Jesucristo, Dios y Hombre 3.
 

4) Jesucristo en cuanto Salvador. Todos los actos de la vida de Jesús son una manifestación de la voluntad del Padre que ha decidido redimir a los hombres acogiendo y trascendiendo a la vez los anhelos que caracterizan la afanosa búsqueda humana de salvación. Cristo, Dios y hombre, es la epifanía del amor divino hacia los hombres y del amor humano para con Dios; en Él convergen la revelación plena de Dios, de su amor comunicador de vida, y la realización de la entrega total del hombre a Dios, de modo singular, inédito y para siempre. Es evidente, pues, que cada uno de los actos de Cristo cumplen nuestra salvación, desvelan el designio misericordioso de Dios en su Hijo y el sentido humano-escatológico que encierra la conformación de la libertad humana con la voluntad divina.
La Encarnación (v.) del Verbo se ordena a la Redención (v.), y su obra se prolonga en la Iglesia. Aun admitiendo la explicación cristológica en vez de la hamartiocéntrica (el pecado, motivo de la encarnación) sobre la finalidad de la Encarnación, hay que afirmar que Encarnación, Redención y santificación son inseparables. De manera que la aceptación de la obra de J. y de su Iglesia forma una sola cosa con la aceptación de su persona: J. es Salvador desde la Encarnación. La gratuidad de la irrupción del Verbo en la carne y del misterio redentor señala el movimiento descendente y ascendente de la vida de la gracia, no sólo en su aspecto cristológico y personal, sino también en su entraña eclesiológico-sacramental y, por consiguiente, en su futura orientación final.
La luz que alumbra el misterio de la existencia de J. no puede prescindir de que toda alusión a su obra es alusión a su ser: J. es la misma salvación, la Encarnación no es una necesidad para Dios sino un acto de liberalidad para con los hombres y, en ese sentido, el ser de Cristo se aclara a partir de su misión. Como consecuencia, los ministerios que la soteriología católica atribuye a J. son imprescindibles para entenderle como persona y como acceso concedido al hombre a una nueva forma de existencia.
El estudio de la Redención tiene su voz propia (v. REDENCIÓN; SOTERIOLOGÍA); aquí no pretendemos, pues, exponer el tema en toda su extensión, sino tan sólo esbozar brevemente aquellos rasgos del ser y del actuar de J. que se refieren de manera más directa e inmediata a su labor salvadora, o que constituyen presupuestos imprescindibles para la comprensión de esa tarea.
a) Gracia capital de Cristo; Cristo protosacramento. Cristo es cabeza de la humanidad, y ha sido constituido por Dios Padre como principio universal de salvación para todos los hombres. S. Tomás explica este tema partiendo de la consideración de la plenitud de gracia recibida por Cristo (v. 3 f): «La gracia fue recibida en el alma de Cristo de la manera más eminente. A causa de aquella eminencia de gracia que recibió, tiene la facultad de hacerla llegar hasta los demás. En esto consiste su calidad de cabeza. Por consiguiente, la gracia personal que justifica el alma de Cristo es esencialmente la misma (eadem secundum essentiam) que la gracia según la cual es cabeza de la Iglesia justificando a los otros: sólo hay entre ellas una distinción conceptual (differt tamen secundum rationem) » (Sum. Th. 3 q8 a5). La llamada gracia capital es, pues, la misma gracia santificante en cuanto que comunicable; y deriva de la unión hipostática en cuanto que ella es la fuente de la plenitud de gracia. La Enc. Mystici corporis de Pío XII se refiere a esta capitalidad de la gracia de Cristo cuando dice que «de Él dimana sobre el cuerpo de la Iglesia toda la luz con que son iluminados sobrenaturalmente los fieles, y de Él se derivan todas las gracias por las que ellos son santificados como Cristo era santo (...) Cristo es el fundador y autor de la santidad (...). La gracia y la gloria brotan de su plenitud inagotable» (cfr. AAS 35 (1943) 200-242).
La gracia capital se difunde a los miembros de su Cuerpo místico desde Cristo. La humanidad de Cristo dispensa la gracia en cuanto instrumento de su divinidad (sólo Dios puede conferir la gracia por su poder propio). Y es esta causalidad instrumental de la humanidad de Cristo la que incide en la economía de la salvación con derecho propio: la justificación (v.) viene de la plenitud de gracia que Cristo, cabeza de la humanidad, posee y comunica.
Los varios aspectos de la santidad vivificante de Cristo hombre pueden sintetizarse también mediante la expresión Cristo protosacramento, introducida recientemente en el lenguaje teológico, por obra sobre todo de O. Semmelroth (La Iglesia como sacramento original, 1963). La santidad supereminente de la humanidad de J. le hace fuente y origen de toda gracia, el prototipo de todo sacramento en lo que el sacramento (v.) tiene de presencia de una acción mistérica de Cristo Salvador (y se quiere decir con esto no sólo que los sacramentos producen la gracia, sino que, además, hacen presentes -reactualizan- el misterio mismo de la salvación). Y en esta perspectiva, y ante todo, Cristo es Protosacramento, sacramento originario o frontal_ La dispensación de gracias por parte de Cristo cabeza, extendida a todos los miembros de su Cuerpo místico -actuales o potenciales- corrobora el carácter sacramental de su humanidad para todos los hombres; y la manifiesta claramente como centro de la historia y de la creación.
