IGNACIO DE LOYOLA, SAN


El fundador de la Compañía de Jesús y autor de los Ejercicios espirituales n. en 1491 en la casa solariega de Loyola, parroquia de Azpeitia (Guipúzcoa), y m. en Roma en 1556. Su niñez pertenece al s. xv, es decir, al otoño medieval con restos feudales y luces nuevas de Humanismo y de Renacimiento; su juventud y madurez, al s. xvi, a la época de Lutero (v.), de Carlos V (v.) y del Concilio de Trento (v.) en sus primeras etapas. Nacido en un periodo histórico de transición, no es de extrañar que algo medieval palpite en su corazón, aunque su espíritu será siempre moderno, hasta el punto de ser tenido por uno de los principales forjadores de la moderna catolicidad, ardientemente apostólica, sabiamente organizada y con un romanismo bien definido. La universalidad del apostolado y el servicio al Vicario de Cristo serán las notas más típicas de la Orden por -él fundada (V. JESUITAS).
     
      En el risueño valle de Loyola, entre Azpeitia y Azcoitia, corrieron los primeros pasos de aquel niño de cara redonda y sonrosada, pequeño de estatura (en su edad madura no pasaba de 1,58 m.), que al ser bautizado recibió el nombre de Iñigo. En adelante se llamará Iñigo de Loyola, o también Iñigo López de Loyola (no López de Recalde, como erróneamente afirman algunos historiadores). Al entrar en la Univ. de París en 1528 latinizará el nombre de Iñigo en Ignatius y por varios años alternará el Iñigo y el l., hasta que por fin prevalecerá el último. Pronto m. su madre, agotada quizá por una fecunda maternidad de 12 hijos, el último de los cuales fue I. Crióse a los pechos de una nodriza campesina, cuyo marido trabajaba en las herrerías del señor de Loyola. Allí se familiarizaría con la misteriosa lengua vasca, de la que siendo mayor, no pudo hacer mucho uso, y allí aprendería las costumbres tradicionales del país, las fiestas populares con cantos y danzas. Sabemos que siempre fue aficionado a la música, que «le hacía bien al alma y a la salud corporal». Siendo de 40 años, no tuvo reparo en bailar un aire de su tierra para consolar a un melancólico discípulo espiritual, que se lo pedía. Y siendo viejo y enfermo, rogaba a algún hermano que le cantase un cántico devoto, o al P. Frusio que tocase el clavicordio, porque eso le daba alivio. La educación que recibió en su casa fue profundamente religiosa, si bien alguna vez llegarían a su conocimiento ciertos extravíos morales de sus parientes. Quería su padre enderezarlo hacia la carrera eclesiástica, pero al niño le fascinaba mucho más la vida caballeresca y aventurera de sus hermanos mayores. Dos de ellos habían seguido las banderas del Gran Capitán en las guerras de Nápoles (v. FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA, GONZALO). Un tercero se embarcó para América, siendo ya comendador de la Orden de Calatrava. Otro se estableció en un pueblo de Toledo, después de participar, como capitán de compañía, en la lucha contra los moriscos de Granada. Y otro, por nombre Martín, siendo señor de la casa de Loyola, acaudilló tropas guipuzcoanas al servicio del Duque de Alba contra los franceses invasores. Poco antes de morir su padre, quizá en 1506, I. fue enviado al palacio de Don Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor (algo así como ministro de hacienda) del Rey Católico, y presidente en Arévalo (Ávila), aunque frecuentemente se trasladaba a Medina del Campo, Valladolid, Tordesillas, Segovia, Madrid, y adondequiera que se hallase la Corte. Toda la inmensa llanura de la vieja Castilla la pasearía 1. a caballo, acostumbrando sus ojos a este panorama, tan distinto del de su tierra. La educación que recibió en palacio fue exquisitamente cortesana y caballeresca, dejando huella imborrable en sus modales y en la configuración de su espíritu, según atestiguan sus coetáneos. Ejercitábase en la caza, en los torneos, en tañer la viola, en correr toros, en servir y participar en los opíparos banquetes, que su pariente Doña María de Velasco, esposa de Don Juan Velázquez, preparaba a la reina Doña Germana de Foix, segunda mujer del rey Fernando. Leía con avidez las novelas de caballerías, especialmente el Amadís de Gaula, y las poesías eróticas de los Cancioneros. «Aunque era aficionado a la fe (nos dirá más tarde su secretario), no vivió nada conforme a ella, ni se guardaba de pecados; antes era especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres y en revueltas y cosas de armas»; pero añadirá a continuación, que «era animoso para acometer grandes cosas» y «nunca tuvo odio a persona ninguna, ni blasfemó contra Dios...; también dio muestra en muchas cosas de ser ingenioso y prudente en las cosas del mundo y de saber tratar los ánimos de los hombres, especialmente en acordar diferencias o discordias». Más tarde Íñigo llorará amargas lágrimas de penitencia por sus extravíos juveniles y se mirará «como una llaga y postema, de donde han salido tantos pecados y ponzoña tan turpísima». Platónica y caballerescamente se enamoró de una alta dama, que «no era de vulgar nobleza; no condesa ni duquesa, mas era su estado más alto», según propia confesión (¿la reina Doña Germana, o más bien, la infantita Doña Catalina, hermana de Carlos V?). A la muerte de Don luan Velázquez en 1517, I., que había pasado en Arévalo más de diez años, se acogió al duque de Nájera, Antonio Manrique, Virrey de Navarra y algo pariente suyo. Sirviendo al duque, participó en sosegar los tumultos durante la revolución de los Comuneros (espada en mano en el asalto de Nájera, diplomáticamente en la pacificación de Guipúzcoa), y peleó animosamente en el castillo de Pamplona contra los franceses, hasta caer herido en ambas piernas por una bala de cañón (20 mayo 1521). Impropiamente se le llama «soldado» o «capitán»; era un gentilhombre de la casa del duque y luchaba por lealtad a su señor, como era costumbre de todos los caballeros. Mientras en Loyola le curaban la herida, se hizo aserrar un hueso encabalgado sobre otro, sólo porque le afeaba un poco, impidiéndole llevar una media elegante, y sufrió estoicamente que le estirasen la pierna con instrumentos torturadores, a fin de no perder la gallardía en el mundo de la Corte.
     
