IDOLATRÍA. RELIGIONES NO CRISTIANAS.


Idolatría, del latín idololatria, significa literalmente «adoración -y culto- de los ídolos», es decir, de las imágenes o representaciones de los falsos dioses. En Teología moral se define como «culto indebido tributado a una creatura»: comprende así, no sólo el culto a las imágenes de dioses falsos, sino el culto a los mismos dioses falsos o a cualquier creatura, con imagen o sin ella. En Historia de las Religiones, i. es el culto y adoración de las imágenes o representaciones divinas que se da en las religiones no cristianas.
      El uso de las imágenes (v.) es connatural a la piedad religiosa, que necesita de soporte sensible para elevarse a lo invisible. Con todo deben advertirse dos cosas. La primera, que en las culturas primitivas no suele representarse nunca el Ser Supremo, si no es mediante símbolos, aunque se representen con profusión los dioses subordinados cuando los hay. Esta costumbre se observa también a veces en las religiones históricas de alta cultura, sin duda por herencia de esa religión primitiva. El caso más destacado es el del mesopotámico Anu, dios supremo celeste, del que ninguna imagen se ha descubierto, a pesar de que su culto duró unos tres mil años, y de que los demás dioses mesopotámicos se representan con profusión. La segunda es que en la India, pese a la tradición idolátrica de la cultura originaria de Mohenjo Daro y Harapa, parece que los invasorres arios desconocieron la representación plástica de los dioses hasta que el budismo (v.) la introdujo, parece ser por influjo griego; sería así la India antigua una verdadera excepción a lo antes dicho, aunque sólo aparente, por cuanto, bien que carente de representaciones plásticas, su literatura ofrece descripciones antropomórficas de tal viveza y detalle que prácticamente equivalen y suplen a las plásticas (v. ANTROPOMORFISMO II).
     
      La adoración o culto de la imagen puede ser absoluto -si se honra a la imagen en sí y por sí, como si ella fuera dios-, y relativo -si se la honra como simple representación del dios, como se honra el retrato de una persona-. Este último, como tal, nada tiene de vicioso como idolátrico -aunque pueda tener vicio en cuanto la adoración absoluta se termine en un falso dios representado por la estatua-; en cambio, la adoración absoluta de la imagen -incluso en el caso de que fuese imagen del Dios verdadero- es siempre viciosa, pues adora como a Dios un objeto material.
     
      El culto relativo a las imágenes es obvio que se ha dado en todas las religiones. Y su legitimidad es reconocida por el mismo cristianismo, que honra las imágenes de Jesús -verdadero Dios y hombre-, sin contar la honra, no de latría, sino de hiperdulía o de dulía (servicio, veneración) que tributa a las imágenes de la Virgen María y de los santos (V. CULTO II y III).
     
      Otra cosa es el culto absoluto a las imágenes que, como acabamos de decir, es siempre vicioso. Los libros del A. T., aun sin ignorar que el origen de las imágenes de dioses fue el de una mera representación de la persona honrada (Sap 13,16-17), atribuyen con frecuencia a los gentiles de los países vecinos una verdadera i. formal que adoraría a las imágenes como si fueran dioses (cfr. Sap 14,14-17; Ps 113,4-8; Bar 6; Is 46,6-7; 44,9-20; etc.). La irrisión hacia aquellos que adoran a dioses hechos por manos de hombre, dioses que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, boca y no hablan, pies y no andan, se repite insistentemente en las páginas de la Biblia.
     
      Precisados así los conceptos hay que reconocer que para el historiador de las religiones es un problema difícil determinar cuándo se está ante una u otra actitud y, por tanto, ante una i. propiamente dicha. En líneas generales tal vez quepa establecer que las personas de espíritu más hondamente religioso supieron mantener una comprensión de la imagen como simple representación, mientras que las que se dejaran influir por tendencias supersticiosas cayeron en verdadera idolatría. En cualquier caso ésta ha existido de hecho en numerosos lugares.
     
