JOB, LIBRO DE


Protagonista y título de uno de los libros sagrados del A. T.
      La persona. El personaje a quien el libro hace habitante de Us -probablemente al sur de Idumea (v. PALESTINA)-, es desconocido en la literatura extrabíblica antigua que ha llegado a nosotros; y aun dentro de la Biblia sólo se menciona en tres pasajes (Ez 14,14-20; Tob 2,12; Iac 5,11). Las dos últimas citas aluden claramente al libro de J.; Ezequiel (v.), que sin duda es anterior a nuestro libro y que menciona a su protagonista al lado de Noé (v.) y de Danel -sabio fenicio ensalzado en los antiquísimos poemas de Ra's-Samra-, parece referirse al personaje legendario que ocuparía más tarde el centro-del libro inspirado.
      La historicidad de la persona de J. es independiente del carácter más o menos histérico del libro bíblico que protagoniza. La mención hecha por Ezequiel (v.) nos induce a pensar que se trate de una figura ya entonces legendaria, como las de Noé y Danel: personas que acaso existieron, pero cuya imagen pasó a la posteridad con un halo de leyenda (como héroe de la epopeya del diluvio, Noé; como sabio famoso, Danel; y como tipo del justo paciente, Job). El contexto de Ezequiel no nos obliga a más. Ni tampoco las otras dos alusiones bíblicas a nuestro personaje. La cita de Tob 2,12: «Dios permitió la prueba (la ceguera de Tobías) para dejar a la posteridad un ejemplo de su paciencia como en el caso de Job», tampoco obliga a admitir la historicidad de la persona de Job. Las palabras citadas no aparecen en el texto original griego que poseemos, e ignoramos si existían en el original semita que no ha llegado a nosotros. Sólo se encuentran en la Vulgata (v. BIBLIA vi, 3) con caracteres evidentes de glosa posterior. En todo caso, la problemática historicidad del libro de Tobías (v.) prejuzga negativamente el testimonio que de él pudiera deducirse en favor de la historicidad de Job. Si un Tobías novelado puede servir de ejemplo edificante, lo mismo podría ocurrir con Job. Algo parecido cabe decir de la cita de Santiago: el apóstol presenta a J. como ejemplo de paciencia en un contexto claramente homilético. Para ello basta la existencia literaria del modelo sin que necesariamente tenga que haber existido en la realidad tal como lo describe el libro bíblico.
      El libro. Es caso único en la Biblia por su composición, parte en prosa y parte en verso, así como por el carácter dialogado que ofrece la parte poética. La estructura del libro es un relato en prosa que se abre con un prólogo donde se cuenta la felicidad inicial y el subsiguiente infortunio del protagonista, y se hace la presentación de los otros tres interlocutores del diálogo (cap. 1-2). También el personaje Elihu es presentado en prosa (32,1-5). Y con un epílogo en prosa se cierra el libro (42,7-17). El diálogo entre J. y sus tres amigos (3,1-31,40), así como los amplios monólogos de Elihu (32,6-37,24) y de Yahwéh (38,1-39,32; 40,1-41,25) con la doble respuesta de J. (39,33-35; 42,1-6), están en verso.
      Esta curiosa mezcla de prosa y verso, las pretendidas incongruencias entre ambos bloques y otras razones de orden interno, han hecho pensar a muchos críticos que el libro actual es producto de varias manos. No hay unanimidad en las hipótesis propuestas. En todo caso, la unidad armónica de pensamiento es evidente a lo largo detoda la obra. Sobre el nombre del autor o posibles autores del libro nada sabemos, y hoy nadie se atreve siquiera a proponer hipótesis. En cuanto a la fecha de composición suele haber unanimidad dentro de un marco elástico que se extiende desde finales del s. vi hasta finales del v a. C.
