Jesucristo. Dios Hijo.
La fe cristiana profesa que el único Dios, Creador y
Señor de cielos y tierra, es uno en esencia y trino en personas. «La fe católica
-dice el símbolo Quicumque (V. FE fi)- es que veneremos a un solo Dios en la
Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas ni separar
las sustancias. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la
del Espíritu Santo; pero el Padre y el Hijo y el Espíritu, Santo tienen una sola
divinidad, gloria igual y coeterna majestad» (Denz. Sch. 75).
La fe cristiana profesa además que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad,
el Hijo o Verbo de Dios, se ha encarnado, ha asumido una naturaleza humana.
Cristo es, pues, Dios y hombre verdaderos, como definió el Conc. de Éfeso (v.) y
explicó ampliamente el Conc. de Calcedonia (v.): «perfecto en la divinidad,
perfecto en la humanidad; Dios verdaderamente y verdaderamente hombre, con alma
racional y con cuerpo; consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y
consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a
nosotros menos en el pecado; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto
a la divinidad, y, en los días culminantes, por nosotros y por nuestra
salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios en cuanto a la humanidad» (Denz.Sch.
301).
El estudio dogmático sobre Cristo se divide, pues, en dos artículos: el primero
se ocupa de la temática trinitaria, el segundo de la cristológica en sentido
estricto.
1. DIOS HIJO.
1) Explicación de la terminología. 2) El Antiguo Testamento y la revelación de
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. 3) La revelación de Dios-Hijo en el
Nuevo Testamento. 4) La Iglesia y la fe en Dios-Hijo. 5) Otros nombres de la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
«Creemos -dice el símbolo del Conc. de Nicea (v.)en un solo Dios Padre
omnipotente..., y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, nacido unigénito
del Padre, es decir de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre» (Denz.Sch.
125). Es de este artículo de la fe cristiana de lo que vamos a tratar aquí,
limitándonos a la consideración de la Segunda Persona de la S. Trinidad, es
decir, a Dios Hijo. Para completar la exposición por relación a la totalidad del
dogma trinitario, V. TRINIDAD; DIOS-PADRE; ESPÍRITU SANTO.
1) Explicación de la terminología. El término hijo (en latín filius, en griego
uios, en hebreo ben) designa en el lenguaje ordinario la relación
físico-biológico-moral que surge en el varón hacia el padre y la madre. Cuando
el hijo es único, recibe el nombre de unigénito; y al primero de los hijos se le
llama primogénito, aunque en el uso escriturario muchas veces se llama así al
primer nacido, sigan o no otros hijos (Le 2,7). La voz hijo puede recibir otras
significaciones, fundadas en relaciones morales y jurídicas, análogas a las que
surgen de la concepción y el nacimiento, pero no es necesario explicarlas aquí
con detalle, ya que nos atenemos al significado primordial. Hay en cambio que
llamar la atención con respecto al concepto de generación, tal como es exigido
para salvar la relación real de filiación.
El término generación (v.) puede ser tomado en sentido amplio, y entonces
significa cualquier clase de mutación en que se produce alguna cosa. En sentido
propio, sin embargo, sólo se aplica a aquellas mutaciones que se realizan en los
seres vivientes, en virtud de las cuales uno tiene su origen de otro. La noción
plena de generación, que es la que está a la base de la relación de filiación,
exige no sólo el origen de un viviente de otro, sino también que ese origen dé
lugar a una semejanza de naturaleza (origo viventis a principio vivente
coniuncto in similitudinem riaturae, origen de un viviente a partir de otro con
el que está unido, en semejanza de naturaleza: S. Tomás, Sum. Th. 1 q27 a2). Es
así como el hijo procede del padre y de la madre, ya que éstos le comunican su
misma naturaleza específica. Añadamos aquí expresamente que, en el caso de la
filiación trinitaria, el Hijo recibe la filiación por una comunicación tan
perfecta de generación, que no sólo resulta una semejanza en la naturaleza, sino
que esta naturaleza es única, y no específica, es decir, numéricamente la misma
que el Padre, ya que el ser divino está sobre toda categoría.
2) El Antiguo Testamento y la revelación de la Segunda Persona de la S.
Trinidad. No tratamos aquí la significación que la palabra hijo tiene en el A.
T. en general, sino que nos preguntamos: ¿el término de hijo en relación con
Yahwéh se aplica en el A. T. de algún modo proféticamente a Cristo?; y, si la
respuesta es afirmativa, ¿cuál es su sentido? En efecto, el N. T. y la tradición
cristiana han visto prefigurado a Cristo en varios textos del A. T. como Hijo de
Dios, y como Hijo del hombre.
