HOMBRE. ESTUDIO FILOSÓFICO
Según la definición clásica, estoica pero de origen aristotélico, el h. es el
zoón logikon, animal racional (cfr. Sexto Empírico, Hipotiposis pirronicas,
2,26). Acogida en la tradición escolástica medieval (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2
q34 a5; Contra gentes, 2,95 y 3,39; De potentia, 8,4,ob.5), esta definición pasa
también al pensamiento moderno (cfr. Kant, Religion innerhalb der Grenzen der
Blossen Vernunft, 114; v. t. el concepto de roseau pensant de Pascal, Pensées,
ed. Brunschvicg, 347). Permanece como punto de referencia firme a pesar de las
críticas de que es objeto (últimamente de Heidegger, v., en Einführung in die
Metaphysik, Tubinga 1953, 134, y Was heisst Denken, ib. 1954, 24-25,66), al
menos en lo que se refiere a una consideración puramente filosófica, no
teológica, del hombre.
La innegable continuidad acerca de la concepción del h., atestiguada por
la persistencia de tal noción, no debe en modo alguno ocultar la amplitud de las
oscilaciones que se han dado a lo largo de la historia, ni hacer pasar por alto
las variadas riquezas que en diversas etapas llenan la misma fórmula.
1. Creación del hombre. A poco de comenzar, la S. Escritura narra la
creación del h. (v. II). Sucede esto después que Dios creara la tierra y el
agua, la luz y los astros, y los animales y plantas que pueblan la tierra. No
había todavía, entonces, «hombre que la labrase ni rueda que subiese el agua con
que regarla» (Gen 2,5-6). Todo el universo y el cúmulo de seres que lo forman
proceden de Dios por creación: son criaturas salidas de la mano de Dios, reflejo
de las ideas divinas y expresión de su entendimiento y voluntad transidos de
poder. La obra creadora es presentada en el libro del Génesis con símiles
tomados de las acciones humanas. En algún grado esto no podía ser de otra
manera, puesto que la Revelación divina ha de ser expresada en un lenguaje
humano, si es que ha de encontrar audiencia en unos destinatarios humanos (V.
REVELACIÓN II-III). Por eso, el esquema de los seis días, el que la creación del
h. sea presentada al modo de la obra de un alfarero, el orden de aparición de un
tipo de seres tras otro, etc., corresponde a ese lenguaje humano, a los modos de
expresarse y géneros literarios del escritor. Y con ese lenguaje la designación
sucesiva de los diversos seres en la narración del Génesis equivale a la
reiterada y particular afirmación de la verdad, verdad histórica, de que Dios ha
creado todo cuanto cae bajo nuestra experiencia. Es una clara enseñanza
doctrinal del Génesis, y de otros lugares de la S. E., que todo ha sido creado
por Dios, y que, en particular, ha conformado el cuerpo del hombre. El cómo en
este caso importa menos: «Que Dios haya formado al hombre del lodo de la tierra
con sus manos, es una interpretación o creencia literal demasiado pueril» (San
Agustín, De Genesi ad litteram, 6,12,20). (Véase ampliamente tratado el tema en
CREACIóN I.)
Pues bien, cuando ese mundo natural está acabado, merced a la palabra
todopoderosa de Dios, cuando ese mundo es acogido por Dios en el calor de su
estimación («y vio Dios que era bueno» Gen 1,10 ss.), decide Él la creación del
h.: ser intermedio entre los espíritus puros y los seres materiales, en medio de
ellos como resumen o síntesis de esos dos mundos (cfr. Conc. IV Lateranense:
Denz.Sch. 800). En verdad el h. se presenta en la S. E. como consumación y
coronación de toda la creación. «Nosotros hemos sido enseñados que Dios no hizo
el mundo al azar, sino por causa del género humano» escribía S. Justino (hacia
el año 150, en Apología II, ed. BAC en Padres apologistas griegos, Madrid 1971,
150). La tierra es el lugar de la acción del h., de su arte, de su trabajo, de
su cultura (Gen 1,26.28 y 2,15). El h. es una criatura de Dios, hecha a su
imagen y semejanza (Gen 1,26a); he aquí un punto de capital importancia que
ilumina todo lo referente a su vida y a su destino de acuerdo con la Biblia.
a) Creación de Adán. «Formó Yahwéh Dios al hombre del polvo de la tierra,
y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gen
2,7). Dejando aparte lo poético de la expresión, encontramos aquí otra
afirmación importante: que el h. viene del polvo; imagen a la cual recurre la
Escritura (Gen 3,19; Sap 9,15; 7,1; etc.) para hacer notar la caducidad y
mortalidad del h. tan comentada por los Salmos. Se abre así la Escritura, con la
declaración casi al unísono, de la miseria y grandeza del h., vistas en su más
radical fundamento (V. ADÁN).
b) Creación del alma. Según Gen 2,7 Dios insufló en el cuerpo del primer
h. «aliento de vida». No se ha de entender esto literalmente, como una acción de
soplar; se expresa así que Dios le dio el alma: «fue así el hombre ser animado».
La animación del hombre supone una actividad divina especial (v. II, 1). Y desde
luego, enseña que el cuerpo y el alma son unidades distintas dentro de la unidad
del ser humano. Muchos otros lugares de la Escritura corroboran esta distinción
entre alma y cuerpo como realidades diversas (V. ALMA II), y lo mismo se
establecería con razones filosóficas.
c) Creación de Eva. En varios lugares indica la Escritura que Dios hizo al
h. macho y hembra; así ocurre en la primera narración de la creación del h. (Gen
1.2627). Pero hay una larga referencia a la creación de la mujer y de su puesto
en el universo. «Y se dijo Yahwéh Dios: no es bueno que el hombre esté solo, voy
a hacerle una ayuda semejante a él» (Gen 2,18). Ya hemos visto cómo el h.
aparece, según los planes de Dios, cuando la tierra se ofrece como casa y como
suelo, para albergarlo y nutrirlo. Con lo que se deja ver cómo el h., en la
visión que Dios tiene de él, no es en manera alguna un ser puramente espiritual,
sino sujeto a una serie de necesidades y ordenado a establecer multitud de lazos
corpóreoespirituales con la Naturaleza para la planificación de la propia vida.
No se entiende el h. sin los animales, sin los ríos, sin la montaña, sin la
tierra prometedora que lo sustenta. Pues bien, aquí se descubre algo más;
todavía el h. está solo. «Yahwéh Dios trajo ante el hombre todos cuantos
animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese
cómo los llamaría... Pero entre todos ellos no había para el hombre ayuda
semejante a él» (Gen 2,19-20). Le hacía falta un ser que colmara su soledad.
«Hizo, pues, Yahwéh Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido tomó
una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del
hombre tomara, formó Yahwéh Dios a la mujer, y se la presentó al hombre» (Gen
2,21-22; V. EVA).