También desde el punto de vista exclusivamente sacramental, puede decirse que Cristo es el primer sacramento. Los sacramentos son, en cierto sentido, una prolongación de la Encarnación; instrumentos separados del instrumento unido al Verbo que es la humanidad de Cristo (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 gl08 al y 3; q61 a4; q62 a5-6; q64 a3; q80 a5). Y la Encarnación es, desde la perspectiva sacramental, un signo de la filiación divina (v.) adoptiva que el Verbo encarnado otorga al hombre en virtud de su filiación divina natural: el acontecimiento por el cual el Hijo de Dios nos hace hijos de Dios. Somos Hijos en el Hijo por la eficacia de la Encarnación. Por eso C. Dillenschneider llama a Cristo, «primer sacramento de Dios Salvador» (cfr. El dinamismo de nuestros sacramentos, 1965, 32): el misterio de la muerte y resurrección de Cristo -dice- es el signo eficaz de nuestra resurrección que nos libera del pecado y de la muerte. Este planteamiento -que supone un uso de la palabra sacramento más amplio que el clásico- permite ver la Iglesia -cuerpo visible e invisible de Cristo -como prolongación de la economía mediadora del misterio redentor en el contexto de la presencia de Cristo redentor en los sacramentos; especialmente en su máxima realización, la Eucaristía (v.), que «es el vínculo más evidente que existe entre el tiempo y la eternidad. Es un memorial, porque reproduce el acto de Cristo en la cena, y porque hace presente, como la cena misma, el misterio de Cristo sacrificado. Es un anticipo, porque ofrece a Cristo resucitado, primicias del mundo futuro, y porque anuncia e implica su retorno a la gloria donde todo quedará consumado. Y es lo uno y lo otro, porque es la presencia real de Cristo sacrificado, resucitado, sentado a la diestra de Dios y, por consiguiente, porque es la presencia misma del acto que nos ha salvado, nos salva y nos glorificará» (J. Mouroux, Le mystére du temps, París 1962, 208).
b) La mediación de Cristo. La mediación única y perfecta de J. entre Dios y los hombres es una verdad de fe (Denz.Sch. 293, 1347, 1513), formulada ya explícitamente por S. Pablo: «No hay más que un solo Dios, y también un solo Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el cual se entregó a sí mismo para rescatarles a todos» (1 Tim 2,5; cfr. Heb 8,6; 9,15; 12,24). Tanto la patrística griega como la latina consideran a Cristo único y perfecto mediador y explican su sentido. Entre los griegos destacan S. Ireneo de Lyon y S. Cirilo de Alejandría; entre los latinos, S. Agustín, que afirma claramente el fundamento último de la mediación de Cristo al escribir: «La divinidad sin la humanidad no es mediadora. La humanidad sin la divinidad no es mediadora. Pero -entre la divinidad sola y la humanidad sola- es mediadora la humana divinidad y la divina humanidad».
La escolástica se ocupó de la sistematización del tema. S. Tomás explica que la función de mediador es propia de Cristo (cfr. Sum. Th. 3 q26 al) porque sólo Él reconcilia verdaderamente a los hombres con Dios; y añade que tal mediación le corresponde en cuanto hombre (a2): J. es mediador entre dos extremos con los que tiene algo de común y algo distinto; su doble naturaleza posibilita la mediación sin que sea por eso un intermediario. Cristo, Dios y hombre, une a los hombres con Dios, comunicando a los hombres los preceptos y dones divinos, y satisfaciendo e intercediendo por ellos. Cristo es -decíamos- cabeza de la humanidad, y en virtud de la unión hipostática posee plenitud de gracia: de ambas realidades surgen sus funciones como Mediador. De hecho, todo su paso por la tierra tiene un valor salvífico, ya que su humanidad es siempre la humanidad de una Persona divina: al asumir el Hijo de Dios la naturaleza humana, la santifica y la libra del pecado, mediante los misterios de su carne (cfr. Vaticano 11, Lumen gentium, 55). Y, análogamente, la Iglesia, Cuerpo de Cristo, es teándrica a semejanza del Verbo, y queda constituida en «instrumento de redención universal» (Lumen gentium, 9; cfr. 7 y 8).
