Infancia Espiritual
Se designa con tal nombre un camino espiritual,
consecuencia de la filiación divina (v.), que lleva al cristiano a vivir
abandonado en la Providencia divina y a sentirse y a actuar como un hijo pequeño
delante de su Padre Dios.
Empecemos por eliminar un malentendido. Desorienta y perjudica que este camino
de infancia, conocido a través de S. Teresa del liño Jesús (v.), se haya
popularizado con el nombre de caminito, ya que infancia no es infantilismo, y
para vivirla se necesita toda la viril reciedumbre que exige el Evangelio: «La
infancia espiritual no es memez espiritual, ni blandenguería; es camino cuerdo y
recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de
la mano de Dios» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. en bibl., n° 855).
El camino de infancia es un mensaje de hondas raíces bíblicas, avalado por la
doctrina constante de los Padres de la Iglesia y de los maestros espirituales, y
que encierra el meollo de la espiritualidad cristiana, siendo, por ello, medio
eficacísimo de santificación.
Sagrada Escritura. En la Biblia se encuentra la invitación de la Sabiduría: «El
que sea niño que venga a mí» (Prv 9,16; cfr. Teresita, o. c. en bibl., IX,5). En
la literatura profética viene a ser lo mismo niño, pobre y humilde.
Constantemente se proclama bienaventurado a quien se acoge a la protección de
Dios- (Ps 2,12; 30; 33,9; 72,28; 73,19.21; 124,1), a quien solamente confía en
Él y pone en sus manos sus problemas y su misma vida: «Yo me he comportado y he
aplacado mi alma como niño en el regazo de su madre» (Ps 130,2; 33; 54,24). Así
los humildes ponen en Dios toda su confianza (Ps 30), seguros de no verse
confundidos (Ps 9,11; 70,1); porque, en definitiva, Dios, justicia, piedad y
ternura, es el «defensor de los pequeños» (Ps 114,5.6). Y los profetas, en
nombre de Dios, aseguran que son atendidos los pobres, los que en Dios tienen su
refugio (Am 2,6; Soph 3,11; Is 49,15; 66,22): «Fui para ellos como quien levanta
una criatura junto a la mejilla; yo me incliné sobre él y le daba de comer» (Os
11,4).
Jesucristo, agradeciendo al Padre que el misterio del Reino se lo hubiera
revelado a los pequeñuelos (Mt 11,25), inculcó el espíritu de filiación que
resumen estas palabras: «Si no os hiciereis como niños no entraréis en el Reino
de los cielos» (Mt 18,3). Cristo, que conoce íntimamente al Padre, se presenta
como su revelación personal (lo 14,9). Por eso tiene fuerza su insistencia en la
predicación de esa paternidad divina que se extiende a todos: El que cuida de
las aves y de las flores pondrá mucho mayor cuidado en sus hijos, los hombres,
que valen más que todos los pájaros (Le 6,26). El Padre amó tanto al mundo que
le entregó a su Unigénito (lo 3,16), y el Unigénito del Padre ha venido
precisamente a asegurar a su «pequeña grey» (Le 12,32) que el Reino de los
cielos, que El gana con su muerte y su resurrección, lo da el Padre a quien lo
acoge con espíritu de niño.
Reflexión teológica. Sobre esta constante enseñanza de la S. E. los autores
ascéticos han ido aportando sus reflexiones acerca del dato revelado para
perfilar las notas que constituyen la infancia espiritual.
Ante todo es cuestión de vivir efectivamente la filiación divina. Dios Padre nos
eligió en Cristo antes de la creación del mundo (Eph 1,4). Por eso en Cristo -a
quien estamos vinculados como Cabeza de la nueva Humanidad- el Padre nos ama con
el mismo amor con que lo ama a El (lo 15,9.15; 16,14-15), pues, en definitiva,
somos hijos en el Hijo (1 lo 3,1.2; 4,7.16). Y, si hijos, coherederos (Rom 8,17)
de la benevolencia que le tiene el Padre (Mt 3,17) y de las promesas que, según
la Alianza, vinculó al Prometido (Gal 3,17.29). Todo, pues, en el cielo y en la
tierra, lo ha puesto Dios a nuestro servicio (Eph 1,3.7; Gen 1,28-30), ya que el
Padre, en fuerza de su amor, nos ha dado al Primogénito y en El todas las cosas
(lo 3,16; Rom 8,32; 1 Cor 3,22).
