Infalibilidad
 

1. El hecho de la infalibilidad. 2. Sujetos de la infalibilidad. 3. Objeto de la infalibilidad.

Introducción. El término i. significa en Teología una prerrogativa, un don gratuito que Dios ha concedido a su iglesia que excluye el hecho del error y además implica la imposibilidad de equivocarse en la conservación y exposición de la verdad revelada. La i. no supone una nueva revelación (v.) pública por parte de Dios, ni una inspiración (v. BIBLIA III), sino una asistencia que preserva del error a la legítima y competente jerarquía eclesiástica, y de modo especial al Papa, para guardar en toda su integridad el depósito de la divina revelación (v. FE ii1, A) y exponerlo rectamente a los fieles, es decir, para enseñar la verdadera doctrina, ya revelada, sobre la fe y la moral.

Distinguen los autores entre i. intrínseca y extrínseca. La primera tiene su causa y raíz en la misma naturaleza del ser infalible, y es propia de Dios. La segunda consiste en una asistencia divina extrínseca, en una vigilancia por parte de Dios a fin de que el hombre, como causa principal, proponga la palabra revelada sin error alguno. Ahora bien, esa asistencia no dispensa del uso de los medios humanos apropiados a fin de precisar con exactitud esa misma verdad revelada, ni supone necesariamente un influjo positivo de Dios, ya que a veces puede bastar una preservación.

1. El hecho de la infalibilidad. El hecho de la i. en la Iglesia es algo que toca al corazón mismo del depósito revelado. Verdad querida, amada y presupuesta por los PP. y los Concilios, encuentra su expresión técnica ya entrado el s. XIV.

a) Sagrada Escritura. Por lo que se refiere a la S. E., aun cuando el término no exista, el contenido está presente en la misma. Días antes de su Ascensión, Jesús envía a sus apóstoles a predicar a todo el mundo cuanto Él les ha enseñado (Mc 16,15; Mt 28,19-20). Llegado el momento oportuno recibirán el Espíritu Santo, que les enseñará toda la verdad y serán sus testigos hasta los confines de la tierra (Act 1,8; lo 16,13). Éste es el objeto y éstos son los límites de la predicación apostólica. No se trata de presentar una opinión científica, ni siquiera lo que los apóstoles hayan podido pensar de su Maestro, sino la Verdad de Dios, la Palabra de Dios encarnada: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de Vida -porque la Vida se ha manifestado y nosotros hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó-, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis en comunión con nosotros» (1 lo 1,1-3). Así como Cristo nada enseña que no haya oído junto a su Padre, así los discípulos nada dicen que no hayan visto u oído. Los apóstoles repiten una y otra vez que su palabra no es palabra de hombres, sino palabra de Dios, palabra de Cristo, palabra de verdad y acogida como tal por los mismos fieles (1 Thes 2,13; 1,8; 4,15; Rom 9,6; 10,17; 1 Cor 14,36; 2 Cor 6,7).

Los Hechos nos presentan igualmente a los apóstoles como «testigos» escogidos por Dios para dar testimonio de la palabra de Cristo (Act 15,35), de la palabra de Dios (Act 4,29-31). Su mensaje es el misterio escondido en Dios (1 Cor 2,7), revelado en Cristo (Rom 16,25; Col 1,26) y proclamado por los apóstoles (1 Cor 15,1-2; Rom 2,16; Eph 1,13). Tan seguros están los apóstoles de su evangelio y de su doctrina que frente a los falsos doctores levantan decididamente su voz anatematizando a cuantos enseñen algo contrario a su predicación, aunque sea un ángel bajado del cielo (Gal 1,8-9). La proclamación de esta Palabra se realiza bajo la acción del Espíritu Santo (Act 4,8). Los apóstoles afirman claramente que su testimonio es testimonio del Espíritu Santo (Act 5,32); saben que su decisión es decisión del Espíritu (Act 15,28). La predicación apostólica se realiza bajo la asistencia permanente del mismo Cristo (Mt 28,18-20). De los textos citados se deducen con toda claridad dos hechos evidentes. Por una parte, el objeto de la predicación apostólica es Palabra de Dios, Verdad infinita y por lo mismo infaliblemente verdadera. Por otra, los apóstoles proclaman esta Palabra en virtud de una misión divinamente recibida y para su realización cuentan con la ayuda eficaz y constante del mismo Señor que los ha enviado y del Espíritu, que es Espíritu de verdad. Tienen plena conciencia de este hecho excepcional y por eso los apóstoles se sienten seguros, divinamente seguros en su predicación.