La mediación indica una primacía -la primacía de Cristo en el universo- que se establece por el cumplimiento del sacrificio redentor que justifica al hombre y le reconcilia con Dios. Esa primacía de Cristo implica que su mediación es universal; la Teología, a partir del s. xv[, ha explicado la dinámica redentora de esta mediación hablando de un modo triple de desarrollo, es decir, afirmando que se trata de una mediación que incluye tres funciones o munera (munus en el sentido de potestad, mandato o misión otorgada por Dios a Cristo para que ejerza, como hombre, acciones mediatorias ordenadas eficazmente a la salvación). Cristo es Rey, Profeta y Sacerdote, títulos que han aparecido repetidas veces -aunque separadamente- en la literatura bíblica y que algunos hacen corresponder a las propias palabras de J.: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (lo 14,6). Nos atendremos, en la exposición que sigue, a esa división, dada su utilidad didáctica.
c) La realeza de Cristo. Por ser Dios, Cristo -con el Padre y el Espíritu Santo- posee la realeza suprema, pero por ser Hombre, también es Rey de toda la creación y como tal, es legislador y juez de los hombres. Esta doctrina de fe sobre la realeza o señorío de Cristo está proclamada por las enseñanzas de la S. E., el testimonio de los Padres y toda una tradición que se remonta a los primeros símbolos de fe (cfr. Denz.Sch. 30,76,150, etc,). Los testimonios bíblicos sobre el señorío celeste de Cristo y sobre su futura venida como juez del universo y del poder legislativo que ejerce, principalmente, en la predicación y organización de su Reino, son abundantísimos: de hecho, Jesús tiene la última palabra y decisión sobre los preceptos, y exige el cumplimiento de sus mandatos (cfr. Mt 5-7; lo 13,34 y 15,12; 14,15; 15,10; Mt 28,20; cfr. Denz.Sch. 1571); junto a su poder legislador, destaca el poder judicial que le corresponde (cfr. lo 5,22; Mi 25,46); etc. La Enc. Quas Primas, de 1925, que instituyó la fiesta de Cristo Rey (Denz.Sch. 3675-2679), enseña, entre otras cosas, que el título de Rey le corresponde en su humanidad, en el sentido propio de la palabra porque ha recibido del Padre el poder, el honor y la realeza.
El fundamento de la realeza de Cristo es radicalmente la unión hipostática: «Cristo -escribe la Quas primas- no sólo ha de ser adorado como Dios por ángeles y hombres, sino que también ángeles y hombres han de obedecer y estar sujetos a su imperio de hombre, y eso aun por el solo título de la unión hipostática» (Denz.Sch. 3676). A la luz del fin salvífico de la Encarnación, se manifiesta además la unión íntima al misterio pascual (Muerte y Resurrección) y el carácter universal de la soberanía mesiánica de Cristo glorioso. La misma encíclica afirma que J. tiene de su Padre, «un derecho tan absoluto sobre todas las cosas creadas, que todas están puestas bajo su arbitrio» (Denz.Sch. 3679). Desde el s. xv[ se discutió si Cristo como Dios-Hombre es rey del orden temporal; la Quas primas no deja lugar a dudas: el poder que Cristo tiene sobre todo lo creado es universal, pero -añade- su sentido y su orientación son espirituales (cfr. Denz.Sch. 3679). La especulación teológica añade que el dominio de Cristo sobre el universo entero es pleno a partir de la Encarnación, pero que, antes de la parusía, se realiza de forma incoada; con la segunda venida de Cristo glorioso se manifestará plenamente (cfr. 1 Cor 15,24).
La realeza de Cristo no se puede separar del Reino que predicó e instauró; y tampoco de lo que Él es en sí mismo. Su reino no es de este mundo, pero vino al mundo «para dar testimonio de la verdad» (lo 18,37), haciéndose camino para todos los hombres. De allí la importancia soteriológica de la realeza de Jesucristo (v. REINO DE DIOS).
d) El magisterio de Cristo. Al encarnarse, J. se hizo camino que conduce al hombre a su fin sobrenatural; así lo atestigua su obra salvífica, así lo anuncia y así lo enseña. Cristo es el único Maestro de la Nueva y eterna Alianza. Su ministerio magisterial está íntimamente unido a su condición de profeta supremo, prometido en el A. T. Los testimonios escriturísticos lo confirman de muchas maneras (cfr. Le 24,19; 7,16; Mi 21,10, y lo 6,14 -remontándose a Dt 18,15-; Mt 5 y 7,29; Mi 13,57; Le 13,33; Act 3,22; etc.). La tradición cristiana abandonó pronto el título de profeta y conservó el de Maestro (Mt 23,10) que incluye y trasciende el orden profético (Le 11,32): Cristo es el Maestro supremo porque es el revelador supremo de las verdades divinas (cfr. Heb 1,1 ss.).
Jesús trae la «buena nueva», revela el plan salvífico universal de Dios y ejerce un magisterio único y trasceldente porque tiene la plenitud del conocimiento de Dios. Cristo en su vida misma -que está detrás de sus palabras- es revelación del Padre (cfr. lo 12,45; 14,9); y es lo que revela en su doctrina y en el cumplimiento c.e su misión salvadora (cfr. Rom 16,25; Eph 3,2.12; lo 14,6). Jesucristo dice la verdad que É1 es: vino al mundo para dar testimonio de la verdad, consciente de que sólo la verdad hará libres a los hombres (cfr. lo 8,32). Con otras palabras, el fundamento de la autoridad doctrinal de J. no puede ser otro que la unión hipostática.
