INTELIGENCIA. FILOSOFÍA.


1. Distintas acepciones. Etimológicamente procede de intelligere, lo mismo que entendimiento (intellectus), y por eso en el lenguaje usual, y muchas veces también en el filosófico, se toman como sinónimos. Pero puede tener otras acepciones. El nombre de i. es utilizado por la filosofía clásica para designar la sustancia puramente espiritual (la que en Teología se llama ángel). Y dentro de los dominios de lo humano puede significar, ya el hábito de los primeros principios especulativos (como la sindéresis lo es de los primeros principios prácticos), ya cierta función del entendimiento contrapuesta al discurso, es decir, el conocimiento intelectual de lo que de suyo es evidente. Por último, cabe la acepción en que la toma la moderna Psicología experimental, cuando habla de medidas de la i. y descubre, incluso, comportamientos inteligentes en algunos animales. Aquí, i#. resulta sinónimo de conocimiento superior o racional, ya esencialmente, ya por cierta participación. Para esta última acepción de la i., que es propia .de la Psicología positiva, v. II. Para la i. como sinónimo de entendimiento, v. ENTENDIMIENTo. Nos limitaremos, pues, a las otras tres acepciones señaladas.
     
      2. La inteligencia como nombre de la sustancia puramente espiritual. Cuando se da el nombre de i. a la sustancia puramente espiritual se toma, como es obvio, la parte por el todo. Más concretamente se toma la operación principal y más propia para designar la sustancia que realiza esa operación. Porque la sustancia puramente espiritual tiene como operación principal el entender (también realiza la operación de amar, pero ésta sigue al entender), y además dicha operación la lleva a cabo de un modo que puede decirse puramente intelectual (en cuanto el entender se contrapone al razonar). Como veremos después, la razón (v.) se diferencia del entendimiento en estos dos puntos: primero, la razón de suyo se halla en potencia respecto a todos sus objetos, mientras que el entendimiento se encuentra en acto (o a lo menos en hábito); segundo, la razón llega al conocimiento discurriendo, pasando de unas verdades a otras (V. RACIOCINIO), mientras que el entendimiento conoce de un modo súbito e inmediato. Pues bien, la operación intelectual de las sustancias puramente espirituales es la propia del -entendimiento; no de la razón; y por eso se les debe llamar intelectuales y no racionales, o simplemente, como lo hace la filosofía clásica, intelectos o inteligencias. En efecto, las sustancias puramente espirituales tienen un entendimiento que está «lleno de formas», esto es, que nunca está completamente en potencia. Puede suceder que no consideren actualmente un determinado objeto, pero siempre están en posesión de las ideas que les permiten considerar ése y cualquier otro objeto. Igualmente, el entendimiento de las sustancias puramente espirituales no necesita discurrir o razonar, pues tales sustancias conocen intuitivamente (v. INTUICIÓN) todo lo que conocen; la fuerza penetrativa de su entendimiento es tal que de un solo golpe abarcan los principios y todas sus conclusiones, las esencias y todas sus propiedades.
     
