HOMBRE. ESTUDIO FILOSÓFICO


Según la definición clásica, estoica pero de origen aristotélico, el h. es el zoón logikon, animal racional (cfr. Sexto Empírico, Hipotiposis pirronicas, 2,26). Acogida en la tradición escolástica medieval (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q34 a5; Contra gentes, 2,95 y 3,39; De potentia, 8,4,ob.5), esta definición pasa también al pensamiento moderno (cfr. Kant, Religion innerhalb der Grenzen der Blossen Vernunft, 114; v. t. el concepto de roseau pensant de Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg, 347). Permanece como punto de referencia firme a pesar de las críticas de que es objeto (últimamente de Heidegger, v., en Einführung in die Metaphysik, Tubinga 1953, 134, y Was heisst Denken, ib. 1954, 24-25,66), al menos en lo que se refiere a una consideración puramente filosófica, no teológica, del hombre.
     
      La innegable continuidad acerca de la concepción del h., atestiguada por la persistencia de tal noción, no debe en modo alguno ocultar la amplitud de las oscilaciones que se han dado a lo largo de la historia, ni hacer pasar por alto las variadas riquezas que en diversas etapas llenan la misma fórmula.
     
      1. Creación del hombre. A poco de comenzar, la S. Escritura narra la creación del h. (v. II). Sucede esto después que Dios creara la tierra y el agua, la luz y los astros, y los animales y plantas que pueblan la tierra. No había todavía, entonces, «hombre que la labrase ni rueda que subiese el agua con que regarla» (Gen 2,5-6). Todo el universo y el cúmulo de seres que lo forman proceden de Dios por creación: son criaturas salidas de la mano de Dios, reflejo de las ideas divinas y expresión de su entendimiento y voluntad transidos de poder. La obra creadora es presentada en el libro del Génesis con símiles tomados de las acciones humanas. En algún grado esto no podía ser de otra manera, puesto que la Revelación divina ha de ser expresada en un lenguaje humano, si es que ha de encontrar audiencia en unos destinatarios humanos (V. REVELACIÓN II-III). Por eso, el esquema de los seis días, el que la creación del h. sea presentada al modo de la obra de un alfarero, el orden de aparición de un tipo de seres tras otro, etc., corresponde a ese lenguaje humano, a los modos de expresarse y géneros literarios del escritor. Y con ese lenguaje la designación sucesiva de los diversos seres en la narración del Génesis equivale a la reiterada y particular afirmación de la verdad, verdad histórica, de que Dios ha creado todo cuanto cae bajo nuestra experiencia. Es una clara enseñanza doctrinal del Génesis, y de otros lugares de la S. E., que todo ha sido creado por Dios, y que, en particular, ha conformado el cuerpo del hombre. El cómo en este caso importa menos: «Que Dios haya formado al hombre del lodo de la tierra con sus manos, es una interpretación o creencia literal demasiado pueril» (San Agustín, De Genesi ad litteram, 6,12,20). (Véase ampliamente tratado el tema en CREACIóN I.)
     
      Pues bien, cuando ese mundo natural está acabado, merced a la palabra todopoderosa de Dios, cuando ese mundo es acogido por Dios en el calor de su estimación («y vio Dios que era bueno» Gen 1,10 ss.), decide Él la creación del h.: ser intermedio entre los espíritus puros y los seres materiales, en medio de ellos como resumen o síntesis de esos dos mundos (cfr. Conc. IV Lateranense: Denz.Sch. 800). En verdad el h. se presenta en la S. E. como consumación y coronación de toda la creación. «Nosotros hemos sido enseñados que Dios no hizo el mundo al azar, sino por causa del género humano» escribía S. Justino (hacia el año 150, en Apología II, ed. BAC en Padres apologistas griegos, Madrid 1971, 150). La tierra es el lugar de la acción del h., de su arte, de su trabajo, de su cultura (Gen 1,26.28 y 2,15). El h. es una criatura de Dios, hecha a su imagen y semejanza (Gen 1,26a); he aquí un punto de capital importancia que ilumina todo lo referente a su vida y a su destino de acuerdo con la Biblia.
     
      a) Creación de Adán. «Formó Yahwéh Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gen 2,7). Dejando aparte lo poético de la expresión, encontramos aquí otra afirmación importante: que el h. viene del polvo; imagen a la cual recurre la Escritura (Gen 3,19; Sap 9,15; 7,1; etc.) para hacer notar la caducidad y mortalidad del h. tan comentada por los Salmos. Se abre así la Escritura, con la declaración casi al unísono, de la miseria y grandeza del h., vistas en su más radical fundamento (V. ADÁN).
     
      b) Creación del alma. Según Gen 2,7 Dios insufló en el cuerpo del primer h. «aliento de vida». No se ha de entender esto literalmente, como una acción de soplar; se expresa así que Dios le dio el alma: «fue así el hombre ser animado». La animación del hombre supone una actividad divina especial (v. II, 1). Y desde luego, enseña que el cuerpo y el alma son unidades distintas dentro de la unidad del ser humano. Muchos otros lugares de la Escritura corroboran esta distinción entre alma y cuerpo como realidades diversas (V. ALMA II), y lo mismo se establecería con razones filosóficas.
     
      c) Creación de Eva. En varios lugares indica la Escritura que Dios hizo al h. macho y hembra; así ocurre en la primera narración de la creación del h. (Gen 1.2627). Pero hay una larga referencia a la creación de la mujer y de su puesto en el universo. «Y se dijo Yahwéh Dios: no es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gen 2,18). Ya hemos visto cómo el h. aparece, según los planes de Dios, cuando la tierra se ofrece como casa y como suelo, para albergarlo y nutrirlo. Con lo que se deja ver cómo el h., en la visión que Dios tiene de él, no es en manera alguna un ser puramente espiritual, sino sujeto a una serie de necesidades y ordenado a establecer multitud de lazos corpóreoespirituales con la Naturaleza para la planificación de la propia vida. No se entiende el h. sin los animales, sin los ríos, sin la montaña, sin la tierra prometedora que lo sustenta. Pues bien, aquí se descubre algo más; todavía el h. está solo. «Yahwéh Dios trajo ante el hombre todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría... Pero entre todos ellos no había para el hombre ayuda semejante a él» (Gen 2,19-20). Le hacía falta un ser que colmara su soledad. «Hizo, pues, Yahwéh Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó Yahwéh Dios a la mujer, y se la presentó al hombre» (Gen 2,21-22; V. EVA).
     
      Para una exposición detallada de los puntos aquí sólo esbozados (creación y especial intervención divina en el origen del hombre, el alma, la primera pareja) deben verse los arts. ADÁN; EVA; ALMA; ESPÍRITU, que pueden ser completados con MONOGENISMO Y POLIGENISMO y EVOLUCIÓN V.
     