En el primer grupo se encuentra, ante todo, el Salmo 2,7: Él (Yahwéh) me ha
dicho: Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy». El carácter mesiánico de este
salmo está bien asegurado exegéticamente (Act 4,25). Lo mismo hay que decir de
su significación cristológica, bien establecida por San Pablo (Act 13,33; Heb
1,5; 5,5). ¿Expresa, además, la divinidad de Cristo? Para responder a esto hay
que evocar un contexto escriturario más amplio. De hecho, en el A. T., era
frecuente el uso de nombres propios teofóricos. Por lo demás, existen otros
textos en que Yahwéh llama al rey «hijo mío» (2 Sam 7,14; 1 Par 22,10; Ps
89,27); aunque es absolutamente cierto que Israel no conoce y rechaza
abiertamente la «teiosis» o divinización de los reyes en que creían otros
antiguos pueblos. En los ambientes judíos no se solía conocer al Mesías como
hijo de Dios, a excepción del apócrifo conocido como Libro de Henoch, quien
atribuye al Mesías tanto la naturaleza divina como la preexistencia.
Otro texto que tiene especial importancia es el del Salmo 110, en relación con
Mt 22,45; ya que ahí es el mismo Cristo quien se presenta a sí como Mesías
Ungido en relación de filiación con el Señor y Dios de David. Mencionemos
finalmente a Isaías 9,5-6: «Porque un niño nos ha nacido; un hijo se nos ha
dado...»; tampoco aquí es posible dudar del carácter mesiánico y cristológico,
cuyo contenido riquísimo está desarrollado en el Evangelio de San Lucas, al
tratar del nacimiento de Cristo (Le 1,32-33; 2,14).
Un título ciertamente enigmático, pero de gran interés teológico, es el de Hijo
del hombre (v. MESÍAS), que aparece en la profecía de Daniel: «Y en
contemplación, en visiones nocturnas, he aquí que veo venir sobre las nubes del
cielo como un hijo de hombre (kebar' énas) ». Esta expresión, si no fuera por el
contexto profético-mesiánico en que aparece, no tendría nada de extraño;
significaría simplemente: «algo así como una figura humana». De hecho la
expresión hijo del hombre es un hebraísmo y arameísmo que equivale simplemente a
hombre (Iob 25,6; Ps 143,3; Is 51,12; Ez 2,1.3-8; etc.). Pero, decimos, el
contexto hace que esa expresión reciba un contenido fuerte que deriva de la
intención profética de todo el pasaje. Por eso Cristo la adoptó de un modo tan
frecuente y en circunstancias tan relevantes (aparece 31 veces en Mt; 14 veces
en Me; 25 veces en Le; 12 veces en lo). No se puede, pues, dudar de su carácter
mes iánico-cristológico. En cuanto a su carácter teológico, es necesario tener
en cuenta su naturaleza escatológica para una justa valoración.
En resumen, el breve análisis del uso teológico del término hijo en el A. T.
manifiesta que no se encuentra en el A. T. una revelación clara del Dios-Hijo.
De hecho la revelación del misterio trinitario es propia del N. T., y en el
Antiguo se encuentran sólo insinuaciones, alusiones y anticipaciones, que la
revelación neotestamentaria recogerá y desarrollará llevando a su pleno sentido.
Además del término hijo podríamos considerar otras expresiones y figuras
veterotestamentarias alusivas a la Segunda Persona divina (entre las que ocupa
un lugar de especial relieve la personificación de la sabiduría divina: cfr. Prv
8, 24 ss.; Sap 7,22-8,8; Eccli 24,3-22), pero la conclusión sería la misma que
acabamos de apuntar.
3) La revelación de Dios-Hijo en el Nuevo Testamento. En el N. T., el título de
hijo (uios, teknon, pais) aplicado a Cristo es frecuente y con diversos
sentidos:
a) En relación con María (Mi 1,21.23.25; Me 6,3).
b) En relación también con José, pero siempre recogiendo expresiones de terceras
personas (Mi 13,55; Le 4,22; lo 1,45; 6,42; S. Lucas advierte expresamente:
«hijo de José, según se creía»: Le 3,23).
c) En relación con David. Este título de hijo de David, claramente mesiánico,
aparece en dos series de textos. Unos son los que hablan de esa condición
mesiánica subrayando los poderes que implica; así sucede en las invocaciones de
los que desean ser curados (Mt 9,7; 15,22; 20, 30-31 y par.); en las alusiones
del pueblo que se admira o aclama al hijo de David (Mt 12,23; 21,9; 22,45 y
par.); y en el texto bien explícito de Le 1,32: «Y el Señor Dios le dará el
trono de David su padre...». Otra serie de textos implican igualmente el
carácter mesiánico de ese título, pero para marcar que el Mesías es de auténtica
descendencia davídica y posee una verdadera naturaleza humana (Mt 1,1; lo 7,42;
Rom 1,3; 2 Tim 2,8; Apc 5,5; 22,16). El texto de Rom 1,3 contrapone precisamente
la debilidad de la carne (que le viene a Cristo de su descendencia humana) a la
virtud que en Él opera por su potencia divina.
d) Con relación a Dios Padre, uso fundamental para nuestro tema del que nos
ocuparemos después.