b) La Tradición. Por lo que a la generación posapostólica se refiere, su espíritu aparece reflejado elocuentemente en el pensamiento de los Padres apostólicos, en S. Ireneo (v.), Tertuliano (v.), etc. Los PP. apostólicos en el orden doctrinal se caracterizan por su fidelidad total a lo recibido de los apóstoles. Nada se puede aceptar que no se haya recibido de los discípulos del Señor. Todos se agrupan en torno a los presbíteros para vivir de la Palabra recibida. Se guarda fielmente el depósito heredado y se trasmite lo que se ha recibido. Esta afirmación se hace aún más viva a finales del s. ii con ocasión de la crisis gnóstica. Frente al gnosticismo (v.), S. Ireneo opone la doctrina de los apóstoles, contenida en la S. E. y en la tradición de la Iglesia. [renco remite a la «regla de la fe», la «regla de la verdad», la «tradición de los Apóstoles», es decir, la doctrina revelada por Dios, trasmitida por los apóstoles a la Iglesia y que ella a su vez trasmite a todos sus hijos. Esta «regla de la fe» se conserva intacta y sin error en la Iglesia gracias a la sucesión apostólica y al Espíritu de verdad. La sucesión apostólica en una comunidad es la garantía de la verdad frente a la gnosis. «La verdad, dice, conviene aprenderla allí donde están los carismas del Señor: en aquellos que en la Iglesia poseen la sucesión desde los apóstoles y que han conservado la palabra sin adulterar e incorruptible» (Adv. haer., IV,26,5; ed. Harvey 11,255). Y es que los apóstoles confiaron su cargo junto con su ciencia a sus sucesores experimentados, como consecuencia lógica y necesaria de la misión que les confiaban (v. IGLESIA II, 5). Pero no es sólo el hecho de la sucesión. Ireneo se adentra en el misterio y reconoce que es el Espíritu la raíz última de la inmutabilidad de la «regla de la fe» y de la garantía de la verdad en la Iglesia: «El Espíritu de Dios está donde está la Iglesia y la Iglesia donde está el Espíritu de Dios. Y el Espíritu es la verdad» (Adv. haer., 111,24,1; ed. Harvey 11,131,132). De modo semejante se expresa Tertuliano. La Iglesia ha recibido la verdad de los apóstoles. La misión de la Iglesia es conservar intacto el depósito a ella confiado. El carácter apostólico de toda doctrina se establece por la continuidad de sucesión a partir de los apóstoles (cfr. De Praes. 20,4-8; 21,3-4; 37,1; 12,5).

Junto al testimonio de los PP. existe otro hecho que demuestra la seguridad de la Iglesia en la conservación y trasmisión de la doctrina recibida. Es lo que se llama la traditio o acceptio symboli. Ya desde los primeros momentos, la Iglesia pide y exige guardar la fe recibida y confesar a Cristo según la regla de la verdad. Esto indica, lógicamente, que existe el convencimiento de que la verdad se trasmite en la Iglesia, que la Palabra del Señor permanece para siempre presente, que los apóstoles y los discípulos trasmiten la verdad que oyeron y que esta verdad la profesan y testifican en todos los lugares y rincones de la tierra aunque en lenguas diversas. Esta unidad de fe tiene su expresión visible en la unidad de catequesis y en la traditio o acceptio symboli, entendiendo con estas palabras no sólo la entrega de una confesión bautismal de fe única y fija, sino entendida como la tessera idéntica en todas las partes, la demostración, el sello de la única fe, que permite a los cristianos reconocerse mutuamente. En los tres primeros siglos, por consiguiente, la Iglesia tiene una gran preocupación: defender, conservar y trasmitir con toda exactitud el mensaje revelado por Cristo y confiado a ella por los apóstoles. Este mensaje revelado es la Verdad que no puede ser alterada, porque es la misma Verdad de Dios. Para su seguridad la Iglesia establece un primer criterio de garantía: la sucesión apostólica. Allí donde se pueda establecer una conexión entre el obispo de una iglesia local y un Apóstol, allí está la verdadera doctrina. Junto a este hecho y en conexión con él, existe en la Iglesia el convencimiento de que la comunidad entera confiesa y vive de la verdad inmutable. La catequesis bautismal, dentro de la cual nacen los símbolos, es la expresión visible de este fenómeno. En todas las comunidades se enseña y confiesa la misma fe sin cambios ni alteraciones por mínimos que-sean. Y, como fundamento de todo eso, se reconoce igualmente que la seguridad en la profesión de la fe radica en la asistencia del Espíritu Santo. En esta literatura, no existe el término infalibilidad, pero sí la idea de una Iglesia que conserva y ha conservado y que conservará en el futuro, inviolable, su fe porque para cumplir esa misión cuenta con la asistencia del Espíritu Santo. c) Los primeros Concilios. En la época de las grandes herejías, que coincide con el siglo de oro de los PP., la Iglesia se defiende como lo ha hecho hasta el momento: recurriendo a la pureza de la fe recibida. Por esta razón, se convocan los primeros concilios ecuménicos y se formula la fe en los grandes Símbolos (v. FE ii). Los Concilios (v.) ecuménicos responden a la conciencia que existe en los obispos de la Iglesia de ser los responsables ante Dios y los hombres de la pureza de la fe. Si no se usa la expresión «infalibilidad» existe la conciencia de una seguridad total en la exposición de la fe, es decir, de una infalibilidad. La misma idea se advierte al aplicarse los PP. a formular la fe en símbolos. Con este gesto manifiestan que la fe que proponen para ser confesada no es otra que la que han recibido y con la cual habrán de estar de acuerdo todos los que quieran permanecer dentro de la Iglesia. Al lado de estas ideas existe una tercera, y es que uno y otro gesto se realizan bajo la acción del Espíritu Santo. La Iglesia está plenamente convencida de que los Padres conciliares están asistidos de modo singular por el Espíritu y esta acción se hace eficaz en la formulación del símbolo. «Mostremos -escribe S. Cirilo a los monjes de Egipto, a propósito del Concilio de Nicea- en tanto sea posible, respecto a la manera de comprender el misterio de la economía de Cristo en qué forma ha sido propuesto por la Iglesia santa y lo que han dicho los Padres que formularon la definición de la fe inmaculada, la Verdad del Espíritu Santo que les inspiraba. Porque, en efecto, no eran ellos quienes hablaban, según la palabra del Salvador (Mi 10,20) era el Espíritu de Dios y del Padre el que hablaba en ellos» (Acta Concil. Oecumenicorum, ed. E. Schwartz 1,1,1, p. 12). Y el emperador Constantino dice igualmente: «Acojamos, pues, el juicio emitido por el Omnipotente. El juicio de trescientos obispos, no es otra cosa que el juicio de Dios, porque es el Espíritu Santo el que ha ilustrado la inteligencia de estos hombres y ha iluminado la voluntad de Dios. Es absolutamente imposible que se haya faltado a la verdad» (ib. 1,1,1, p. 3).