      Durante la convalecencia, no hallando las novelas de caballerías que él deseaba, se puso a leer la Vidas de los Santos (Legenda aurea) de Jacobo de Varágine, y la Vida de Cristo, de Ludolfo el Cartujano, con lo que se encendió en deseos de imitar las hazañas de aquellos héroes, más admirables que los de las fantásticas novelas, y de militar al servicio no de un «Rey temporal», aunque se llamase Carlos V, sino del «Rey eterno y universal que es Cristo Nuestro Señor». Reflexionando sobre las consolaciones y desolaciones espirituales que entonces experimentaba, aprendió a discernir el buen espíritu del malo, con fina psicología sobrenatural. Su conversión y entrega a Dios fue total y perfecta (otoño 1521). Desde aquel momento todas sus acciones y operaciones serán ordenadas a la mayor glorificación de Dios: Ad maiorem Dei gloriam. En febrero de 1522 sale de Loyola con propósito de ir peregrinando hasta Jerusalén. Detiénese tres o cuatro días en el monasterio de Montserrat, donde cambia sus lujosas ropas por las de un pobre, hace confesión general con un monje benedictino, de quien recibe las primeras instrucciones espirituales, entrega su caballo al monasterio y deja espada y puñal, como exvoto, en el altar de Nuestra Señora. Y como tenía el pensamiento lleno de ideas caballerescas, determinó velar sus armas ante la Virgen del Santuario, durante la noche, según el rito de los que se armaban caballeros. Por circunstancias imprevistas tuvo que retrasar su viaje a Palestina, deteniéndose casi un año en Manresa, donde llevó al principio vida de soledad y oración (siete horas al día de rodillas) y de ásperas penitencias; después, vida de apostolado y asistencia a los hospitales. En una cueva de los contornos escribió sus primeras experiencias en las vías del espíritu, normas, consejos y meditaciones, que andando los años formarán, con añadiduras y retoques, el librito inmortal de los Ejercicios espirituales, «el código más sabio y universal de la dirección de las almas», como dijo Pío XI, pero que no es para ser leído, sino practicado. «El que lo tomase como libro de lectura cometería el mismo error que el que quisiera juzgar de la belleza y vida de un hombre contemplando su esqueleto» (Papini).
     