      Ciñéndonos al Próximo Oriente, recordemos que en Egipto se trataba a la estatua del dios igual que si fuera una persona real: se le despertaba en su capilla, se le saludaba, se le vestía, se le ofrecía el desayuno y las comidas, se le trataba con eÍceremonial real, se le acostaba por la noche, se le hacía viajar en las panegirías visitando a los dioses familiares o amigos, etc. (V. EGIPTO VII). Algo del todo semejante pasaba en Mesopotamia (v.), donde incluso, a juzgar por el episodio narrado en Daniel 14,2-21, algunos creían de que la estatua de los dioses -en concreto la del dios Bel o Marduk- comía realente la comida que se le ofrecía. Algo parecido consta de los hititas (v.), donde el derecho establecía detalladamente en las ofrendas la parte del dios y castigaba con pena de muerte el que los sacerdotes la consumieran; todavía hoy es un misterio cómo se hacía desaparecer la comida. A veces los sacrificios (v.) se consideraban ante todo en el Próximo Oriente antiguo como «comida del dios, o de los dioses». En otras ocasiones, junto a la estatua del dios se hacía yacer la estatua de la diosa esposa, con un realismo extremo, cuando no se hacía dormir con él una hieródula (v.), e incluso las cellas de los dioses tienen su lecho hierogámico del dios, como puede verse en el templo de Bel en Palmira, uno de los mejor conservados.
     
      Hay, pues, todas las apariencias externas de una verdadera i.; si bien muchas veces consta que el fiel parece distinguir perfectamente la estatua representativa del dios representado. Éste era uno, y residía en el cielo, o en el lugar de su dominio trascendente si el dios no era celeste; las estatuas eran muchas, y localizadas. Todo el realismo empleado parece muchas veces sólo querer significar que el honor dado a la estatua del dios verdaderamente llegaba al dios representado por la estatua; y que el dios por ésta representado, una vez debidamente consagrada y ritualmente santificada, en algún modo misterioso estaba también presente en el lugar en que su estatua era honrada.
     
      Quizá el caso más extremo sea el de Egipto, donde la creencia en la multiplicidad de almas lleva a algo que facilita la verdadera i. en su sentido propio. El dios representado por la estatua tiene, según los egipcios, existencia independiente y separada de la estatua, en su dominio propio, sea celeste, terreno o infernal -en esto coincide con todo el Próximo Oriente-. Pero se cree a la vez que una de las múltiples almas del dios viene a habitar en, o a informar a la estatua consagrada ritualmente a su culto: la estatua se honra así por sí misma, no como objeto material, sino como receptáculo de una de las almas de la divinidad en ella presente: el dios está en la estatua, sin dejar por eso de llevar existencia independiente en su lugar propio.
     
      Para otras manifestaciones de i. (culto a los animales, a los hombres, a los astros, a la Naturaleza, etc.), v. otras voces en esta Enciclopedia: ANIMAL Iv; ANTROPOLOGÍA; APOTEOSIS; ASTROLATRÍA; FERTILIDAD II; NATURALEZA, CULTO A LA; POLITEÍSMO.
     
      V. t.: CULTO 1.
     
     

BIBL.: E. DHORME, Les religions de Babylonie et d'Assyrie, París 1949; E. DRIOTON, La religion égyptienne, en Histoire des religions, dir. M. Brillant y R. Aigrain, París 1953 ss., III,1-146; J. FURLAM, La religión de los hititas, en Historia de las Religiones, dir. Tacchi-Venturi, Barcelona 1947, 1,257-296; IBN-EL-KALBI (m.819), El libro de los ídolos (editada por primera vez en 1914, y traducida al alemán por L. Klinke), Leipzig 1941; J. STARCKY, Palmyréniens, Nabatéens et Arabes du Nord avant 1'Islam, en Histoire des Religions, dir. M. Brillant y R. Aigrain, París 1953 ss., IV,201-237; VANDIER, La religion égyptienne, París 1949.

 

A. PALACIOS LÓPEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991