      Que el entendimiento del ángel no está nunca completamente en potencia lo explica así S. Tomás: «El entendimiento puede estar en potencia de dos maneras: primera, antes de aprender o de inventar, o sea, antes de adquirir el hábito de la ciencia; segunda, cuando ya posee el hábito de la ciencia, pero no considera actualmente sus verdades. Pues bien, de la primera manera el entendimiento del ángel nunca está en potencia respecto de los objetos a que se extiende su conocimiento natural... El ángel no tiene una potencia intelectiva que no esté totalmente completada por las especies inteligibles que le son connaturales. En cambio, de la segunda manera, el entendimiento del ángel puede estar en potencia respecto a lo que conoce naturalmente, pues no todo lo que conoce con conocimiento natural lo considera siempre en acto» (Sum. Th. 1, q58, al, c). En cuanto al carácter intuitivo o no discursivo del conocimiento angé.lico escribe, asimismo, S. Tomás: «Los entendimientos inferiores, es decir, los humanos, alcanzan el conocimiento de la verdad por cierto movimiento o discurso de la operación intelectual, pues proceden del conocimiento de una cosa al conocimiento de otra; pero si en el conocimiento de los principios descubrieran inmediatamente todas las conclusiones que se derivan de los mismos, no habría en aquéllos lugar para el discurso. Y esto es lo que ocurre en los ángeles, pues ellos, en los principios que habitualmente conocen, descubren al instante todo lo que tales principios contienen. Por eso se llaman sustancias intelectuales, pues también nosotros decimos que se entienden las cosas que se conocen de un modo súbito y natural, y llamamos entendimiento (o i.) al hábito de los primeros principios. Pero las almas humanas, que adquieren el conocimiento de la verdad por cierto discurso, se llaman racionales» (Summa Theol. 1 q58 a3 e).
     
      3. La inteligencia como hábito de los primeros principios especulativos. Por lo que hace a la necesidad de admitir, tanto en el orden especulativo como en el práctico, sendos hábitos naturales referidos a los primeros principios (especulativos o prácticos) de todo nuestro saber, la pone de relieve S. Tomás del siguiente modo: «En la naturaleza humana es preciso que exista, lo mismo en el orden especulativo que en el práctico, un conocimiento de la verdad que no haya sido buscado, y justamente este conocimiento tiene que ser el principio de todo conocimiento siguiente, tanto especulativo como práctico, ya que los principios han de ser más estables y firmes. De ahí también que tal conocimiento haya de darse en el hombre de un modo natural, disponiendo así como de un cierto semillero de los conocimientos posteriores; lo mismo que en todas las cosas naturales preexisten ciertas semillas naturales de las operaciones y los efectos que las siguen. Y es también necesario- que este conocimiento sea habitual, para que se pueda usar de un modo expeditivo siempre que haga falta» (De Veritate, ql6 al c).
     
      Esto, por lo que atañe a la necesidad del hábito de los primeros principios especulativos (de la sindéresis o hábito de los primeros principios prácticos hablaremos luego); mas, por lo que toca a la naturaleza del mismo, es preciso hacer algunas aclaraciones. En una primera aproximación puede decirse que los hábitos del entendimiento, en general, no son otra cosa que aquella primera actualización o determinación que resulta de la mera recepción de una especie inteligible impresa w. ENTENDIMIENTO). Es sencillamente el momento ontológico del conocimiento (v.) intelectual. En esta situación, o sea, fecundado por la especie impresa, el entendimiento se encuentra en posesión de todo lo necesario para pasar por sí mismo al acto de entender, se encuentra en estado de conocimiento habitual. Ahora bien, la presencia de una sola especie inteligible impresa en el entendimiento sólo puede llevar a éste a un acto de simple aprehensión (v.), pero no a un juicio (v.), para el cual se exigen necesariamente dos términos y, por consiguiente, dos especies inteligibles impresas. Por otro lado, el conocimiento intelectual no culmina o no llega a su perfección más que en el acto del juicio, pues la simple aprehensión es una incoacción del conocimiento intelectual, pero no un conocimiento intelectual en sentido pleno. Por eso, no se suele dar el nombre de hábito a la presencia de una sola especie inteligible en el entendimiento, sino a la posesión habitual, por parte de éste, de todo lo necesario para llevar a cabo, de una manera expedita, uno o más actos de juicio. Cuando se dice «todo lo necesario para juzgar» se está aludiendo por supuesto y en primer lugar a las especies inteligibles del sujeto y del predicado de los juicios que vayan a formarse; pero a veces no basta con esto, sino que se requiere además una cierta habilidad, por parte del entendimiento, de enlazar de modo conveniente las susodichas especies inteligibles. Esto ocurre siempre que el juicio no es inmediato, y hay que valerse de algún término medio para poder unir (o separar) el predicado y el sujeto (v. t. RACIOCINIO). Y aquí es donde hay que buscar la diferencia del hábito de los primeros principios especulativos con respecto a los demás hábitos no inmediatos del entendimiento.
     