Para una exposición detallada de los puntos aquí sólo esbozados (creación
y especial intervención divina en el origen del hombre, el alma, la primera
pareja) deben verse los arts. ADÁN; EVA; ALMA; ESPÍRITU, que pueden ser
completados con MONOGENISMO Y POLIGENISMO y EVOLUCIÓN V.
2. El hombre, imagen de Dios. No cabe duda de que las enseñanzas bíblicas
hasta aquí consignadas perfilan el ser del h. enraizándolo en el misterio de su
origen divino. Pero, lo más esencial, el centro del misterio lo encontramos en
Gen 1,26: «Díjose entonces Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra
semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo,
sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos
animales se muevan sobre ella» (V. IMAGEN DE DIOS). Esto es el hombre según la
Revelación. Éste es el h. de la fe cristiana, a leguas de distancia de todo
cuanto hayan podido columbrar los momentos más eminentes de la historia del
pensamiento humano, y al mismo tiempo abarcadora e integradora de cuantas
perspectivas valiosas puedan surgir de las inquisiciones humanas. Toda la
historia está precedida por esta sencilla y a la vez profunda afirmación:
«Cuando creó Dios al hombre, le hizo a imagen de Dios» (Gen 5,1). La historia
puede dar comienzo: toda la historia, e incluso todo aquello que no llega a
merecer este título, por quedarse arrinconado en la insignificancia ante los
tribunales humanos.
Por encima de todos los cambios, de todas las situaciones por las que
puede atravesar, sea cual sea la imagen que encuentre en el espejo de la
reflexión sobre sí mismo, el h. es imagen de Dios. « ¡Oh Yahwéh, Señor nuestro,
cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra! ¡Cómo cantan los altos cielos su
majestad! Las bocas mismas de los niños y de los que maman son ya fuerte
argumento contra tus adversarios, para reducir al silencio al enemigo y al
perseguidor. Cuando contemplo los cielos, obra de tus manos, la luna y las
estrellas, que Tú has establecido: ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?
Y le has dicho poco menos que Dios, le has coronado de gloria y de honor» (Ps
8,1-7). No hay aquí retórica que rice la hinchazón del h. o desconocimiento de
los abismos que a veces se abren bajo sus pies. En Eccli 17,1-10, están reunidas
grandeza y miseria del h.: «El Señor formó al hombre de la tierra. Y de nuevo le
hará volver a ella. Le señaló un número contado de días, y le dio el dominio
sobre ella. Le vistió de la fortaleza a él conveniente y le hizo según su propia
imagen. Infundió el temor de él en toda carne, y sometió a su imperio todas las
bestias y las aves. Diole lengua, ojos y oídos, y un corazón inteligente;
llenóle de ciencia e inteligencia y le dio a conocer el bien y el mal. Le dio
ojos para que viera la grandeza de sus obras, para que alabara su nombre santo,
y pregonara la grandeza de sus obras, y añadióle ciencia, dándole en posesión
una luz de vida. Estableció con ellos un pacto eterno y les enseñó sus juicios».
El «homo homini lupus» de Hobbes (v.), la «fiera» de Spengler (v.) no son más
que ideas empíricas que pueden empañar la imagen; el pecado la desfigura, pero
no la destruye, por más que el h. se empeñe en encenegarse en su propia miseria
y complacerse en su propia bajeza.
Con todo, el h. no es imagen perfecta de Dios. Sólo el Hombre por
antonomasia, Cristo, es perfecta imagen de Dios, no en su anonadamiento en la
forma de siervo, sino como Cristo Resucitado y Glorificado (cfr. Heb 1,2-3). Por
ahora, la imagen de Dios en el h. está como velada y oculta dentro de su
indestructibilidad. «Entonces, seremos semejantes a Él» (1 Cor 13,12).
S. Ireneo (v.) se ocupó de este tema bíblico: la imago es una realidad
natural, mientras que la similitudo sería una gracia concedida por Dios
directamente al alma de la que participa el cuerpo. S. Agustín (v.) y S. Tomás
de Aquino (v.) prestan también atención a esta distinción, pero no la aceptan.
El h. es semejanza de Dios sobre todo por el espíritu. Pero también en el cuerpo
humano brilla su gloria. S. Tomás lo entendió muy bien: «El alma humana se une
con el cuerpo, porque de esta manera posee de una manera más perfecta su
naturaleza, y es más semejante a Dios que cuando está separada del cuerpo: en
efecto, cada cosa es semejante a Dios en cuanto que es perfecta, aunque la
perfección de Dios y la perfección de la criatura no sean de la misma especie»
(De potentia, 5,10 ad5). Todo el ser del h. es imagen de Dios. El rostro
enormemente plástico del h. puede mostrarse alguna vez con un continente divino.
Aunque el pecado original sea como un velo.
Pero podemos ir más allá de los rasgos del rostro hasta los rasgos del
mismo ser. El h. es ante todo persona, sustancia espiritual de naturaleza
racional. Un ser que es él mismo, que se autoposee, que es responsable de sus
actos; un ser que, por tanto, no se pierde entre los seres, ni se confunde con
ellos; y que está invitado a realizar su mismidad. Dios deja que él sea el que
es, más aún, lo afirma así y para siempre; no es el destino del h. anularse en
la infinitud de Dios; es un ser llamado a ser y a afirmarse como tal, en toda su
dignidad (v. PERSONA). Al mismo tiempo, vivirá de acuerdo con su dignidad
personal cuando se abra al tú del otro, del prójimo, disponiéndose para ese
encuentro mediante el cultivo de actitudes de servicio y de entrega a los demás,
no enquistándose en una independencia desligada, o buscando la propia afirmación
por la vía de una lucha en competencia, que le cierra el paso a la comprensión
del bien del otro. Esto es así porque la persona humana es ser finito
espiritual, abierto a la totalidad del ser y sobre todo al ser espiritual, que
es el que da el sentido al ser en general.
La persona no es intercambiable; la persona es un singulum; es un ser
singular mucho más hondamente que lo pueda ser cualquier realidad material; es
irrepetible. Puede suceder que esto no se corresponda con la imagen empírica del
hombre, vigente en determinados momentos; puede suceder, como desde hace tiempo
se viene diciendo, que en la moderna sociedad occidental tecnificada no haya
lugar para un ser-persona; pero por encima de los naufragios, la persona queda
intacta en lo que tiene de realidad fundamental, reflejo de la gloria de Dios, y
siempre responsable ante Él. Toda especulación, o teoría, filosófica, social,
política, etc., sobre el h., a la que falte esta raíz, esta fundamentación
última, será siempre frágil, cuando no nefasta (y de ello ofrece elocuentes
ejemplos la historia).
