación que lleva a muchos, entre ligeros y vanidosos, a juzgar sin reflexión.
      Gravedad del pecado. El j. t. supone una falta de amor y hay que ponerlo en relación con la virtud de la caridad que lleva a pensar, querer y procurar el bien del hermano. El imperativo con que se presenta este precepto (Me 12, 31; Le 10,27 ss.; lch 13,34 ss.; 15,12 ss.; 1 Cor 13,1 ss.; Gal 5,6; Col 3,14; Heb 10,24; 13,1; 1 Pet 1,22; 2,17; 4,8; 2 Pet 1,7 ss.; 1 loh 3,16 ss.; 4,7-17; 2 lo 1,5-7) hacen de la moral cristiana la moral del amor.
      Pero, al mismo tiempo, el j. t. supone un pecado de injusticia, nacido del derecho estricto a la buena fama y estimación que todo hombre tiene. Quien juzga mal y temerariamente quebranta este derecho. No es válida la afirmación de que la justicia (v.) se refiere a las aplicaciones exteriores y no llega a las convicciones internas, pues también se falta a la justicia por los actos internos, que, por su misma índole, se orientan a los actos externos justos e injustos. Así, la voluntad de robar es un acto injusto y la decisión de restituir es un acto justo (cfr. Sum Th. 2-2 q60 a3 ad3).
      El j. t. es pecado grave cuando, a las condiciones exigidas por el pecado mortal (conocimiento claro del daño y deliberación completa y decidida), se unen los dos motivos que lo caracterizan: que el mal pensado sea grave y la emisión del juicio no se apoye en razones verdaderas. Muchos moralistas juegan con estas cuatro condiciones y casi siempre les resulta fácil buscar un resquicio para restar gravedad moral a este pecado. Suelen dar este criterio: El j. t. que no se manifiesta exteriormente no llega a ser pecado mortal por faltarle alguna de esas condiciones. No siempre será fácil juzgar la gravedad de este pecado, pero ni el moralista ni el cristiano se deben quedar en el límite de esta valoración de lo gravemente pecaminoso. Lo que hay que evitar es el pecado de pensamiento contra la caridad que abarca desde que se insinúa la duda hasta que se completa el juicio. Por esto es conveniente, más que combatir y condenar el j. t., fomentar los pensamientos de amor, cultivar esa bondad de corazón que lleva al hombre a juzgar bien de todos.
      El juicio temerario en la Sagrada Escritura. Frente a la «comprensión» de algunos moralistas y la laxitud del hombre de la calle, la S. E. reserva para los j. t. las palabras más duras y condenatorias. En el A. T. el libro de la Sabiduría comienza con el elogio del hombre honrado y la condena de los juicios injustos, pues «los pensamiento perversos alejan de Dios» (Sap 1,1-13). Las enseñanzas del N. T. son frecuentes y muy serias: cfr., p. ej., las palabras severas de Jesús: «No juzguéis para que no seáis juzgados y con la medida con que midáis seréis medidos» (Mt 7,12; Le 6,37) o las fuertes recriminaciones de S. Pablo: «Tú quién eres para juzgar al criado ajeno. Que esté en pie o se caiga, a su propio dueño atañe. Pero se mantendrá firme, pues poderoso es Dios para sostenerlo» (Rom 14,4). «Por tanto, no tienes excusa, ¡oh hombre! , quienquiera que seas, cuando juzgas, porque en lo que juzgas a otros, a ti mismo te condenas, ya que tú haces lo mismo que condenas» (Rom 2,1-3). También señala S. Pablo los motivos que prohíben al hombre juzgar; son dos: 1) supondría suplantar el papel de Diosjuez: «Tú, pues, ¿por qué juzgas a tu hermano?... Porque todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios: Pues está escrito: ¡Vivo yo! , dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua ensalzará a Dios. Por tanto, cada uno de nosotros dará cuenta a Dios. No nos juzguemos, pues, los unos a los otros; antes mirad más bien de no poner tropiezo o escándalo al hermano» (Rom 14,10-13); 2) que el juicio humano adelanta el juicio definitivo de Dios: «Así, pues, no juzguéis antes de tiempo, hasta que venga el Señor, que iluminará los escondrijos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los propósitos de los corazones, y entonces cada uno recibirá la alabanza de Dios» (1 Cor 4,5).