      En efecto, el hábito de los primeros principios especulativos (y lo mismo habría que decir de la sindéresis) se distingue esencialmente de los otros hábitos del entendimiento en que los restantes hábitos son posteriores a los actos, es decir, en que son adquiridos por uno o muchos actos de conocimiento, por uno o muchos juicios, mientras que el hábito de los primeros principios especulativos es anterior a cualquier acto de conocimiento intelectual (o por lo menos, a todo juicio). Esto es así, porque los otros hábitos del entendimiento constan de varias especies inteligibles recibidas en él, y de una cierta habilidad de unir o separar, o de ordenar de algún modo, esas especies. Y las especies inteligibles, cuya pura recepción constituye el momento ontológico del conocimiento, pueden ser, y son de hecho, anteriores al conocimiento actual o al momento gnoseológico del conocimiento (v. CONOCIMIENTO I, 1); pero la habilidad de combinarlas u ordenarlas es posterior, es adquirida por uno o varios actos de juzgar, y por eso el hábito como un todo completo es también posterior. En cambio, el hábito de los primeros principios especulativos no consta más que de las especies inteligibles correspondientes (de ente y de no ente, de uno y de no uno, cte.), pues la habilidad de enlazar tales especies es innata al entendimiento; no adquirida. Por eso, dicho hábito es anterior a todo conocimiento actual (por lo menos, a todo juicio) y está todo él colocado en el momento ontológico del conocimiento.
     
      Así, los primeros principios especulativos sobre los que versa ese hábito son poseídos por todos los hombres de un modo habitual e inconsciente, constituyendo otras tantas certezas subjetivas antes de hacerse objetivas. Ciertamente que esos principios pueden ser explícitamente formulados, conocidos actualmente, pero esto es independiente de su valor como normas supremas e implícitas de todo conocimiento humano. Más aún, puede ocurrir que esa formulación no alcance a traducirlos fielmente ni completamente, y de hecho la formulación correcta de tales principios es ardua y laboriosa; ello es tarea de la Metafísica (v.), y no de las otras ciencias, ni mucho menos de personas imperitas. Y es que, como escribe S. Tomás, «el verbo mental (sea simple o complejo) que es expresado en nosotros por la consideración actual, como nacido de alguna consideración de los principios o al menos del conocimiento habitual, no contiene todo lo que se encuentra en aquello de donde nace, pues no todo lo que poseemos con conocimiento habitual lo expresa el entendimiento con la concepción de un solo verbo mental, sino algo de ello; lo mismo que en la consideración de una conclusión no se expresa todo lo que se contiene en la virtualidad del principio» (De Veritate, q4 a4 c). Y en otro sitio escribe también: «Lo que es poseído habitualmente, a veces no puede ser utilizado por algún impedimento, como el hombre no puede utilizar el hábito de la ciencia cuando duerme. Y de manera semejante el niño no puede utilizar el hábito de los primeros principios, o también la ley natural, que posee habitualmente, por defecto de edad» (Summa Theol. 1-11, q94, al, ad3).
     
      Por lo que hace al contenido del hábito de los primeros principios especulativos digamos que está formado por las primeras especies inteligibles que adquiere nuestro entendimiento y que son las de ente y de no-ente (que permiten formular el principio de contradicción, v.) las de uno y de no-uno o múltiple (que entran en la formulación del principio de identidad), y las de verdadero y no-verdadero o falso (que constituyen la materia del principio de razón suficiente). El principio de tercero excluido se apoya en el principio de contradicción y en el de identidad. El principio de causalidad (v. CAUSA) es una aplicación del principio de razón suficiente. Por último, el principio de finalidad está en íntima relación con el primer principio de la sindéresis, que luego examinaremos. Otras especies inteligibles que también entran en el hábito de los primeros principios especulativos son la de cosa (que es sinónima de ente) y la de algo, que viene entrañada en la de múltiple (v. t. PRINCIPIO).
     