La fe afirma que el h. es imagen de Dios. S. Agustín ha visto en el ser y
en el dinamismo del espíritu humano una imagen de la vida trinitaria, sobre todo
en la unitaria trinidad de espíritu-conocimiento-amor o
memoria-inteligencia-voluntad (v. AGUSTíN, SAN 11, 4 y 111, 2). Los Santos
Padres vuelven una y otra vez sobre el tema del h. como imagen de Dios en su ser
natural y sobre todo por razón del don de la gracia. Comenta, p. ej., S.
Gregorio de Nisa, después de transcribir el texto del Gen 1,26: « ¡Oh, qué
milagro! Es creado el sol y no precede deliberación alguna; del mismo modo el
cielo, con el cual no se puede comparar ninguna otra cosa de la creación. Una
palabra produce todo esto, y esa palabra no dice nada sobre el de dónde y cómo o
cosas parecidas. Y del mismo modo es creado todo lo demás: el éter, las
estrellas, al aire en el centro, el mar, los animales, los árboles; una sola
palabra comunica la existencia a todas estas cosas. Sólo en lo que concierne a
la creación del hombre procede el Creador con gran parsimonia y premeditación:
prepara la materia de que ha sido hecho el hombre, hace que la figura humana sea
semejante a la hermosura original, señala al hombre una meta que ha de alcanzar
en su desarrollo, y de este modo estructura una adecuada naturaleza, en
correspondencia con las actividades y capaz de realizar su destino... Porque...
el artista más perfecto ha dotado nuestra naturaleza de todo lo que necesita
para cumplir su misión de dominio y señorío. Las excelencias del alma y aun el
porte del cuerpo demuestran que el hombre ha nacido para dominar. En efecto, en
el alma se ponen de manifiesto su majestad y dignidad real, elevadas sobre toda
clase de bajezas, en el hecho de que es independiente y obra con plena libertad.
¿De quién es esto propio sino de un rey...? En lugar de púrpura está revestido
de virtudes, que es el más regio de todos los vestidos; el cetro sobre el que se
apoya es la propia inmortalidad, y en lugar de diadema real le adorna la corona
de la justicia. De este modo aparece como revestido de la dignidad real, como
viva imagen de la hermosura original... Dios es espíritu y logos; pues 'al
principio era el Verbo' Tú percibes también en ti mismo el espíritu y el
pensamiento, una imagen del espíritu y pensamiento en persona... Dios es,
además, el amor y la fuente del amor, pues... Juan dice: 'el amor es de Dios' y
'Dios es amor' (1 lo 4,7 ss.). El Hacedor de nuestra naturaleza ha grabado
también el amor en nuestro semblante, pues 'en esto conocerán que sois mis
discípulos, si tenéis caridad unos para con otros' (lo 13,35). Donde no se
muestra el amor, la imagen queda... completamente desfigurada... Y el cuerpo
humano tiene una posición erecta, elevado hasta el cielo, mirando hacia lo alto.
También esto revela la soberanía y la dignidad real. Porque el que entre todos
los seres sólo el hombre vaya derecho, mientras que todos los demás van
inclinados hacia la tierra, muestra con toda claridad la diferencia de rango que
hay entre los que están sometidos a su dominio, de una parte, y su propia
libertad, de otra parte» (o. c. en bibl. cap. 2-8: PL 67,347 ss.).
En fin, entre todos los rasgos del ser humano, el entendimiento es
destacado en la Patrística como reflejo y semejanza divina. Así escribe S.
Agustín en el 3"' discurso sobre el Evangelio de S. Juan, sec. 4a: «El
entendimiento te distingue de los animales. No te enorgullezcas de ninguna otra
cosa. ¿Te enorgulleces de tu fuerza? Los animales son más fuertes que tú. ¿Estás
orgulloso de tu hermosura? Cuánto más hermosas no son las plumas del pavo real.
¿Bajo qué aspecto eres tú, pues, más noble? Mediante la imagen de Dios. ¿Dónde
está la imagen de Dios? En el espíritu, en el entendimiento».
Con todo, todas las imágenes naturales palidecen en comparación por la
ofrecida por el misterio del h. en gracia (v.), del h. que se guía por las
fuerzas teologales de la fe (v.), la esperanza (v.) y la caridad (v.).
3. Soberanía del hombre sobre el mundo. Cuando la Escritura nos revela que
el h. es imagen y semejanza de Dios, añade a renglón seguido: «Para que domine
sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre
todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella»
(Gen 1,26). «Dijo también Dios: Ahí os doy cuantas hierbas de semilla hay sobre
la haz de la tierra toda, y cuantos árboles producen fruto de simiente para que
todos os sirvan de alimento» (Gen 1,29).
El h. ha sido hecho señor de la tierra. Todas las criaturas están puestas
a su servicio y él ha de enseñorearse de ellas. Entendiendo que este señorío no
es un señorío aherrojante, sino liberador; y que las criaturas cada una en su
orden tienen puesto propio en la economía de la creación. Él ha de cultivarlas,
ha de cuidar de ellas, no maltratarlas ni contaminarlas. «También a todos los
animales de la tierra y a todas las aves del cielo, y a todos los vivientes que
sobre la tierra están y se mueven les doy para comida cuanto de verde hierba la
tierra produce» (Gen 1,30).
Ese dominio que el h. está ordenado a ejercer sobre el resto de la
creación, por tanto, no puede desconocer las leyes ínsitas en todo lo natural,
es un dominio que transcurre dentro de los márgenes del respeto a las
realidades. Pero acaso el punto esencial que cabe señalar es que el h. no debe
hacerse esclavo de las cosas, dejar que su espíritu se adormezca; lo cual puede
sucederle tanto en su trato con los demás seres de la Naturaleza e incluso con
las otras personas, como con las cosas salidas de sus propias manos, con sus
propias «creaciones».
Que el h. haya de dominar sobre la tierra no quiere decir tampoco que sea
ésta la única relación que guarde con el 'mundo. Las cosas valen algo por sí
mismas, como criaturas, como seres que son, merecedores del elogio divino: «y
vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gen 1,31). Cuando la Biblia dice que
el h. está para cultivar la tierra, «ut operaretur» (Gen 2,15) -y no lo presenta
la primera vez como una pena acarreada por la comisión del pecado- preludia todo
el esfuerzo del h. por transformar el ámbito de la Naturaleza y de la vida, el
mundo. Recientemente se ha desarrollado esta verdad fundamental que atraviesa la
S. E. desde el A. T. al N. T. en la teología del trabajo y de las realidades
terrestres (Conc. Vaticano 11, 1. Escrivá de Balaguer, Y. Congar, G. Thils, J.
L. Illanes; v. MUNDO 11; TRABAJO HUMANO VII).
No se ha de entender esta afirmación de la Biblia como una indiscriminada
legitimación de toda la moderna tecnificación del mundo y de la vida humana. Se
podría decir que muchos han sabido cumplir el programa del saber de un Bacon
(sobre el que hace algún tiempo se vierte la crítica de los filósofos: Husserl,
Heidegger, etc.) apropiándose las leyes de funcionamiento de la realidad, pero
ignoran las que podríamos llamar leyes del sentido. Esto lo ha visto bien Ph.
