Guerra. Teologia Moral.
 

La historia ofrece el triste espectáculo de una Humanidad continuamente enzarzada en luchas, destinadas a imponer, por la fuerza, la razón y el derecho, según han declarado siempre los promotores de las mismas, aunque, en realidad, no pocas veces ha sido la ambición el móvil secreto o manifiesto que las ha desencadenado. Hasta nuestros días tal es el hecho que se viene repitiendo sin solución de continuidad, con la amenaza constante de convertirse algún día en conflagración auténticamente universal: «todavía a diario en algunas zonas del mundo la guerra continúa sus devastaciones» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes= =GS 79).

El pensamiento cristiano ha considerado siempre la g. como un azote, un terrible mal del que se derivan grandes calamidades para los pueblos. La Iglesia ha tenido siempre un sentido muy vivo de lo trágico de este evento y se ha empleado con fuerza para mitigar sus efectos, reforzando entre los hombres el sentimiento de fraternidad universal, de unidad y de amor. Sin embargo, la g. en ciertos casos puede ser justa. Así como el individuo puede defenderse con daño y pérdida de la vida ajena (v. DEFENSA LEGITIMA), así también el Estado lícitamente expone la integridad y aun la vida de sus súbditos o de los extraños, en defensa de los derechos que le son propios, aunque no siempre sea fácil justificar con razones evidentes una decisión tan grave.

1. Estudio histórico-doctrinal. El problema de la moralidad de la g., conocido ya en el mundo pagano, se hace actual con el cristianismo. Algunos escritores eclesiásticos antiguos (Tertuliano, Lactancio, Orígenes) la condenan, pero por razones extrañas al hecho de la g. en cuanto tal; les preocupaba más bien el peligro de ritos idolátricos en que podían incurrir los soldados cristianos. Por lo demás, los Padres de la Iglesia no ven una incompatibilidad entre el oficio de soldado y la profesión de fe cristiana (el Bautista no impone a los militares que van a él para recibir el bautismo de penitencia que abandonen su oficio, Le 3,14; Cristo alaba la piedad del centurión, Mt 8,10).

La doctrina de la Iglesia está fijada con bastante claridad por S. Agustín, que establece las condiciones necesarias para la licitud de la g.: justa causa y declaración de la autoridad competente, a la vez que señala un conjunto de precauciones (evitar la crueldad, la codicia, etc.) que deben tenerse en cuenta en su desarrollo (Contra Faust. L.5: ML 42,447). Sobre este esquema agustiniano trabajan S. Tomás, que expone la doctrina en forma sistemática, y particularmente los teólogos del s. XVI, sobre todo Vitoria y Suárez, que la desarrollan en un cuerpo orgánico de doctrina que ha permanecido casi inmutable hasta hoy, si bien las enseñanzas de los últimos pontífices obligan a reconsiderar el tema de la g., pues, como dice Pío XII, «la teoría de la g. como medio apto y proporcionado para resolver los conflictos internacionales está ya sobrepasada» (Radiomensaje de Navidad 1944; cfr. Juan XXIII, Pacem in terris, n° 291; GS 80).

Son principios fundamentales de esta doctrina tradicional:1) La g. debe ser juzgada según su relación a la justicia, o sea, es buena o mala según los fines que 'con ella se trata de conseguir. Por tanto: a) es lícita, si se ordena a defenderse de una agresión injusta (g. defensiva); b) asimismo puede ser lícita, cuando se intenta la reivindicación de un derecho proporcionado gravemente lesionado o la reparación de un daño grave injustamente inferido. Ningún otro motivo puede justificar moralmente una g. ofensiva.

2) Para cualquier caso, la injusticia ha de ser cierta; y antes de la declaración de g., han de haberse agotado todos los medios pacíficos posibles de solucionar el conflicto.

3) Si se prevee, con suficiente certeza, que los males que se seguirán de la g. son de tal calibre que no los compensará el bien que se pretende, en el supuesto de que vaya todo bien para el beligerante víctima de la injusticia, la g. no puede justificarse.

