GREGORIO VII, SAN


La personalidad medieval más grande después de Carlomagno y uno de los papas más notables de la historia.
     
      Su preparación. Se llamaba Hildebrando y n en Soana de Toscana, ca. 1020, de una familia modesta. Desde la infancia se educó en Roma, completando su formación en el palacio lateranense. Se relacionó con Juan Graciano, arcipreste de San Juan de Puerta Latina. Cuando éste ascendió al trono pontificio con el nombre de Gregorio VI, lo tomó a su servicio en calidad de capellán (1045). Al año siguiente Gregorio VI fue depuesto y desterrado a Colonia; Hildebrando lo acompañó en el exilio. Muerto su protector (1047), Hildebrando se retiró a Cluny (v.), donde tomó el hábito benedictino.
     
      León IX (v.) lo llevó consigo a Roma como colaborador (1049), le ordenó de subdiácono cardenal y le confió el gobierno del monasterio de S. Pablo extramuros, de costumbres muy relajadas. Hildebrando lo reformó y restauró su basílica. A partir de este momento fue aumentando progresivamente su influjo en el gobierno de la Iglesia, y los Papas, desde 1054, le encomendaron misiones diplomáticas en Francia, Alemania e Italia. Trabajó mucho por la reforma en tiempos de Esteban IX y Nicolás II (v.), y su influencia llegó a su apogeo con Alejandro II (1061-73), quien lo nombró canciller. Ya entonces desempeñaba las funciones de una especie de primer ministro.
     
      Su elección y personalidad. Alejandro II m. el 21 abr. 1073. Al día siguiente, durante el sepelio, el pueblo, tumultuariamente, aclamó Papa a Hildebrando. Los cardenales obispos se reunieron inmediatamente e hicieron suya la elección del pueblo. En recuerdo de su protector, Hildebrando tomó el nombre de Gregorio VII. Había cumplido los 50 años. Físicamente era de estatura muy pequeña, pero de carácter decidido e intrépido, de visión clara y de gran energía. Tenía la cualidad de concentrarse en unas pocas ideas y de perseguirlas sin descanso. Su sensibilidad pastoral era más aguda aún que la teológica. Estaba muy versado en el arte de gobernar, era consciente de su misión y tenía una idea elevadísima de la dignidad pontificia. Su promoción fue providencial. Con él la reforma comenzó a ser eficaz.
     
      Su programa. La elección le espantó, porque preveía las dificultades que iba a encontrar en la realización de sus designios. Su acción se concentró primeramente en la reforma de la Iglesia, pero su programa era más grandioso. Se propuso continuar la reconquista cristiana, rescatar los Santos Lugares, acabar con el cisma griego y centralizar el gobierno eclesiástico. Por encima de todo, lo que más metido tenía en su corazón era la santidad de la Iglesia y la eliminación de los dos vicios que la corroían internamente: la simonía (v.) o venta de cosas sagradas (cargos, sacramentos), y el nicolaitismo o violación de la ley del celibato de los clérigos. Estos vicios procedían de la investidura laica. Se le ofrecían dos métodos: el ítalo-germánico, que buscaba la reforma con el concurso de los príncipes, y el lorenés, que propugnaba ir a la raíz del mal, que eran las investiduras (v.), combatiendo a los príncipes contrarios a la reforma con todos los medios: la excomunión, la deposición e incluso la guerra.
     
      Al principio G. optó por el primer método. En 1074 renovó los decretos de sus predecesores contra la simonía y el nicolaitismo, y prohibió a los fieles la asistencia a las funciones litúrgicas de los clérigos incontinentes. Estos decretos fueron muy mal acogidos en Alemania, Italia, Francia e Inglaterra. El Papa comprendió que había fracasado y que se imponía una nueva orientación. Desde entonces, sin abandonar el método italiano, se adhirió a la tesis lorenesa. En 1075 promulgó un decreto contra la investidura, prohibiendo a todo poder secular, bajo pena de excomunión, dar obispados. Contra este decreto la resistencia de los señores feudales fue unánime; el Emperador de Alemania, Enrique IV (v.), lo consideró subversivo y revolucionario. La ruptura entre Roma y el Imperio era inevitable.
     