      2. El hombre, imagen de Dios. No cabe duda de que las enseñanzas bíblicas hasta aquí consignadas perfilan el ser del h. enraizándolo en el misterio de su origen divino. Pero, lo más esencial, el centro del misterio lo encontramos en Gen 1,26: «Díjose entonces Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se muevan sobre ella» (V. IMAGEN DE DIOS). Esto es el hombre según la Revelación. Éste es el h. de la fe cristiana, a leguas de distancia de todo cuanto hayan podido columbrar los momentos más eminentes de la historia del pensamiento humano, y al mismo tiempo abarcadora e integradora de cuantas perspectivas valiosas puedan surgir de las inquisiciones humanas. Toda la historia está precedida por esta sencilla y a la vez profunda afirmación: «Cuando creó Dios al hombre, le hizo a imagen de Dios» (Gen 5,1). La historia puede dar comienzo: toda la historia, e incluso todo aquello que no llega a merecer este título, por quedarse arrinconado en la insignificancia ante los tribunales humanos.
     
      Por encima de todos los cambios, de todas las situaciones por las que puede atravesar, sea cual sea la imagen que encuentre en el espejo de la reflexión sobre sí mismo, el h. es imagen de Dios. « ¡Oh Yahwéh, Señor nuestro, cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra! ¡Cómo cantan los altos cielos su majestad! Las bocas mismas de los niños y de los que maman son ya fuerte argumento contra tus adversarios, para reducir al silencio al enemigo y al perseguidor. Cuando contemplo los cielos, obra de tus manos, la luna y las estrellas, que Tú has establecido: ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes? Y le has dicho poco menos que Dios, le has coronado de gloria y de honor» (Ps 8,1-7). No hay aquí retórica que rice la hinchazón del h. o desconocimiento de los abismos que a veces se abren bajo sus pies. En Eccli 17,1-10, están reunidas grandeza y miseria del h.: «El Señor formó al hombre de la tierra. Y de nuevo le hará volver a ella. Le señaló un número contado de días, y le dio el dominio sobre ella. Le vistió de la fortaleza a él conveniente y le hizo según su propia imagen. Infundió el temor de él en toda carne, y sometió a su imperio todas las bestias y las aves. Diole lengua, ojos y oídos, y un corazón inteligente; llenóle de ciencia e inteligencia y le dio a conocer el bien y el mal. Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras, para que alabara su nombre santo, y pregonara la grandeza de sus obras, y añadióle ciencia, dándole en posesión una luz de vida. Estableció con ellos un pacto eterno y les enseñó sus juicios». El «homo homini lupus» de Hobbes (v.), la «fiera» de Spengler (v.) no son más que ideas empíricas que pueden empañar la imagen; el pecado la desfigura, pero no la destruye, por más que el h. se empeñe en encenegarse en su propia miseria y complacerse en su propia bajeza.
     
      Con todo, el h. no es imagen perfecta de Dios. Sólo el Hombre por antonomasia, Cristo, es perfecta imagen de Dios, no en su anonadamiento en la forma de siervo, sino como Cristo Resucitado y Glorificado (cfr. Heb 1,2-3). Por ahora, la imagen de Dios en el h. está como velada y oculta dentro de su indestructibilidad. «Entonces, seremos semejantes a Él» (1 Cor 13,12).
     
      S. Ireneo (v.) se ocupó de este tema bíblico: la imago es una realidad natural, mientras que la similitudo sería una gracia concedida por Dios directamente al alma de la que participa el cuerpo. S. Agustín (v.) y S. Tomás de Aquino (v.) prestan también atención a esta distinción, pero no la aceptan. El h. es semejanza de Dios sobre todo por el espíritu. Pero también en el cuerpo humano brilla su gloria. S. Tomás lo entendió muy bien: «El alma humana se une con el cuerpo, porque de esta manera posee de una manera más perfecta su naturaleza, y es más semejante a Dios que cuando está separada del cuerpo: en efecto, cada cosa es semejante a Dios en cuanto que es perfecta, aunque la perfección de Dios y la perfección de la criatura no sean de la misma especie» (De potentia, 5,10 ad5). Todo el ser del h. es imagen de Dios. El rostro enormemente plástico del h. puede mostrarse alguna vez con un continente divino. Aunque el pecado original sea como un velo.
     
      Pero podemos ir más allá de los rasgos del rostro hasta los rasgos del mismo ser. El h. es ante todo persona, sustancia espiritual de naturaleza racional. Un ser que es él mismo, que se autoposee, que es responsable de sus actos; un ser que, por tanto, no se pierde entre los seres, ni se confunde con ellos; y que está invitado a realizar su mismidad. Dios deja que él sea el que es, más aún, lo afirma así y para siempre; no es el destino del h. anularse en la infinitud de Dios; es un ser llamado a ser y a afirmarse como tal, en toda su dignidad (v. PERSONA). Al mismo tiempo, vivirá de acuerdo con su dignidad personal cuando se abra al tú del otro, del prójimo, disponiéndose para ese encuentro mediante el cultivo de actitudes de servicio y de entrega a los demás, no enquistándose en una independencia desligada, o buscando la propia afirmación por la vía de una lucha en competencia, que le cierra el paso a la comprensión del bien del otro. Esto es así porque la persona humana es ser finito espiritual, abierto a la totalidad del ser y sobre todo al ser espiritual, que es el que da el sentido al ser en general.
     
      La persona no es intercambiable; la persona es un singulum; es un ser singular mucho más hondamente que lo pueda ser cualquier realidad material; es irrepetible. Puede suceder que esto no se corresponda con la imagen empírica del hombre, vigente en determinados momentos; puede suceder, como desde hace tiempo se viene diciendo, que en la moderna sociedad occidental tecnificada no haya lugar para un ser-persona; pero por encima de los naufragios, la persona queda intacta en lo que tiene de realidad fundamental, reflejo de la gloria de Dios, y siempre responsable ante Él. Toda especulación, o teoría, filosófica, social, política, etc., sobre el h., a la que falte esta raíz, esta fundamentación última, será siempre frágil, cuando no nefasta (y de ello ofrece elocuentes ejemplos la historia).
     