      Por lo demás, en el hábito de los primeros principios especulativos se pueden señalar tres caracteres principales: es natural, es necesario y es infalible. Es natural en el sentido de que no se adquiere por la industria o el esfuerzo humano, sino que surge de un modo espontáneo de la misma fuerza nativa del entendimiento. Las especies inteligibles de que consta dicho hábito las adquiere nuestro entendimiento inmediatamente que se aplica a los datos sensibles, merced a la iluminación del entendimiento agente; y la habilidad de combinar o poner en relación tales especies inteligibles no es adquirida, sino innata: es la misma naturaleza de la facultad intelectiva, cuyo objeto es el ente y todo lo que está implicado en el ente como tal.
     
      Es también un hábito necesario, no sólo respecto a su nacimiento en el hombre (en todos los hombres), sino respecto a su contenido. Los principios sobre que versa son absolutamente necesarios, tanto con necesidad ontológica (no pueden menos de ser así) como con necesidad psicológica (no podemos menos de pensarlos como verdaderos).
     
      De lo que se sigue, por último, que es un hábito infalible, que en manera alguna puede llevarnos al error. Que en los primeros principios del entendimiento no puede haber falsedad alguna se echa de ver considerando que ellos están en la base de todo otro juicio, están implicados en todo juicio; pero siendo esto así, si esos primeros juicios fuesen falsos, serían falsos todos los demás juicios, no habría verdad alguna, y nuestro entendimiento no sería la facultad de la verdad (v.), sino del error (v.); la verdad no sería su objeto y su bien, sino la corrupción de su objeto y su mal. Mas salta a la vista que esto es absurdo: el error no tiene sentido sino por relación a la verdad, como el mal no puede darse sino en el bien y por relación al bien. Por otro lado, es innegable que la verdad, en general, existe. Como dice S. Tomás: «Quien niega la existencia de la verdad afirma implícitamente que la verdad existe, ya que si la verdad no existiese, sería verdad que la verdad no existía; y si algo es verdadero es necesario que exista la verdad» (1,q2 a1,3). Con todo, ni estas mismas reflexiones superan o sustituyen la firme convicción, habitualmente poseída por todos los hombres, de la verdad absoluta de los primeros principios. Es éste un supuesto de inquebrantable firmeza, una luz que no puede apagarse por más tinieblas que amontonemos, y que no podemos dejar de ver aunque le volvamos la espalda una y mil veces (V. t. VERDAD; CONOCIMIENTO I, 8).
     
      4. La sindéresis. Está en íntima relación con el hábito de los primeros principios especulativos, pues se trata también de un hábito natural, necesario e infalible, que consta de determinadas especies inteligibles adquiridas de modo inmediato a partir de la realidad sensible y en virtud de la actividad del entendimiento agente: la habilidad de combinar de modo conveniente tales especies inteligibles es asimismo innata al entendimiento, no adquirida. La diferencia respecto del hábito de los primeros principios especulativos radica en que la sindéresis se refiere al orden práctico, es el hábito de los primeros principios prácticos. Como tal, es el fundamento de toda la vida activa del hombre, y, de modo especial, de las acciones morales (V. ACTO MORAL; LEY NATURAL).
     
