INQUISICIÓN. La Inquisición en América.


En la Institución que los Reyes Católicos dieron en 1509 a Diego Colón, gobernador de La Española, le ordenaron que, deseando «la conservación de los indios a nuestra santa fe católica, y si allá fuesen personas sospechosas en la fe podrían
     
      . impedir algo de la dicha conversión; no consintáis, ni deis lugar a que allá pueblen ni vayan moros, ni herejes, ni judíos, ni reconciliados, ni personas nuevamente convertidos a nuestra santa fe». Disposiciones semejantes se repiten en años sucesivos, de manera que para pasar a las provincias indianas había primero que obtener licencia regia, previa comprobación de que el interesado era verdaderamente cristiano. La misma prohibición general que rigió para los extranjeros entrañaba sobre todo un fundado temor a la propagación de errores, mientras que la recaída sobre vagabundos y delincuentes iba más bien encaminada a evitar el paso de quienes podían dar mal ejemplo con su conducta a una naciente sociedad, que se pretendía cimentar dentro de unos moldes auténticamente cristianos.
     
      Fueron éstas, pues, medidas destinadas a prevenir la introducción de doctrinas heréticas y costumbres licenciosas que pudieran fragmentar la unidad de la fe o relajar la moral de los indios. Pero, tomadas a priori, no eran suficientes. Además, había que disponer los medios tendentes a cercenar cualquier brote de heterodoxia que pudiera surgir en el interior de la sociedad cristiana, se debiera o no a influencias externas. En los reinos peninsulares, el cometido pertenecía al Tribunal del Santo Oficio de la I. Pero al no existir en las Indias, hasta más tarde, la defensa de la fe correspondió en los primeros años a los superiores de las Ordenes religiosas, hasta que se estableció la jerarquía eclesiástica. Entonces recayó en los obispos, no solamente en virtud de su jurisdicción ordinaria, sino también por especial delegación del Inquisidor General, el cardenal-arzobispo de Toledo. Sabemos que en 1519, Alonso Enrique, que lo era a la sazón, designó conjuntamente a Alonso Manso, uno de los tres obispos designados para las diócesis creadas poco antes en las Antillas, y a fray Pedro de Córdoba, primer provincial de la Orden de S. Domingo, «inquisidores apostólicos en todas las ciudades, villas y lugares de las Indias e islas del Mar Océano», con facultad de nombrar los oficiales que fuesen necesarios para el ejercicio del Santo Oficio. A su vez, el provincial delegó en 1524 sus poderes para la Nueva España en el vicario de la Orden de S. Francisco, fray Martín de Valencia. Pero como las facultades inquisitoriales solían ser privilegio de los dominicos, cuando éstos llegaron en 1526, las asumió el superior fray Tomás de Ortiz, y después de él, quienes le sucedieron al frente de su Orden, hasta que llegó el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga (v.). En estos años iniciales se incoaron en Nueva España una treintena de procesos, la mayoría por delitos de blasfemia; los de carácter herético y judaizante fueron los menos. Durante los años que ejerció el cargo Zumárraga (1536-43) se elevó el número a más de 100. Al obispo franciscano sucedió en el oficio el visitador Tello de Sandoval y a éste nuevamente los obispos de México, hasta que se estableció en América el Tribunal del Santo Oficio con jurisdicción propia.
     
      En las provincias sudamericanas, los diocesanos ejercieron pronto sus facultades de guardianes de la fe. Juan de Quevedo, primer prelado del Darién (1514), incoó ya algunos procesos. También el primero del Perú, fray Vicente Valverde. Fray Domingo de Santo Tomás los inició en su diócesis de Charcas en 1545, y poco después sabemos de algunos celebrados en Chile y Río de la Plata. Pero, entre tanto, de todos los lugares de las Indias llegaban a la Corte voces reclamando el establecimiento de tribunales de la I., como medio de salvaguardar a los indios del peligro de herejía, pero sobre todo de reprimir las malas costumbres, poco ejemplares para los nuevos cristianos.
     