      La fe afirma que el h. es imagen de Dios. S. Agustín ha visto en el ser y en el dinamismo del espíritu humano una imagen de la vida trinitaria, sobre todo en la unitaria trinidad de espíritu-conocimiento-amor o memoria-inteligencia-voluntad (v. AGUSTíN, SAN 11, 4 y 111, 2). Los Santos Padres vuelven una y otra vez sobre el tema del h. como imagen de Dios en su ser natural y sobre todo por razón del don de la gracia. Comenta, p. ej., S. Gregorio de Nisa, después de transcribir el texto del Gen 1,26: « ¡Oh, qué milagro! Es creado el sol y no precede deliberación alguna; del mismo modo el cielo, con el cual no se puede comparar ninguna otra cosa de la creación. Una palabra produce todo esto, y esa palabra no dice nada sobre el de dónde y cómo o cosas parecidas. Y del mismo modo es creado todo lo demás: el éter, las estrellas, al aire en el centro, el mar, los animales, los árboles; una sola palabra comunica la existencia a todas estas cosas. Sólo en lo que concierne a la creación del hombre procede el Creador con gran parsimonia y premeditación: prepara la materia de que ha sido hecho el hombre, hace que la figura humana sea semejante a la hermosura original, señala al hombre una meta que ha de alcanzar en su desarrollo, y de este modo estructura una adecuada naturaleza, en correspondencia con las actividades y capaz de realizar su destino... Porque... el artista más perfecto ha dotado nuestra naturaleza de todo lo que necesita para cumplir su misión de dominio y señorío. Las excelencias del alma y aun el porte del cuerpo demuestran que el hombre ha nacido para dominar. En efecto, en el alma se ponen de manifiesto su majestad y dignidad real, elevadas sobre toda clase de bajezas, en el hecho de que es independiente y obra con plena libertad. ¿De quién es esto propio sino de un rey...? En lugar de púrpura está revestido de virtudes, que es el más regio de todos los vestidos; el cetro sobre el que se apoya es la propia inmortalidad, y en lugar de diadema real le adorna la corona de la justicia. De este modo aparece como revestido de la dignidad real, como viva imagen de la hermosura original... Dios es espíritu y logos; pues 'al principio era el Verbo' Tú percibes también en ti mismo el espíritu y el pensamiento, una imagen del espíritu y pensamiento en persona... Dios es, además, el amor y la fuente del amor, pues... Juan dice: 'el amor es de Dios' y 'Dios es amor' (1 lo 4,7 ss.). El Hacedor de nuestra naturaleza ha grabado también el amor en nuestro semblante, pues 'en esto conocerán que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros' (lo 13,35). Donde no se muestra el amor, la imagen queda... completamente desfigurada... Y el cuerpo humano tiene una posición erecta, elevado hasta el cielo, mirando hacia lo alto. También esto revela la soberanía y la dignidad real. Porque el que entre todos los seres sólo el hombre vaya derecho, mientras que todos los demás van inclinados hacia la tierra, muestra con toda claridad la diferencia de rango que hay entre los que están sometidos a su dominio, de una parte, y su propia libertad, de otra parte» (o. c. en bibl. cap. 2-8: PL 67,347 ss.).
     
      En fin, entre todos los rasgos del ser humano, el entendimiento es destacado en la Patrística como reflejo y semejanza divina. Así escribe S. Agustín en el 3"' discurso sobre el Evangelio de S. Juan, sec. 4a: «El entendimiento te distingue de los animales. No te enorgullezcas de ninguna otra cosa. ¿Te enorgulleces de tu fuerza? Los animales son más fuertes que tú. ¿Estás orgulloso de tu hermosura? Cuánto más hermosas no son las plumas del pavo real. ¿Bajo qué aspecto eres tú, pues, más noble? Mediante la imagen de Dios. ¿Dónde está la imagen de Dios? En el espíritu, en el entendimiento».
     
      Con todo, todas las imágenes naturales palidecen en comparación por la ofrecida por el misterio del h. en gracia (v.), del h. que se guía por las fuerzas teologales de la fe (v.), la esperanza (v.) y la caridad (v.).
     
      3. Soberanía del hombre sobre el mundo. Cuando la Escritura nos revela que el h. es imagen y semejanza de Dios, añade a renglón seguido: «Para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella» (Gen 1,26). «Dijo también Dios: Ahí os doy cuantas hierbas de semilla hay sobre la haz de la tierra toda, y cuantos árboles producen fruto de simiente para que todos os sirvan de alimento» (Gen 1,29).
     
      El h. ha sido hecho señor de la tierra. Todas las criaturas están puestas a su servicio y él ha de enseñorearse de ellas. Entendiendo que este señorío no es un señorío aherrojante, sino liberador; y que las criaturas cada una en su orden tienen puesto propio en la economía de la creación. Él ha de cultivarlas, ha de cuidar de ellas, no maltratarlas ni contaminarlas. «También a todos los animales de la tierra y a todas las aves del cielo, y a todos los vivientes que sobre la tierra están y se mueven les doy para comida cuanto de verde hierba la tierra produce» (Gen 1,30).
     
      Ese dominio que el h. está ordenado a ejercer sobre el resto de la creación, por tanto, no puede desconocer las leyes ínsitas en todo lo natural, es un dominio que transcurre dentro de los márgenes del respeto a las realidades. Pero acaso el punto esencial que cabe señalar es que el h. no debe hacerse esclavo de las cosas, dejar que su espíritu se adormezca; lo cual puede sucederle tanto en su trato con los demás seres de la Naturaleza e incluso con las otras personas, como con las cosas salidas de sus propias manos, con sus propias «creaciones».
     
      Que el h. haya de dominar sobre la tierra no quiere decir tampoco que sea ésta la única relación que guarde con el 'mundo. Las cosas valen algo por sí mismas, como criaturas, como seres que son, merecedores del elogio divino: «y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gen 1,31). Cuando la Biblia dice que el h. está para cultivar la tierra, «ut operaretur» (Gen 2,15) -y no lo presenta la primera vez como una pena acarreada por la comisión del pecado- preludia todo el esfuerzo del h. por transformar el ámbito de la Naturaleza y de la vida, el mundo. Recientemente se ha desarrollado esta verdad fundamental que atraviesa la S. E. desde el A. T. al N. T. en la teología del trabajo y de las realidades terrestres (Conc. Vaticano 11, 1. Escrivá de Balaguer, Y. Congar, G. Thils, J. L. Illanes; v. MUNDO 11; TRABAJO HUMANO VII).
     
      No se ha de entender esta afirmación de la Biblia como una indiscriminada legitimación de toda la moderna tecnificación del mundo y de la vida humana. Se podría decir que muchos han sabido cumplir el programa del saber de un Bacon (sobre el que hace algún tiempo se vierte la crítica de los filósofos: Husserl, Heidegger, etc.) apropiándose las leyes de funcionamiento de la realidad, pero ignoran las que podríamos llamar leyes del sentido. Esto lo ha visto bien Ph. Lersch (v.) en su libro El hombre en la actualidad, desde un punto de vista simplemente filosófico. Se muestra en él la falta, en muchos, de una actitud real y sencillamente teorética. El h. y toda la realidad cae así en la presa de un intento de perfecta racionalización y organización que reduce el horizonte de su vida a lo meramente utilitario, entendiéndose esto cada vez de un modo más estrecho y pobre.
     
      La racionalización se muestra en lo que tiene de pérdida de la amplitud de la realidad en los objetivos que pretende y aún más en la amputación de inmensas posibilidades de la personalidad humana que cesan al no encontrar salida más que en las disposiciones o tendencias que coinciden con esos objetivos, previstos de antemano. Quien mira al mundo desde la actitud racionalis ta, mira al mundo por un canuto. A quien mira así, incapacitado para gozarse profunda y limpiamente de las criaturas salidas de las manos de Dios, el mundo se le vuelve un confortable infierno. El trabajo, hechas las anteriores reservas y, sin duda, otras que cabe hacer, no es primordialmente un castigo, es una tarea encomendada al h. por Dios. En el trabajo el h. de alguna manera se hace a sí mismo, o mejor dicho, se perfecciona y perfecciona cuanto tiene alrededor. La lucha interior espiritual y lo penoso del trabajo sí son consecuencias del pecado (Gen 3,17-19).
     