      Ya en Manresa el Espíritu Santo lo transformó en uno de los místicos más auténticos que recuerda la historia. Como fruto de sus contemplaciones se puso a escribir un libro sobre la Santísima Trinidad, que no continuó, pero cuyo misterio le quedó grabado a fuego en el alma, como aparece en su futuro Diario espiritual. La ilustración más alta que entonces tuvo, y que le iluminó aun los problemas de orden natural, fue junto al río Cardoner. Prosiguiendo su peregrinación, se embarca en Barcelona para Italia. De Roma sube a Venecia, siempre mendigando. De balde es admitido en una nave que, pasando por Chipre, le deja en la costa de Palestina. Visita con íntima devoción los santos lugares de Jerusalén, Belén, el Jordán, el Monte Calvario, el Olivete. No le permiten quedarse allí, desahogando su devoción a Cristo y «ayudando a las almas». A su vuelta, persuadido de que para la vida apostólica son necesarios los estudios, comienza a los 33 años a aprender la gramática latina en Barcelona, pasa luego a la Univ. de Alcalá y es procesado, no por la Inquisición, sino por el Vicario general de la diócesis, como si fuera un erasmista o «alumbrado».
     
      Buscando campo más apto y universal para su apostolado, se dirige a la Univ. de París, donde transcurre siete años (febrero 1528-abril 1535), estudiando filosofía y teología, y poniéndose en contacto con las corrientes culturales y religiosas del tiempo. Reúne en torno de sí algunos universitarios, que serán los pilares de la Compañía de Jesús: Fabro, Javier, Laínez, Salmerón, Rodrigues, Bobadilla, con quienes hace voto de pobreza, castidad y vida apostólica, a ser posible en Palestina, y si no en donde les ordenase el Vicario de Cristo (Montmartre 15 ag. 1534). Como el viaje a Palestina resulta imposible, desde Venecia va I. con sus compañeros a Roma, a ofrecerse al Sumo Pontífice. Poco antes de entrar en la ciudad, una maravillosa experiencia mística (La Storta, nov. 1537) le confirma en la idea de fundar una Compañía, o grupo de apóstoles, que llevará el nombre de Jesús. Paulo III, el mismo que abrirá el Conc. de Trento, aprueba, a instancias del card. Contarini, el instituto de clérigos regulares de la Compañía de Jesús (27 sept. 1540). Mientras los compañeros de 1. y sus primeros discípulos salen con misiones pontificias a diversas partes de Italia, a Trento, Alemania, Irlanda, India, Japón, Etiopía, Congo, Brasil, el fundador permanece fijo en Roma, recibiendo órdenes inmediatas del Papa y comunicándolas a sus hijos en innumerables cartas (hoy conservamos 6.795). No por eso deja de predicar, dar ejercicios, enseñar el catecismo en las plazas, remediar las plagas sociales, fundando instituciones y patronatos para pobres, enfermos, huérfanos, judíos, mujeres perdidas o en peligro, etc., mereciendo el nombre de «apóstol de Roma». No contento con regenerar moralmente la Ciudad Eterna, intenta hacer de ella un centro de ciencia eclesiástica, con. un plantel de doctores, de los que pueda disponer cuando quiera el Sumo Pontífice. Con este fin crea el Colegio Romano (1551), futura Univ. Gregoriana, a cuyo lado surge el Colegio Germánico (1552), que tenía por finalidad educar a los jóvenes sacerdotes alemanes que habían de reconquistar a su patria para la Iglesia. A los jesuitas esparcidos por todo el mundo los exhorta y amonesta a dar los ejercicios espirituales; a enseñar el catecismo a los ignorantes; a visitar los hospitales; a tratar con los pobres y también a tratar con los príncipes para moverlos a una conducta moral y a una política cristiana. Su mirada