d) La Escolástica. Entre los grandes maestros de la teología escolástica de este periodo es constante la doctrina de la inerrancia del Papa, a la vez que se enseña la inerrancia de la Iglesia. «La costumbre de la Iglesia, dice S. Tomás (v.), tiene una autoridad máxima... y por ello hemos de conformarnos más a la autoridad de la Iglesia que a la de S. Agustín, S. Jerónimo o de otro doctor cualquiera» (Sum. Th., 2-2 q l a l2). Al Papa corresponde la redacción del Símbolo, así como le pertenece determinar por sentencia las cosas de fe, para que sean mantenidas inalterablemente por todos; sus sentencias en este terreno han de ser mantenidas firmemente por todos (cfr. ib. a10). Y en otro de sus escritos se lee igualmente: «Es cierto que el juicio de la Iglesia universal no puede errar en lo que es objeto de la fe» (Quodlib. 9, q7 al6). Escoto (v.) afirma resueltamente que hay que aceptar como perteneciente a la sustancia de la fe lo que la Iglesia o el Romano Pontífice señalan como tal (cfr. Super primum librum Magist. Sententiarum, ed. Vivés, 9,827). A la misma conclusión se puede llegar analizando las obras de S. Buenaventura (v.): la Iglesia y el Papa no yerran en la fe (cfr. F. de Fauna, Seraphici divi Bonaventurae doctrina de R. Ponti f icis primatu et infallibilitate, Turín 1870).

Pedro de Oliva probablemente es el primero en hablar de la inerrancia de la Iglesia, de la Sede romana y del Papa. Para él todos estamos obligados a creer con certeza y a seguir lo que el Papa de Roma nos presenta a creer y a seguir, y a reprobar lo que juzga que hay que reprobar (cfr. M. Macarrone, Una questione inedita dell'Olivi sull' infallibilitú del Papa, «Rivista di Storia della Chiesa in Italia» 3 (1949) 309-343). La Iglesia está libre de error porque la magnificencia de Dios no podía dejar de ofrecer a todos la posibilidad de una fe estable.

e) Desde el s. XIV a nuestros días. La época comprendida entre los s. xtt y xv tiene una importancia singular por lo que se refiere a la i. en la Iglesia. Durante la lucha conciliarista, apenas si hay tema más aducido que este que nos ocupa. El conciliarismo (v.) defiende la prerrogativa de la i. en el concilio, pero no admite que dicha prerrogativa pueda darse en el Papa; en ello se equivocan, pero dan origen a una amplia literatura sobre el tema, resultado de la cual va a ser una gran precisión conceptual al respecto y un análisis detenido de los sujetos de la infalibilidad. Entre las declaraciones de la época citemos una del Conc. de Basilea (v.): «Esta santa Iglesia está dotada por Cristo Salvador nuestro de tan gran privilegio que hemos de creer que no puede errar. Esto le corresponde solamente a Dios por naturaleza y a la Iglesia por privilegio. Fuera de la Iglesia a nadie más. La Iglesia no puede errar en las cosas que son necesarias para la salvación» (Responsio Synodalis, Mansi, 29, 246-247).

A mediados del s. xiv aparece por primera vez el término infalibilidad en la literatura teológica. La usa Guido Terrena en un tratado escrito con ocasión de la controversia entre los frailes menores y el papa Juan XXII y aplica este término al Romano Pontífice. El Papa es infalible como soberano custodio de la fe. La fe divina excluye la duda, postula necesariamente verdades infalibles y la i. de quien las impone en razón de la asistencia del Espíritu Santo (B.-M. Xiberta, Guidonis Terreni Quaestio de Magisterio infallibili Romani Pontificis, Münster 1926). Contemporáneo de Terreno es Armando de Schildesche, que usa igualmente el término i. aplicado a la Iglesia, a la Iglesia romana y al Papa. Los teólogos restantes de este siglo se mantienen en la misma línea, aunque no sean tan explícitos ni hayan estudiado el tema con tanta hondura. Para todos ellos la fe de la Iglesia no es menos cierta que la fe de la Escritura. Reclaman para el Papa la autoridad de definir en materia de fe y costumbres, aunque con ciertas condiciones. Se invoca la «consuetudo ecclesiae» en la que no cabe el error. Se considera como perteneciente a la sustancia de la fe lo que ha sido definido por la Iglesia de modo expreso o por el Romano Pontífice.