      El descanso (v.), «el séptimo día Dios descansó», aparece como indisolublemente ligado a la actividad, al trabajo; las dificultades que el h. de nuestros días encuentra para descansar, el malgaste de las horas libres en actividades de diversión tan alejadas del verdadero ocio (v.) de los clásicos, tiene sus raíces en la misma desnaturalización de la actividad trabajadora. La exaltación del trabajo como actividad febril y titánica, polo opuesto de la morosidad del artista que se recrea en la producción de su obra, es francamente sospechosa, como ha señalado Pieper (El ocio y la vida intelectual, 2 ed. Madrid 1970).
     
      El hamo oraras. Así, pues, resultaría muy grave recortar la conducta del h. por el patrón de un exaltado activismo (v. ACTIVIDAD Y ACTIVISMO t1), con el pasaporte del engagement con las cambiantes situaciones humanas. Sin embargo, con el pretexto de una plausible lealtad a la tierra y al propio ser, no puede olvidarse que el h., según el punto de vista de Dios, antes que homo faber es homo orans, por decirlo gráficamente. Más aún, no puede ser lo uno sin lo otro. He aquí la conexión entre ambas dimensiones en el libro de la Sabiduría: «Contigo está la sabiduría conocedora de tus obras, que te asistió cuando hacías el mundo, y que sabe lo que es grato a tus ojos y lo que es recto según Ips preceptos. Mándala de tus santos cielos, y de tu trono de gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que es grato. Porque ella conoce y entiende todas las cosas, y me guiará prudentemente en mis obras, y me guardará en su esplendor; y mis obras te serán aceptas, y regiré tu pueblo con justicia, y seré digno del trono de mi padre» (Sap 9,9-12). La oración es la más alta actividad del h.; puesto que no es, en realidad, sino hablar con Dios. Por eso ocupó un lugar tan amplio en la ajetreada vida de Cristo, llena como ninguna de reclamaciones por parte de los hombres. Cuando en el Evangelio se lee: «Cada vez extendía más su fama, y concurrían numerosas muchedumbres para oírle y ser curados de sus enfermedades, pero Él se retiraba a lugares solitarios y se daba a la oración» (Lc 5,15), se comprende que toda postergación doctrinal (teórica o práctica) de la oración es ideología de -la que no anda lejos Satanás (V. ORACIóN II).
     
      El hombre ante Dios. Sentimientos de orgullo y de humildad se cruzan en el corazón humano atestiguando su semejanza con Dios. Cuando el h. reconoce su dependencia y la infinita distancia que le separa de Dios infinito, entonces su corazón se explaya en la humildad (v.). Cuando engañado por la infinita apertura de su espíritu se gloría en sí mismo, y lleva su libertad fuera de toda realidad, como es posible, a una autoafirmación absoluta, entonces se queda en la soledad de su imaginaria omnipotencia (v. SOBERBIA). Segundo camino éste que han tratado de seguir muchos filósofos recientes en Occidente: es la historia del principio de inmanencia (v.), como ha demostrado C. Fabro en su documentada Introduzione all'ateismo moderno; este falso camino es el del h. lugar de la autoconciencia del espíritu absoluto (Hegel), es el ateísmo de la izquierda hegeliana, marxista o existencialista, es el pragmatismo activista, es el ateísmo más o menos larvado de tanta literatura de altos y de menos altos vuelos (V. HEGELIANOS; MARX Y MARXISMO; EXISTENCIALISMO).
     
      «Llegóme la palabra de Yahwéh, que decía: antes que te formara en las maternas entrañas te conocía; antes que tú salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta de pueblos. Y dije: ¡Ah, Señor, Yahwéh! No sé hablar. Soy todavía un niño. Y me dijo Yahwéh: No digas: Soy todavía un niño, pues irás a donde te envíe Yo y dirás lo que Yo te mande» (Ier 1,4-7). Según el testimonio de la S. E., el h. está llamado a compartir la vida de Dios, consortes divinae naturae (2 Pet 1,4), partícipes de la suerte de Dios, lo cual comienza en la tierra y tiene su consumación en la visión eterna de Dios (v. EsCATOLOGÍA).
     
      Cada h. realizará, si es fiel a la llamada de Dios, la parte irreemplazable que le corresponde en la realización de los designios divinos. Muchos ejemplos podrían señalarse en el A. T. y N. T. de particulares llamadas de Dios, algunas de singulares repercusiones en la historia de los hombres. Pero la llamada de Dios va dirigida a todos; ninguno cae al margen de la interpelación de Dios (V. VOCACIóN). El h. es un tú delante de Dios. En realidad, es precisamente ahí delante del «Tú» divino donde el h. se mantiene en su más alta posibilidad y se realiza en lo que tiene de más singular. Dios trae a la existencia a este ser humano teniendo presente lo que está llamado a ser en esos designios divinos: «En Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia» (Eph 1,4); «Redemi te et vocavi te nomine tuo; meus es tu» (Is 43,1). La misma factura y constitución del mundo no son nada delante de esta interpelación que Dios dirige al hombre. Esta vocación, en cuanto gracia concedida por Dios, si no es rechazada o resistida por la voluntad, es la garantía de la fidelidad a la mismidad de la persona en lo que es más definitivamente, es decir, en lo que es ante Dios (v. SANTIDAD IV).
     
      4. El hombre como unidad de alma y cuerpo. Ya se ha visto, al tratar de la creación del h., que el alma y cuerpo son realidades distintas, dentro de la unidad de un único ser humano. En muchas otras ocasiones se dice esto explícitamente tanto en el A. T. como en el N. T. No se encuentra un análisis conceptual ni sistemático, pero sí abundantes e inequívocas referencias cuando la S. E. se ocupa de las relaciones del h. con Dios. Así cuando Cristo dice: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede perder al alma y al cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28). El alma da vida al cuerpo; cuando el alma se separa o sale del cuerpo, sobreviene la muerte (Gen 35,18). Herido de muerte, dice Saúl a una amalecita: «Acércate a mí y mátame, porque me ha acometido un vértigo y todavía toda mi alma está en mí» (tengo aún vida) (2 Sam 1,9). El alma siente dolor y tristeza (lob 27,2; Ps 42,6; 43,5), odio y desprecio (Is 1,14; Ps 11,5; Ier 15,1; Ez 25,15), etc. En los Salmos se habla continuamente de los deseos y de las experiencias del alma cara a Dios.
     