4) Finalmente, la g. debe llevarse a cabo con humanidad, respetando las normas del derecho internacional, en cuanto a objetivos netamente militares, trato de prisioneros, prohibición de cierta clase de armas, etc.

Así pues, la doctrina católica expuesta y la razón natural admiten que la g. puede ser lícita, es decir, no es necesariamente un pecado, aunque materialmente considerada sea la privación de un gran bien, causa u ocasión de males graves y aun gravísimos. Puede y debe aspirarse como ideal, realizable con mayor o menor perfección, a la desaparición de los conflictos armados. Lo que no puede negarse es el derecho que, por exigencia del bien común, tienen los individuos y las sociedades a vivir con dignidad; por tanto, a reclamar derechos que se impiden injustamente, o a defenderse contra atropellos, que son ya la negación violenta del derecho o por lo menos su peligro inminente. Como en el caso de la agresión injusta, cuyos graves efectos sólo pueden evitarse con la violencia dirigida contra el agresor, en estos otros, la repulsa por la fuerza puede constituir el único medio eficaz para conseguir, para retener o para recuperar bienes o derechos ciertos, que se impiden, que se violan o que se sustraen con evidente injusticia. Un pacifismo (v.) a ultranza, sensacionalista e irreal, que se niega a reconocer la malicia de los hombres y, por tanto, no sólo la posibilidad, sino la frecuencia de la injusticia, no encuentra apoyo, ni en la S. E., ni en la Tradición, ni en el sentir unánime de los teólogos, ni en el Magisterio pontificio, que no ha dejado de reconocer, en casos determinados, la licitud de la g. como remedio último, para acabar en el orden y en la paz: «Un pueblo amenazado o víctima de una agresión injusta, si quiere pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una indiferencia pasiva» (Pío XII, Radiomensaje de Navidad 1948).

Con todo, una cosa es el reconocimiento de la posible licitud de la g., y otra muy diversa, admitirla como medio normal para dirimir las diferencias entre los pueblos. Y eso no lo es, puesto que el hombre se ha de gobernar y ha de gobernar a los demás por la razón y el discurso que lleve al ánimo la persuasión y el convencimiento; no por la fuerza. La g. no impone la razón y el derecho por el convencimiento.

2. La guerra en la actualidad. Admitiendo como doctrina verdadera la posible licitud de la g., ¿se pueden dar, en las circunstancias actuales del progreso técnico moderno, las condiciones necesarias para justificarla .moralmente?El Conc. Vaticano II no descarta que, aun hoy día, puede darse un conflicto armado entre varias naciones, que sea moralmente lícito, pues admite la existencia de convenios internacionales destinados a hacer menos inhumanas las acciones bélicas y exhorta a su cumplimiento; por otra parte, al afirmar que quienes militan en el ejército, al servicio de la Patria, se han de considerar como instrumentos de la seguridad y de la libertad de los pueblos, contribuyendo con ello a fortalecer la paz, supone que la preparación bélica y el uso de las armas puede hacerse necesario, precisamente para los fines que justifican la existencia de los ejércitos. Dice concretamente: «Mientras exista el peligro de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podría negar el derecho de legítima defensa de los gobiernos» (GS 79). Sin embargo, «la dificultad de distinguir lo justo de lo injusto en un terreno tan complejo y difícil como el político, la posibilidad, hoy más fácil, de obtener el respeto o la reintegración del propio derecho por vías pacíficas, el riesgo que la guerra acarrea y especialmente sus gravísimas consecuencias, juntamente con el espíritu que debe siempre animar al cristiano de hallarse en paz con todos en cuanto dependa de él, todas estas razones hacen que en la actualidad se deba ser más cuidadosos y más severos en el juicio sobre la moralidad de la guerra» (Lanza-Palazzini, Principios de Teología Moral, II, Madrid 1958, 291). De todos modos, existen criterios válidos, p. ej.: 1) «Las acciones que deliberadamente se oponen a los principios del derecho natural, así como los mandatos que las imponen, son criminales: la obediencia no puede excusar a quienes las secundan... Entre estas acciones hay que contar, sobre todo, aquellas que tienden metódicamente a la exterminación de pueblos, razas o minorías étnicas: crímenes horrendos que hay que condenar enérgicamente, mientras merece el máximo encomio el valor de aquellos que no temen resistir abiertamente a quienes ordenan tales cosas» (GS 79). 2) «No puede negarse a los pueblos el derecho a la legítima defensa... Sin embargo, la organización militar para la justa defensa del pueblo no ha de confundirse con la voluntad de subyugar a otras naciones. Ni el poderío bélico legitima cualquier uso militar o político del mismo. Ni, tampoco, originada por desgracia la guerra, es lícito todo entre los beligerantes» (ib.).