Termina esta época con uno de los mayores campeones de la i. pontificia, Juan de Torquemada (v.). Declara este autor que el Concilio es infalible cuando está presidido por el Romano Pontífice como cabeza del mismo, y añade que esta i. le viene al Concilio del Papa. Existen en la Iglesia dos sujetos de i.: el Papa y el Concilio. En el primero este poder es fontal y originario, en el segundo es participado y derivado. En los siglos posteriores la teología continúa ocupándose del tema, pero no añade profundizaciones especiales.

Cerremos la exposición con la declaración conciliar más importante: la del Concilio Vaticano 1 (v.) de 1870, en el que se define que cuando habla ex cathedra (luego volveremos sobre este punto) el Papa goza de aquella i. que Cristo quiso que tuviera la Iglesia, de manera que sus definiciones tienen valor por sí mismas (Denz. Sch. 3074).

2. Sujetos de la infalibilidad. Una vez demostrado el hecho de la i. en la Iglesia, cabe preguntar: ¿quién o quiénes gozan de esta prerrogativa? El Conc. Vaticano 11 (v.) señala tres sujetos que poseen el don de la i.: la colectividad de los fieles o pueblo de Dios (Const. Lumen genfiurn, 12), el Colegio episcopal (ib., 25) y el Papa (ib.). No se trata, por supuesto, de tres infalibilidades diversas, sino de una misma e idéntica i. recibida de tres modos distintos, y entre las que hay una relación estructural. Para expresarla los teólogos distinguen entre i. in credendo (en el creer) e i. in docendo (en el enseñar), ésta ejercida de dos formas: o bien por todo el episcopado unido con el Papa, o bien por el Papa sólo hablando «ex cal lzedra».

a) Infalibilidad de la totalidad de los fieles. «La totalidad de los fieles que han sido ungidos por el (Espíritu) Santo -dice el Conc. Vaticano II-, no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando `desde los obispos hasta los últimos fieles laicos' presta su consenso universal en las cosas de fe y costumbres» (l. c.). Se trata de toda la Iglesia sin distinguir entre miembros jerárquicos y laicos (v. FIELES). Los seglares en este caso no se encuentran frente a los obispos, sino a su lado, o como dice S. Agustín en la frase citada por el Concilio «desde los obispos hasta el último de los fieles seglares» (Praed. Sanct. 14,27: PL 44,980). Considerada así la Iglesia, como totalidad, no puede errar. El Concilio atribuye este carisma que radica en todo el pueblo fiel a la unción del Espíritu Santo, como dice el apóstol S. Juan. Existen en la S. E. una serie de textos que confirma esta doctrina (cfr. Ier 31, 31-34; Is 54,13; 60,19; loel 3,1-2; Heb 8,8-12). Pero nadie como S. Juan ha expresado esta realidad, con cita que recoge el Concilio: «Por lo que toca a vosotros, habéis recibido la unción qué viene del Santo y todos estáis en posesión de la ciencia». Y un poco más adelante dice igualmente: «En cuanto a vosotros, la unción que habéis recibido de £1 permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que se os enseñe, sino que, puesto que su unción os instruye en todo y no es mentirosa sino verídica, según ella os ha enseñado, permaneced en Él» (1 lo 2,20.27). Según estas palabras del apóstol Juan los cristianos han recibido el Espíritu Santo. Es el Espíritu de verdad prometido por Cristo en su discurso de despedida (cfr. lo 14,16,26), el Espíritu que les conducirá a toda la verdad y que ha sido comunicado a todos los fieles. Por eso ellos distinguen entre la verdad y el error.

Es ésta una doctrina ampliamente reconocida por la Iglesia. Ya Tertuliano lanza su famosa diatriba: «¿Dejará el Espíritu de verdad que las iglesias crean otra cosa que lo que Cristo predicaba?» (De praescrip. haeret. 28: PL 2,40). S. Gregorio Nacianceno (v.) apela a la profesión de fe de los obispos y de los testigos de excepción que son los mártires: «Si esto no es verdadero, nuestra fe es vana; en vano murieron los mártires, en vano los obispos gobernaron los pueblos» (Epist. 102,2 ad Cledon: PG 37,200). Pero tal vez nadie como S. Agustín haya tenido conciencia de este hecho, cuando invoca la fe de la Iglesia sobre la no reiteración del bautismo a los herejes (cfr. De Bapt. contra Donat. lib. 2, c. 9, n. 14: PL 43,135); sobre la necesidad de la gracia, atestiguada por el sentido que los fieles dan a la oración (cfr. De dono persev. c. 23, n. 63: PL 45,1031); sobre la necesidad y eficacia del bautismo para la salvación de todos, especialmente de los niños pequeños (cfr. Serm. 294, c. 17: PL 38,1346). El influjo de S. Agustín a este respecto se deja ver de modo especial en la escuela leriniana. S. Vicente de Lerins (v.) con su Colnlnonitorium (PL 50,670) estructura de manera definitiva esta doctrina. También el Conc. de Trento al comienzo de algunas sesiones recurre a la fe de toda la Iglesia (Denz.Sch. 1635,1726,1820).

De manera particularmente clara se puso de manifiesto esta realidad a propósito de las definiciones de los dos últimos dogmas marianos: Inmaculada Concepción y Asunción (V. MARÍA IV). Sólo después de una consulta a toda la Iglesia y de una manifestación pública de fe por parte de ésta, procedieron los Papas a la definición solemne de uno y otro dogma. No reunieron un concilio. pero tuvieron un verdadero concilio por escrito, solicitando el parecer de todos los obispos y de manera expresa, a través de ellos, el testimonio de la fe de todos los fieles. Mucho antes que la autoridad suprema de la Iglesia interviniese de manera definitiva, el pueblo fiel guiado por sus pastores creía y vivía su fe en estos misterios.