Lersch (v.) en su libro El hombre en la actualidad, desde un punto de vista
simplemente filosófico. Se muestra en él la falta, en muchos, de una actitud
real y sencillamente teorética. El h. y toda la realidad cae así en la presa de
un intento de perfecta racionalización y organización que reduce el horizonte de
su vida a lo meramente utilitario, entendiéndose esto cada vez de un modo más
estrecho y pobre.
La racionalización se muestra en lo que tiene de pérdida de la amplitud de
la realidad en los objetivos que pretende y aún más en la amputación de inmensas
posibilidades de la personalidad humana que cesan al no encontrar salida más que
en las disposiciones o tendencias que coinciden con esos objetivos, previstos de
antemano. Quien mira al mundo desde la actitud racionalis ta, mira al mundo por
un canuto. A quien mira así, incapacitado para gozarse profunda y limpiamente de
las criaturas salidas de las manos de Dios, el mundo se le vuelve un confortable
infierno. El trabajo, hechas las anteriores reservas y, sin duda, otras que cabe
hacer, no es primordialmente un castigo, es una tarea encomendada al h. por
Dios. En el trabajo el h. de alguna manera se hace a sí mismo, o mejor dicho, se
perfecciona y perfecciona cuanto tiene alrededor. La lucha interior espiritual y
lo penoso del trabajo sí son consecuencias del pecado (Gen 3,17-19).
El descanso (v.), «el séptimo día Dios descansó», aparece como
indisolublemente ligado a la actividad, al trabajo; las dificultades que el h.
de nuestros días encuentra para descansar, el malgaste de las horas libres en
actividades de diversión tan alejadas del verdadero ocio (v.) de los clásicos,
tiene sus raíces en la misma desnaturalización de la actividad trabajadora. La
exaltación del trabajo como actividad febril y titánica, polo opuesto de la
morosidad del artista que se recrea en la producción de su obra, es francamente
sospechosa, como ha señalado Pieper (El ocio y la vida intelectual, 2 ed. Madrid
1970).
El hamo oraras. Así, pues, resultaría muy grave recortar la conducta del
h. por el patrón de un exaltado activismo (v. ACTIVIDAD Y ACTIVISMO t1), con el
pasaporte del engagement con las cambiantes situaciones humanas. Sin embargo,
con el pretexto de una plausible lealtad a la tierra y al propio ser, no puede
olvidarse que el h., según el punto de vista de Dios, antes que homo faber es
homo orans, por decirlo gráficamente. Más aún, no puede ser lo uno sin lo otro.
He aquí la conexión entre ambas dimensiones en el libro de la Sabiduría:
«Contigo está la sabiduría conocedora de tus obras, que te asistió cuando hacías
el mundo, y que sabe lo que es grato a tus ojos y lo que es recto según Ips
preceptos. Mándala de tus santos cielos, y de tu trono de gloria envíala, para
que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que es grato. Porque ella
conoce y entiende todas las cosas, y me guiará prudentemente en mis obras, y me
guardará en su esplendor; y mis obras te serán aceptas, y regiré tu pueblo con
justicia, y seré digno del trono de mi padre» (Sap 9,9-12). La oración es la más
alta actividad del h.; puesto que no es, en realidad, sino hablar con Dios. Por
eso ocupó un lugar tan amplio en la ajetreada vida de Cristo, llena como ninguna
de reclamaciones por parte de los hombres. Cuando en el Evangelio se lee: «Cada
vez extendía más su fama, y concurrían numerosas muchedumbres para oírle y ser
curados de sus enfermedades, pero Él se retiraba a lugares solitarios y se daba
a la oración» (Lc 5,15), se comprende que toda postergación doctrinal (teórica o
práctica) de la oración es ideología de -la que no anda lejos Satanás (V.
ORACIóN II).
El hombre ante Dios. Sentimientos de orgullo y de humildad se cruzan en el
corazón humano atestiguando su semejanza con Dios. Cuando el h. reconoce su
dependencia y la infinita distancia que le separa de Dios infinito, entonces su
corazón se explaya en la humildad (v.). Cuando engañado por la infinita apertura
de su espíritu se gloría en sí mismo, y lleva su libertad fuera de toda
realidad, como es posible, a una autoafirmación absoluta, entonces se queda en
la soledad de su imaginaria omnipotencia (v. SOBERBIA). Segundo camino éste que
han tratado de seguir muchos filósofos recientes en Occidente: es la historia
del principio de inmanencia (v.), como ha demostrado C. Fabro en su documentada
Introduzione all'ateismo moderno; este falso camino es el del h. lugar de la
autoconciencia del espíritu absoluto (Hegel), es el ateísmo de la izquierda
hegeliana, marxista o existencialista, es el pragmatismo activista, es el
ateísmo más o menos larvado de tanta literatura de altos y de menos altos vuelos
(V. HEGELIANOS; MARX Y MARXISMO; EXISTENCIALISMO).
«Llegóme la palabra de Yahwéh, que decía: antes que te formara en las
maternas entrañas te conocía; antes que tú salieses del seno materno te consagré
y te designé para profeta de pueblos. Y dije: ¡Ah, Señor, Yahwéh! No sé hablar.
Soy todavía un niño. Y me dijo Yahwéh: No digas: Soy todavía un niño, pues irás
a donde te envíe Yo y dirás lo que Yo te mande» (Ier 1,4-7). Según el testimonio
de la S. E., el h. está llamado a compartir la vida de Dios, consortes divinae
naturae (2 Pet 1,4), partícipes de la suerte de Dios, lo cual comienza en la
tierra y tiene su consumación en la visión eterna de Dios (v. EsCATOLOGÍA).
Cada h. realizará, si es fiel a la llamada de Dios, la parte
irreemplazable que le corresponde en la realización de los designios divinos.
Muchos ejemplos podrían señalarse en el A. T. y N. T. de particulares llamadas
de Dios, algunas de singulares repercusiones en la historia de los hombres. Pero
la llamada de Dios va dirigida a todos; ninguno cae al margen de la
interpelación de Dios (V. VOCACIóN). El h. es un tú delante de Dios. En
realidad, es precisamente ahí delante del «Tú» divino donde el h. se mantiene en
su más alta posibilidad y se realiza en lo que tiene de más singular. Dios trae
a la existencia a este ser humano teniendo presente lo que está llamado a ser en
esos designios divinos: «En Él nos eligió antes de la constitución del mundo
para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia» (Eph 1,4); «Redemi te et
vocavi te nomine tuo; meus es tu» (Is 43,1). La misma factura y constitución del
mundo no son nada delante de esta interpelación que Dios dirige al hombre. Esta
vocación, en cuanto gracia concedida por Dios, si no es rechazada o resistida
por la voluntad, es la garantía de la fidelidad a la mismidad de la persona en
lo que es más definitivamente, es decir, en lo que es ante Dios (v. SANTIDAD IV).