Precisamente por eso no es lícito afirmar que J. sea la revelación suma de Dios callando a la vez la plenitud de su divinidad; J. es la plenitud de la Revelación no porque esté más próximo o cercano a Dios, sino porque es Dios: «Dios -escribe el Conc. Vaticano Il- tuvo a bien, en su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cfr. Eph 1,9). Por el que los hombres tienen acceso hasta el Padre en el Espíritu Santo a través de Cristo, Verbo hecho carne, y se hacen con ÉI partícipes de la naturaleza divina (cfr. Eph 2,18; 2 Pet 1,4). Así, con esta revelación, el Dios invisible (cfr. Col 1,15; 1 Tim 1,17), por efecto de la sobreabundancia de su amor, habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 23,11; lo 15,14-15) y convive con ellos (cfr. Bar 3,38), para invitarlos y admitirlos a la comunión con Él» (Const. Dei Verbum, n. 2). Dios Padre «envió a su Hijo -es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres- para que viviese entre los hombres y les explicase los secretos de Dios (cfr. lo 1,1-8). Así, pues, Jesucristo, el Verbo hecho carne, enviado como hombre a los hombres (Epist. ad Diognetum 7,4), habla las palabras de Dios (lo 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que le confió el Padre (cfr. lo 5,36; 17,4). Verle a Él es ver al Padre (cfr. lo 14,9), ya que Él mismo con su propia presencia y manifestación, con palabras y con obras, con señales y milagros, pero principalmente con su muerte y su gloriosa resurrección de entre los muertos, y enviando por último al Espíritu de verdad, concluye la revelación completándola y la confirma con testimonio divino, a saber que Dios está con nosotros, para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para resucitarnos á la vida eterna» (Dei Verbum, n. 4).
e) El sacerdocio de Cristo. La Epístola a los Hebreos trata ampliamente de la trascendencia y la perfección del sacerdocio de Cristo. Pone de relieve que su sangre fue derramada en el calvario una vez por todas, sellando en ella la Nueva Alianza (9,15-28). En la misma Epístola, se explica que la consumación del sacrificio supone la consumación del sacerdocio (cfr. 6,20; 9,24): Jesucristo es Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec (5,9; 7,26-28) y ejerce su sacerdocio siempre, sin cesar jamás (cfr. 7,23-24). Los hombres fueron santificados «por la oblación del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez» (10,10); y ese sacerdocio continúa -aunque en forma distinta- después de la exaltación celestial.
Los testimonios de la Tradición y del Magisterio sobre el sacrificio sacerdotal de J. son numerosísimos. Citemos sólo algunos: «la divina Escritura dice que Cristo se hizo nuestro Sumo Sacerdote y Apóstol de nuestra confesión (Heb 3,1) y que `por nosotros se ofreció a sí mismo en olor de suavidad a Dios Padre' (Eph 5,2)» (Conc. de Éfeso: Denz.Sch. 122); «Mediador entre Dios y los hombres, el gran Pontífice que penetró hasta lo más alto del cielo, Jesús, Hijo de Dios (cfr. Heb 4,14)... mientras vivió en la tierra no sólo anunció el principio de la Redención y declaró inaugurado el Reino de Dios, sino que se consagró a procurar la salvación de las almas con el continuo ejercicio de la oración y del sacrificio, hasta que se ofreció en la Cruz, víctima inmaculada para limpiar nuestra conciencia de las obras muertas y hacer que tributásemos un verdadero culto a Dios (Heb 9,14)» (Pío XII, Enc. Mediator Dei: AAS 39, 1947, 521); «Jesús, después de haber padecido muerte de cruz con los hombres, resucitó y apareció constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre» (Vaticano 11, Lumen gentium, n. 5).
El sacerdocio de Cristo se especifica en una mediación doble: trasmite las cosas divinas a los hombres y ofrece a Dios las oraciones del pueblo, a la vez que satisface por sus pecados (cfr. Sum. Th. 3 q22 al). Los testimonios precedentes no dejan lugar a dudas: J. es el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. Y lo es en su humanidad: «hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Sumo Sacerdote misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del mundo» (Heb 2,17; cfr. 4,15; 5,7; lo 17,19; 10,17-18).
La consagración sacerdotal de 1. comenzó con el inicio de la unión hipostática: ejerce su mediación sacerdotal en virtud de ella. La relación unión hipostática-sacerdocio de Cristo no excluye la relación sacerdocio-santidad sustancial de la humanidad de Jesucristo. Ambas relaciones, sobre todo la primera, iluminan lo esencial de la consagración sacerdotal de Cristo por la unión hipostática; la consagración sacerdotal se realiza por la misma unión hipostática, desde el primer instante de la Encarnación (cfr. Mediator Dei, AAS 39, 1947, 526). Por otra parte, la naturaleza infinita y universal del sacrificio redentor implica que Cristo sea a la vez Sacerdote y Víctima (cfr. Sum. Th. 3 q22 a2).