3. La guerra total y la guerra atómica. La g. total que no distingue entre diversas armas, entre objetivos militares y civiles, ha sido condenada por el Magisterio: «toda acción bélica que se ordena indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra la Humanidad, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones» (ib. 80; cfr. Pío XII, aloc. 30 sept. 1954; Juan XXIII, Pacem in terris, n° 286-291; Paulo VI, aloe. 4 oct. 1965).

Queda en pie el problema del uso del armamento atómico y de la licitud de la respuesta a una agresión con esta clase de armas.

a) El hecho de constituir la acumulación de estos armamentos una gravísima plaga de la humanidad, no significa la necesaria ilicitud de su fabricación, como medio de defensa eficaz contra un enemigo, que no es imaginario, sino real. Y, dada la malicia humana y la falta de lealtad y de respeto a las exigencias del derecho natural e internacional de algunos gobiernos, el derecho a la defensa propia puede traducirse en el derecho a prepararse, con estos medios, para evitar los efectos de una agresión, considerada como probable, cargando sobre el agresor la responsabilidad del mal. b) De todas formas, con relación a la respuesta a una agresión actual o inminente, debe afirmarse que excedería los límites de la legítima defensa todo aquello que causara las mismas ingentes e indiscriminadas destrucciones, aun supuesto el mal ya realizado por la agresión. Todavía con más razón habría que condenar un ataque atómico, realizado para prevenir una agresión cierta e inminente, o como represalia por actos graves de piratería.

Sobre las armas atómicas sería conveniente un acuerdo en el campo internacional que prohiba su uso, como ya se hizo para los gases tóxicos (v. BIOLÓGICAS, ARMAS). Pero en la situación actual en la hipótesis de una g. justa, parece que su uso sería lícito sobre objetivos militares (cfr. F. Walsh, Atom bombs and the christian consciente, «Total Empire», Milwaukee 1951, 243-259; G. Kelly, Atomic Warlare, «Theological Studies» 13, 1952, 64 ss.).

Sobre los gobernantes pesa la obligación de trabajar denodadamente, para la creación de un instrumento jurídico internacional, acatado por todos, y con autoridad suficiente para hacer justicia e imponerla, sin peligro de llegar a la temible g. moderna. Siempre ha enseñado la teología católica que la g. sólo podía considerarse justa cuando se hubieren agotado todos los recursos diplomáticos para impedir la agresión y sus efectos; y, en todo caso, para salvar los propios derechos conculcados. Porque, «en la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará el peligro de la guerra, hasta el retorno de Cristo» (GS 78); existe, por tanto, el grave deber de caridad de esforzarse por evitarla; como, en general, existe la obligación de luchar no sólo contra los males presentes, sino también contra los posibles que pueden preveerse. Pero es que, además, hoy, «es irracional pensar que la guerra sea medio apto para restablecer los derechos violados» (Juan XXIII, citado por GS 80). Es decir, que si en tiempos pasados pudieron ser menores los malos efectos de la g. que aquellos que se trataban evitar con ella, en la actualidad, esta condición no se da de hecho. La g. moderna con el empleo de armas tan terriblemente destructoras, carece de una de las condiciones exigidas para su licitud: la proporción entre el bien perseguido y el mal causado. Por tanto, para que no se imponga, sin remedio, la ley de los más fuertes, y los débiles no corran siempre el peligro de ser oprimidos por los poderosos, urge la obligación, cierta y grave, de crear la institución del arbitraje internacional, como medio que ampare eficazmente los derechos de todos, contra cualquier injusto agresor.

