JUDEO-CRISTIANOS
Terminología. El problema dei judoo-cristianismo ha sido replanteado en una
verdadera profusión de publicaciones durante el último cuarto de siglo, sin que
se pueda hablar todavía de soluciones definitivas. Incluso el concepto mismo ha
sido sometido a revisión y la terminología no es aún uniforme.
Para algunos autores lo específico de los j. estaría en la observancia de
las prácticas judías (v. JUDAísmo), es decir, serían los judíos convertidos al
cristianismo, pero que no abandonaban sus antiguas prácticas: la circuncisión,
la celebración de la Pascua el 14 de nisán, el sábado, las purificaciones, etc.
Asta era más o menos la doctrina tradicional, que siguen defendiendo muchos
autores modernos (M. Simon; B. Bagatti, etc.). Otros los buscan entre los grupos
heterodoxos que se separaron de la iglesia madre de Jerusalén: así, p. ej., H.
J. Sch&ps, que los identifica con el ebionismo (v.), tal como lo conocemos a
través de los escritos pseudo-clementinos. Un tercer grupo, representado por 1..Daniélou,
coloca lo específico de los j. no tanto en la ascendencia judía de sus miembros
o en la práctica de las observancias judías, cuanto en criterios de orden
ideológico y doctrinal. Más concretamente, para Daniélou (v.) es una forma de
pensamiento cristiano, que está concebido y expresado en categorías tomadas del
judaísmo tardío, sobre todo del judaísmo de tendencia apocalíptica. Ya se ve que
esta definición es sumamente amplia, hasta el punto de que algunas de las mismas
comunidades étnicas pueden ser consideradas como j. en ese amplio sentido.
Finalmente, J. Munck cree que esta palabra, en su sentido estricto, designa una
serie de influencias ideológicas y prácticas de ascendencia veterotestamentaria,
que hacen su presencia en el cristianismo en un segundo momento. Según Munck la
destrucción del a. 70 termina con la comunidad de Jerusalén, de ahí que los j.
que encontramos más tarde en Palestina y en Siria representan un fenómeno
totalmente nuevo sin relación directa con los j. de los tiempos apostólicos.
Entre los j. posapostólicos hacen su aparición algunos grupos que acentúan hasta
la heterodoxia la religión, la ley mosaica (v. LEY vii, 3) y las prácticas
veterotestamentarias, lo cual constituye, según Munck, lo específico de los j.,
y que sería el caso de los grupos que polemizan con S. Pablo (v.) en Galacia,
Corinto y Colosas.
Todas estas concepciones y definiciones no se contradicen ni se excluyen
mutuamente, sino que pueden ser integradas en una definición más amplia que nos
sirva de base en el presente artículo. De acuerdo con los recientes estudios
tendríamos, pues, que los j. se localizan en las comunidades cristianas,
ortodoxas o sectarias, de ascendencia judía, sea por la sangre, por la
observancia de las prácticas legales o por la presencia de categorías
teológicas.
Historia. El cristianismo (v.) no parte de cero sino que empieza a
reclutar sus primeros adeptos entre los judíos, sobre los que pesa toda la
herencia del A. T. y del judaísmo tardío. De hecho, los primeros cristianos y
los mismos apóstoles seguían frecuentando el Templo (Act 2,46; 3,1,5,43; 10,9) y
el calendario festivo (Act 2,1; 16,13; 18,4; 20,16), ayunaban en las mismas
fechas judías (Act 13,2-3; 14,23; Me 2,20; Didajé 8,1), practicaban la
circuncisión (Act 21,21) y respetaban la pureza legal (Act 10,14).
Con todo, la comunidad cristiana comenzó a distinguirse y despegarse del
seno del judaísmo por su fe en Cristo muerto y resucitado, cuya segunda venida
se espera para el fin de los tiempos. Esta fe tenía señales externas, como eran
el bautismo (Act 2,38.41; 8,12-13.16. 36-38), la fracción del pan (Act 2,42.46),
la conmemoración del domingo (Act 20,7; 1 Cor 16,2; Apoc 1,10; Didal.é 14,1;
Epístola de Bernabé 15,8-9) y la comunión de bienes (Act 4,32-5,11). Los judíos
convertidos al cristianismo se llamaban «hermanos» (Act 14,2), constituían la
Nueva Alianza (Act 3,25) y su unidad interna estaba garantizada por la presencia
del Espíritu (Act 2).