El sacerdocio perfecto de Cristo encuentra su sentido pleno en el Sacrificio de la Cruz y en el Sacrificio Sacramental Eucarístico; su sacerdocio perfecto corresponde a su sacrificio perfecto porque Cristo «asegura para Dios la gratitud infinita que el hombre le debe por un amor tan grande, y une consigo mismo a la humanidad rescatada en un holocausto eterno, que realiza en el grado sumo el fin supremo de la creación: la glorificación perfecta de Dios (...) Sacerdote por toda la eternidad según el orden de Melquisedec... la ofrece (a Dios, aquella glorificación) humillándose tan profundamente como puede humillarse una criatura, y toma su hostia precisamente de aquella naturaleza que, así como es la única capaz de autodestrucción propiamente dicha, así también representa en sí como en un punto céntrico, el mundo espiritual y el material de todas las criaturas» (M. Scheeben, Los misterios del Cristianismo, Barcelona 1964, 468).
f) La función redentora de Cristo en su conjunto. Es oportuno subrayar que, aunque las hemos distinguido en la exposición, las tres funciones de Cristo Redentor están íntimamente unidas, ya que son lqs tres las que manifiestan la dinámica de su mediación. La realeza y el sacerdocio de J. están estrechamente vinculados; la naturaleza espiritual de la realeza de J. va unida al misterio pascual en virtud del cual J. también reina como Redentor (cfr. Quas primas: Denz.Sch. 3676). Y es precisamente el Sumo Sacerdote el que aplica los frutos del Sacrificio Redentor (Cristo glorificado continúa siendo Sacerdote). Como la realeza espiritual implica el poder de legislar y de juzgar, sacerdocio y realeza dicen relación a Cristocabeza. Cristo, en virtud de su sacerdocio supremo tiene poder de Rey sobre la creación entera y, en virtud de su realeza, la eficacia del sacrificio del Sacerdote Sumo que otorga la salvación a la humanidad es universal. En relación análoga están el magisterio de Cristo, su consagración sacerdotal y su realeza. Cristo es el Verbo encarnado, la Palabra de Dios desde toda la eternidad, y su irrupción histórica, sus palabras, su mensaje evangélico, y sus obras sacerdotales, también son palabra de Dios.
La mediación sacerdotal de J. se cumple a través de todos los actos de su vida, desde la Encarnación hasta la Muerte y la Resurrección. Con su vida, su pasión y muerte, J. procuró la liberación del hombre del pecado, de los poderes de perdición, y restableció un orden ontológico y jurídico en el que opera el poder del amor y la verdad; con su Resurrección (v.) y Ascensión (v.) irrumpió un modo nuevo de existencia sobre la ya vencida muerte, haciendo ver que la salvación implica la glorificación de toda la realidad salvada. En cada uno de esos momentos, vibra y rige el poder salvíficamente operante de la existencia de J. y de su oblación.
La Encarnación es -en expresión ya consagrada- la condición esencial del mérito y de la satisfacción de Cristo. Hay quienes admiten además, basados en los Padres griegos, una eficacia de la misma Encarnación en la divinización del hombre y, consecuentemente, en la superación -liberación- de su mayor obstáculo, el pecado (Oggioni). Añadamos, en cualquier caso, que toda la actividad libre de Cristo, es decir, toda su vida terrena, fue meritoria y satisfactoria, sacerdotal. No obstante la Pasión y la Muerte en la Cruz son el momento central de su sacerdocio, por el carácter consumativo que tiene de su vida y de su misión. Porque no hay mayor sacrificio que el ofrecimiento total, el holocausto, la muerte. «El misterio de la redención divina es (...) un misterio de amor, esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, ofrecido con amor y obediencia, que presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano» (Pío XII, Enc. Haurietis aquas: AAS 48, 1956, 316-352).
Por este motivo, el Sacrificio de la Cruz es imprescindible para entender la mediación sacerdotal de Cristo; y ninguna doctrina soteriológica que disminuya su importancia puede explicar la esencia de la Redención, S. Pablo lo considera el acto de nuestra Redención, y S. Agustín señala que la mediación de J. se cumple en su sacrificio reconciliador con Dios (en cuanto que es hombre-Dios), que justifica y convierte al hombre (en cuanto que es Dios-hombre). Cristo, además, dejó a su Iglesia un sacrificio visible (v. EUCARISTíA) en representación del suyo sangriento que se consumió en la cruz, mediante el cual nos rescató y «nos arrancó del poder de las tinieblas y nos trasladó a su reino» (cfr. Conc. de Trento, Denz.Sch. 1522, 1523, 1751).
Jesucristo obtuvo la victoria sobre el pecado, el demonio, la-muerte con el Sacrificio copioso y sobreabundante de la Cruz. La relación entre muerte, demonio y pecado es evidente. La muerte es consecuencia del pecado; y Cristo -que no tuvo pecado- en el Sacrificio de la Cruz asume la materia mortal para ofrecer toda la creación al Padre; con su sacrificio cruento reconocía la soberanía de Dios Padre sobre toda la creación, destruía todos los pecados de los hombres y les abría el acceso al cielo (cfr. Conc. de Florencia, Decr. pro iacobitis: Denz.Sch. 711).