Esta característica peculiar de todo el pueblo de Dios se pone de manifiesto por el sensus fidei (el sentido de la fe), cuando da su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. La expresión tiene su origen en la escolástica del s. xtit y brota de un análisis de los poderes de la fe en el sujeto religioso. Ahora bien, ¿qué significa esta expresión? Según la opinión de los teólogos se trata de un don de Dios que afecta a la realidad subjetiva de la fe y que da a toda la Iglesia la seguridad de una fe indefectible. Se trata de una fuerza, de un poder concedido por Dios para conocer la verdad revelada por El, adherirse a ella, discernirla y penetrarla a lo largo y a lo ancho de su extensión. No se trata, por supuesto, de un sentimiento religioso de corte modernista, sino de la i. de la Iglesia entera en el creer, y, por tanto, del mismo don de la fe en cuanto que lleva a recibir la predicación trasmitida por los Apóstoles y conservada por la Iglesia a lo largo de los siglos reconociéndola como palabra de Dios y penetrando en ella con un conocimiento por asimilación, adaptación, conformidad o connaturalidad. Newman (v.) hace un análisis profundo de los elementos fundamentales que componen este don de la fe y concluye distinguiendo los puntos siguientes: 1) la prueba de una declaración apostólica; 2) una especie de instinto salido de las profundidades del Cuerpo Místico de Cristo; 3) una directiva del Espíritu Santo; 4) una respuesta a la oración de los creyentes; 5) una aversión hacia el error inmediatamente percibido como un escándalo (cfr. G. Philips, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, I, Barcelona 1968, 217).

Ese don del Espíritu Santo, concedido a todo el pueblo de Dios, no está desvinculado de la autoridad docente de la Iglesia: «Llevado por este sentido de la fe, dice el Vaticano 11, el pueblo de Dios bajo la guía del sagrado magisterio, por la fiel sumisión al cual recibe no ya una palabra de hombres, sino la palabra de Dios (cfr. 1 Thes 2,13) se adhiere indefectiblemente a la fe recibida...» (Lumen gentiurñ, 12). En este punto es muy fácil caer en el error por defecto o por exceso. Para algunos este sentido de la fe se limitaría a ser un eco pasivo de las definiciones de los obispos; nos encontraríamos en este caso con la i. meramente pasiva de los fieles defendida por algunos durante el Conc. Vaticano I (cfr. Mansi, 52, 914C). Para otros, en cambio, sería tal la fuerza y el valor de este sentido de la fe, que a la Iglesia docente no le quedaría sino sancionar las opiniones comunes de la Iglesia discente; es el error modernista: «En la definición de las verdades de tal modo colaboran la Iglesia discente y la docente, que sólo le queda a la docente sancionar las opiniones comunes de la discente» (proposición condenada en el Decr. Lamentabili, Denz.Sch. 3406).

De esos dos errores, el primero es mucho menor, ya que la actitud dei entero pueblo de Dios ante la fe es en realidad pasiva: su contenido no es fruto de la experiencia y esfuerzo humanos, sino verdad recibida por Revelación. El sentido de la fe no es una capacidad inventiva, sino la capacidad de reconocer la palabra de Dios que resuena en la Iglesia, adhiriéndose a ella y penetrando en ella. No es por eso algo independiente el Magisterio jerárquico, antes al contrario lo presupone;, si bien no quede absorbido en él, ya que implica esa moción del Espíritu Santo que lleva a penetrar en la fe recibida. Añádase que implica un sentido de unidad y comunión unido esencialmente a la obediencia a la autoridad-apostólica que continúa viva en los obispos y el Romano Pontífice. Esa seguridad de la propia fe que todo cristiano advierte en sí, encuentra su confirmación (y es definitivamente librada del subjetivismo y de la posibilidad de autoengaño) al confrontarse con la fe de toda la Iglesia y de modo especial con la predicación de esos depositarios autoritativos de la palabra revelada que son los sucesores de los Apóstoles.

El Conc. Vaticano lI describe los efectos y los frutos del sentido de la fe de todo el pueblo de Dios diciendo: «Por este sentido de la fe... se adhiere indefectiblemente a la fe trasmitida a los santos una vez para siempre (cfr. Ids 3), penetra más profundamente en ella mediante un juicio recto y la aplica más plenamente en la vida» (Lum. gent. 12). Este poder de la fe propia de todo el pueblo de Dios se orienta hacia tres momentos diversos. En primer lugar, hacia una adhesión indefectible a la fe (v.) "revelada. Una vez conocida la Revelación (v.) divina se adhiere firmemente a ella sin que nada ni nadie pueda separarle. El Pueblo conoce en su fe que tal es la palabra de Dios y en ella permanece de modo indefectible. En segundo lugar, por el sentido de la fe, como por un cierto instinto, se adentra en la Revelación y formula un juicio recto acerca de ella, es decir, la comprende bien, capta aspectos, etc. En tercer lugar se orienta hacia una aplicación más plena a la vida. Si el pueblo de Dios ha de vivir el depósito apostólico y, viviendo, guardarlo y de esta forma desarrollarlo, es natural que con mayor facilidad aplique la Palabra de Dios a la vida.