4. El hombre como unidad de alma y cuerpo. Ya se ha visto, al tratar de la
creación del h., que el alma y cuerpo son realidades distintas, dentro de la
unidad de un único ser humano. En muchas otras ocasiones se dice esto
explícitamente tanto en el A. T. como en el N. T. No se encuentra un análisis
conceptual ni sistemático, pero sí abundantes e inequívocas referencias cuando
la S. E. se ocupa de las relaciones del h. con Dios. Así cuando Cristo dice: «No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed
más bien a aquel que puede perder al alma y al cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).
El alma da vida al cuerpo; cuando el alma se separa o sale del cuerpo,
sobreviene la muerte (Gen 35,18). Herido de muerte, dice Saúl a una amalecita:
«Acércate a mí y mátame, porque me ha acometido un vértigo y todavía toda mi
alma está en mí» (tengo aún vida) (2 Sam 1,9). El alma siente dolor y tristeza (lob
27,2; Ps 42,6; 43,5), odio y desprecio (Is 1,14; Ps 11,5; Ier 15,1; Ez 25,15),
etc. En los Salmos se habla continuamente de los deseos y de las experiencias
del alma cara a Dios.
Cuando en el Magnificat se dice «mi alma glorifica al Señor y exulta de
júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1,46), no hay que entenderlo en el
sentido de la tricotomía cuerpo-alma-espíritu de origen platónico, sino como
debido al parallelismus membrorum de la poesía semítica. S. Pablo habla también
del alma y espíritu (Heb 4,12; 1 Thes 5,23; 1 Cor 2,14 ss.), pero desde luego no
con la intención de afirmar una tricotomía constitutiva. Alma y cuerpo son,
pues, realidades distintas y complementarias. «Pues el cuerpo corruptible agrava
el alma, y la morada terrestre oprime al alma pensativa» (Sap 9,15). Por Gen
2,7, sabemos que el alma no procede, en absoluto, de la evolución de la materia.
Es doctrina definida en el Conc. IV de Letrán y en el Vaticano 1 que el hombre
consta de dos partes esenciales, cuerpo material y alma espiritual: «ac deinde (condidit
creaturam) humanam quasi communem ex spiritu et corpore constitutam» (Denz.Sch.
800,3002). Alma y cuerpo no se contraponen dualísticamente (V. DUALISMO), sino
que forman una unidad sustancial, como veremos (v. infra, 7), pero la distinción
entre ambos es cuestión importante antes de otras consideraciones.
5. El alma humana es de naturaleza espiritual. El alma no procede del
cuerpo, ni desaparece con la muerte del individuo. Luego es de naturaleza
diversa a la del cuerpo; no es en absoluto corpórea; es espíritu (v.). Lo
acabamos de ver afirmado en una definición dogmática del Magisterio de la
Iglesia. Pero no es esto sólo. Un decreto de la antigua Sagrada Congregación del
índice, del 11 jun. 1855, contra el falso tradicionalismo (V. FIDEísMO Y
TRADICIONALISMO) de Bonnetty, establece que la razón puede probar con certeza la
espiritualidad del alma y la libertad del hombre (Denz.Sch 2812). El Conc. IV de
Constantinopla (869-870), al condenar el error bianímico, definió como dogma
católico que el hombre no posee más que una sola alma racional: «unam animam
rationabilem et intellectualem habere hominem» (Denz.Sch. 657; cfr. también ib.
301-303, 424-425, 502, 681, 750, 791, 801, 900-901, 1440-1441).
Para comprender qué se quiere decir con el término espíritu o espiritual
veamos de contraponerlo al concepto de lo material. La materia (v.) es la
sustancia o realidad dotada de extensión, es decir, que consta de «partes extra
partes». No es ésta la única propiedad de la sustancia material, pues la
materia, en la experiencia común, se halla afectada de peso, de una determinada
dureza, de un determinado color, etc. Pues bien, lo espiritual carece de todas
estas propiedades y en primer lugar de la extensión que está como subyacente a
todas ellas. Todo el mundo estaría de acuerdo en que lo espiritual es
impalpable, invisible; así lo reconoce la idea vulgar de lo espiritual (v.
EspíRITU). Pero si sólo fuera esto, lo espiritual sería la pura negación de las
propiedades de la materia sensible, ciertamente una pobre cosa. En realidad, el
concepto del espíritu como realidad positiva, de orden superior a la materia,
proviene de la experiencia de su fuerza y poder. Muéstrase ésta especialmente en
el conocimiento intelectual, en la libertad y responsabilidad, etc.
Conocimiento intelectual. El h. es capaz de un tipo de conocimiento que
puede llamarse propiamente espiritual y no sólo inmaterial, puesto que accede a
objetos absolutamente inmateriales en sí mismos, o bien a niveles
irrepresentables de la realidad material. En una palabra, algunos de los
contenidos cognoscitivos del ser humano no se resuelven en las categorías de la
representación: movimiento, figura, color, etc. A esto se le llamaría
pensamiento, por contraposición al conocimiento representativo o empírico. Estos
contenidos reciben el nombre de conceptos (v.).
La tradición empirista ha querido reducir el concepto a un conocimiento
representativo obtenido por superposición de imágenes (v.) más simples,
múltiples, relativas a individuos de la misma clase. Una consideración
fenomenológica, sin embargo, no puede por menos de registrar la diversidad entre
concepto e imagen. Cuando mediante la representación de un animal, p. ej.,
pretendo evocar un animal concreto que antes he visto, mediré la plenitud de su
fuerza por su ajuste con la vivacidad de la realidad antes percibida; cuando
evoco mediante la representación el esquema de animal, no de este o de aquel
animal, lo que busco entonces es un conocimiento resumido de sus características
sensibles: capacidad de movimiento, funciones vitales, quizá incluso el perfil,
etc. Por el contrario, mediante el concepto racional de animal aspiro no a
reproducir en mi interioridad las formas sensibles de la constitución o del
dinamismo animal, sino lo que el animal significa como un modo especial de vida,
a diferencia, p. ej., de la planta, o del hombre. La intuición conceptual apunta
no a una reproducción lo más perfecta posible de lo que está plásticamente dado
en la realidad, sino a la captación de lo que esa realidad es, es decir, de su
esencia. Este concepto lo mentamos cuando decimos, pongamos por caso, que el
animal es capaz de conocimiento sensible. Por otro lado, la escuela psicológica
de Würzburg tiene el mérito de haber mostrado de un modo experimental la
irreductibilidad del concepto a la imagen.