      Cuando en el Magnificat se dice «mi alma glorifica al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1,46), no hay que entenderlo en el sentido de la tricotomía cuerpo-alma-espíritu de origen platónico, sino como debido al parallelismus membrorum de la poesía semítica. S. Pablo habla también del alma y espíritu (Heb 4,12; 1 Thes 5,23; 1 Cor 2,14 ss.), pero desde luego no con la intención de afirmar una tricotomía constitutiva. Alma y cuerpo son, pues, realidades distintas y complementarias. «Pues el cuerpo corruptible agrava el alma, y la morada terrestre oprime al alma pensativa» (Sap 9,15). Por Gen 2,7, sabemos que el alma no procede, en absoluto, de la evolución de la materia. Es doctrina definida en el Conc. IV de Letrán y en el Vaticano 1 que el hombre consta de dos partes esenciales, cuerpo material y alma espiritual: «ac deinde (condidit creaturam) humanam quasi communem ex spiritu et corpore constitutam» (Denz.Sch. 800,3002). Alma y cuerpo no se contraponen dualísticamente (V. DUALISMO), sino que forman una unidad sustancial, como veremos (v. infra, 7), pero la distinción entre ambos es cuestión importante antes de otras consideraciones.
     
      5. El alma humana es de naturaleza espiritual. El alma no procede del cuerpo, ni desaparece con la muerte del individuo. Luego es de naturaleza diversa a la del cuerpo; no es en absoluto corpórea; es espíritu (v.). Lo acabamos de ver afirmado en una definición dogmática del Magisterio de la Iglesia. Pero no es esto sólo. Un decreto de la antigua Sagrada Congregación del índice, del 11 jun. 1855, contra el falso tradicionalismo (V. FIDEísMO Y TRADICIONALISMO) de Bonnetty, establece que la razón puede probar con certeza la espiritualidad del alma y la libertad del hombre (Denz.Sch 2812). El Conc. IV de Constantinopla (869-870), al condenar el error bianímico, definió como dogma católico que el hombre no posee más que una sola alma racional: «unam animam rationabilem et intellectualem habere hominem» (Denz.Sch. 657; cfr. también ib. 301-303, 424-425, 502, 681, 750, 791, 801, 900-901, 1440-1441).
     
      Para comprender qué se quiere decir con el término espíritu o espiritual veamos de contraponerlo al concepto de lo material. La materia (v.) es la sustancia o realidad dotada de extensión, es decir, que consta de «partes extra partes». No es ésta la única propiedad de la sustancia material, pues la materia, en la experiencia común, se halla afectada de peso, de una determinada dureza, de un determinado color, etc. Pues bien, lo espiritual carece de todas estas propiedades y en primer lugar de la extensión que está como subyacente a todas ellas. Todo el mundo estaría de acuerdo en que lo espiritual es impalpable, invisible; así lo reconoce la idea vulgar de lo espiritual (v. EspíRITU). Pero si sólo fuera esto, lo espiritual sería la pura negación de las propiedades de la materia sensible, ciertamente una pobre cosa. En realidad, el concepto del espíritu como realidad positiva, de orden superior a la materia, proviene de la experiencia de su fuerza y poder. Muéstrase ésta especialmente en el conocimiento intelectual, en la libertad y responsabilidad, etc.
     
      Conocimiento intelectual. El h. es capaz de un tipo de conocimiento que puede llamarse propiamente espiritual y no sólo inmaterial, puesto que accede a objetos absolutamente inmateriales en sí mismos, o bien a niveles irrepresentables de la realidad material. En una palabra, algunos de los contenidos cognoscitivos del ser humano no se resuelven en las categorías de la representación: movimiento, figura, color, etc. A esto se le llamaría pensamiento, por contraposición al conocimiento representativo o empírico. Estos contenidos reciben el nombre de conceptos (v.).
     
      La tradición empirista ha querido reducir el concepto a un conocimiento representativo obtenido por superposición de imágenes (v.) más simples, múltiples, relativas a individuos de la misma clase. Una consideración fenomenológica, sin embargo, no puede por menos de registrar la diversidad entre concepto e imagen. Cuando mediante la representación de un animal, p. ej., pretendo evocar un animal concreto que antes he visto, mediré la plenitud de su fuerza por su ajuste con la vivacidad de la realidad antes percibida; cuando evoco mediante la representación el esquema de animal, no de este o de aquel animal, lo que busco entonces es un conocimiento resumido de sus características sensibles: capacidad de movimiento, funciones vitales, quizá incluso el perfil, etc. Por el contrario, mediante el concepto racional de animal aspiro no a reproducir en mi interioridad las formas sensibles de la constitución o del dinamismo animal, sino lo que el animal significa como un modo especial de vida, a diferencia, p. ej., de la planta, o del hombre. La intuición conceptual apunta no a una reproducción lo más perfecta posible de lo que está plásticamente dado en la realidad, sino a la captación de lo que esa realidad es, es decir, de su esencia. Este concepto lo mentamos cuando decimos, pongamos por caso, que el animal es capaz de conocimiento sensible. Por otro lado, la escuela psicológica de Würzburg tiene el mérito de haber mostrado de un modo experimental la irreductibilidad del concepto a la imagen.
     
      Es lo que, en definitiva, todo el mundo advierte en la experiencia común: a saber, la existencia de contenidos cognoscitivos realmente abstractos, conceptos que no encierran en sí nada de material. Así cuando hablamos de felicidad, de justicia, de prudencia, de todos esos conceptos por los que se apasionaba Sócrates (v.). Sin duda, la idea de felicidad o la de justicia o prudencia tienen su origen en determinados estados o comportamientos humanos susceptibles de una esquematización sensible. Pero lo que en ellos hay de felicidad, de justicia o de prudencia es radicalmente y desde el principio Wa esencia estrictamente inmaterial, es decir, absolutamente independiente de la materia, aun cuando sea realizable en la materia de alguna manera. Aristóteles decía en el De anima que el entendimiento tiene una operación en la que no comunica con el cuerpo: la propiamente llamada operación de entender (ed. Bekker, 429al8-27). Operación intelectual que, al mismo tiempo, no es posible sino a partir del conocimiento sensorial: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Esto es, que si la operación intelectual está ligada a la operación de los sentidos, dependiente de la materia, en sí misma la operación intelectual es de orden propia y estrictamente espiritual, pues su objeto propio es absolutamente independiente de las condiciones de la materia (v. CONOCIMIENTO t, 7).
     