El título Hijo del hombre aparece en el N. T. siempre empleado por el mismo
Cristo para designarse a sí mismo, aunque en forma de tercera persona. Así dice
Jesús a judas: «¿Con un beso entregas al hijo del hombre?» (Le 22,48); y al
ciego de nacimiento que no sabe quién es el «hijo del hombre» para agradecerle
el beneficio, le responde Jesús: «Ya le has visto: es el mismo que habla
contigo» (lo 9,37). Esta autodesignación en forma de tercera persona no es
extraña, ya que en arameo, la lengua materna de Jesús, era frecuente que uno
hablara de sí mismo de esa manera. El uso tan frecuente en labios de Jesús de
este título encuentra su explicación en la difusión en los ambientes de su
tiempo de las expresiones propias de la apocalíptica judía, dependiente del
texto de Daniel y de la literatura apócrifa contemporánea. Por lo demás, el
título, que expresa exactamente las ideas y expectativas mesiánicas, dirigía la
atención hacia un mesianismo equilibrado.
En efecto, el título está empleado en tantas y tan varias circunstancias, que
sería arbitrario pensar que con él se pretenda destacar un sentido peculiar o
parcial del mesianismo de Jesús. En general se puede decir que es un título de
circunlocución por el que se puede aplicar a Cristo toda realidad mesiánica.
Así, el hijo del hombre es quien perdona los pecados y juzga (Mt 9,6; 10,23); el
Señor del sábado y el que se sienta en la gloria de Dios (Mt 12,8; 19,28; Act
7,56); el sembrador de la palabra y el que resucita (Mt 12,40; 13,37). En
algunas ocasiones, con todo, este título parece servir para destacar de un modo
especial o el realismo de la humanidad asumida o la debilidad humana a que
Cristo se ha sometido. Así lo indican los textos en los que se dice que el hijo
del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20; Le 9,58); que es
necesario que padezca (Mt 17,22); que no ha venido a ser servido, sino a servir
(Mt 20,28). Mencionemos finalmente que la carne que hay que comer en la
Eucaristía es la del hijo del hombre (lo 6,53); que es en el hijo del hombre en
quien hay que creer (lo 9,35); que la potestad de juzgar la recibe Cristo de
Dios-Padre en cuanto hijo de hombre (lo 5,27).
El uso neotestamentario de las dos expresiones que acabamos de analizar muestra
la profundidad y la riqueza del mesianismo de Jesús, que trasciende lo anunciado
en el A. T. Debemos ahora considerar los textos en los que se trata la cuestión
central, que explica la razón de ser de esa trascendencia a que acabamos de
referirnos: la divinidad de Cristo y, con ella, la revelación de Dios-Hijo y del
misterio trinitario. Para exponer este tema es necesario considerar el N. T. en
toda su amplitud, sin limitarnos al análisis de algunos títulos concretos.
Entre los numerosos textos que ponen de relieve la conciencia de la propia
divinidad que tenía Jesús, cabe citar en primer lugar los que manifiestan su
superioridad sobre cualquier otro ser creado. De hecho, Jesucristo no sólo
afirma que sobrepasa a todos los grandes personajes del A. T. e incluso a los
ángeles (Mt 12,41 s.; Le 11,31 s.; Mt 17,3; Me 9,4; Mt 22,43 s.; Me 12,32 s.; Mt
4,11; 16,27; 26,53; Me 1,13; 13,27; etc.), sino que se equipara a Dios mismo
atribuyéndose cualidades y poderes divinos. En efecto, completa y cambia las
prescripciones de la Ley antigua por su propia autoridad (Mt 5,21 ss.); afirma
ser señor del sábado (Mt 12,8; Me 2,28; Le 6,5); envía a los suyos lo mismo que
Yahwéh envió a los profetas y doctores de la antigua ley (Mt 23,34; Le 21,15, en
relación con Ex 4,15); exige, para su seguimiento, una entrega absoluta, como la
que se debe sólo a Dios (Le 9,26; Mt 10,37; Le 17,33); declara poseer el poder
de perdonar los pecados a la vez que reconoce que ese poder corresponde sólo a
Dios (Mt 9,2; Me 2,5; Le 5,20); etc.