Es lo que, en definitiva, todo el mundo advierte en la experiencia común:
a saber, la existencia de contenidos cognoscitivos realmente abstractos,
conceptos que no encierran en sí nada de material. Así cuando hablamos de
felicidad, de justicia, de prudencia, de todos esos conceptos por los que se
apasionaba Sócrates (v.). Sin duda, la idea de felicidad o la de justicia o
prudencia tienen su origen en determinados estados o comportamientos humanos
susceptibles de una esquematización sensible. Pero lo que en ellos hay de
felicidad, de justicia o de prudencia es radicalmente y desde el principio Wa
esencia estrictamente inmaterial, es decir, absolutamente independiente de la
materia, aun cuando sea realizable en la materia de alguna manera. Aristóteles
decía en el De anima que el entendimiento tiene una operación en la que no
comunica con el cuerpo: la propiamente llamada operación de entender (ed. Bekker,
429al8-27). Operación intelectual que, al mismo tiempo, no es posible sino a
partir del conocimiento sensorial: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit
in sensu. Esto es, que si la operación intelectual está ligada a la operación de
los sentidos, dependiente de la materia, en sí misma la operación intelectual es
de orden propia y estrictamente espiritual, pues su objeto propio es
absolutamente independiente de las condiciones de la materia (v. CONOCIMIENTO t,
7).
Las intenciones intelectuales, pues, apuntan a la captación de lo que las
cosas son; el entendimiento capta el ser de las cosas; el ser (v.) es como el
umbral dentro del cual el entendimiento conoce. S. Tomás lo advirtió al decir: «quod
primo cadit in intellectu ens» (Sum. Th. 1 ql1 a2 ad4); «intellectus autem
respicit suum 'objectum secundum communem rationem entis» (Sum. Th. 1 q79 a7 in.
c.); «naturaliter intellectus noster cognoscit ens» (Contra Gentes, lib. 2, cap.
83). En estos y otros lugares S. Tomás vuelve sobre este principio: que el ser,
la ratio entis, es el objeto propio del entendimiento. Esto significa de entrada
que el entendimiento está abierto a la realidad en toda su amplitud. Aristóteles
había dicho que «el alma es de alguna manera todas las cosas» (ib. 431b21).
Merced, pues, al espíritu, el h. se encuentra llamado a posesionarse intelectual
y amorosamente de todo el universo. «Lo real -escribe S. Tomás- se halla en
doble relación con respecto al alma. Una es la siguiente: que lo real se halle
en el alma según el modo del alma y no según su propio modo; la otra relación
tiene lugar cuando el alma está en relación con una realidad que existe en su
propio ser. De este modo, una cosa cualquiera puede ser objeto del alma de dos
maneras. Una en cuanto que es tal que está en el alma, no según su propio modo
de ser, sino que está en ella según el modo de ser del alma; y esto es el
concepto de lo cognoscible en cuanto cognoscible. De otra manera puede ser una
cosa objeto del alma en cuanto que el alma se inclina hacia ella y está en
relación con ella según el modo de lo real que existe en sí mismo. Y esto es el
concepto de lo deseable en cuanto deseable» (De veritate,-g22'a10). Viene a ser
así el alma como un reflejo de todo el unive-so y al mismo tiempo como un abrazo
a todas las cosas que recuerda el amor de Dios que todo lo envuelve.
La acción específica del hombre. La acción humana es, pues, una acción
transida de raíz por lo espiritual. Puesto que el h. es un ser espiritual, es
capaz de comportamientos dirigidos de acuerdo con el sentido absoluto de las
cosas. El comportamiento específico del animal supone una captación cognoscitiva
del medio circundante. Mediante este conocimiento se apropia de los esquemas de
las cosas que encajan en sus finalidades biológicas. La oveja ve en el lobo al
animal temible, pero no sabe lo que es en sí mismo. Muchas de las ideas humanas
son en cierto sentido de este género, es decir, esquemas empíricos. Para el
negociante en carbón, éste es una mercancía que tiene un determinado peso o
densidad, que al tacto deja un tizne negro, etc.; pero no es lo mismo que para
un químico. Es decir, que muchas de nuestras ideas son ideas empíricas, esto es,
ideas que recogen la particular y subjetiva experiencia de lo que las cosas
significan para nosotros. Sin embargo, por encima de esa carga que depende de
las necesidades particulares, de los intereses respectivos, etc., captamos su
esencia siempre, aunque sea ello a veces de un modo rudimentario e imperfecto.
S. Tomás decía que hasta la esencia última de una mosca resulta desconocida.
Pero al mismo tiempo, es cierto que desde el comienzo, desde el primer contacto
con la cosa, nuestro entendimiento se hace cargo de la esencia, y, por tanto, de
lo que es ella en sí misma, con independencia de lo que represente o pueda
representar en la economía de nuestras necesidades biológicas o prácticas.
El espíritu y la reflexión (v.). Pero acaso donde aparece con más
evidencia el carácter espiritual del entendimiento humano es en su capacidad de
reflexionar. «Los seres más perfectos entre todos los seres, como son las
sustancias intelectuales, vuelven sobre su esencia por una perfecta reflexión.
En efecto, al conocer algo que está colocado fuera de ellos, de alguna manera
salen de sí mismos; pero en cuanto conocen que conocen, empiezan ya a volver a
sí mismos, puesto que el acto de conocimiento está a medio camino entre el
cognoscente y lo conocido. Esa reflexión llega a término en cuanto que conocen
su propia esencia» (S. Tomás, De Veritate, ql a9). En el comentario al Liber de
Causis extrae S. Tomás con todo rigor la consecuencia de la perfecta
espiritualidad y simplicidad de la sustancia capaz de autorreflexión. «Ningún
ser de naturaleza corpórea es capaz de convertirse o plegarse sobre sí mismo. Si
lo que se pliega (convertitur) sobre algo, se une (copulatur) a aquello sobre lo
cual se pliega, es manifiesto, por consiguiente, que también todas las partes
del cuerpo que se pliega sobre sí mismo se unirán (copulabuntur) a sí mismas, a
todas y cada una de ellas. Lo cual es imposible en todos los seres divisibles en
partes, por causa de la separación de las partes, por la que unas se encuentran
fuera de las otras» (In librum De Causis expositio, n° 190). Por eso quien haya
comprendido a Descartes (v.) y la experiencia del cogito no dudará en momento
alguno de la realidad del espíritu.
Pero el error cartesiano fue considerar el cogito como inicio de todo
conocimiento, cayendo además en la contraposición entre la res cogitans y la res
extensa. Así el idealismo (v.) elaboró una imagen excesivamente espiritualista
del hombre, mientras que Marx -(v.) pasó rápidamente sobre el tema del espíritu
humano, dejándolo fuera. Para el marxismo el fundamento de lo real es la
relación dialéctica entre el h. y la naturaleza. La forma inmediata de esta
relación es la necesidad; el trabajo es una forma mediata. A diferencia del
gesto instintivo de consumo de un fruto, el trabajo incluye una cierta dosis de
razón; en el trabajo se prolonga y sobrepasa la acción animal orientada a la
satisfacción de las necesidades. El trabajo es algo específicamente humano y
conduce a una humanización del objeto natural que resulta así adaptado al
hombre. Pero Marx no dice más. Determinar en qué consiste esa dosis de razón, en
qué estriba lo específicamente humano contenido en el trabajo, eso es algo que
no puede pasar por alto la reflexión filosófica. Hacerlo así es quedarse en la
pura ideología, materialista en este caso.