      Unas semanas después G. redactó su Dictatus papae, colección de 27 tesis en que condensaba de manera lapidaria su concepción del poder pontificio sobre la base de una exaltación del primado romano en el aspecto legislativo, judicial, administrativo y dogmático, con aplicaciones concretas a lo temporal. Las proposiciones más llamativas eran estas dos: «Que tiene facultad para deponer a los emperadores» (n° 12); «Que puede desligar a los súbditos del juramento de fidelidad prestado a los inicuos» (n° 27). Esta idea, enteramente nueva, la dedujo de los versículos de lo 21,17 y Mt 16,16-20 relativos al primado petrino, discurriendo así: Cristo a nada ni a nadie ha exceptuado del poder de las llaves. Si la Sede Apostólica tiene facultad para juzgar de las cosas espirituales, con mayor razón la tendrá sobre las temporales, que valen menos. Todo lo que hay dentro de la Iglesia, está debajo del Papa; luego los reyes y emperadores, con todo su poder y autoridad, están sometidos al Papa; por tanto, éste puede deponerlos (v. t. AGUSTINISMO).
     
      La lucha de las investiduras. Pronto se presentó a G. la ocasión de aplicar esta idea. Porque Enrique IV, una vez que venció a los sajones (25 oct. 1075), continuó repartiendo obispados a personas indignas y entabló negociaciones con los normandos del sur de Italia para coger al Papa entre dos fuegos. G. le amonestó seriamente y le amenazó con excomulgarle y deponerle. El Emperador se enfureció y en la Asamblea de Worms depuso al Papa, declarándole privado de la dignidad pontificia (24 en. 1076). El Papa respondió al desafío reuniendo un concilio en Roma, en el que excomulgó y depuso al Emperador, declarando a sus súbditos libres del juramento de fidelidad (14 de febrero). El efecto de la sentencia pontificia fue fulminante. Pronto todo el mundo abandonó al Emperador. Los sajones se rebelaron nuevamente, muchos obispos que habían firmado la deposición del Papa se retractaron, y los príncipes alemanes, reunidos en Tribur (16 oct. 1076), declararon que si Enrique IV no obtenía la absolución en el plazo de un año, perdería la corona. El 2 feb. 1077 se habría de reunir una nueva dieta en Augsburgo, presidida por el Papa, en la que se pronunciaría la sentencia definitiva de condenación o perdón. Si el Papa le levantaba la censura, seguiría siendo rey; de lo contrario, perdería el trono. Entretanto debía vivir como persona particular en Espira, despedir a su ejército y a todos los consejeros excomulgados, se abstendría del culto público y esperaría tranquilamente la decisión del Papa. Por muy duras y humillantes que fuesen estas condiciones, Enrique IV las aceptó. Pero, sintiéndose perdido si su caso era examinado en la dieta, quiso prevenir el golpe. En el invierno de 1076 a 1077, el más frío del siglo, atravesó los Alpes y encontró al Papa, camino de Alemania, en la fortaleza de Canosa, propiedad de la condesa Matilde de Toscana. El 25 en. 1077 el Emperador se presentó delante del castillo en hábito de penitente, implorando perdón durante tres días consecutivos. Por fin G., cediendo a las instancias de los que le rodeaban y a las muestras de arrepentimiento del rey, le retiró las censuras. Enrique IV se comprometió con juramento a dar toda la ayuda necesaria a G. para que resolviese el conflicto en Alemania; pero a los pocos días comenzó a vacilar y luego quebrantó el juramento, cerrando el paso de los Alpes para impedir el viaje del Papa a Alemania.
     
      Entretanto los príncipes, considerando a Enrique IV traidor a la promesa de no salir de Espira, le depusieron y, sin la aprobación ni consulta de G., eligieron por rey a Rodolfo de Suabia, que era favorable a la reforma. Estalló la guerra civil. El Papa se mantuvo neutral durante tres años. En 1080 Enrique IV, creyéndose seguro del triunfo, quiso imponer su voluntad al Papa, exigiéndole la excomunión de su rival. El efecto fue contraproducente. En el sínodo cuaresmal celebrado en el mismo año, G. declaró excomulgado y depuesto a Enrique IV por haber impedido la dieta alemana y cometido otros excesos. Acto seguido reconoció como rey a Rodolfo. Enrique IV hizo deponer a G. en un sínodo y elegir en su lugar a Guiberto; arzobispo de Rávena, que se llamó Clemente III. La elección era inválida. A fin de entronizarle en Roma, el Emperador emprendió una expedición militar en 1081, pero no pudo conquistar la ciudad leonina hasta tres años más tarde (21 mar. 1084). El Papa se refugió en el castillo de Sant'Angelo. Diez días después Enrique IV recibió la corona imperial de manos del antipapa, pero el 21 de mayo abandonó la ciudad a toda prisa ante el avance de los normandos, que iban en auxilio de G. Los normandos libertaron al Papa (27 de mayo), pero saquearon terriblemente la ciudad.
     