Infancia espiritual es, pues, un vivo sentimiento de familia: somos la «familia
santa» de Dios: Dios, el Padre; Cristo, el hermano mayor; María, la Madre; y los
hombres, hermanos (cfr. Mt 23,8; Eph 3,15). «Primogénito de muchos hermanos,
después de su muerte y resurrección, gracias al don de su Espíritu, constituyó
entre todos los que le reciben en fe y caridad una nueva comunidad fraterna...
una familia fundada en el amor de Dios Padre y Cristo el hermano» (Conc.
Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 32). Familia donde todo lo de Cristo
(virtudes, merecimientos, gloria) se comunica a los hermanos por ese íntimo
intercambio por el que todos somos un Cristo único y total (Gal 3,28; v. CUERPO
MÍSTICO). Y la prueba de estas estupendas realidades la da el Espíritu de Cristo
ctue nos hace prorrumpir en el grito filial «Abba, Padre» (Gal 4,6; Rom 8,14):
el niño tiene a cada paso en los labios el nombre de su padre.
Tal convencimiento determina en el cristiano una actitud característica: un
continuo trato con Dios (v. PRESENCIA DE DIOS), una intimidad tan filial, que el
sentimiento de la trascendencia de Dios no abruma sino que dignifica y estimula
y la petición se hace como en los niños. Todo ello en un abandono total y
absoluto -preocupaciones, negocios, apostolado...-, fruto de vivir aquella
verdad de S. Pablo de que todo lo ordena el Padre al bien de los que ama (cfr.
Rom 8,28). El «omnia in bonum» que interpretan estas palabras de Escrivá de
Balaguer: «No seas pesimista. -¿No sabes que todo cuanto sucede o puede suceder
es para tu bien? -Tu optimismo será necesaria consecuencia de tu fe» (o. c.,
378). Tal es el clima de alegría y optimismo de quien vive ese misterio de
infancia, ese «renacimiento» (lo 3,5) del que habla el Evangelio. Un abandono en
Dios, ya que, igual que un niño, descansamos en manos del Padre que se preocupa
de nosotros (Ps 30,16; 1 Pet 5,7; Philp 4,6).
Un optimismo de esas raíces no lo anulan ni los fracasos, ni las desgracias, ni
el pecado mismo: « ¡Has fracasado! -Nosotros no fracasamos nunca». «
¡Bienaventuradas malaventuras de la tierra! -Pobreza, lágrimas, odios,
injusticia, deshonra... Todo lo podrás en aquel que te confortará». «Que tus
faltas e imperfecciones, y aun tus caídas graves, no te aparten de Dios. -El
niño débil, si es discreto, procura estar cerca de su padre» (Escrivá de
Balaguer, o. c. 404; 717; 880).
Infancia espiritual: fortaleza y templanza. Este abandono no es quietismo (v.):
no paraliza la actividad en ningún orden de cosas, antes la estimula. Porque, en
definitiva, procede de saberse hijo de Dios, amado de Quien es Amor,
conocimiento que despierta la caridad. Y «un alma abrasada de amor no puede
permanecer inactiva» (S. Teresita, o. c. X,41). Ni en el orden espiritual,
porque el abandono es respuesta al Amor y el Amor exige que secundemos sus
urgencias redentoras: «La caridad de Cristo nos urge» (2 Cor 5,14). Ni en el
orden temporal, pues sabemos que Dios, nuestro Padre, nos asocia a su Creación
para que la perfeccionemos, para que nuestra laboriosidad contribuya a la
promoción cultural y económica de la Humanidad, metas queridas por Dios y en
cuya realización se demuestra la caridad de Cristo y el espíritu de las
Bienaventuranzas (cfr. Conc. Vaticano 11, Const. Lumen gentium, 40; Gaudium et
spes, 34.43.67; Decreto Apostolicam actuositatem, 4.8.30).