No tardó en hacer su aparición la hostilidad del judaísmo hacia la
naciente comunidad cristiana (Act 4,1-31; 5,17-42; 6,8-8,3; 12). Empujados por
la persecución, algunos cristianos abandonaron la Ciudad Santa y se esparcieron
por Judea, Samaria, Fenicia, Chipre y Antioquía, donde predicaron la nueva fe y
establecieron nuevas comunidades (Act 8,1; 11,19). Esta difusión de la fe
cristiana más allá de las fronteras de Jerusalén y de Palestina fue, sobre todo,
obra de los «helenistas», así llamados porque procedían de la diáspora (v.) y no
estaban tan pegados al Templo y la Ley como lo estaban los oriundos y residentes
de Palestina, llamados «hebreos» (Act 6,1.13-14; 7,1-53). Según se deja entrever
por Act 8,1 los apóstoles tenían al principio una relación más frecuente con el
grupo de los «hebreos», que permaneció quieto en la Ciudad Santa.
Hasta este momento, sin embargo, el cristianismo no había franqueado
todavía las fronteras del pueblo elegido. Este paso lo da el propio S. Pedro
(v.) con la admisión del centurión Cornelio dentro de la nueva fe cristiana (Act
10-11): «Al oír estas cosas, los apóstoles y los hermanos de Judea callaron y
glorificaron a Dios diciendo: Luego Dios ha concedido también a los gentiles la
penitencia para la vida» (Act 11,1.8). Por obra de predicadores venidos de
Chipre y de Cirene se convirtieron al cristianismo numerosos gentiles
incircuncisos en Antioquía, formando por primera vez en esta ciudad una
comunidad mixta de j. y étnico-cristianos. El hecho debió causar un cierto
recelo en la iglesia de Jerusalén, que «envió a Antioquía a Bernabé, el cual así
que llegó y vio la gracia de Dios se alegró y exhortaba a todos a permanecer
fieles al Señor» (Act 11,22-23).
S. Bernabé (v.) se dio cuenta que Antioquía podía servir de base para
misiones de más amplio alcance y, con esta intención, se dirigió a Tarso en
busca de S. Pablo, el cual, juntamente con Juan Marcos (Marcos el evangelista;
v.), le acompañarían en el primer viaje misional a través del mundo greco-romano
(Act 11,25; 13-14). La palabra de Dios se mostró eficaz y operante y después de
este primer viaje apostólico el cristianismo quedó establecido en Chipre,
Antioquía de Pisidia, Iconio, Licaonia, Listra, Derbe y Perge de Panfilia. De
vuelta en Antioquía los misioneros «reunieron la iglesia y contaron cuanto había
hecho Dios con ellos y cómo habían abierto a la gentilidad la puerta de la fe» (Act
14,27). Todo hace creer que los cristianos de Antioquía oyeron con gozo y
alegría el relato de los misioneros, lo mismo que los hermanos de Fenicia y
Samaria (Act 15,3). No fue así en Jerusalén, donde muchos veían con recelo la
entrada de los gentiles en la Iglesia, sin imponerles previamente la
circuncisión y todas las demás prescripciones de la Ley. El problema se planteó
cada vez con más agudeza y Pablo y Bernabé, acompañados de algunos otros
hermanos, entre los que se contaba, sin duda, Tito, se vieron obligados a subir
a Jerusalén para tratar la cuestión con los Apóstoles (v.) y los ancianos (Act
15; Gal 2). A pesar de la presión de algunos de la iglesia de Jerusalén, después
de hablar sucesivamente Pedro, Bernabé, Pablo y Santiago el Menor (v.), la
conclusión final fue no imponer a los gentiles convertidos al cristianismo más
cargas que las necesarias, a saber, «que se abstengan de las carnes inmoladas a
los ídolos, de la fornicación, de lo ahogado y de la sangre» (Act 15,20). Para
hacer llegar hasta las iglesias de la gentilidad esta decisión del Conc. de
Jerusalén (v.) fueron elegidos judas y Silas, varones principales entre los
hermanos (Act 15,22-23).