b) Infalibilidad del Colegio episcopal. Pasamos ahora a la i. calificada, como antes decíamos, como i. en el enseñar (in docendo). Para comprender su sentido es necesario recordar que Cristo, al constituir a la Iglesia por la fundada como depositaria de la Revelación y encomendarla la misión de trasmitirla de generación en generación, la dotó de diversos dones a fin de que pudiera cumplir indefectiblemente esa tarea. Entre esos dones ocupa un lugar fundamental la institución de un oficio de Magisterio (v.), al que prometió una asistencia especial que preservara del error de manera que su predicación confirmara en la fe a la Iglesia entera. Fruto de esa asistencia es, pues, la i. que ahora consideramos: es decir, la i. de que gozan los llamados a ejercer la misión de Magisterio cuando enseñan en nombre de Cristo la verdad por Él revelada. La Jerarquía (v.) cristiana tiene una estructura interna que distingue entre sí al Romano Pontífice y al Colegio episcopal; comencemos analizando la infalibilidad de este último.

Que el conjunto de los obispos, sucesores de los Apóstoles, goce de i. cuando predican unánimes una doctrina es un hecho incuestionable, demostrado ampliamente por toda la antigüedad cristiana y de un modo especial por los Concilios ecuménicos (cfr. Denz.Sch. 125,1300,1520, 3000; Lum. gent., 25). Ahora bien, para que el magisterio de los obispos goce de esta prerrogativa, es necesario que se cumplan tres condiciones: a) Es necesaria la comunión jerárquica. Los obispos (v.), como sucesores de los apóstoles y en cuanto sucesores suyos, reciben la misión de predicar la Palabra de Dios y de presentarla con autoridad. Ellos son los pregoneros de la fe, los maestros auténticos que enseñan la fe que ha de creerse y aplicarse a la vida. Ahora bien, esta sucesión no se realiza personalmente, si se exceptúa el caso del Romano Pontífice, sucesor personal del apóstol Pedro, sino de modo colegial. El colegio episcopal sucede al colegio apostólico. Pero así como el Señor quiso y determinó que al frente del colegio apostólico estuviera el apóstol Pedro, como cabeza del mismo, así en el colegio episcopal es necesario que esté su cabeza, sin, la cual no existe el colegio (v. PRIMADO). Por esta razón el Conc. Vaticano 11 señala como condición imprescindible para el ejercicio de la infalibilidad episcopal la comunión de los obispos entre sí y con su cabeza el Romano Pontífice (v. COLEGIALIDAD EPISCOPAL). Considerados individualmente, no son infalibles. b) Es necesario que la enseñanza del cuerpo episcopal verse sobre una materia de fe y costumbres. El cuerpo de obispos sólo es infalible en las verdades reveladas que hemos de creer y practicar, como explicaremos más adelante. c) Por último, es necesario que los obispos estén de acuerdo no sólo sobre la proposición objeto de su intervención, sino también sobre su carácter obligatorio. No es suficiente la concordia puramente material, es necesario una concordia consciente.

Supuestas estas tres condiciones los obispos, dispersos por el mundo o conciliarmente unidos, gozan de esta prerrogativa. En uno y otro caso se trata de la misma i. aunque ejercida de dos modos diferentes: ordinario el uno y extraordinario el otro. Se entiende por Magisterio el que ejercen los obispos dispersos por el mundo, en comunión entre sí y con el Romano Pontífice. Cuando todos ellos concuerdan en proponer una doctrina como perteneciente al depósito de la fe no pueden equivocarse; gozan, pues, de infalibilidad. Así lo enseñan numerosos textos de la historia antigua (cfr. algunos de los antes citados). El Conc. Vaticano 1 la enseña en la Const. Dei Filius (Denz. Sch. 3011), con palabras que reproducen casi textualmente una declaración del Papa Pío IX en la carta Tuas libenter del 21 dic. 1863 (Denz.Sch. 2879). El Vaticano 11 la reitera en la Lumen gentium, 25. El Magisterio extraordinario es el que ejercen los obispos reunidos, junto al Papa su cabeza, en Concilio ecuménico (v. CONCILIO uI), caso en el que las condiciones de universalidad, etc., requeridas son más fácilmente constatables. En esta asamblea los obispos son doctores y jueces en materia de fe y costumbres y junto con el Papa toman las decisiones sinodalmente. Por último, supuesto que en estas condiciones el colegio episcopal es infalible, «a sus definiciones hay que adherirse con la obediencia de la fe» (Lum. gent., 25).

c) Infalibilidad del Romano Pontífice. El Colegio episcopal tiene una Cabeza que sucede personalmente a la Cabeza del Colegio apostólico. Esta Cabeza, que es el Papa (v.), ha recibido en el apóstol Pedro la promesa de una asistencia especial por parte de Cristo para que a su vez confirme a sus hermanos (cfr. Le 22,32). Por eso la Iglesia a través de los siglos ha reivindicado para el sucesor de Pedro la prerrogativa de la i. El Cone. Vaticano 1 la hizo objeto de una definición solemne en la Const. dogm. Pastor aeternus (Denz.Sch. 3065-3075). De nuevo el Conc. Vaticano II la recoge en la Const. Lumen gentium (n. 25).