      El tema y su planteamiento. El libro aborda el problema, tan antiguo y universal como el hombre, del mal y del dolor en el mundo. Hay tres planteamientos posibles de este problema. Los tres se han dado en la historia del pensamiento humano. Su formulación más radical se hizo casi contemporáneamente -hacia mediados del s. vi a. C.- por Zaratustra en Persia, Buda en la India y el autor inspirado del libro de J. entre los judíos.
      Filosóficamente, la cuestión se plantea en cuanto a su origen: ¿De dónde provienen el mal y el dolor en el orden físico y en el orden moral? Éste fue el planteamiento que se hizo y al que intentó responder Zaratustra. El Principio de todo -siendo, como tiene que ser, bueno- no pudo ser origen del mal. Habrá que admitir en Él un doble espíritu que haya sido respectiva y separadamente la doble causa del bien y del mal. Es difícil saber si la solución fue la obra del propio Zaratustra o de sus discípulos; pero lo cierto es que el Mazdeísmo (v.) llegó a admitir dos principios creadores, ambos personales y eternos. Ahura Mazda causa del Bien y Anra Mainyu origen del Mal, cuya lucha perpetua caracterizará la Historia de la Humanidad hasta la definitiva victoria final del primero. La postura práctica del hombre -no podía Zaratustra desentenderse de ella- consiste, como es natural, en ponerse de parte del Principio Bueno que será el definitivo vencedor.
      Prácticamente, y sea cual fuere su respuesta al problema teórico del origen, el hombre se pregunta: ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante el mal y el dolor? ¿Se puede hacer algo por evitarlos? Y si no, ¿qué postura adoptar ante ellos? Éste fue el planteamiento de Buda. Y su respuesta, la única posible desde el marco panteísta en que se movía: inútil buscar la causa del mal fuera del hombre. La doctrina brahmánica enredaba a la humanidad en una serie ininterrumpida de sucesivas reencarnaciones: la famosa rueda del Samsara. Buda atribuye la angustiosa e inevitable rueda a la sed de vivir, y descubre que matando esa sed el hombre puede conseguir perderse definitivamente en el Nirvana. El budismo (v.) es un intento de suprimir el dolor y el mal mediante la muerte o aniquilación de todo deseo y, concretamente, del ansia de vivir. La clásica representación de Buda con las piernas cruzadas y sentado en actitud extática es la imagen perfecta del espíritu budista: supresión del dolor por la pérdida del yo en la infinitud vacía del Nirvana.
      Por último, religiosamente, supuesta la fe en la existencia de un Dios personal bueno y justo, hay otro planteamiento angustioso: ¿Cómo compaginar con esa bondad y justicia divinas la desigual y aparentemente injusta distribución del dolor y del mal en el mundo? Y éste es el planteamiento del libro de Job (v. DOLOR II1).
      Para el hombre de la Biblia, el origen del mal no era problema. El mal físico es consecuencia y castigo divino del mal moral. Y el pecado (v.) entró en el mundo por instigación y engaño del demonio. Cierto que con esta explicación no quedaba resuelto el problema del origen del mal moral, sino trasladado del mundo de los humanos al de los ángeles, que son igualmente creaturas del único Dios. Pero no parece que los hebreos hayan tenido nunca excesiva curiosidad por intentar esta última explicación.
      Tampoco les preocupó lógicamente el problema práctico de la actitud humana ante el mal y el dolor. El mal físico debe ser aceptado humildemente como castigo, y el mal moral, causa de aquél, puede y debe ser evitado con el cumplimiento de la Ley.
      El problema está en la conciliación del mal (v.) y el dolor -tal como histórica y experimentalmente aparecen distribuidos en el mundo- con la justicia y la santidad absolutas de Dios.