      La sindéresis es un hábito realmente distinto del de los primeros principios especulativos, pues las funciones especulativa y práctica son esencialmente distintas, aunque las dos procedan de la misma facultad: el entendimiento. En efecto, la función especulativa se ordena simplemente a saber y su objeto es la verdad; mientras que la función práctica se ordena a la acción y su objeto es el bien. Lo que el hombre intenta con el uso práctico de su entendimiento no es el mero conocer (aunque el conocer mismo pueda ser también objeto de deseo), sino que lo que intenta es alcanzar un bien o un fin, sea uniéndose a él, si ya existe, sea realizándolo o poniéndolo en la existencia, si todavía no existe. Por eso, la dimensión práctica de la vida humana es existencial por partida doble: existencial por parte del sujeto, pues nada puede obrar si no existe, y existencial por parte del objeto, puesto que supone o al menos reclama la existencia de dicho objeto. Y en esto difiere esencialmente de la dimensión especulativa, que si bien es existencial por parte del sujeto, no lo es por parte del objeto, pues para que el objeto conocido se dé en la mente, que es donde se consuma el conocimiento, no es necesario que exista también fuera de la mente. De aquí que en la función especulativa el entendimiento se mueve, por así decir, dentro de su esfera, dentro de su área natural y propia; mientras que en la función práctica el entendimiento tiene que extenderse a la esfera de la voluntad (v.), y mezclarse en cierto modo con ella. Por todo ello, siendo tan diferentes el mundo de la especulación y el mundo de la acción, es necesario suponer que el hábito de los primeros principios especulativos (que es el fundamento de aquel orden de la especulación) es realmente distinto de la sindéresis (que 'es el fundamento del orden práctico).
      Por lo que hace al contenido de la sindéresis, las únicas especies inteligibles que es necesario suponer aquí son las de bien (v.) y no-bien o mal (v.), con las cuales se puede formular el primer principio de todo el orden práctico que dice así: el bien se ha de hacer o buscar y el mal se ha de evitar o huir de él. Para formular tal principio no se requiere, en efecto, otra cosa que tener las nociones de bien y de mal, pues el bien se presenta siempre como lo apetecible, lo que debe buscarse y conseguirse, mientras que el mal se muestra como aquello que hay que rechazar o de lo que hay que apartarse. Pero es evidente que para obtener las nociones de bien y de mal es preciso atender a las inclinaciones o tendencias, las cuales, por encontrarse ya en el plano sensitivo, pueden ser conocidas y lo son, de hecho, por los sentidos, concretamente por la estimativa natural (V. COGITATIVA). Son los datos de la estimativa los que, al ser iluminados por el entendimiento agente, hacen nacer en nuestro entendimiento posible (V. ENTENDIMIENTO, 4 y 5) las especies inteligibles de bien y de mal, aunque ulteriormente aquellos datos y esas especies resulten enriquecidos por la reflexión sobre la voluntad y sus actos de intención, consentimiento, elección y fruición.
     
      Con el primer principio de la sindéresis se relaciona el llamado principio de finalidad, que es como la trasposición especulativa de aquel principio práctico. El principio de finalidad establece que todo agente obra por un fin. Ciertamenté que esto es un principio especulativo, pero no se podría formular sin conocer lo que es un agente y un fin, y nada de esto puede tener sentido si previamente no ha sido experimentado o vivido en el orden práctico (v. t. PRINCIPIO).
     