Estas afirmaciones de Cristo revelan claramente su naturaleza divina, pero no
nos darían por sí solas a conocer todo el misterio de su Persona, ya que en
ellas Jesucristo no se contrapone expresamente de un modo personal al Padre. Esa
contraposición personal se halla ciertamente implícita en esa auto-atribución de
cualidades y acciones divinas, pero no nos hubieran tal vez llevado al
conocimiento claro de la verdad que implican si las palabras de Cristo no lo
hubieran aclarado y manifestado en su plenitud. De hecho esas palabras de Cristo
son numerosas y netas. Son capitales en este sentido las ocasiones en las que
Cristo se presenta a Sí mismo como el Hijo por excelencia de Dios Padre: en sus
labios, así como el nombre propio de la Primera Persona es el de Padre, el Hijo
propiamente es el mismo Cristo. De esa forma cuando habla de sus relaciones con
el Padre que está en los cielos, dice siempre «mi Padre», mientras que cuando
habla de los discípulos dice «vuestro Padre»; jamás se incluye junto con los
discípulos como si la filiación fuera unívoca, sino que distingue netamente
entre esas dos filiaciones (cfr. Mt 6,33; 25,34; 26,29; Le 2,24; 22,29; lo
20,17). Distinción cuyo alcance aparece claro si la unimos con todas las
ocasiones en las que Cristo afirma su igualdad con Dios Padre. Entre los
diversos textos que pueden citarse, mencionemos dos de los más netos: la
conversación con los judíos conservada en el Evangelio de S. Juan (5,17-30), y
la oración que recogen S. Mateo (11,27) y S. Lucas (10,22). En el primero de
esos textos, ante los judíos que le acusan de quebrantar el sábado, Jesús
responde: «mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo» (lo 5,17), y el
evangelista añade: «los judíos trataban con más empeño de matarle, porque no
sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose
a sí mismo igual a Dios» (5,18); el resto de la perícopa precisa y conforma la
afirmación inicial. La oración recogida por los sinópticos a la que nos
referíamos, es la siguiente: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has
revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha
sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al
Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar» (Mt 11,25-27; Le 10,21-22).
Una amplia corriente exegética contemporánea concede más importancia, a efectos
de poner de relieve la conciencia que Jesús tenía de la divinidad, a los textos
en los que Cristo se revela Hijo por antonomasia del Padre, frente a los que, en
cambio, se le atribuye el título de Hijo de Dios (los más importantes son Mt
16,16-17; 26,63-64). En cualquier caso señalemos que de todos los textos en que
aparece el título (24 veces en los sinópticos; 31 en S. Juan; 18 en S. Pablo),
junto con los demás lugares en que esa apelación es indirecta (locuciones
divinas hablando de «mi» hijo) o se emplea el título de Hijo por excelencia, son
explícitamente de significación trinitaria aquellos en los que el Hijo, al mismo
tiempo que se contrapone al Padre personalmente, se atribuye cualidades o
acciones divinas. Son, en efecto, esos textos los que manifiestan claramente a
la vez la igualdad y la distinción entre el Padre y el Hijo, es decir, el
misterio trinitario.
Hemos limitado nuestra exposición a los Evangelios, ya que las declaraciones de
Cristo constituyen el fundamento de las posteriores confesiones de los
Apóstoles. De algunos textos apostólicos hablaremos sin embargo después (v.
además 1, 5).
4) La Iglesia y la fe en Dios-Hijo. En la tradición cristiana, el título de Hijo
por antonomasia se hace de uso corriente ya desde el principio: «Creemos en Dios
Padre... y en Jesucristo, su Hijo, el Unigénito», dicen las formas más
primitivas del símbolo apostólico (Denz.Sch. 2-6). Las fórmulas
litúrgico-bautismales repiten la fórmula apostólica: «... en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo» (Patres apostolici, ed. Funk, 1,16). San
Ignacio de Antioquía saluda muchas veces «en el nombre de Jesucristo, Hijo del
Padre» (Funk 1,252). S. Policarpo, escribiendo a los filipenses, exclama: «oh
Dios y Padre de N. S. Jesucristo» (Funk 1,310; PG 5,1016). El nombre, pues, de
Hijo, entendido como relación especial y única entre Cristo y Dios Padre, es
afirmado y profesado sin dificultad ni oposición alguna por la Iglesia
primitiva.
Llegó después un momento en el que los pensadores cristianos se preguntaron
reflexivamente por la naturaleza de esa relación: ¿cómo explicar y exponer la
naturaleza y caracteres de esa filiación? Porque ni el judaísmo ni el paganismo
ofrecían un lenguaje que pudiera asumirse sin más. El judaísmo, aun exaltando la
figura del Mesías, incluso bajo el carácter apocalíptico de hijo de hombre,
tenía innata repugnancia a concederle atributos divinos. Y el paganismo hablaba
de hijos de dioses, pero con un sentido metafórico o panteísta, ajeno por entero
a lo cristiano. El problema se presentaba, además, todavía más agudo en cuanto
que el concepto de generación, anejo al de filiación, si no se entendía bien
parecería introducir un aspecto sexual en Dios o excluir a Cristo de la
coeternidad con el Padre. Las dificultades de los Padres antenicenos, y hasta la
herejía arriana, encuentran su razón de ser en la misma difícil profundidad del
misterio trinitario.