      La experiencia del sufrimiento de los justos no creaba ningún problema, desde este ángulo, a los pensadores de Persia o de la India. Si el dolor -como pensó Zaratustraes efecto de la intervención en el mundo de un Principio Malo que puede medir sus fuerzas con el Principio Bueno, nada tiene de extraño que se cebe precisamente (o por lo menos, incluso) en los fieles servidores de Ahura Mazda. Si el dolor -como cree Buda- es consecuencia natural del insano deseo de vivir, y no existe un Dios personal responsable de lo que ocurre en el mundo, no hay a quién echar la culpa de los males del hombre más que al propio hombre.
      Pero si -según el pensamiento bíblico- el dolor entra en el mundo y se justifica su presencia en él como castigo impuesto por Dios al pecado del hombre, parece lógico esperar perfecta ecuación entre culpa y dolor. Realmente no siempre sucede así: hay justos que sufren tremendamente, mientras, por el contrario, abundan los impíos que viven felices. Y, sin embargo, la perfecta correspondencia entre la inocencia o culpabilidad del individuo y los bienes o males que le suceden había llegado a ser para los hebreos una especie de conclusión teológica deducida de los datos revelados. En efecto, el Pentateuco (v.), y más concretamente el Deuteronomio (v.), ponía frecuentemente en relación fidelidad y prosperidad por un lado, infidelidad y desgracias por otro. Se trataba de una economía derivada de la elección y alianza entre Yahwéh y el pueblo de Israel: las promesas y amenazas regulaban las relaciones comunitarias entre Yahwéh y su Pueblo. Pero cuando se quiso descender del pueblo al individuo, o aplicar al conjunto de pueblos lo que Dios había establecido con Israel, como norma en las relaciones derivadas del Pacto de Sinaí, la conclusión ya no era tan válida. Dios no se había comprometido a observar esa conducta uniforme con todos y cada uno.
      A la luz de estos presupuestos hay que entender el libro de Job.
      El desarrollo del drama. a. Con evidente artificio literario, el prólogo del libro nos sitúa ante un personaje extranjero que apunta implícitamente a la universalidad del problema planteado, y en el cual se dibuja un caso límite: las mayores calamidades en un hombre santo. Más que una introducción, es un avance del desenlace final de la obra. EJ autor de los males es Satán. Dios los permite para que resplandezca el desinterés con que le sirve Job. Éste, en efecto, da muestras de una fidelidad a toda prueba.
      b. El diálogo de Job con sus tres amigos se abre con un monólogo dramático en el que J. maldice el día en que nació (cap. 3). El final del prólogo anticipaba el desenlace. El monólogo inicia el desarrollo, partiendo de la angustia existencial del justo atribulado. Los tres amigos representan la tesis tradicional o conclusión teológica a que aludíamos antes y que tratan de probar con tres intervenciones sucesivas, en las que uno aduce datos de la revelación, otro la fe tradicional y el tercero argumentos de razón. Si J. padece tantas calamidades, será porque ha pecado. Lo mejor que puede hacer es arrepentirse. Job no se deja convencer. A la vista está que, siendo él inocente, vive abrumado por el dolor; o que, en todo caso, no hay proporción entre sus faltas y el castigo. Todo el mundo ve, en cambio, cómo triunfan los malvados. La pesada insistencia de los tres oradores, sin aportar ni un rayo de luz nueva a lo largo de sus prolijas repeticiones, parece intentada reflejamente por el autor para subrayar la inconsistencia de su tesis. En su respuesta, J., que había empezado reconociéndose culpable en algo, termina reafirmando casi insolentemente su inocencia.
      c. Es entonces cuando interviene Elihu para reprochar a uno y a otros la falsa posición en que se debaten. En sus largos parlamentos, Elihu aporta un nuevo principio de solución. Quizá eJ planteamiento no es correcto. El dolor no tiene por qué ser siempre punitivo de algún pecado; puede ser en ocasiones un recurso medicinal para prevenir el peligro de orgullo en el justo (36,7-11).