La libertad humana. El h. es, pues, un ser espiritual; por eso es persona.
Todo lo que llevamos dicho acerca de su carácter personal, y de lo que esto
supone en su encuentro con el mundo, de las cosas y de las personas, y sobre
todo cara a Dios, tiene aquí su fundamenta. Porque el h. es espiritual es capaz
de comunicación, es capaz de autotrascenderse en el mundo, en Dios, mediante la
palabra y la acción. Por eso también es libre. Es capaz de colocarse frente al
mundo y contemplarlo y vivirlo como es, y, por tanto, de aceptar esto o aquello,
o de rechazarlo, o de amarlo, porque nada de lo que conoce en la tierra resiste
parangón con la misma razón de bondad que descubre en la razón de ser. Dicho
esto, está establecido ya el significado más hondo y la más profunda raíz de la
libertad (v.) humana, en lo que tiene de realidad espiritual natural
(no-sobrenatural).
Pero podemos preguntarnos qué significa la libertad en la conducta del
hombre. Pues bien, lo primero que cabe señalar es que la conducta libre es una
conducta regida por la voluntad que se autodetermina a sí misma. Cada uno tiene
la experiencia de que puede optar entre varias posibles acciones (libertad de
especificación) y de que puede optar asimismo por obrar o abstenerse de obrar
(libertad de ejercicio). Sin duda, cuando me inclino por alguno de esos extremos
no lo hago sin motivos; cuando escojo un modo de actuar, es porque tengo razones
que lo hacen aconsejable. Algunos filósofos, como Leibniz (v.), han llegado a
negar la libertad ante la consideración de que la voluntad va a decidirse por el
motivo que ofrezca más peso al sujeto; no tendríamos así una conducta libre,
porque la voluntad se vería necesitada por lo que, al menos subjetivamente,
aparece como el bien más alto; la voluntad estaría determinada. Sin embargo,
cuando hablamos de actuación libre queremos decir que en último término es la
voluntad la que decide, determinando incluso cuál será el motivo que prime sobre
los demás. Ninguno de los motivos llena la nostalgia de bien (v.) que late en el
querer del h.; hasta el punto de que la voluntad puede prescindir de los motivos
y hacer valer otros por los que se decide. Se echa de ver por ahí el enorme
papel que juega la voluntad (v.) en el hacerse del h. y cómo éste no puede ser
subyugado por ninguna realidad finita. Sólo la voluntad no es «libre», sólo se
ve atraída «necesariamente» por la razón de bien, que se posee en la felicidad
(v.), y por el Sumo Bien (Dios), siempre, naturalmente, que sea conocido como
tal, cosa que no sucede perfectamente en esta vida terrena (v. DIOS iv, 6).
El seguimiento de la llamada del bien exige una lucha contra todo lo que
el h. encuentra dentro de sí de egoísmo, contra todas aquellas fuerzas que no
están dirigidas rectamente a lo que en él debe salvaguardar como don recibido de
Dios: todo lo que en él son cualidades y perfecciones, modo de ser propio, etc.
Debe luchar por realizar positivamente su libertad hasta las últimas
consecuencias; en este sentido la libertad es una conquista. En definitiva la
libertad humana es una libertad creada, como el h. mismo, participada de Dios,
limitada, pero que crece cuanto más se aproxima al Bien. Si algo llama la
atención en la lectura del Evangelio es la libertad con que Cristo se mueve por
la vida. Cristo es el que es. No está sujeto a los respetos humanos ni a ninguna
clase de intimidación (cfr. Lc 13,31-32). El h. es libre y se siente libre
cuando es él mismo, cuando puede expresarse como es. Nada de esto debe ser una
soberbia autoafirmación frente a Dios y frente a los demás. Cristo pudo decir:
«el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). El
camino de la libertad pasa por la abnegación (V. ASCETISMO II; LUCHA ASCÉTICA).
En esa justa afirmación del h. en su libertad no sólo ha de luchar contra
barreras colocadas fuera de él, sino ante todo contra su proyección interior
bajo forma de exigencias o normas inauténticas. A veces, sentimientos de
estrechez, de paralización, de bloqueo, no obedecen tanto a trabas del exterior,
como al abandono del individuo en lo inauténtico, por miedo a la propia libertad
y responsabilidad. No se entiende con esto que el ideal de la libertad consista
en la más perfecta «espontaneidad» de las fuerzas vitales y psíquicas, y en la
expansión desaforada de los instintos. Lo auténtico no es lo espontáneo sin más;
sino que dice relación a la propia verdad, que no es un conjunto de verdades
parciales, y aún menos de falsedades. La realización de la libertad
ordinariamente implica la salvación de todos los valores de la persona, desde
los de la vitalidad hasta los más trascendentes. Pero, puede ocurrir que la más
perfecta realización de la libertad comporte el sacrificio de algún orden de
valores. La fortaleza sobrenatural lleva al cristiano a estar dispuesto al
sacrificio de la propia vida hasta la muerte, por la confesión de la propia fe
(v. MÁRTIR; FORTALEZA i1). Pero aun en ese caso, esos valores se salvan, quedan
intactos en la persona, si ésta se acerca a la muerte con libertad. Es lo que
sucede, por lo demás, en la vivencia auténtica de la mortificación (v.)
cristiana, no ya de un modo esporádico y ante situaciones -límites, sino al
ritmo, todo lo continuo que se quiera imaginar, que el alma advierte impulsada
por la Gracia de Dios.
6. Inmortalidad del alma humana. Del hecho de que el alma humana realiza
operaciones estrictamente espirituales (intelección, reflexión, elección, etc.),
que no dependen intrínseca ni esencialmente del cuerpo, se deriva inmediatamente
que el alma del h. subsiste en sí misma, pues nada puede ejercer una operación
por sí si no es verdaderamente subsistente. La corrupción del cuerpo, pues, no
puede alcanzar al alma. Y de otra parte, el alma, por ser de naturaleza
espiritual, es simple, y no es susceptible de corrupción en sí misma. En el
fondo, para quien tiene una auténtica experiencia del propio espíritu, la
cuestión de la inmortalidad del alma es algo claro. Sabe que hay algo en él, su
más profundo yo, que está por encima de cualquier vicisitud que ataña al cuerpo.