El Romano Pontífice goza de la i. que Cristo quiso que estuviera dotada su Iglesia cuando habla ex cathedra, es decir, en virtud de su cargo. Durante las sesiones del Vaticano I algunos quisieron introducir la distinción entre la sede y el sedente, concediendo la i. a la serie de Papas que ocupan la sede apostólica y negándosela a cada uno en particular. El Concilio rechazó expresamente esta doctrina reivindicando la i. para la persona del Romano Pontífice (Mansi, 52,1212 D). Ahora bien, conviene tener muy en cuenta que esta prerrogativa le corresponde no como «persona privada» o en cuanto «persona individual», sino «como maestro supremo de la Iglesia universal» o, como decía Gasser, «en cuanto que es la persona del Pontífice Romano, es decir, persona pública, a saber, el jefe de la Iglesia» (Mansi 52,1213 A). Por esta razón, el Papa no es infalible cuando habla como persona privada, ni como doctor privado, es decir, aquellos casos en los que enuncia opiniones privadas, pero en los cuales no nos trasmite decisión pontificia alguna. Actuar como «persona pública», en lo que al Papa se refiere, es actuar «en virtud de su cargo», es decir, en calidad de pastor y doctor supremo de toda la Iglesia, de todos los fieles. No es suficiente, aun cuando en estos casos también actúe como persona pública, que intervenga como Obispo de la diócesis de Roma, ni como Arzobispo de la provincia romana, ni como Primado de Italia, ni siquiera como Patriarca de Occidente; es necesario que obre como Cabeza de la Iglesia Universal, como Vicario de Cristo. Por eso -y vale la pena decirlo frente a las afirmaciones erróneas de algunos cristianos orientales, etc- la i. no separa al Papa de la Iglesia, antes al contrario lo considera unido a ella y reafirma esa unión, ya que, como explicaba Gasser durante el Vaticano I, le ha sido concedida al Papa en cuanto que es «cabeza de la Iglesia universal y la cabeza no está fuera del cuerpo» (Mansi 52,1225 B y 1213 A). La i. prometida al Papa en el bienaventurado Pedro lo está en cuanto que Pedro y sus sucesores constituyen el centro de la unidad eclesiástica y a ellos pertenece conservar la Iglesia en la unidad de la fe y de la caridad y restaurar dicha unidad cuando se ha resquebrajado. Para ello al Papa, en el apóstol Pedro, se le ha prometido una asistencia especial del Espíritu Santo.

Pero no es suficiente que el Papa actúe como pastor y doctor supremo de toda la Iglesia, es necesario además que en el ejercicio de este cargo manifieste la intención de definir una doctrina que se refiere a la fe o a las costumbres o de zanjar las dudas concernientes a una materia que es .necesario presentar como obligatoria para toda la Iglesia (cfr. Mansi, 52,1225 C), de tal forma que cada fiel pueda por lo demás estar cierto del pensamiento de la sede apostólica, del pensamiento del Pontífice Romano.

«Ahora bien, estas definiciones del Papa son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia» (Denz.Sch. 3073). Con ello se quiere decir que desde el momento mismo en que esas definiciones han sido dadas pueden y deben tenerse como regla cierta de la fe, sin necesidad de esperar posteriores confirmaciones o consentimientos, ya que Cristo ha garantizado que no permitirá que el Romano Pontífice se equivoque en esas ocasiones solemnes. A fin de acabar de precisar el sentido de esa frase, y salir al paso de algunas afirmaciones erróneas hechas a lo largo de la historia, es oportuno comentar dos puntos:

a) La asistencia prometida al Papa tiene como fin el servicio a la Revelación; es además una asistencia, es decir, un concurso especial de Dios al Romano Pontífice para el ejercicio de su ministerio, y no necesariamente una iluminación o inspiración. Por eso no dispensa al Papa de meditar sobre el tema antes de proceder a una definición, de confrontar qué es. lo que la S. E. y la Tradición dicen, de pedir el consejo de los obispos, etc. Si bien -y esto también debe ser dicho- su i. no depende de ello, sino de la asistencia divina que no puede permitir que haya error en sus definiciones solemnes. Por eso, cuando éstas se dan, y sea cual sea el proceder que haya seguido el Romano Pontífice antes de llegar a ellas, el cristiano está seguro de su verdad. «E1 Papa, en razón de su oficio y conforme a la gravedad del caso lo requiere, decía Gasser, está moralmente obligado a usar los medios necesarios para llegar al conocimiento de la verdad y estos medios son los concilios, los consejos de los obispos, de los cardenales, de los teólogos. Es verdad que el consentimiento de la predicación de todo el magisterio presente, unido a su cabeza, es la regla de la fe también para las definiciones del Romano Pontífice. Pero de aquí de ningún modo puede deducirse la absoluta y estricta necesidad de buscarla en los rectores de las iglesias o de los obispos» (Mansi, 52,1213 B-C).

b) Esa irreformabilidad la tienen las definiciones no en virtud de la voluntad o de la ciencia humana del Papa o cualquier otro factor de ese orden, sino «por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 25). «Están pronunciadas, dice Philips, con la garantía del Espíritu Santo y nadie puede pretender que sea necesario correr en auxilio del Espíritu prometido a Pedro y a sus sucesores o corregir eventualmente su obra. No existe en el mundo ningún tribunal superior, al cual el Papa tendría que estar sometido y que pudiese juzgar, confirmar, rechazar o corregir sus definiciones. Imposible también apelar al Papa mejor informado, pues la declaración de fe es absolutamente verdadera, no por este nombre, sino porque el Espíritu de Cristo sale garante de su exactitud. El mismo Soberano Pontífice no podría retractarla: una vez más, la definición no es infalible por sí misma, sino por el Espíritu...» (o. c. 225).