      La situación del Papa se hizo insostenible. Por eso abandonó la capital y tomó el camino del destierro. Desde Salerno excomulgó nuevamente a Enrique IV y publicó una encíclica, en la que expresaba su confianza en el porvenir de la reforma. pl no vio este porvenir, pues m. el 25 mayo 1085, pronunciando la frase famosa: «He amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso muero en el destierro». Sus restos reposan en la catedral de Salerno. Gregorio XIII insertó (1583) su nombre en el Martirologio romano el 25 de mayo y Benedicto XIII extendió su fiesta a toda la Iglesia (1728), que se celebra el 25 de mayo.
     
      Otros países. En otros países la reforma gregoriana no provocó conflictos tan espectaculares. «De todos los príncipes que han maltratado a la Iglesia de Dios -escribía G. al comienzo de su pontificado-, que han dado prueba de una codicia perversa, vendiendo dignidades y queriendo sujetarla como una esclava, Felipe, rey de Francia, es seguramente el más culpable». G. le amenazó con liberar a sus súbditos de la obediencia debida a su rey, si no renunciaba al tráfico simoníaco. Felipe I solía responder con buenas palabras, pero no se enmendaba. El Papa usó de contemplaciones con él para no perder un posible aliado en la lucha de las investiduras y guardó todo su furor para los obispos indignos. Todavía procedió con más dureza e intransigencia su legado Hugo de Die, el cual depuso a numerosos prelados, entre ellos a los arzobispos de Bourges, Sens, Reims y Tours. La simonía y la incontinencia clerical fueron severamente condenadas y la investidura prohibida; pero este decreto no fue ejecutado con rigor. Por eso en Francia hubo algunos roces, pero no una verdadera querella de las investiduras.
     
      En Inglaterra Guillermo el Conquistador apoyó ampliamente la reforma gregoriana, aunque persistió en nombrar a los obispos y abades, dándoles la investidura con el báculo y el anillo; pero como las elecciones eran buenas y no cometía simonía, el Papa cerró los ojos y adoptó una actitud de gran moderación.
     
      G. mantuvo relaciones con los reinos de Dinamarca, Suecia, Noruega, Rusia, Irlanda, Polonia, Bohemia, Hungría, Croacia, Dalmacia, Sicilia, Córcega y Cerdeña, no persiguiendo otro objetivo que el de agrupar a todos los pueblos en torno al Vicario de Cristo para que la Iglesia pudiera cumplir más fácilmente su misión sobrenatural.
     
      España. Con relación a España ocuparon su atención tres problemas: la reforma, la Reconquista y la abolición del rito mozárabe. Dirigió varias exhortaciones a los reyes españoles para que gobernasen como cristianos. Sus legados, sobre todo Amado de Olorán y Frotardo de San Ponce, se cuidaron de aplicar los decretos gregorianos. Un concilio, celebrado en Gerona (1078), prohibió el matrimonio de los clérigos y las ordenaciones simoníacas. Con la ayuda del conde Bernardo de Besalú, los legados depusieron a algunos obispos indignos y depuraron la iglesia catalana. En Navarra el cardenal Ricardo reunió un concilio y lanzó un entredicho en toda la diócesis de Pamplona y la excomunión contra cada uno de sus miembros. Posteriormente renovó y agravó las penas hasta que hubiese un obispo electo, confirmado por la autoridad apostólica. La irritación del legado se debía a que, desde 1076, ocupaba la sede de San Fermín el infante García, que ya era obispo de laca, obispado que durante algún tiempo se lo cedió en encomienda a su hermana, la condesa Sancha. Ambos fueron eliminados. El legado Frotardo, abad de San Ponce de Tomeras, puso en su lugar un monje de su monasterio, Pedro de Roda, que introdujo la reforma en la diócesis. El cardenal Ricardo, en un concilio celebrado en Burgos (1080), dictó medidas en favor del celibato eclesiástico. Así fue mejorando la iglesia española.
     