El alma tiene su propio actus essendi, acto de ser, que comunica al cuerpo, en
el que el cuerpo participa (cfr. Sum. Th., 1 q75). Cualquier h. advierte la
presencia en sí del espíritu, y lo percibe como su constitutivo más radical y
propio. El yo (v.) puede extrañar el cuerpo, nunca al espíritu. Sucede que en
toda captación cognoscitiva hay una aprehensión concomitante de la propia alma.
Esta inmortalidad (v.) se revela en un más o menos vivo o apagado
presentimiento o deseo de inmortalidad, por más que pueda estar oscurecido por
la desesperanza o por el sentimiento de caducidad que despierta la mutabilidad
del mundo corporal, el hecho del envejecimiento y de la muerte o el gastarse de
los seres que transcurren en la temporalidad (cfr. Contra gentes, 2,55). Pero en
este punto, de importancia capital para la salvación de todo h., el conocimiento
y el sentimiento natural ha sido asegurado por la Revelación de Dios en la S. E.
y declarado por el Magisterio, de divina institución, en la Iglesia. Así, p. ej.,
el Conc. V de Letrán (Denz.Sch. 14401441) ha definido como verdad revelada que
el alma humana es inmortal.
Contra lo afirmado por algunos críticos racionalistas, el A. T. contiene
desde el comienzo testimonios sobre la inmortalidad, si bien a veces no de modo
explícito. A Abraham le dice Yahwéh: «Tú irás a reunirte en paz con tus padres,
y serás sepultado en buena ancianidad»
(Gen 15,15). Los muertos van a juntarse con los de su pueblo (Gen
25,8.17). Yahwéh dice a Moisés sobre su muerte cercana: «He aquí que vas ya a
dormirte con tus padres» (Dt 31,16). El alma, después de la muerte, entra en el
sheol, en la mansión común donde moran las almas (Gen 37,35). En el libro de la
Sabiduría se encuentran enseñanzas muy claras y abundantes, p. ej., cuando habla
de la suerte de los justos que no es la que los impíos presumen: «Éstos son sus
pensamientos, pero se equivocan, porque los ciega su maldad. Y desconocen los
misteriosos juicios de Dios y no esperan la recompensa de la justicia ni estiman
el glorioso premio de las almas puras. Porque Dios creó al hombre para la
inmortalidad y le hizo a imagen de su naturaleza» (Sap 2,2123). En el capítulo
siguiente, se afirma además que: «las almas de los justos están en las manos de
Dios y el tormento no las alcanzará» (Sap 3,1).
En el N. T., Jesús afirma: «No temáis a los que matan el cuerpo, que al
alma no pueden matarla» (Mi 10,28). S. Pablo cree que se unirá con Cristo nada
más morir (Philp 1,23). Abundantes pasajes e ideas del N. T. dan testimonio de
esta verdad como de un principio capital, fuera del cual no se entiende la
doctrina de Cristo.
En suma, según el testimonio de la Revelación, el h. es un ser que desde
que viene a la existencia en un determinado momento, ha de recorrer un camino en
esta tierra, homo viator, en el que, sobre todo por su espíritu (pero realmente
con todo su ser) ha de encontrarse con Dios progresivamente, en el Amor, en la
Verdad, en la Esperanza. Si ha sido así a lo largo de su vida terrena, muriendo
en gracia de Dios, después de la muerte, sin dejar de ser él mismo, se
encontrará definitivamente con Él, para siempre, logrando así en su alma y
después también en su cuerpo la más perfecta realización de sí mismo, que
coincide con la glorificación de Dios (v. CIELO tii). La resurrección (v.) del
cuerpo aparece en el N. T. como consecuencia de la resurrección de Cristo, y
como elemento indisoluble de la esperanza en Él. «Si la resurrección de los
muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es
nuestra predicación, vana es nuestra fe. Seremos falsos testigos de Dios, porque
contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo» (1 Cor 15,13-15). Es éste
un dogma de la fe cristiana, profesado en el Símbolo Apostólico: «Creo... en la
resurrección de la carne».
7. Origen de las almas. Por lo que se ha dicho acerca del carácter
espiritual del alma humana, ya se colige que el origen de cada una de ellas no
puede ser otro que su inmediata creación por Dios. Esto es lo que afirma también
la S. E. (Sap 15,11; Eccli 12,7); en el mismo sentido se ha manifestado,
naturalmente, el Magisterio de la Iglesia. Así en la condenación de la
preexistencia de las almas: Conc. de Constantinopla (543), Denz.Sch. 403 ss.,
Conc. de Braga (561), Denz.Sch. 455 SS. (v. METEMPSícoSIS). El Conc. V de Letrán
afirma que el alma es infundida en el cuerpo (Denz.Sch. 1440-1441); en la bula
de Alejandro VII sobre la Concepción Inmaculada de María (a. 1661), se habla de
la «creación e infusión» del alma de la Virgen en su cuerpo (Denz.Sch. 2015).
Dios crea en cada caso el alma con ocasión del acto generador por el que los
padres trasmiten a las nuevas criaturas sus particularidades somáticas y
psíquicas (cfr. Pío XII ene. Humani generis). El Conc. V de Letrán (Denz.Sch.
1440-1441) ha definido la individualidad de cada una de las almas, contra los
que sostenían la existencia de un alma universal común. Es doctrina explícita de
la S. E. (Gen 14,21; 49,6; Dt 24,6; 10,22; Ier 3,11; Is 3,9; Ps 3,3 11,1; 35,7;
88,4; 120,6; lob 14,22; etcétera). Puesto que Dios crea un alma apropiada al
cuerpo engendrado en cada caso por los padres, puede decirse que la desigualdad
entre las almas está indirectamente determinada por la desigualdad de los
cuerpos, que, desde luego, no es ajena en absoluto a las disposiciones
providentes de Dios. En cada alma se realiza de un modo distinto la idea de
espíritu humano ínsita en Dios. La persona ante Dios no es intercambiable.
Así, pues, la doctrina de la Iglesia es clara: «cada aparición de un ser.
humano resulta de una colaboración muy particular del hombre y de Dios. El
espíritu no se trasmite por generación, sólo Dios puede multiplicar las
conciencias. Lo hace por la vía providencial de la generación; pero, por su mera
aptitud de engendrar, los padres no pueden multiplicar el «yo» que son ellos. El
alma que da al niño ser un «yo», sentirse como un «yo», ser alguien, es don de
Dios. La colaboración entre el hombre y el Creador es aquí excepcionalmente
estrecha, pues termina no solamente en un cuerpo al que habitará un alma, sino
en un solo ser que es, a la par, cuerpo y alma» (R. Guelluy, o. c. en bibl.
154-155). No es posible el llamado traducianismo (v.), según el cual el alma de
cada hombre sería engendrada o trasmitida directamente por sus padres, igual que
el cuerpo.
V. t.: ANTROPOLOGÍA;ALMA ; CUERPO; PERSONA; HUMANISMO IV; y los demás
artículos indicados al comienzo de la voz HOMBRE.
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FRANCISCO BELTRÁN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991