      d. La teofanía de Yahwéh, de la que podía esperarse la solución al drama, se limita a formular una cascada de preguntas a las que J. no sabe responder. Aleccionadn por esta comprobación de su ignorancia, J. termina refugiándose en la fe: Dios es justo, aunque eJ hombre no entienda su proceder. El problema partía de la fe, y con una solución de fe termina. Sin una revelación clara todavía de la retribución individual en el más allá, nuestro autor se queda ahí. La grandeza inconmensurable del libro de J., que hace de él un poema existencial valedero para todos los tiempos y uno de los exponentes más sublimes del espíritu religioso, está en esa profesión de fe -humilde, amorosa y confiada- en la bondad y justicia de un Dios cuyos designios no entendemos ni podemos entender.
      e. El epílogo muestra que el autor inspirado hace suya esta última postura de J., puesto que presenta a Yahwéh restituyéndole su felicidad primera y reprendiendo a sus amigos. Mejor que justificar a Dios con nuestras pobres razones es aceptar humildemente que no comprendemos las suyas, pero nos fiamos de Él.
      El problema de Job a la luz de la revelación posterior. La dramática solución del autor de nuestro libro responde al estado de la Revelación en la época en que escribe. Esto debió suceder en los primeros años de la vuelta de la cautividad (finales del s. vi o principios del v a. C.). La idea clara de la retribución individual más allá de la muerte que aparece en Sabiduría (v.), Daniel (v.) y 2 Macabeos (v.) era desconocida a nuestro autor, como lo era también el concepto de la satisfacción vicaria del justo que campea en los poemas del Deutero-Isaías sobre el Siervo de Yahwéh (v.). Esta doble revelación aportaría más tarde nuevas luces para iluminar el problema del dolor. Pero la plena claridad sobre este punto estaba reservada a la revelación del N. T. La enseñanza de Cristo, manteniendo el carácter punitivo del dolor, iluminaría sus otros valores: purificativo, satisfactorio y meritorio. Pero, sobre todo, la muerte vicaria de Jesús y la incorporación de los bautizados a su obra salvadora revelaría -y conferiría a los sufrimientos del justo- un valor redentor y unitivo que abre horizontes insospechados al tema del dolor (V. REDENCIóN).
      En un caso evidente de progreso en la revelación, que enlaza y completa la enseñanza del Antiguo Testamento con la del Nuevo.
     
     

BIBL.: A. LEFEVRE, Job, en DB (Suppl.) IV,1073-1098; R. AUGE, Job, en Ene. Bibl. IV,569-577; M. GARCÍA CORDERO, Libro de Job, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia comentada, IV, ]Madrid 1962, 16-165; P. DHORME, Le livre de Job, París 1926; E. F. SUTCLIFFE, Job, en Verbum Dei, II, Barcelona 1956, 104-165; J. STEINMANN, Le livre de Job, París 1955 (especialmente rico en paralelos extrabíblicos); G. RICCIOTTI, II libro di Giobbe, Turín-Roma 1924; R. AUGE, Job, en La Biblia de Montserrat, Montserrat 1959; S. MUÑOZ IGLESIAS, Introducción a la lectura del A. T., Madrid 1965, 219-245; M. GARCÍA CORDERO, La tesis de la sanción moral y la esperanza de la resurrección en el libro de Job, en XII Semana Bíblica Española, Madrid 1952, 571-594; A. ÁLVAREZ DE MIRANDA, lob y Prometeo, o religión e irreligión, «Anthologica Annua», 2 (1954) 207-237; A. SISTI, Giobbe, en Bibl. Sanct. 6,479-485. Sobre los antecedentes babilónicos del libro de Job: O. GARCÍA DE LA FUENTE, Los dioses y el pecado en Babilonia, en Biblioteca «La Ciudad de Dios», El Escorial 1961, 141-183. Para las relaciones entre J. y Qoholet: J. J. WEBER, lob et 1'Ecclésiaste, París 1947.

 

S. MUÑOZ IGLESIAS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991