3. Objeto de la infalibilidad. Por lo que se refiere al objeto de la i., conviene señalar tres aspectos: a) su extensión; b) la actitud que hay que adoptar ante el mismo, y c) su relación con el depósito de la Revelación (v. FE 111, l).

a) Extensión. Los textos conciliares enuncian este objeto con la clásica fórmula general «las cosas de fe y costumbres» (cfr. Denz.Sch. 3074; Lum. gent., 12.25), y señalan que se extiende «tanto cuanto la necesidad de conservar y de exponer con fidelidad el depósito de la Revelación divina» lo exigen (cfr. Denz.Sch. 3070; Lum gent., 25). Según estas palabras, la i. se extiende a todo lo que de algún modo entra dentro del campo de la Revelación o bien porque pertenece directamente al depósito revelado o bien porque de alguna forma es necesario para su íntegra conservación y fiel exposición. Supuesto que la finalidad del Magisterio es anunciar fidelísimamente a los hombres el camino de salvación, el objeto de su enseñanza ha de versar, en primer lugar, sobre la misma Revelación divina contenida en los libros inspirados y en las tradiciones recibidas de Dios por los apóstoles. Pero la conservación y exposición de la Revelación exige que el objeto de la i. comprenda también cierto número de verdades fundamentales de orden filosófico, histórico, etc. Si alguien, p. ej., negase la capacidad de la inteligencia humana para comprender con certeza la verdad, o el hecho histórico del Concilio de Nicea, no podría admitir ningún artículo de fe o negaría los dogmas definidos en dicho concilio. Los teólogos distinguen a este respecto entre objeto primario y objeto secundario de la enseñanza infalible del Magisterio. Al objeto secundario pertenecen los preámbulos de la fe, las verdades virtualmente reveladas, los hechos dogmáticos, etc. Si la Iglesia no pudiera proponer de modo infalible estas verdades, no podría defender el depósito de la fe.

b) A estas enseñanzas, objeto de un acto infalible del Magisterio, el Conc. Vaticano 11 exige una «obediencia de fe». Cuando el Magisterio define una verdad formalmente revelada por Dios, hemos de recibir y aceptar dicha definición con una adhesión de «fe divina y católica», es decir, porque Dios lo ha revelado y como tal nos lo propone la Iglesia. Así lo enseña el Conc. Vaticano 11 (cfr. Denz. Sch. 3011). ¿Qué sucede cuando se trata de verdades definidas por la Iglesia y que no han sido formalmente reveladas por Dios, p. ej., las verdades que constituyen el objeto secundario del magisterio infalible? Es un hecho que estas verdades, una vez definidas, gozan de la garantía de la fe, de su seguridad y firmeza. Pero mientras unos teólogos exigen para estas definiciones un asentimiento de «fe divina», por la relación necesaria de estas verdades con la Revelación, otros hablan de un asentimiento de «fe eclesiástica». El Vaticano II, con el fin de no inclinarse por una u otra explicación teológica, se limita a señalar que a las definiciones del Magisterio se les debe una «obediencia de fe», sin indicar de qué fe se trata.

c) La misión que han recibido el Papa y el Colegio episcopal no la tienen para su capricho, sino para servir a la Revelación; han de conformarse siempre con la Palabra de Dios. El magisterio de la Iglesia no es inventivo, sino esencialmente tradicional, por lo que se halla totalmente al servicio de la Palabra de Dios y depende plenamente de ella. La primacía objetiva es la del depósito: «El Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo trasmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído» (Conc. Vaticano 11, Const. Dei Verbum, 10). «El Espíritu Santo fue prometido a S. Pedro y a sus sucesores no para hacerles predicar, gracias a su revelación, una nueva doctrina, sino para que pudiesen mediante su asistencia conservar santamente y explicar con fidelidad la revelación trasmitida por los apóstoles» (Conc. Vaticano 1, Denz.Sch. 3070). De ahí -como ya señalábamos al hablar del Romano Pontífice- la obligación que tienen los maestros de la Iglesia de usar los medios apropiados de investigación antes de definir una doctrina a fin de cerciorarse de que lo que piensan declarar es conforme con la S. E. y la Tradición apostólica en las que la Revelación divina está contenida. Sin olvidar a la vez -como también allí apuntábamos- que, si nos situamos en el momento posterior a que una definición ha sido dada, la garantía que de su verdad tiene la entera Iglesia proviene no de esos trabajos previos, sino de la asistencia del Espíritu Santo. De ahí la alegría con que los cristianos han acogido siempre esas definiciones, como lo testimonia el eco de los Concilios antiguos (piénsese quizá especialmente en Nicea, v., y en pfeso, v.), o en tiempos más recientes las definiciones pontificias sobre la Inmaculada Concepción y la Asunción. La comunidad cristiana tiene en efecto conciencia de que en esos actos ha habido una intervención especial del Espíritu Santo que, certificando de esa forma la verdad revelada, ilumina a la Iglesia entera.

V. t.: IGLESIA lI, 5 y 6; 111, 5; PAPA; PRIMADO DE S. PEDRO; OBISPO; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO.


VICENTE PROAÑO.
 

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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991