Frente a la herejía de Arrio (v.), que interpretaba la divinidad de Cristo en un
sentido metafórico, considerándolo por tanto sólo como la más perfecta de las
criaturas de Dios, el Concilio Ecuménico de Nicea (v.) declara dogmáticamente la
fe de la Iglesia en la divinidad de Jesucristo: Cristo -afirma- es Hijo de Dios
en sentido propio y real, es decir, «de la sustancia del Padre», proviene de
Dios Padre «engendrado, no hecho», es, pues, «consustancial al Padre» (omoousios)
(Denz.Sch. 125).
Las netas y claras formulaciones de Nicea hicieron posible el desarrollo de un
profundo esfuerzo teológico encaminado a esclarecer en lo posible el misterio de
la generación divina. Y decimos en lo posible porque, como los mismos Padres
confiesan abiertamente, dada la trascendencia de Dios sobre el hombre, nos es
imposible dar a conocer por entero esta misteriosa generación. Así, p. ej., S.
Gregorio Nacianceno: «¿Cómo ha sido engendrado?, te atreves a preguntar... La
generación de Dios es honrada por el silencio. Ya es bastante que sepas que ha
sido engendrado. Cuanto a la inteligencia del cómo, si no se la concedemos a los
ángeles, mucho menos a ti. ¿Quieres que te explique cómo? Pues bien: como lo
saben el Padre que engendra y el Hijo que es engendrado. Lo restante se oculta
en la nube y escapa a tu corta vista» (Oratio theologica, 29,8). S. Cirilo de
Jerusalén repite en sus Catequesis: «Baste para tu piedad saber que Dios tiene
un Hijo único, natural y único engendrado» (11,19).
Eso no obsta para que los Padres se esfuercen, dentro de lo posible para el
hombre viador, por hacer inteligible el misterio. S. Gregorio de Nisa, en un
texto célebre, ha recogido diversas especies de producciones y generaciones; y,
despojándolas de sus imperfecciones, las ha aplicado a la divina generación: el
sol y su rayo, la lámpara y su resplandor, los aromas y la materia odorante.
«Los principios, dice, permanecen en sí mismos sin disminución alguna; y, en
cuanto existen, tienen una propiedad física que emana de ellos y los acompaña
inseparablemente», y así «la palabra es producida por la inteligencia, porque la
inteligencia que es incorporal, en sí misma, produce la palabra por los órganos
sensibles» (Contra Eunomium, II: PG 45,503 ss.). Proponiendo otro modo de
argumentación, clásico también en los Padres, dice S. Juan Damasceno: «Dios es
Padre; luego es imposible suponer que sea privado de su fecundidad natural.
Ahora bien, la fecundidad consiste en engendrar de sí mismo, es decir, de su
propia sustancia, a su semejante en la naturaleza (De fide orthodoxa, 1,8: PG
94,812). En Dios, siendo esta generación tan eterna como su naturaleza, era
claro para los Padres que nunca pudo existir el Padre sin el Hijo. Y de este
modo se refuta la afirmación de Arrio: «Hubo un tiempo en que no existió el
Hijo». S. Juan Damasceno replica así: «Puesto que la generación es una obra de
naturaleza y procede de la sustancia misma de Dios, es absolutamente necesario
que sea sin comienzo y eterna. De otro modo, el engendrante sufriría un cambio,
habría un Dios anterior y un Dios posterior; Dios aumentaría» (De fide orthodoxa,
1,8; PG 94,813). Resumiendo el pensamiento patrístico, he aquí este párrafo de
una obra del tiempo de S. Atanasio: «Puesto que el Hijo es el esplendor de la
luz eterna, Él mismo es absolutamente eterno... Por ejemplo: si. hay sol, hay
alba, hay día. Si no hay alba ni día, es que el sol no está allí. Si, pues, el
sol estuviera eternamente presente, el día no tendría fin... Pues bien: Dios es
la luz eterna, sin comienzo ni fin; luego eternamente existe delante de Él y con
Él su resplandor que nunca ha dejado de ser engendrado y que sale de Él
eternamente» (De sententiis Dyionisii, 18).
En el texto anteriormente citado de S. Gregorio de Nisa, hemos visto ya cómo la
noción de Hijo, que llama al concepto de generación, es iluminada por la de
palabra, Logos, para demostrar la incorruptibilidad y espiritualidad de esa
generación divina. Fue S. Agustín quien desarrolló este tema en toda su
amplitud. Situándose en esa línea, S. Tomás ha recogido mejor que nadie este
fondo doctrinal patrístico, perfeccionando el concepto de generación divina, y
estudiando sistemáticamente los nombres trinitarios propios y apropiados al
Hijo.