Con estas leves restricciones, puede decirse que la tesis de S. Pablo
había triunfado plenamente. Allí estaba para demostrarlo Tito, pagano
convertido, que «no fue obligado a circuncidarse, a pesar de los falsos
hermanos» (Gal 2,3). El Conc. de Jerusalén había sancionado la igualdad de
judíos y paganos frente a la gracia de la salvación (v.) traída por Cristo
Jesús. De la intervención de S. Pedro se podía deducir la inutilidad de la Ley
incluso para los j. (Act 15,7-10), pero las iglesias nacidas del judaísmo
estaban tan ancladas en la religión, usos y costumbres de sus ascendientes que
ni siquiera se plantearon la posibilidad de prescindir de ellos. Se acordó que
Pedro, Santiago y Juan predicarían a los de la circuncisión y Pablo y Bernabé a
los de la gentilidad (Gal 2,9). Sin perder la unidad, la Iglesia quedaba
dividida en dos grandes alas, cada una de ellas con su fisonomía propia y su
maniera de conducirse frente a la Ley: la de Jerusalén, más pegada a las
observancias legales y privilegios de Israel (Act 21,20-26), y la de Antioquía,
más abierta a la universalidad, pronta a abrir las puertas a los paganos sin
obligarles a judaizar. Simplificando las cosas podría decirse que la primera
representaba la comunidad de los j., y la de Antioquía, el grupo
étnico-cristiano.
Los Apóstoles se esforzaron por mantener la unidad fundamental de ambas
alas de la Iglesia, dejando libertad en lo secundario y accidental. Con esta
finalidad, sin duda, de salvaguardar las relaciones cordiales entre judeo y
étnico-cristianos, pidió Santiago a los paganos en el Concilio «que se
abstuvieran de las contaminaciones de los ídolos, de la fornicación, de lo
ahogado y de la sangre» (Act 15,20). Todas estas prescripciones estaban muy
metidas en el ánimo de los judíos y el verlas quebrantadas por parte de los
paganos convertidos al cristianismo podía escandalizar y entorpecer gravemente
la convivencia mutua.
Salvaguardar la cohesión y unidad interna entre las iglesias nacidas del
judaísmo y las venidas de la gentilidad era, sin duda, la intención última de S.
Pablo al organizar la gran colecta en favor de los «santos» de Jerusalén (Gal 2,
10; 1 Cor 16,1-3; 2 Cor 8-9; Rom 15,25-27). Las limosnas recogidas en las
iglesias de la gentilidad y presentadas a la iglesia madre de Jerusalén por
representantes del paganismo, con S. Pablo a la cabeza, era una manera plástica
y tangible de sellar la fraternidad existente entre los judeo y
étnico-cristianos.
Sin embargo, en el fondo siempre existía una tensión que no podía menos de
manifestarse en algunos incidentes. Entre todos sobresale el llamado por
antonomasia «incidente de Antioquía» (Gal 2,11-14). Encontrándose allí S. Pedro,
sin cuidarse de las prescripciones judías que prohibían la convivencia y
cohabitación con los paganos, comía con los cristianos procedentes del paganismo
y se relacionaba con ellos sin prejuicio alguno, exactamente como lo hacía con
los j.-c. Pero cuando llegaron a Antioquía algunos j. de la iglesia de
Jerusalén, presidida por Santiago, Pedro se retraía del contacto con los
étnicocristianos y se apartaba de ellos por miedo a los de la circuncisión. Su
ejemplo fue seguido por los otros j. e incluso por el mismo Bernabé.
Esta actitud de S. Pedro hizo reaccionar violentamente a S. Pablo, que se
enfrentó con aquél cara a cara (Gal 2, 11). La postura condescendiente de S.
Pedro no tenía en sí mayor importancia. EJ mismo S. Pablo había hecho
concesiones similares (Act 16,3; 21,26; 1 Cor 8,13; Rom 14,21). Pero en estas
circunstancias la conducta de S. Pedro podía dar a entender que la práctica de
la Ley constituía una mayor perfección; de esta manera se establecían grados en
el cristianismo: uno más perfecto, el de los j., y otro de segundo orden, el de
los étnicocristianos; además, la conducta de S. Pedro podía ser un argumento
poderoso en manos de los judaizantes y desvirtuar de alguna manera la eficacia
de la obra de Cristo, que tenía que ser reforzada con la práctica de las
observancias legales. Todo ello explica la postura intransigente de S. Pablo en
esta ocasión. Las divergencias entre S. Pablo y la iglesia de Jerusalén no se
situaban en un terreno dogmático, sino solamente práctico y de prudencia
pastoral.