      Siendo Juan de Ovando visitador del Consejo Real y Supremo de las Indias, emprendió la reorganización de las provincias de ultramar. En la Junta Magna de 1568, celebrada bajo su inspiración, surgió el proyecto, mandado ejecutar por real cédula de 25 en. 1569, de establecer en ellas tribunales de la I. Se ordenó la implantación de uno en cada capital de virreinato: México y Lima. De los trámites se encargó Diego de Espinosa, Inquisidor General de los reinos de Castilla, quien elaboró las correspondientes instrucciones y extendió nombramiento a los inquisidores. Juan de Cervantes y Pedro Moya de Contreras, para el de México y Antonio Bustamante y Serván de Cerezuela, para el de Lima. Por muerte de los otros, correspondió a Moya Contreras y a Cerezuela la solemne inauguración de los tribunales respectivos: el del Perú el 29 en. 1570; el de México el 4 nov. 1571. Entre ambos se repartían jurisdiccionalmente los extensos territorios hispanos del Nuevo Mundo, teniendo como límite divisorio la frontera N de la demarcación de la Audiencia de Panamá. Sin embargo, pronto comenzó a sentirse la necesidad de instalar un tercer tribunal, con jurisdicción sobre las islas antillanas y las tierras que hoy pertenecen a Colombia y Venezuela. Se estableció por real cédula de 8 mayo 1610, con sede en la ciudad de Cartagena de Indias. En 30 de noviembre iniciaba sus tareas, siendo sus primeros inquisidores Juan de Mañozca y Pedro Mateo de Salcedo.
     
      Los tribunales desarrollaron su actividad durante los años de dominación española tal y como fueron constituidos. Además de dos inquisidores, cada uno tenía un fiscal, un notario secreto, un receptor y un alguacil mayor, todos nombrados por el Inquisidor General. Pero los inquisidores del tribunal designaban a su vez, amén de a sus consultores y funcionarios inferiores, a los comisarios encargados de instruir los procesos en las distintas comarcas y a los familiares, su brazo ejecutor mediante los que ejercían una estrecha vigilancia en las ciudades de las dilatadas tierras de su jurisdicción. La competencia de los tribunales era amplia: conocían de los delitos contra la fe y la religión (herejía, blasfemia, apostasía, judaísmo, sacrilegios, hechicerías, proposiciones escandalosas, etc.), disciplina y buenas costumbres (bigamia, homosexualidad, libros prohibidos, etc.) y la dignidad del sacerdocio y votos sagrados. Estaban sujetos a su jurisdicción todas las personas, por importantes que fuesen, excepto los indios «por su rudeza e incapacidad y que muchos de ellos aún no están bien instruidos...», por lo que su corrección continuó encomendada a los obispos.
     
      Aunque los roces jurisdiccionales con el poder civil fueron constantes y se trataron de evitar mediante numerosas concordias, el prestigio de que gozó la I. fue alto y sus medidas hallaron el apoyo popular. Nada más falso que cuanto se ha dicho sobre que mantenía los espíritus en un constante terror. Los procedimientos de castigo no eran otros que los usuales en la época. Los condenados a la última pena, muy pocos: no llegaron al centenar en los tres siglos de su existencia. Decadente ya durante el s. xvin, la 1. fue suprimida por la Constitución gaditana de 1812. Fernando VII la restableció, pero se fue extinguiendo paulatinamente a medida que se independizaban aquellas provincias de la corona hispana.
     
     

BIBL.: 1. T. MEDINA, La primitiva Inquisición americana, Santiago de Chile 1914; íD, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Lima, Santiago de Chile 1887; íD, Historia del Santo Oficio de la Inquisición en México, Santiago de Chile 1952; íD, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Cartagena de las Indias, Santiago de Chile 1889.

 

F. DE ARMAS MEDINA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991