      5. La inteligencia como función contrapuesta al discurso. La facultad intelectiva humana puede llegar a la verdad de dos maneras: por el discurso, laboriosamente, pasando de una verdad a otra, en el doble movimiento del análisis (v.) y la síntesis (v.); y de un modo súbito, inmediato, al primer golpe de vista. Si procede de la primera manera, la facultad intelectiva recibe el nombre de razón (v.); si procede de la segunda, se la denomina i. Por lo demás, es claro que la razón debe apoyarse en la i., pues todo discurso ha de suponer una verdad evidente de la que parte y en la que se apoya. La i. es más perfecta que la razón, como lo que es inmóvil y firme en sí mismo es más perfecto que lo móvil y que necesita sustentación o apoyo. En realidad la razón no es sino una participación deficiente de la i.; es, según la descripción clásica, como una i. oscurecida. S. Tomás expone así este pensamiento: «Al entendimiento angélico se le llama espejo puro e incontaminado y sin defecto, porque la luz intelectual, considerada en su naturaleza, no sufre en él detrimento alguno, como ocurre con el entendimiento humano en el cual está oscurecida la luz intelectual todo lo que es necesario para que reciba el conocimiento a través de las imágenes sensibles y sometida al espacio y al tiempo y discurriendo de unas cosas en otras. Por lo cual dice Isaac Israel¡ que la razón nace en la sombra de la inteligencia» (De Veritate, q8 a3 ad3). Según esto, la distinción entre i. y razón se puede establecer en dos órdenes. En primer lugar se puede comparar la i. en sí misma o en estado puro, que sería la i. angélica, con la i. disminuida y deficiente, que es la i. tal y como se encuentra en el hombre, la razón humana. Y en esta primera comparación tendremos que la razón humana es una i. oscurecida por el hecho de tener que extraer sus objetos de los datos sensibles; es una i. vuelta hacia las cosas sensibles, que constituyen su objeto propio, y dependiente de algún modo de las condiciones de la materia, que son la cantidad y el movimiento, o el espacio y el tiempo. A diferencia de la razón humana, participación deficiente de la luz intelectual, la i. angélica está vuelta hacia lo inteligible y puramente espiritual, y no tiene que rastrear su alimento a partir de las cosas mismas, sino que está llena de formas o en posesión innata de todas sus ideas (v. t. ÁNGEL). Pero la distinción entre i. y razón se puede establecer también en otro orden, sin salirse del campo intelectual humano. El hombre participa en cierto modo de la i. pura en cuanto puede conocer de manera súbita e inmediata aquellas verdades que son evidentes de suyo; pero en la medida en que para conocer otras verdades no evidentes, que son las más, tiene que discurrir o pasar laboriosamente de unos juicios a otros, entonces su entendimiento se llama propiamente razón. Que es lo que dice S. Tomás en otro lugar: «La inteligencia se refiere al conocimiento simple o absoluto, pues decimos que alguien entiende algo cuando, por así decir, lee la verdad interiormente en la esencia de las cosas. En cambio, la razón se refiere al discurso por el que cl alma humana llega al conocimiento de una cosa partiendo del conocimiento de otra» (De Veritate, ql5 al c).
     
      Esta última es la contraposición más frecuente entre i. y razón. El conocimiento súbito, inmediato, evidente de la verdad se llama i.; el conocimiento laborioso, discursivo, mediato, se llama razón. Por lo demás, es claro que la i. así entendida, no reduce al hábito de los primeros principios. Cierto que el ejercicio de ese hábito es i., pero también hay i. fuera de él. Hay verdades que son inmediatamente evidentes y que no son principios primeros de todo el saber humano. Además hay verdades que son inmediatamente evidentes para unos hombres y no lo son para todos. El que las conoce de modo evidente tiene i. de ellas; los otros, no. La i. aquí significa cierto uso de la facultad intelectiva, no precisamente un hábito; es el uso intuitivo de nuestro entendimiento, contrapuesto al uso discursivo o racional. Digamos, por último, que la razón reclama la i. en cualquier sentido que ésta se tome. No habría razón (i. oscurecida), si no hubiera i. pura; ni podría el hombre razonar o discurrir si no se diera en él tanto la i., como hábito de los primeros principios, como la i. como uso intuitivo del entendimiento (v. t. EVIDENCIA; RACIOCINIO; INTUICIÓN).
     
      V.I.: ENTENDIMIENTO; CONOCIMIENTO; RAZÓN; MENTE; PENSAMIENTO.
     
     

BIBL.: 1. MARITAIN, Réllexions sur Vintellibence et sur sa vie propre, 2 ed. París 1930; íD, Siete lecciones sobre el ser y los primeros principios de la razón especulativa, Buenos Aires 1950; J. PEGHAIRE, Intellectus et Ratio selon St. Thomas d'Aquin, París 1936; ). DE VRIES, Pensar y ser, 2 ed. Madrid 1952.

 

J. G.ARCI A LOPEz.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991