Ya desde el principio, S. Tomás se sitúa en esta afirmación fundamental: «No hay
que entender la procesión (en Dios) al modo como sucede en las cosas corporales,
o como movimiento local, o por una acción de cualquier causa que produce un
efecto exterior a sí misma..., sino al modo de una emanación inteligible; algo
así como el concepto inteligible procede del que lo concibe, permaneciendo en el
mismo. Es así como la fe católica pone una procesión en Dios» (Sum. Th. 1 q27
al). Se trata, pues, de una procesión inmanente al ser divino. De ahí hay que
partir para entender luego cómo esa procesión es generación: es una procesión
inmanente en la que la Segunda Persona procede como Imagen del Padre, como Verbo
inteligible y, por tanto, por vía de semejanza. Naturalmente se trata aquí de
analogías teológicas, que desarrollan la distinción entre Padre e Hijo que
encontramos en el N. T. y que profesa la fe cristiana; pero esas analogías se
basan en que el texto escriturístico y los textos dogmáticos hablan de una
oposición de personas y de una relación y procedencia que puede ser expresada
por la idea de generación. S. Tomás ha profundizado en estas verdades, mostrando
cómo las procesiones inmanentes en Dios no podían ser más que dos: una según el
entendimiento (constituyendo la Segunda Persona), y otra según la voluntad
(constituyendo la Tercera Persona) (Sum. Th. 1 q27 aa3-5). De esta forma S.
Tomás explica algunos caracteres de ambas procesiones y su distinción, dando
razón, en primer lugar, de las diferencias en la cualidad de las relaciones de
origen, ya que al proceder la Segunda Persona por vía de inteligencia y de
semejanza se explica por qué procede por generación, como enseña el dogma
católico, mientras que al proceder la Tercera Persona por vía de amor, que no da
razón de la semejanza, se explica por qué no procede por vía de generación, como
afirma igualmente la fe cristiana. Y en segundo lugar, de la relación del
Espíritu Santo al Padre y al Hijo, ya que si la Tercera Persona procede por vía
de amor, al suponer constituida la Segunda, que procede por vía de inteligencia,
tiene que depender de ella en su procesión (v. ESPÍRITU SANTO).
5) Otros nombres de la Segunda Persona de la S. Trinidad. La tradición cristiana
ha ido analizando y distinguiendo los nombres propios de cada Persona divina,
para darla mejor a conocer. Hemos hablado ya suficientemente del nombre de Hijo,
detengámonos ahora en otros nombres de la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad.
a) Unigénito (en griego, monogenes) y Primogénito (prototokos). Unigénito es un
adjetivo que determina la voz Hijo, pero que pronto fue sustantivado. En la S.
E. lo emplea sólo S. Juan (lo 1,14.18; 3,16.18; 1 lo 4,9), para reforzar el
sustantivo Hijo. El adjetivo primogénito por su parte tiene una función
cristológica, más que teológica y trinitaria (Lc 2,7; Rom 8,29; Col 1,15.18; Heb
1,6).
b) Verbo (en griego, Logos). Este título proviene de S. Juan (lo 1,1.14; 1 lo
1,1; Apc 19,13). El origen remoto de esta expresión joánica sigue siendo una de
las cuestiones más debatidas entre los exegetas. Algunos autores, sobre todo
antiguos, destacan influencias helenísticas, sosteniendo que S. Juan era buen
conocedor del ambiente helenístico en el que diversas filosofías religiosas
contemporáneas usaban el término de logos, y que escogió ese título para
purificarlo y mostrar a Cristo corno el único verdadero logos mediador. Otros
exegetas subrayan, en cambio, el trasfondo judío, sobre todo la noción de
palabra (memrci), expresión que servía para salvaguardar la trascendencia de
Yahwéh. Finalmente, hoy, las investigaciones señalan más acertadamente la noción
viejo-testamentaria de Palabra de Dios que S. Juan habría asumido
sustantivándola en Cristo, presentándolo al mismo tiempo como revelador del
Padre y como objeto mismo de esa revelación.
Pero ¿qué sentido exacto tiene la palabra logos en S. Juan?, ¿se refiere al
logos interior (endiathekos) o al logos exterior (proforikos)? El primero
expresa la palabra interior en cuanto verbum mentis, en cuanto verbo que procede
del Padre y en el que el Padre se contempla desde toda la eternidad. El segundo,
la palabra en cuanto verbum oris, o palabra exterior que suena, y significa, por
tanto, la manifestación del Padre y su revelación hacia fuera. Nosotros pensamos
que ambos significados se necesitan y se complementan, pero que en el texto de
S. Juan se sitúa en primer lugar el segundo significado; y eso por dos razones:
primero, en cuanto destaca más y mejor el sentido de manifestación que cumple el
misterio de la Encarnación; y después porque todo el evangelio de S. Juan
intenta mostrar a Cristo como Verbo revelador y manifestador del Padre.