De este confiado abandono son testimonio la pobreza (v.) y la templanza (v.)
vividas en su hondo sentido: comportarse como quien sabe que Dios, dueño
absoluto de todas las cosas, se preocupa efectivamente de que a nadie le falten
las gracias que necesita para realizar su santidad, ni las cosas terrenas que
precisa cada uno para desempeñar cumplidamente el papel que tiene señalado en el
desenvolvimiento de la Creación (cfr. Gaudium et spes, 37.38.43. 72; Apostolicam
actuositatem, 7). El que tiene el espíritu de infancia no posee nada y todo lo
tiene a su disposición (1 Cor 7,30). «Los niños no tienen nada suyo, todo es de
sus padres..., y tu Padre sabe siempre muy bien cómo gobierna el patrimonio»
(Escrivá de Balaguer, o. c. 867). El niño se fía de la palabra de su padre, sabe
que el cielo y la tierra pasarán pero que la palabra de Dios no defrauda (Me
13,31), sino que aségura: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo
lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
Infancia espiritual: humildad y docilidad. Esta persuasión de fe, que nos hace
ver a ojos cerrados (Heb 11,1) fiándonos totalmente de nuestro Padre, hace
sentir la absoluta trascendencia de Dios. Y éste es otro aspecto de la infancia
espiritual. Por la fe, potenciada por los dones del Espíritu Santo, llegamos a
experimentar que en esta familia que formamos con Cristo, Dios lo es todo: suyo
ese «patrimonio» que es el Reino que nos tiene preparado y los medios para
conseguirlo; suyo, el Hijo que nos comunica la vida trinitaria; y suyo, el
Espíritu Santo que nos vivifica.
Es cuestión de dejarse guiar, pues en eso consisten la filiación divina y la
infancia espiritual, en recibir a Cristo y dejarse llevar de su Espíritu (cfr.
lo 1,12; Rom 8,14; Gal 5.16.25). Y el Espíritu nos llevará, como a Cristo, a
buscar sólo la gloria de Dios. Para un niño su padre lo es todo y a él refiere
la gloria de todo lo que tiene y hace: el cristiano refiere a Dios la gloria que
pudiera redundarle de unirse a la Pasión de Cristo (Col 1,24), máxima
glorificación del Padre (cfr. lo 12,28; 17,4; 21,19). Nosotros no somos más que
miembros de Cristo, sarmientos de la vid; y en Él somos instrumentos de la
salvación de los elegidos (2 Tim 2,10). No importa nuestra mejor o peor calidad:
lo que cuenta es la actitud instrumental, pues nuestra eficacia proviene de Dios
(2 Cor 3,5). Docilidad en una palabra: «Niño, el abandono exige docilidad»
(Escrivá de Balaguer, o. c. 871).
«Todos serán enseñados por Dios»: dóciles, que eso es dejarse enseñar, habían
dicho los profetas y lo repite el Señor (lo 6,45). Docilidad, que es atención a
las inspiraciones del Espíritu que va marcando la vocación personal dentro de la
vocación general en Cristo. Docilidad que, para evitar la fácil ilusión en este
terreno, nos lleva a someternos al superior, eslabón necesario en el
encadenamiento del mundo y en el organismo sobrenatural, y a pedir consejo, en
plano de sinceridad absoluta (v. DIRECCIÓN ESPIRITUAL). Docilidad que se hermana
con la naturalidad y sencillez (v.), ante Dios y ante los demás hombres.
Docilidad, entonces, que viene a coincidir con la humildad (v.): que nos lleva a
reconocer nuestra verdad: delante de Dios somos nada (todo lo nuestro es
prestado), pero al tiempo es una real omnipotencia: «todo lo puedo en Aquel que
me conforta» (Philp 4,13). Así el espiritualmente niño se siente capaz de los
más ilimitados atrevimientos en la santidad y en el apostolado. Como S. Teresita
que, anhelando realizar las hazañas de todos los santos, encontraba su vocación
en el corazón de la Iglesia (o. c. X1,15). «Ser pequeño: las grandes audacias
son siempre de los niños. -¿Quién pide... la luna? -¿Quién no repara en peligros
para conseguir su deseo? -«Poned» en un niño así mucha gracia de Dios, el deseo
de hacer su Voluntad, mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su
capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los
apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere» (Escrivá de
Balaguer, o. c. 857).
V. t.: FILIACIÓN DIVINA; TERESA DEL NIÑO JESÚS, SANTA.
LAURENTINO M, HERRAN.
BIBL.: S. TERESA DEL NIÑO lEsús, Historia de un alma, en Escritos autobiográficos, Burgos 1963; A. COMBES, Introduction á la spiritualité de S. Thérése de PEnfant Iésus, París 1946; M. Px1LIPPON, S. Teresa de Lisieux, Un camino enteramente nuevo, Barcelona 1952; 1. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 23 ed. Madrid 1965.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991