      Las intenciones intelectuales, pues, apuntan a la captación de lo que las cosas son; el entendimiento capta el ser de las cosas; el ser (v.) es como el umbral dentro del cual el entendimiento conoce. S. Tomás lo advirtió al decir: «quod primo cadit in intellectu ens» (Sum. Th. 1 ql1 a2 ad4); «intellectus autem respicit suum 'objectum secundum communem rationem entis» (Sum. Th. 1 q79 a7 in. c.); «naturaliter intellectus noster cognoscit ens» (Contra Gentes, lib. 2, cap. 83). En estos y otros lugares S. Tomás vuelve sobre este principio: que el ser, la ratio entis, es el objeto propio del entendimiento. Esto significa de entrada que el entendimiento está abierto a la realidad en toda su amplitud. Aristóteles había dicho que «el alma es de alguna manera todas las cosas» (ib. 431b21). Merced, pues, al espíritu, el h. se encuentra llamado a posesionarse intelectual y amorosamente de todo el universo. «Lo real -escribe S. Tomás- se halla en doble relación con respecto al alma. Una es la siguiente: que lo real se halle en el alma según el modo del alma y no según su propio modo; la otra relación tiene lugar cuando el alma está en relación con una realidad que existe en su propio ser. De este modo, una cosa cualquiera puede ser objeto del alma de dos maneras. Una en cuanto que es tal que está en el alma, no según su propio modo de ser, sino que está en ella según el modo de ser del alma; y esto es el concepto de lo cognoscible en cuanto cognoscible. De otra manera puede ser una cosa objeto del alma en cuanto que el alma se inclina hacia ella y está en relación con ella según el modo de lo real que existe en sí mismo. Y esto es el concepto de lo deseable en cuanto deseable» (De veritate,-g22'a10). Viene a ser así el alma como un reflejo de todo el unive-so y al mismo tiempo como un abrazo a todas las cosas que recuerda el amor de Dios que todo lo envuelve.
     
      La acción específica del hombre. La acción humana es, pues, una acción transida de raíz por lo espiritual. Puesto que el h. es un ser espiritual, es capaz de comportamientos dirigidos de acuerdo con el sentido absoluto de las cosas. El comportamiento específico del animal supone una captación cognoscitiva del medio circundante. Mediante este conocimiento se apropia de los esquemas de las cosas que encajan en sus finalidades biológicas. La oveja ve en el lobo al animal temible, pero no sabe lo que es en sí mismo. Muchas de las ideas humanas son en cierto sentido de este género, es decir, esquemas empíricos. Para el negociante en carbón, éste es una mercancía que tiene un determinado peso o densidad, que al tacto deja un tizne negro, etc.; pero no es lo mismo que para un químico. Es decir, que muchas de nuestras ideas son ideas empíricas, esto es, ideas que recogen la particular y subjetiva experiencia de lo que las cosas significan para nosotros. Sin embargo, por encima de esa carga que depende de las necesidades particulares, de los intereses respectivos, etc., captamos su esencia siempre, aunque sea ello a veces de un modo rudimentario e imperfecto. S. Tomás decía que hasta la esencia última de una mosca resulta desconocida. Pero al mismo tiempo, es cierto que desde el comienzo, desde el primer contacto con la cosa, nuestro entendimiento se hace cargo de la esencia, y, por tanto, de lo que es ella en sí misma, con independencia de lo que represente o pueda representar en la economía de nuestras necesidades biológicas o prácticas.
     
      El espíritu y la reflexión (v.). Pero acaso donde aparece con más evidencia el carácter espiritual del entendimiento humano es en su capacidad de reflexionar. «Los seres más perfectos entre todos los seres, como son las sustancias intelectuales, vuelven sobre su esencia por una perfecta reflexión. En efecto, al conocer algo que está colocado fuera de ellos, de alguna manera salen de sí mismos; pero en cuanto conocen que conocen, empiezan ya a volver a sí mismos, puesto que el acto de conocimiento está a medio camino entre el cognoscente y lo conocido. Esa reflexión llega a término en cuanto que conocen su propia esencia» (S. Tomás, De Veritate, ql a9). En el comentario al Liber de Causis extrae S. Tomás con todo rigor la consecuencia de la perfecta espiritualidad y simplicidad de la sustancia capaz de autorreflexión. «Ningún ser de naturaleza corpórea es capaz de convertirse o plegarse sobre sí mismo. Si lo que se pliega (convertitur) sobre algo, se une (copulatur) a aquello sobre lo cual se pliega, es manifiesto, por consiguiente, que también todas las partes del cuerpo que se pliega sobre sí mismo se unirán (copulabuntur) a sí mismas, a todas y cada una de ellas. Lo cual es imposible en todos los seres divisibles en partes, por causa de la separación de las partes, por la que unas se encuentran fuera de las otras» (In librum De Causis expositio, n° 190). Por eso quien haya comprendido a Descartes (v.) y la experiencia del cogito no dudará en momento alguno de la realidad del espíritu.
     
      Pero el error cartesiano fue considerar el cogito como inicio de todo conocimiento, cayendo además en la contraposición entre la res cogitans y la res extensa. Así el idealismo (v.) elaboró una imagen excesivamente espiritualista del hombre, mientras que Marx -(v.) pasó rápidamente sobre el tema del espíritu humano, dejándolo fuera. Para el marxismo el fundamento de lo real es la relación dialéctica entre el h. y la naturaleza. La forma inmediata de esta relación es la necesidad; el trabajo es una forma mediata. A diferencia del gesto instintivo de consumo de un fruto, el trabajo incluye una cierta dosis de razón; en el trabajo se prolonga y sobrepasa la acción animal orientada a la satisfacción de las necesidades. El trabajo es algo específicamente humano y conduce a una humanización del objeto natural que resulta así adaptado al hombre. Pero Marx no dice más. Determinar en qué consiste esa dosis de razón, en qué estriba lo específicamente humano contenido en el trabajo, eso es algo que no puede pasar por alto la reflexión filosófica. Hacerlo así es quedarse en la pura ideología, materialista en este caso.
     
      La libertad humana. El h. es, pues, un ser espiritual; por eso es persona. Todo lo que llevamos dicho acerca de su carácter personal, y de lo que esto supone en su encuentro con el mundo, de las cosas y de las personas, y sobre todo cara a Dios, tiene aquí su fundamenta. Porque el h. es espiritual es capaz de comunicación, es capaz de autotrascenderse en el mundo, en Dios, mediante la palabra y la acción. Por eso también es libre. Es capaz de colocarse frente al mundo y contemplarlo y vivirlo como es, y, por tanto, de aceptar esto o aquello, o de rechazarlo, o de amarlo, porque nada de lo que conoce en la tierra resiste parangón con la misma razón de bondad que descubre en la razón de ser. Dicho esto, está establecido ya el significado más hondo y la más profunda raíz de la libertad (v.) humana, en lo que tiene de realidad espiritual natural (no-sobrenatural).
     