apostólica se extiende a todas las naciones. Los últimos años de su vida despliega increíble actividad, fundando colegios y universidades para la formación de la juventud y del clero, en donde se enseña gratuitamente desde los elementos de la gramática y el catecismo hasta la teología. Con la ayuda de su secretario Juan de Polanco, escribe las Constituciones de la Compañía de Jesús, obra maestra de legislación, cuya cuarta parte será el germen de la Ratio studiorum Societatis Iesu, que surgirá a fines de siglo. Dicta además sabias normas de táctica misional para los que evangelizan tierras de infieles, y no menos prudentes reglas propone a S. Pedro Canisio (v.) para la restauración católica en Alemania y Austria. Entre las grandes figuras de la Contrarreforma (v.) descuella como pocas; son los historiadores protestantes los primeros en proclamarlo después de L. Ranke y W. Maurenbrecher, especialmente Heinrich Bóhmer, Everard Gothein y Paul van Dyke, que le han dedicado sendas biografías, muy estimables. Al vasto movimiento de la Reforma católica él le dio dos elementos fundamentales: una espiritualidad recia y segura, la de los ejercicios, y la enseñanza cristiana de la juventud, descuidada hasta entonces. Su devoción al Vicario de Cristo y a «Nuestra Santa Madre la Iglesia jerárquica» brota naturalmente de su apasionado amor al Redentor, «nuestro común Señor Jesús», «nuestro Sumo Pontífice», «Cabeza y Esposo de la Iglesia». Reduciendo a esquemas simplistas su doctrina espiritual, sobre todo, en los ejercicios, muchos la falsearon, presentándola como un asceticismo demasiado voluntarista y casi antimístico. Hoy día tales prejuicios se han disipado con el estudio serio de las fuentes. Basta leer algunas de sus cartas y especialmente su Diario espiritual (sólo se conservan sus notas de un año, de 1544-45), donde con palabras entrecortadas y realistas, no destinadas al público (ni siquiera. a su confesor), descubre las intimidades de su corazón y las altas experiencias místicas de cada día, para persuadirnos que estamos ante una de las almas más privilegiadas con dones y carismas divinos. También hay que reaccionar contra ciertos retratos literarios y artísticos que nos lo pintan como una figura del Greco y de carácter sombrío. Ya hemos dicho que era corto de estatura y carirredondo. Queriendo un día un hombre de Padua describirlo, se expresó así: «es un españolito, pequeño, que cojea un poco y tiene los ojos alegres». Sus coetáneos nos lo pintan risueño, sereno y afectuoso, con extraordinaria propensión a las lágrimas. Todos cuantos trataban con él se dejaban prender de un sentimiento que no era solamente admiración, sino también cariño. «El padre Ignacio -decía G. Loarte- es una fuente de óleo». Y según él, la suavidad del aceite debía ser dote propia de todos los superiores.
     
      Falleció en Roma humilde y calladamente, sin que casi se dieran cuenta sus compañeros, el 31 jul. 1556. El card.
      B. de la Cueva exclamó: «La Cristiandad ha perdido una de las cabezas señaladas que en ella había». Beatificado en 1609, fue solemnemente canonizado el 12 marzo 1622. Su fiesta se celebra el 31 de julio.
     
     

BIBL.: Fuentes: Las principales fuentes se hallan editadas críticamente en Monumenta Ignatiana, Madrid 1894 ss.; Roma 1934 ss. Edición manual de lo más importante (Autobiografía, Ejercicios, Diario espiritual, Constituciones, selección de cartas), en I. IPARRAGUIRRE -C. DALMASES, Obras completas, BAC, Madrid 1963.

 

R. GARCÍA-VILLOSLADA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991