4. Hacia un arbitraje internacional. Una realización perfecta y acabada de tal meta no parece posible, por la condición pecadora del hombre. Sin embargo, es muy posible la aproximación, cada vez más avanzada, hacia ese ideal. Los hechos demuestran la imposibilidad moral de solucionar, por el diálogo sincero, toda clase de conflictos internacionales y de evitar, por consiguiente, el peligro de la g. a que fácilmente recurrirá el que, considerándose injustamente atropellado, tenga conciencia de su fuerza para hacerse la justicia por sí mismo. Por eso se impone la necesidad de una organización que cuente con elementos jurídicos suficientemente eficaces, y con la fuerza material y moral para imponerlos en caso de necesidad, que pueda poner un dique a la carrera desenfrenada de armamentos nucleares y sofocar con presteza cualquier chispazo de violencia, que siempre puede saltar con riesgo de extenderse; que asegure, en una palabra, una paz verdadera, que es algo bien distinto, de la «mera ausencia de la guerra» o del llamado «equilibrio del terror» (GS 78,82).

El Conc. Vaticano II parece admitir además la posibilidad de una prohibición absoluta de la g., en un tiempo futuro, por acuerdo universal de todos los pueblos. Se trataría de una ley positiva internacional, que obligaría en conciencia a todos, por la voluntad de una suprema autoridad reconocida como tal en todo el mundo (GS 82). Pero este poder de coacción ¿puede darse en un mundo, en el que la pacífica convivencia de sus habitantes tiene como base imprescindible la buena voluntad, el sentido de la fraternidad e igualdad sustancial de todos los hombres, cantada y admirada fácilmente, pero escasamente demostrada en la realidad? Éste es el punto grave: hoy, como ayer y como mañana, mientras la Humanidad pecadora no sea plenamente redimida, la ambición (v.) hace presa en individuos sin responsabilidad social, y en aquellos sobre cuyos hombros pesa la de naciones enteras. ¿Cómo llegar entonces a una ordenación de bienes y de intereses, que restablezca el equilibrio que se perdió con el pecado (v.) primero y que sólo se restablecerá del todo con la liquidación de sus efectos?A pesar de todo, hay que afirmar la obligación moral de procurar poner a los hombres en condiciones de entenderse y de promulgar, con las máximas garantías de éxito, una ley prohibitiva de la guerra. Esta obligación, tan cabalmente cumplida por el Magisterio, en el decurso de la historia, urge a todos aquellos a quienes Dios ha encomendado el bienestar de los hombres agrupados en naciones. La imposibilidad moral de alcanzar una paz paradisiaca, que sería el ideal, no excusa del deber de intentar conseguir lo humanamente posible. Si el optimismo exagerado lleva a soñar lo irrealizable, con peligro de desfallecer, ante el primer fracaso, un pesimismo, sin fe en el poder de la gracia y en la buena voluntad de multitudes de hombres de toda raza, de toda cultura y de todo credo, dejaría paso libre a la violencia desbordada, sin esperanza de sofocar el mal con la abundancia del bien. Y «la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de nuestro tiempo, no cesa en su firme esperanza. Una y otra vez, oportuna e inoportunamente, quiere proponer a los hombres de hoy el mensaje apostólico: éste es el tiempo aceptable para que cambien los corazones, éste es el día de la salvación» (GS 82).

V. t.: DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO; GENOCIDIO; HOMICIDIO; OBJECIÓN DE CONCIENCIA; ESPIONAJE; PAZ.

A. PEINADOR NAVARRO. MIGUEL ÁNGEL MONGE.

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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991