      Pero podemos preguntarnos qué significa la libertad en la conducta del hombre. Pues bien, lo primero que cabe señalar es que la conducta libre es una conducta regida por la voluntad que se autodetermina a sí misma. Cada uno tiene la experiencia de que puede optar entre varias posibles acciones (libertad de especificación) y de que puede optar asimismo por obrar o abstenerse de obrar (libertad de ejercicio). Sin duda, cuando me inclino por alguno de esos extremos no lo hago sin motivos; cuando escojo un modo de actuar, es porque tengo razones que lo hacen aconsejable. Algunos filósofos, como Leibniz (v.), han llegado a negar la libertad ante la consideración de que la voluntad va a decidirse por el motivo que ofrezca más peso al sujeto; no tendríamos así una conducta libre, porque la voluntad se vería necesitada por lo que, al menos subjetivamente, aparece como el bien más alto; la voluntad estaría determinada. Sin embargo, cuando hablamos de actuación libre queremos decir que en último término es la voluntad la que decide, determinando incluso cuál será el motivo que prime sobre los demás. Ninguno de los motivos llena la nostalgia de bien (v.) que late en el querer del h.; hasta el punto de que la voluntad puede prescindir de los motivos y hacer valer otros por los que se decide. Se echa de ver por ahí el enorme papel que juega la voluntad (v.) en el hacerse del h. y cómo éste no puede ser subyugado por ninguna realidad finita. Sólo la voluntad no es «libre», sólo se ve atraída «necesariamente» por la razón de bien, que se posee en la felicidad (v.), y por el Sumo Bien (Dios), siempre, naturalmente, que sea conocido como tal, cosa que no sucede perfectamente en esta vida terrena (v. DIOS iv, 6).
     
      El seguimiento de la llamada del bien exige una lucha contra todo lo que el h. encuentra dentro de sí de egoísmo, contra todas aquellas fuerzas que no están dirigidas rectamente a lo que en él debe salvaguardar como don recibido de Dios: todo lo que en él son cualidades y perfecciones, modo de ser propio, etc. Debe luchar por realizar positivamente su libertad hasta las últimas consecuencias; en este sentido la libertad es una conquista. En definitiva la libertad humana es una libertad creada, como el h. mismo, participada de Dios, limitada, pero que crece cuanto más se aproxima al Bien. Si algo llama la atención en la lectura del Evangelio es la libertad con que Cristo se mueve por la vida. Cristo es el que es. No está sujeto a los respetos humanos ni a ninguna clase de intimidación (cfr. Lc 13,31-32). El h. es libre y se siente libre cuando es él mismo, cuando puede expresarse como es. Nada de esto debe ser una soberbia autoafirmación frente a Dios y frente a los demás. Cristo pudo decir: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). El camino de la libertad pasa por la abnegación (V. ASCETISMO II; LUCHA ASCÉTICA). En esa justa afirmación del h. en su libertad no sólo ha de luchar contra barreras colocadas fuera de él, sino ante todo contra su proyección interior bajo forma de exigencias o normas inauténticas. A veces, sentimientos de estrechez, de paralización, de bloqueo, no obedecen tanto a trabas del exterior, como al abandono del individuo en lo inauténtico, por miedo a la propia libertad y responsabilidad. No se entiende con esto que el ideal de la libertad consista en la más perfecta «espontaneidad» de las fuerzas vitales y psíquicas, y en la expansión desaforada de los instintos. Lo auténtico no es lo espontáneo sin más; sino que dice relación a la propia verdad, que no es un conjunto de verdades parciales, y aún menos de falsedades. La realización de la libertad ordinariamente implica la salvación de todos los valores de la persona, desde los de la vitalidad hasta los más trascendentes. Pero, puede ocurrir que la más perfecta realización de la libertad comporte el sacrificio de algún orden de valores. La fortaleza sobrenatural lleva al cristiano a estar dispuesto al sacrificio de la propia vida hasta la muerte, por la confesión de la propia fe (v. MÁRTIR; FORTALEZA i1). Pero aun en ese caso, esos valores se salvan, quedan intactos en la persona, si ésta se acerca a la muerte con libertad. Es lo que sucede, por lo demás, en la vivencia auténtica de la mortificación (v.) cristiana, no ya de un modo esporádico y ante situaciones -límites, sino al ritmo, todo lo continuo que se quiera imaginar, que el alma advierte impulsada por la Gracia de Dios.
     
      6. Inmortalidad del alma humana. Del hecho de que el alma humana realiza operaciones estrictamente espirituales (intelección, reflexión, elección, etc.), que no dependen intrínseca ni esencialmente del cuerpo, se deriva inmediatamente que el alma del h. subsiste en sí misma, pues nada puede ejercer una operación por sí si no es verdaderamente subsistente. La corrupción del cuerpo, pues, no puede alcanzar al alma. Y de otra parte, el alma, por ser de naturaleza espiritual, es simple, y no es susceptible de corrupción en sí misma. En el fondo, para quien tiene una auténtica experiencia del propio espíritu, la cuestión de la inmortalidad del alma es algo claro. Sabe que hay algo en él, su más profundo yo, que está por encima de cualquier vicisitud que ataña al cuerpo. El alma tiene su propio actus essendi, acto de ser, que comunica al cuerpo, en el que el cuerpo participa (cfr. Sum. Th., 1 q75). Cualquier h. advierte la presencia en sí del espíritu, y lo percibe como su constitutivo más radical y propio. El yo (v.) puede extrañar el cuerpo, nunca al espíritu. Sucede que en toda captación cognoscitiva hay una aprehensión concomitante de la propia alma.
     
      Esta inmortalidad (v.) se revela en un más o menos vivo o apagado presentimiento o deseo de inmortalidad, por más que pueda estar oscurecido por la desesperanza o por el sentimiento de caducidad que despierta la mutabilidad del mundo corporal, el hecho del envejecimiento y de la muerte o el gastarse de los seres que transcurren en la temporalidad (cfr. Contra gentes, 2,55). Pero en este punto, de importancia capital para la salvación de todo h., el conocimiento y el sentimiento natural ha sido asegurado por la Revelación de Dios en la S. E. y declarado por el Magisterio, de divina institución, en la Iglesia. Así, p. ej., el Conc. V de Letrán (Denz.Sch. 14401441) ha definido como verdad revelada que el alma humana es inmortal.
     
      Contra lo afirmado por algunos críticos racionalistas, el A. T. contiene desde el comienzo testimonios sobre la inmortalidad, si bien a veces no de modo explícito. A Abraham le dice Yahwéh: «Tú irás a reunirte en paz con tus padres, y serás sepultado en buena ancianidad»
     
      (Gen 15,15). Los muertos van a juntarse con los de su pueblo (Gen 25,8.17). Yahwéh dice a Moisés sobre su muerte cercana: «He aquí que vas ya a dormirte con tus padres» (Dt 31,16). El alma, después de la muerte, entra en el sheol, en la mansión común donde moran las almas (Gen 37,35). En el libro de la Sabiduría se encuentran enseñanzas muy claras y abundantes, p. ej., cuando habla de la suerte de los justos que no es la que los impíos presumen: «Éstos son sus pensamientos, pero se equivocan, porque los ciega su maldad. Y desconocen los misteriosos juicios de Dios y no esperan la recompensa de la justicia ni estiman el glorioso premio de las almas puras. Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y le hizo a imagen de su naturaleza» (Sap 2,2123). En el capítulo siguiente, se afirma además que: «las almas de los justos están en las manos de Dios y el tormento no las alcanzará» (Sap 3,1).
     