La Patrística utilizó mucho el término logos, tanto en su apologética (Taciano,
S. Justino, S. Ireneo), como en las controversias anti-eunomianas y anti-arrianas;
y esto, aun advirtiendo y señalando que el nombre más propio de la segunda
persona era el de Hijo (así Orígenes, In loan. 1,42: PG 14,100; y S. Basilio,
Hom. XVI,3: PG 31,477). En los Padres, el sentido preferido de la palabra logos
sigue siendo el de la palabra exterior; aunque -para evitar equívocos- tienen
mucho cuidado en hacer bien la trasposición analógica y subrayan fuertemente que
el Verbo puede manifestar al Padre por ser consustancial con Él, es decir, puede
ser Verbo exterior por ser Verbo interior. Así, S. Atanasio dice: «La palabra de
los hombres está compuesta de sílabas, y no vive ni obra; expresa simplemente el
pensamiento del que habla; sale, y en cuanto sale, se evapora, ya que, antes de
ser hablada, no era absolutamente nada. Por eso, ni vive ni produce nada; y,
para decirlo de una vez, la palabra del hombre no es hombre... Pero la Palabra
de Dios no es una palabra que pueda decirse externa, ni un ruido de sílabas. El
Hijo no es un simple mandato de Dios; es como el esplendor de la luz, es el
fruto perfecto del Perfecto. Por ello es Dios, y en cuanto tal, la imagen de
Dios» (Contra Arianos, 11,34).
Por eso, los Padres unas veces se basan en el título de Logos para refutar al
sabelianismo y para expresar la función reveladora de Cristo. Otras, en cambio,
para exponer la inmaterialidad de la generación del Verbo, ya que la prelación
de la palabra no insinúa cambio alguno. Finalmente S. Juan Damasceno, resumiendo
la tradición, e insistiendo en los aspectos psicológico-noéticos, tan
desarrollados por S. Agustín, nos dice: «El Dios uno y único no es sin-Palabra (alogos).
Y teniendo un Logos, no lo tendrá sin subsistencia, que comience y acabe; porque
nunca existió un tiempo en que no existiera el Dios-Logos. Dios tiene siempre su
Logos engendrado por Él; no al igual que nuestra palabra sin subsistencia, que
se desvanece en el aire; sino una palabra subsistente, viviente, perfecta, una
palabra que no le abandona jamás, sino que permanece en Él. Porque ¿dónde
estaría esa Palabra, si estuviera fuera de Él?» (De fide orthodoxa, 1,6: PG
84,802).
Fue -como decíamos- S. Agustín quien legó a la teología de Occidente una rica
profundización en la noción de logos como verbo de la mente. No se debe
exagerar, sin embargo, la diferencia entre las patrísticas oriental y
Occidental. También -como hemos visto- la primera supo aprovechar más de una vez
el rico contenido que ofrecía la noción de logos interior. Veamos así, además
del ya citado texto de S. Juan Damasceno, este otro de S. Cirilo de Alejandría:
«La palabra proferida (proforikos) de que usamos, es engendrada en la mente y
por la mente, y aparece como distinta de la que llevamos en el corazón, ya que
sale de la boca y pasa de las tinieblas a la luz. Pero, por lo demás, ya está en
ella (en la interior) y se le asemeja en todo; puesto que en la palabra ya se
manifiesta el pensamiento del corazón; y, aun sin habla, ya está expresado en la
mente. Por semejante manera, el Hijo de Dios, procediendo del Padre, sin
separarse de Él, es su sello (character) y su figura expresa de su propiedad: es
el Verbo existiendo subsistentemente (hypostatice) y viviendo del Padre
viviente» (Thesaurus, 6: PG 75,80).
La Escolástica ha desarrollado esta línea teológica gracias a una metafísica del
conocimiento muy elaborada y, en muchos puntos, de una problemática difícil y
compleja. El mejor resultado es el conseguido por la genialidad de S. Tomás. El
título de Verbo es, afirma, un nombre propio de Dios Hijo; porque, aunque las
demás Personas entiendan, y hasta pronuncien (dicere) como quería S. Anselmo,
solamente la Segunda Persona es propiamente una producción de la mente que
entiende y pronuncia, o de la «boca» divina que profiere (Sum. Th. 1 q34 ql). Su
argumentación supone una teoría elaborada del conocer, en torno a la species
intelecta o verbo mental, según la cual la operación intelectual se realiza en
la perfecta inmanencia metafísica del verbum con la potencia intelectiva. De
esta forma la sistematización tomista permite un mayor acercamiento a la
comprensión analógica del dogma trinitario. En nosotros -dice: Sum. Th. 1 q34 a2
adl- no es lo mismo ser que entender; por eso, el esse intelligibile no
pertenece a nuestra naturaleza (intelectual) y se distingue de ella. Pero,
precisamente esta diferencia entre nosotros y Dios funda la posibilidad de
aplicación analógica para salvar los dos extremos polares del dogma: que la
Segunda Persona proceda de un modo intelectual, pero de un modo tan
eminentemente inmanente, que esa procesión se realice sin salir del ser divino.