Por eso el sacrificio del Calvario no termina en sí mismo, sino que se ordena a la glorificación: Cristo resucita, confirma a los suyos en las enseñanzas, poderes y mandamientos de su Nueva Alianza, promete y envía al Espíritu Santo para que esté con ellos hasta el fin de los tiempos, justifica y salva a los que se unen a Él por la fe y los sacramentos. La Resurrección de Cristo es manifestación reveladora, esto es, cumbre transitoria de la revelación de Dios y de su designio salvífico; Cristo no sólo resucita, sino que introduce la resurrección en la historia, ofreciéndola al hombre por la participación en su vida mediante la fe y el Bautismo, sacramento de iniciación. La resurrección no se «añade» a la muerte de Jesús, sino que constituye más bien la maduración última de la glorificación a la que Cristo debía -según el decreto divinollegar a través de la muerte. El misterio único que J. es, comprende su Encarnación, su Vida, su Muerte y su Resurrección, y se prolonga con el envío del Espíritu Santo prometido. Con su Muerte y su Resurrección, Cristo crea un nuevo modo de existencia presente ya entre los hombres, aunque definitivo en el cielo: Cristo opera en el cristiano su misterio pascual por medio de la Iglesia y sus sacramentos. Cristo sigue actuando en su Iglesia: «El Verbo de Dios, para obrar la salvación de todos, no sólo quiso ser clavado en la cruz y morir en ella, sino que sufrió que, después de exhalar el espíritu, su costado fuera perforado por la lanza para que -al manar de él las ondas de agua y sangre- se formara la única, Santa Madre Iglesia, inmaculada y Virgen, esposa de Cristo, como fue formada Eva del costado del primer hombre dormido» (Conc. de Vienne: Denz.Sch. 901).
La resurrección, la ascensión, la venida del Espíritu Santo y la Iglesia son frutos de la Cruz. Frutos de la vida y de la muerte de Cristo para que los cristianos perpetúen, en cierto sentido, participemos de la vida del Dios-hombre, y seamos «constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia» (J. Escrivá de Balaguer) en las entrañas de la Iglesia que nace del amor del Padre Eterno, que es fundada en el tiempo por Cristo Redentor y que vive reunida en el Espíritu Santo (cfr. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 40). Por eso puede la Iglesia -y cada cristiano- amar con el amor de Dios y re-vivir la vida de Cristo en su existencia diaria; en Cristo y en el Espíritu Santo la Iglesia tiene su origen histórico y su existencia peculiar. No sin razón, la misión del Espíritu Santo (v.) es la expresión suma de la intención eclesiológica de J.; no sin razón, el origen y permanencia de la Iglesia se atribuye a la Trinidad. «Toda la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Lumen gentium, n. 4). En definitiva, la glorificación de Cristo, que supone el fundamento ontológico de la Encarnación, y la realización de la muerte salvífica, es lo que hace posible la realidad y plenitud de la recepción del Espíritu Santo, entendida en forma sacramental, es decir, real (cfr. lo 7,39; 1 Pet 2,3-4.6; 3-18).
La soledad del Calvario es representativa y, a la vez, reveladora de la transformación de la soledad del pecador en libertad de conversión, de amor, de obediencia. La Cruz lleva no sólo a la muerte, sino a su posible traducción en vida. Con la Resurrección, la muerte es vencida por la vida. La liberación del pecado y la divinización que Cristo logra para la humanidad deriva del valor salvífico de la Pasión y Muerte en la Cruz, y de toda su vida redentora. Si el sacrificio es la acción externa que manifiesta la disposición interior y el medio para ofrecer algo a Dios en reconocimiento de su dominio supremo sobre todas las cosas (adoración, petición, acción de gracias), y añade la reconciliación (el desagravio por el pecado), entonces, el Sacrificio de Cristo es el mayor, el más completo y el más perfecto. Con toda propiedad, su Sacrificio expiatorio, acto principal de la redención, no se puede desvincular de su mediación sacerdotal. Cristo es Sumo Sacerdote por ser Mediador, y logra el cometido de su misión redentora con su Sacrificio Sacerdotal.
En Cristo, el anonadamiento de la Encarnación continúa en el anonadamiento del Calvario; y éste se abre al triunfo de la gloria; en Cristo lo perecedero es absorbido por lo imperecedero, la muerte por la victoria (1 Cor 15,54). Cristo se entrega por nuestros pecados y resucita para nuestra santificación (Rom 4,25), para que, sabiendo morir como Él, vivamos en Él para Dios trino, porque participando en sus padecimientos y conformándose en Él a su muerte aseguramos la participación en el poder de su Resurrección (cfr. Philp 3,8-11). Configurados a sus padecimientos y a su muerte, por los sacramentos y por la vida, se destruye en nosotros el pecado y la muerte para ser conducidos a la gloria inmortal (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 3 q50 a6 in c; q49, a3, ad2 y 3). Y de esa forma todo cristiano, viviendo en Cristo, confirma la realidad de Cristo y la da a conocer a los hombres, manifestando que Él obra con el poder de Dios y que por eso, en Él y con Él, la muerte es vida: «Cuando elevéis al Hijo del hombre entonces sabréis que yo soy» (lo 8,28).


MANUEL JOSÉ RODRÍGUEZ M.