      En el N. T., Jesús afirma: «No temáis a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla» (Mi 10,28). S. Pablo cree que se unirá con Cristo nada más morir (Philp 1,23). Abundantes pasajes e ideas del N. T. dan testimonio de esta verdad como de un principio capital, fuera del cual no se entiende la doctrina de Cristo.
     
      En suma, según el testimonio de la Revelación, el h. es un ser que desde que viene a la existencia en un determinado momento, ha de recorrer un camino en esta tierra, homo viator, en el que, sobre todo por su espíritu (pero realmente con todo su ser) ha de encontrarse con Dios progresivamente, en el Amor, en la Verdad, en la Esperanza. Si ha sido así a lo largo de su vida terrena, muriendo en gracia de Dios, después de la muerte, sin dejar de ser él mismo, se encontrará definitivamente con Él, para siempre, logrando así en su alma y después también en su cuerpo la más perfecta realización de sí mismo, que coincide con la glorificación de Dios (v. CIELO tii). La resurrección (v.) del cuerpo aparece en el N. T. como consecuencia de la resurrección de Cristo, y como elemento indisoluble de la esperanza en Él. «Si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe. Seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo» (1 Cor 15,13-15). Es éste un dogma de la fe cristiana, profesado en el Símbolo Apostólico: «Creo... en la resurrección de la carne».
     
      7. Origen de las almas. Por lo que se ha dicho acerca del carácter espiritual del alma humana, ya se colige que el origen de cada una de ellas no puede ser otro que su inmediata creación por Dios. Esto es lo que afirma también la S. E. (Sap 15,11; Eccli 12,7); en el mismo sentido se ha manifestado, naturalmente, el Magisterio de la Iglesia. Así en la condenación de la preexistencia de las almas: Conc. de Constantinopla (543), Denz.Sch. 403 ss., Conc. de Braga (561), Denz.Sch. 455 SS. (v. METEMPSícoSIS). El Conc. V de Letrán afirma que el alma es infundida en el cuerpo (Denz.Sch. 1440-1441); en la bula de Alejandro VII sobre la Concepción Inmaculada de María (a. 1661), se habla de la «creación e infusión» del alma de la Virgen en su cuerpo (Denz.Sch. 2015). Dios crea en cada caso el alma con ocasión del acto generador por el que los padres trasmiten a las nuevas criaturas sus particularidades somáticas y psíquicas (cfr. Pío XII ene. Humani generis). El Conc. V de Letrán (Denz.Sch. 1440-1441) ha definido la individualidad de cada una de las almas, contra los que sostenían la existencia de un alma universal común. Es doctrina explícita de la S. E. (Gen 14,21; 49,6; Dt 24,6; 10,22; Ier 3,11; Is 3,9; Ps 3,3 11,1; 35,7; 88,4; 120,6; lob 14,22; etcétera). Puesto que Dios crea un alma apropiada al cuerpo engendrado en cada caso por los padres, puede decirse que la desigualdad entre las almas está indirectamente determinada por la desigualdad de los cuerpos, que, desde luego, no es ajena en absoluto a las disposiciones providentes de Dios. En cada alma se realiza de un modo distinto la idea de espíritu humano ínsita en Dios. La persona ante Dios no es intercambiable.
     
      Así, pues, la doctrina de la Iglesia es clara: «cada aparición de un ser. humano resulta de una colaboración muy particular del hombre y de Dios. El espíritu no se trasmite por generación, sólo Dios puede multiplicar las conciencias. Lo hace por la vía providencial de la generación; pero, por su mera aptitud de engendrar, los padres no pueden multiplicar el «yo» que son ellos. El alma que da al niño ser un «yo», sentirse como un «yo», ser alguien, es don de Dios. La colaboración entre el hombre y el Creador es aquí excepcionalmente estrecha, pues termina no solamente en un cuerpo al que habitará un alma, sino en un solo ser que es, a la par, cuerpo y alma» (R. Guelluy, o. c. en bibl. 154-155). No es posible el llamado traducianismo (v.), según el cual el alma de cada hombre sería engendrada o trasmitida directamente por sus padres, igual que el cuerpo.
      V. t.: ANTROPOLOGÍA;ALMA ; CUERPO; PERSONA; HUMANISMO IV; y los demás artículos indicados al comienzo de la voz HOMBRE.
     
     

BIBL.: Estudios generales y de conjunto: A. BASAVE FERNÁNDEZ DEL VALLE, Filosofía del hombre, México 1963; F. BOASSO, El misterio del hombre, Buenos Aires 1965; M. BuBER, ¿Qué es el hombre?, México 1950; E. CASSIRER, Antropología filosófica, México 1945; M. FLICK y Z. ALSZEGEHY, La humanidad en el mundo, en Los comienzos de la salvación, Salamanca 1965, 205-550; R. GUELLUY, La creación, Barcelona 1969, 109-156; T. HAECKER, Qué es el hombre, Madrid 1961; M. LANDMANN, De homine, Friburgo Br. 1962; R. LE TROCQUER, Hombre ¿qué eres?, Andorra 1959; R. LINTON, Estudio del hombre, 6 ed. México 1963; J. MOUROUX, Sens Chrétien de l'homme, París 1947; P. PARENTE, Anthropologia supernaturalis, 3 ed. Roma 1950; íD, De creatione universal¡ (De angelorum hominisque elevatione et lapsu), 3 ed. Turín 1956; F. ROMERO, Teoría del hombre, Buenos Aires 1952; M. SCHMAus, Teología Dogmática, II, VII y V, 2 ed. Madrid 1961-62; J. SIMóN, El hombre, Barcelona 1944; A. 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TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th. 1 q75-93; Summa contra Gentes, Comentar¡o al libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, Quaestio disputata de v¿tutibu,; cardinalibus, Q. disp. de potentia, Q. disp. de veritate, Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, Comentario a De Anima de Aristóteles, Quaestio disputata de anima, Quaestiones quodlibetales, Comentario a De Trinitate de Boecio, Comentario al Evangelio de S. Mateo, Comentario al Liber de causis, Comentario al libro de Dionisio Areopagita Sobre los nombres divinos; DESCARTES, Discurso del método. Meditationes de prima philosophia; SPINOZA, Tractatus de Deo et homine; LEIBNIZ, Systéme nouveau de la nature et de la communication des substances; HUME, An Enquiry concerning Human Understanding; KANT, Grundlegung zur Metaphysik der sitten; FICHTE, Veber die Bestimmung der Menschen; SCHELLING, Philosophische Untersuchungen über die menschliche Freiheit; HEGEL, Encyclopüdie der philosophischen Wissenschalten; SCHOPENHAUER, Die beiden Grundprobleme der Ethik; DARWIN, The deseent ol man; NIETZSCHE, Wille zur Macht; KLAGES, Der Geist als Widersacher der Seele; SCHELER, Stellung des menschen im Kosmos; HEIDEGGER, Einlührung in die Metaphysik; SARTRE, L'Existentialisme est un humanisme; MARCEL, Homo viator.

 

FRANCISCO BELTRÁN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991