Judaizantes. Es cierto que la iglesia de los j. seguía practicando la
circuncisión y demás observancias legales (Act 21,20-26), pero había reconocido
pública y solemnemente en el Conc. de Jerusalén (Act 15; Gal 2) que todas estas
prácticas no eran necesarias para salvarse y que, por consiguiente, los
étnico-cristianos quedaban libres de ellas. La tesis de la justificación (v.)
por la fe en Cristo sin necesidad de las obras de la ley no era una invención de
S. Pablo, sino doctrina común de toda la Iglesia. Ahora bien, había algunos
grupos de j., de ascendencia generalmente farisea (Act 15,5), que no se
contentaban con guardar ellos la Ley, sino que querían imponerla como
obligatoria a los demás, incluso a los étnico-cristianos. Es decir, los j.
llevaban su conducta y actitud hasta un extremo sectario y herético. Éstos son
llamados grupos «judaizantes», adversarios acérrimos de S. Pablo, con los cuales
se encuentra el Apóstol en Antioquía (Act 15,1), Jerusalén (15,5), Galacia
(carta a los Gálatas) y Corinto (2 Cor 3,13-18; 4,2-4; 10,1-17; 11,4-5.22-23;
12,11-15).
Supervivencia. La supervivencia de los j. en el periodo posapostólico se
presenta en una doble forma: primero, a través de las comunidades que siguieron
viviendo durante los primeros siglos un cristianismo fuertemente influenciado
por prácticas y observancias judías; y segundo, a través de categorías
teológicas y formas de pensar de cuño judío que colorearon el cristianismo de
los primeros siglos. La supervivencia de los j. a través de las comunidades de
dentro y fuera de Palestina ha sido estudiada en estos últimos años por el P.
Bagatti, quien ha tenido a su alcance un material arqueológico, desconocido
anteriormente, integrado por restos de sinagogas, grutas, osarios y toda una
profusión de inscripciones, signos y símbolos, que parecen pertenecer
precisamente a comunidades de j. (E. Testa, o. c. en bibl.).
El P. Bagatti descubre las huellas de estas iglesias en Judea, empezando
por la iglesia madre de Jerusalén; en Samaria, Galilea, Transjordania y Siria.
Entre los grupos j. sobresalen los nazarenos (v.), que se caracterizan por su
ortodoxia. Además de los libros del A. y N. T. usaban el Evangelio de los
Hebreos, llamado por S. Jerónimo Evangelio de los Nazarenos. Al lado de éstos
existían otra serie de sectas heterodoxas, entre las que sobresalen los
ebionitas, conocidos, sobre todo, a través de los escritos pseudo-clementinos (Schóps).
No reconocían la divinidad de Jesucristo. Afines a los ebionitas eran los
elcasaitas (cfr. Eusebio, Hist. Eccles. V1,38). El denominador común que
caracterizaba a los grupos j. era su fidelidad a las prácticas y observancias
judías y otro rasgo característico su apego a la persona de Santiago, el
«hermano», es decir, pariente, del Señor y obispo de Jerusalén, a quien
ensalzaban sobre los mismos apóstoles, incluidos Pedro y Pablo.
La supervivencia de los j. a través de categorías teológicas y formas de
pensar judías ha sido estudiada por J. Daniélou, quien ha sintetizado los
resultados en su Théologie du Judeo-Christianisme. Como el mismo Card. Daniélou
admite, entendido en este sentido el judeo-cristianismo tiene una extensión
sumamente amplia. Es decir, en esta hipótesis, el cristianismo de los primeros
siglos en su totalidad podría ser de alguna manera calificado de judeo-cristianismo,
ya que antes de expresarse en conceptos y formas helénicos, el dogma, la
ascética, la liturgia, las instituciones cristianas... fueron formulados en
términos y categorías tomados del judaísmo tardío; sobre esto han venido
últimamente a dar alguna luz más los documentos de Qumrán (v.) y los de
Kenoboskion.
A esta concepción antigua cristiana de cuño judío, algunos autores, entre
ellos el Card. P. Daniélou, dan el nombre de teología judeo-cristiana.
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A. GONZÁLEZ LAMADRID.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991