 

BIBL.: Por lo que se refiere a las fuentes (Magisterio y Tradición) nos centramos en lo estrictamente cristológico : para lo referente a la divinidad del Verbo, v. 111, 1; DIOS-PADRE; TRINIDAD SANTÍSIMA. Tanto por lo que se refiere a las fuentes como a tratados recientes, y dada la amplitud de la bibl. sobre Cristo, nos limitamos a una selección de carácter introductorio. Ver además la bibl. de las voces ENCARNACIÓN y REDENCIÓN. a) Definiciones del Magisterio sobre la cristología: Símbolos primitivos, Denz.Sch. 1-6,10-36,40-64; CONC. DE P-EESO, tercero ecuménico (a. 431), Denz.Sch. 250-268; S. LEóN MAGNO, Epístola a Flaviano (a. 449), Denz.Sch. 290-295; íD, Epístola a juliano (a. 449), Denz.Sch. 296-299; íD, Epístola al emperador León I (a. 458), Denz.Sch. 317-318; CONC. DE CALCEDONIA, cuarto ecuménico (a. 451), Denz.Sch. 300-303; S. GELASIO I, Epístola contra Eutiques y Nestorio (ca. 495), Denz.Sch. 355; JUAN II, Epístola a los senadores de Constantinopla (a. 534), Denz.Sch. 401-402; VIGILIo, Epístola «Dum in sanctae» (a. 552), Denz.Sch. 412-415; fD, «Constitutum» dirigido al emperador Justiniano (a. 553), Denz. Sch. 416-420; CONC. II DE CONSTANTINOPLA, quinto ecuménico (a. 553), Denz.Sch. 421-438; S. GREGORIO MAGNO, Epístola contra los agnoetas (a. 600), Denz.Sch. 474-476; HONORIO I, Epístolas a Sergio patriarca de Constantinopla (a. 634), Denz.Sch. 487-488; JUAN IV, Epístola al emperador Constantino 111 (a. 641), Denz.Sch. 496-498; CONO. DE LETRÁN (a. 649), Denz.Sch. 500-522; S. AGATóN, Epístola a los emperadores (a. 680), Denz.Sch. 543-545; CONO. ROMANO (a. 680), Denz.Sch. 547-548; CONC. III DE CONSTANTINOPLA, sexto ecuménico (a. 681), Denz.Sch. 550-559; S. LEóN II, Epístola al emperador Constantino IV (a. 682), Denz.Sch. 561-563; ADRIANO I, Epístola «Institutio universalia» a los obispos de Hispania (ca. 790), Denz.Sch. 595; íD, Epístola «Si tamen licet» a los obispos de Hispania (a. 793), Denz.Sch. 610-611; CONC. DE FRANKFURT (a. 794), Denz.Sch. 612-615; CONO. DE FRIAUL (a. 796), Denz.Sch. 619; ALEJANDRO III, Epístolas sobre la cristología de Pedro Lombardo (a. 1170 y 1177), Denz.Sch. 749-750; CONO. II DE LYON, catorce ecuménico (a. 1274), Denz.Sch. 852; CONO. DE VIENNE, quince ecuménico (a. 1312), Denz.Sch. 900; CONC. DE FLORENCIA, diecisiete ecuménico (a. 1442), Denz.Sch. 1337-1346; BENEDICTO XIV, Const. Nuper ad nos (a. 1743), Denz.Sch. 2528-2531; S. Pío X, Decr. Lamentabili (a. 1907), Denz.Sch. 3427-3438; íD, Enc. Pascendi (a. 1907), Denz.Sch. 3496-3498; BENEDICTO XV, Decr. del Santo Oficio sobre la ciencia de Cristo (a. 1918), Denz.Sch. 3645-3647; Pío XI, Enc. Quas primas (a. 1925), AAS 17, 1925, 595 ss.; Pío XII, Enc. Mystici Corporis (a. 1943), AAS 35, 1943, 200 ss.; íD, Enc. Sempiternus Rex (a. 1951), AAS 43, 1951, 638 ss.; íD, Enc. Haurietis aguas (a. 1956), AAS 48, 1956, 316 ss.; CONC. VATICANO II, veintiuno ecuménico, Const. Lumen gentium, n. 3.7-8.39.48; Const. Dei Verbum, n. 2-4; Const. past. Gaudium et spes, n. 22.32.38.45; PAULO VI, Profesión de fe promulgada en ¡un. 1968, AAS 60 (1968) 437-438; íD, Declaración de la Congregación para la doctrina de la fe, sobre cuestiones trinitarias y cristológicas, AAS 66 (1972) 237-241. Una buena y abundante selección de textos magisteriales y patrísticos se encuentra en Enchiridion de Verbo Incarnato. realizado por B. M. XIBERTA, Madrid 1957. Para una historia del dogma, J. TIXERONT, Histoire des dogmes, 11 ed. París 1934; J. LEBRETON, Histoire du dogme de la Trinité, París 1927-28. b) Fuentes patrísticas, y estudios y tratados hasta el s. xlx: S. ATANASIO, De Incarnatione Verbi, PG 25,3-96; S. GREGORIO DE NISA, Antirrhetieus adversos Apollinarem, PG 45,1123-1270; íD, Oratio magna catechetica, segunda parte, PG 45,9-116; S. JUAN