      La energía del Apóstol Santiago se manifiesta de una manera radical en la condena de los j. t.: «No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de su hermano o juzga a su hermano habla mal de la Ley y juzga a la Ley, y si juzgas a la Ley no eres cumplidor de la Ley, sino juez. Uno solo es el legislador y juez, el cual puede salvar y perder; mas tú ¿quién eres para juzgar a tu prójimo?» (lac 4,11-12). Y en otro lugar afirma de forma lapidaria: «Tendrá un juicio sin misericordia el que no practica la misericordia» (lac 2,13).
      La necesidad y el oficio de juzgar. S. Pablo afirma que el juzgar humano es malo porque se apropia lo que es exclusivo de Dios y adelanta lo que será el juicio de toda la historia. Sin embargo, hay ocasiones en que por necesidad u oficio es preciso juzgar. Para estos casos S. Tomás señala tres condiciones por las que debe regirse la formación del juicio (ib. q60 a2): Justicia recta, autoridad del juez, y que el que juzga esté libre de prejuicios contra la persona juzgada. De aquí deduce la no licitud de muchos juicios humanos en que se falta a la justicia y por eso se llama iuditium perversum o injustum, o falta la autoridad para juzgar y se comete un iuditium usurpatum, o falta la razón y se llama iuditium suspitiosum o temerarium.
      La norma moral es seguir el precepto de Jesús: «No juzguéis». Nadie nos ha constituido juez de los demás, y cuando por oficio, por necesidad o por exigencias del cumplimiento del deber sea necesario juzgar, se debe hacer con amor, que libera siempre de los falsos prejuicios y prepara el ánimo para practicar la justicia. Por otra parte, es preciso distinguir entre el juicio sobre las personas y sobre los hechos. Los hechos se pueden y se deben juzgar, de lo contrario se nos va el pulso de la vida y se caería en el escepticismo o en un relativismo absoluto. El juicio sobre actitudes e intenciones personales cae con facilidad en temerario porque entran en juego una serie de factores psicológicos que pueden deformar nuestra visión. En todo caso, siempre se pueden ocultar motivos y razones que harán insuficientes nuestros elementos de juicio. Ante las actitudes personales más que juzgarlas hemos de tener comprensión.
      No se consideran j. t. la «suspensión del juicio» sobre personas de las que no tenemos elementos positivos para juzgarles bien, ni las precauciones que se toman ante ciertas circunstancias para evitar un mal previsible. Es decir, no son j. t. las medidas normales de prudencia, como, p. ej., guardar el dinero o llevar armas. Tampoco son j. t. las imaginaciones que torturan a algunas personas y en las que casi nunca hay consentimiento, sobre el comportamiento e intenciones de otras. Al llegar a este punto la casuística se haría interminable. Para juzgar las distintas situaciones bastan los principios generales de la moral sobre el pecado. En la práctica es mejor aconsejar, basados en la unidad y en las leyes de la psicología sobre la influencia de las ideas en el actuar, que se fomenten los pensamientos nobles de comprensión y amor hacia todos. Si los j. t. llevan frecuentemente a la difamación y a la calumnia, los pensamientos de comprensión llevarán a la alabanza. ¿No estará en alabar siempre, mientras positivamente no conste lo contrario, la solución a los juicios temerarios?
     
      V. t.: CALUMNIA II; DIFAMACIÓN; DUDA II.
     
     

BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th. 2-2 q66; S. ALFONSO MDE LIGORIO, Theologia Moralis, 1. 111, n. 962-995; D. PRÜMMER, JUIZ DE FORA - JULIAN DE TOLEDO, SANManuale Theologiae Moralis, II, 10 ed. Barcelona 1945, 179-181; H. NOLDIN, Summa Theologiae Moralis, II, 15 ed. Innsbruck 1922, 658-661; J. MAUSBACH, J. ERMECKE, Teología Moral Católica, III, Pamplona 1976; VOZ JUGEMENT TÉMÉRAIRE, en DTC 812, 1826, 1832; A. LANZA-P. PALAZZINI, Principios de Teología Moral, Madrid 1958, 305 ss.

 

AURELIO FERNÁNDEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991