Si en la analogía aplicada abstraemos de la imperfección propia sólo de nuestra
mente, nos hemos acercado, en lo posible, al intellectus f idei del misterio
trinitario. El Damasceno, citado aquí por S. Tomás, lo dice claramente: «El
Verbo de Dios es sustancial y existe hipostáticamente. Todos los demás verbos,
es decir, los nuestros, son movimientos del alma» (De fide orthodoxa, 1,13: PG
94,857A).
S. Tomás, siguiendo a S. Agustín, se ha dado cuenta por otra parte de la
relación íntima existente entre los títulos de Hijo, Verbo, Imagen, diciendo:
«La misma natividad del Hijo, que es su propiedad personal, se significa por
varios nombres, que se atribuyen al Hijo para expresar de varios modos su
perfección. Para manifestar que es connatural al Padre, se le llama Hijo; que es
coeterno, Esplendor; que le es del todo semejante, Imagen; que ha sido
engendrado inmaterialmente, Verbo. Pues no era posible encontrar un solo nombre
por el que se pudiera significar todo esto» (Sum. Th. 1 q34 a2 ad 1).
c) Imagen (en griego, eikon). En torno al nombre de Imagen. se ha desarrollado
una teología patrística y sistemática tan extensa y profunda que no podemos aquí
más que presentar algunos rasgos. El título de imagen se le atribuye a Cristo en
varios lugares de las cartas de S. Pablo. Así en 2 Cor 44 y Col 1,15; diversos
autores sostienen, sin embargo, que en ambos textos la expresión «imagen del
Dios invisible» nos lleva más que a un contenido trinitario a otro cristológico-salvífico.
Otro texto importante es el de Heb 1,1, que dice: «El cual (Hijo), siendo
esplendor (apaugasma) de la gloria, e impresión (character) de su (de Dios
Padre) sustancia...». Los términos de esplendor y de sello (o, más exactamente,
rastro que deja un sello) pueden indicar la capacidad de manifestación que se
atribuye a Cristo en relación con el Padre. Por sí solos, pues, estos títulos
escriturarios no implicarían necesariamente un contenido teológico-trinit ario.
Otra cosa es si se los sitúa en todo el contexto de la revelación
neotestamentaria. Es lo que hizo la Patrística, que se sirvió ampliamente de los
títulos de imagen, esplendor y sello para exponer la doctrina trinitaria, a fin
de expresar a través de ellos la consustancialidad del Hijo y su divinidad.
El nombre de Imagen lo aplicaron a veces los Padres no sólo al Hijo, sino
también al Espíritu Santo, en relación con el Hijo, es decir, imagen del Hijo.
Así S. Juan Damasceno (De fide orthodoxa, 1,13: PG 94,856), porque, según la
filosofía platónica subyacente a su especulación, la relación de semejanza
formal tiene menos importancia para el concepto de imagen que la relación de
asimilación ontológica, por la que el tipo se hace presente en la imagen, en la
que al mismo tiempo se oculta y se manifiesta. Como explica el Damasceno, son
tres las funciones de la imagen: ser semejanza (omoioma), en dependencia del
tipo (ektypoma), y manifestarle.
S. Agustín, por su parte, ve el contenido de la imagen, sobre todo a través de
la relación con los títulos de Verbo y de Hijo; es decir, ve ante todo la
semejanza. Y la especulación escolástica le ha seguido fielmente. Explicando el
concepto de imagen, S. Tomás (Sum. Th. 1 q3 al) dice que implica tres cosas:
semejanza, carácter específico de esa semejanza, y relación de origen. Esto le
lleva a concluir que el nombre de Imagen es verdaderamente personal y que es
propio del Hijo, ya que el Espíritu Santo no puede con propiedad llamarse imagen
porque le falta la segunda nota: la semejanza específica, ya que el Espíritu
Santo no procede como semejanza, sino como impulso de amor (V. ESPíRITU SANTO).
Ya se ve que, si S. Tomás y la Escolástica pudieron resolver una cuestión que a
los griegos les pareció insoluble, es porque presentamos una teoría de la imagen
distinta y más elaborada.
JOAQUÍN M. ALONSO.
BIBL.: a) Documentos del Magisterio (nos limitamos a los prearrianos y antiarrianos : para una exposición completa tanto de éste como de los siguientes apartados, v. DIOS-PADRE; EsPIRITU SANTO; TRINIDAD, SANTÍSIMA): S. DIONISIO PAPA, Carta a Dionisio obispo de Alejandría (a. 262), Denz.Sch. 112-115; CONC. DE NICEA (.a. 325), Denz.Sch. 125-126. Sobre el Conc. de Nicea, I. ORTIZ DE URBINA, El símbolo niceno, Madrid 1947.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991