CRISáSTOMO, Contra iudeos et gentiles quod Christus sit Deus, PG 48,813-838; S. AGUSTíN, Enchiridion, PL 40,231-290; !D, Tractatus in Evangelium Ioannis, PL 35,1379-1976; fD, Carta 137, a Volusiano, PL 33,515-525; S. CIRILO DE ALEJANDRÍA, Scholia de Incarnatione Unigeniti; De recta fide ad Theodosium imperatorem; De recta fide ad reginas; Adversus Nestorium; Anathematismi adversus Nestorium; Apologeticum contra orientales; Apologeticum contra Theodoretum; Explicatio duodecim capitum; Apologeticus ad Theodosium; Quod unus est Christus; Contra Theodorum et Diodorum (todos estos escritos de S. Cirilo se encuentran en PG 75-76); LEONCIO DE BIZANCIO, Contra Nestorianos et Eutychianos, PG 86,1267-1396; íD, Solutio argumentorum Severi, PG 86, 1915-1946; íD, Triginta capita adversus Severum, PG 86,1901-1915; S. MÁXIMO EL CONFESOR, Disputatio cum Pyrrho, PG 91,287-354; íD, Opuscula theologica et polemica ad Maximum, PG 91,9-286; S. JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, III, PG 94,981-1102; S. ANSELMO DE CANTORBERY, De fide Trinitatis et de Incarnatione Verbi, PL 158,285-326; íD, Cur Deus homo, PL 158,354-432; HUGO DE SAN VíCTOR, De sacramentas christianae fide, libro 11, PL 176, 173 ss.; íD, De Verbo Incarnato, PL 177,315-324; PEDRO LOMBARDO, Liber 111, Sententiarum, PL 152,520 ss.; S. BUENAVENTURA, In III Sententiarum, en Opera omnia, ed. Quaracchi, t. 3; íD, Breviloquium, parte 4, Opera omnia, t. 5; S. TOMÁS DE AQUINO, In 111 Sententiarum, en Opera omnia, ed. Vives, t. 9; íD, Summa contra gentes, I. 4, c. 27-49, Opera omnia, t. 12; Summa theologiae, 3 qql-59, Opera omnia, t. 4-5; JUAN DUNS SCOTO, Opus Oxoniense, III; ÍD, Reportata parisiensia, III (ambas en Opera omnia, ed. de la Comisión escotista internacional, Roma 1950 ss.); F. SUÁREZ, De Incarnatione, en Opera omnia, ed. Vives, t. 17-18; íD, De vita Christi, en Opera omnia, t. 19; P. DE BÉRULLE, Discours de 1'état et des grandeurs de Jésus, ed. Migne, París 1856; D. PETAu, Dogmata theologica, t. 4, ed. Vives, París 1866-68; J. A. MOEHLER, Symbolik, Maguncia 1932; J. B. FRANZELIN, Tractatus de Verbo Incarnato, Roma 1870; M. J. SCHEEBEN, Los misterios . del cristianismo, cap. 4, 4 ed. Barcelona 1964; íD, Handbuch der Katholischen Dogmatik, t. 5, 2 ed. Essen 1951. c) Tratados generales contemporáneos: K. ADAM, Jesucristo, 5 ed. Barcelona 1967; fD, El Cristo de nuestra fe, 3 ed. Barcelona 1966; G. BARDY y,A. TRICOT, Christus, Madrid 1962; L. BILOT, De Verbo Incarnato, 9 ed. Roma 1949; H. BouÉssÉ, Le mystére de I'Incarnation, Chambery 1953; L. CERFAUX, Jesucristo en S. Pablo, Bilbao 1955; J. DANIÉLOu, En torno al misterio de Cristo, Barcelona 1961; H. DIEPEN, La théologie de 1'Emmanuel, París 1960; F. DURRWELL, La resurrección de Jesús, misterio de salvación, 3 ed. Barcelona 1967; F. FERRIER, La Encarnación, col. «Yo sé, yo creo», Andorra 1961; R. GARRIGOU-LAGRANGE, De Christo Salvatore, Turín 1945; A. GAUDEL, Le mystére de 1'Homme Dieu, París 1939; L. DE GRANDMAISON, Jesucristo, 2 ed. Barcelona 1941; A. GRILLMEIER y H. BACHT, Das Konzil von Chalkedon, Geschichte und Gegenwart, 3 vol., Wurzburgo 1951-54 (algunas de las colaboraciones son muy discutibles); R. GUARDINI, El Señor, 3 ed. Madrid 1958; E. HUGON, Le mystére de I'Incarnation, París 1913; E. MERSCH, La théologie du corps mystique, París 1964, 1, 237384; A. MICHEL, Jésus-Christ, en DTC 8,1106-1411; P. PARENTE (dar.), Cristo vivente nel mondo, Roma 1956; A. PIOLANTI, Dio uomo, Roma 1964; L. RICHARD, El misterio de la Redención, Madrid 1966; L. SABOURIN, Los nombres de Cristo, Salamanca 1965; M. SCHMAus, Teología dogmática, t. III: Dios redentor, 2 ed. Madrid 1963; B. M. XIBERTA, Tractatus de Verbo Incarnato, Madrid 1954.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991