      G. favoreció la Reconquista (v.) con una expedición de la nobleza francesa dirigida por Ebulo de Roucy. La expedición, en la mente del Papa, tendría el doble carácter de reconquista militar y de reforma. La cristiandad entera debía interesarse por la Reconquista y reconocer los derechos de S. Pedro. En un manifiesto a todos los príncipes cristianos (30 abr. 1073) les informó sobre la expedición que se estaba preparando y sobre las condiciones que debían observar los que quisieran partir para España. No se trataba únicamente de arrancar España de manos de los paganos. El reino hispánico pertenece de antiguo a S. Pedro y, aunque actualmente está ocupado por los invasores, siendo este derecho imprescriptible, no puede pertenecer a nadie sino a la Sede Apostólica. Ésta ha concedido a Ebulo que las tierras que él arrebate a los paganos, las posea como feudo de la Santa Sede. Si otros príncipes desean tomar parte en la empresa, deberán respetar los derechos de S. Pedro.
     
      Mientras el cardenal Hugo Cándido recibía la suprema dirección de la empresa, el Papa se disponía a marchar, al frente de una flota, en socorro del imperio bizantino, amenazado por los turcos. El Islam se vería atacado simultáneamente en Oriente y Occidente, con lo que se lograría la unión de la iglesia griega y el rescate de la española. Este plan fracasó y se ignora si Ebulo llegó a pisar el suelo hispánico.
     
      G. comprendió el error de fiarse exclusivamente de príncipes extranjeros. El 28 jun. 1077 se dirigió a los reyes y nobles de España recordándoles que, en virtud de antiguas constituciones, el reino español fue entregado a S. Pedro en derecho y propiedad; pero a causa de la invasión sarracena ha dejado de tributar al Príncipe de los apóstoles. Tal situación no puede durar y los nobles adoptarán la decisión que proceda para ayudarle a recobrar su justicia y su honor.
     
      El pensamiento de G. quedaba claramente definido: España formaba parte del patrimonio de S. Pedro y los territorios arrancados al Islam tendrían por soberano al pontífice. La Reconquista, la reforma y la dominación temporal de Roma se realizarían simultáneamente. Alfonso VI de Castilla (v.) se alzó altivo contra las pretensiones territoriales de Roma (1078), y Sancho Ramírez de Aragón hizo volver a su país de origen una expedición capitaneada por Guillermo VIII de Aquitania. En adelante G. nunca más insistió en sus reivindicaciones patrimoniales.
     
      La política unificadora de la curia romana en el s. xi se propuso abolir a toda costa el rito mozárabe e introducir el romano. A tal fin vinieron varios legados, pero tropezaron con la resistencia de los obispos. El primer reino que se plegó a las exigencias curiales fue el aragonés y más concretamente el monasterio de San luan de la Peña. Aquí el 22 mar. 1071 se cantó prima y tercia según el rito toledano, pero desde sexta se observó la ley romana. Desde el monasterio pinatense el oficio romano se extendió a las iglesias y monasterios del reino. En Navarra el cambio de rito se verificó a raíz del concilio romano de 1074. Castilla abandonó la liturgia hispánica en 1078 y 1080 por imposición del rey (v. HISPANO, RITO).
     
      Actividades varias. G. acogió benévolamente a Berengario de Tours (v.), que enseñaba errores eucarísticos, influyendo en que el hereje no se perdiera (cfr. Denz.Sch. 700). Fomentó la vida cristiana sobre la base de la imitación de Cristo, la caridad apostólica, la comunión frecuente y la piedad mariana. Se preocupó de mejorar la formación intelectual del clero. Hizo gestiones para restablecer la concordia con la iglesia griega. Pero, destronado Miguel VIII, las relaciones con la corte bizantina fueron empeorando hasta desembocar en la excomunión del nuevo emperador Nicéforo III (1078).
     
     

BIBL.: R. GARCIA VILLOSLADA, Historia de la Iglesia Católica, 11, 3 ed. Madrid 1963, 294-336; Registrum Gregorii VII, en PL 148; ed. crítica de E. CASPAR, Das Registers Gregors VII, Berlín 1920, reimpresa en 1955; MGH, Libelli de lite, 3 vol., Berlín 1891-97; 1. M. WATTERICH, Pontificum romanorum vitae, I, Leipzig 1862; G. MICCOLI, Gregorio VII, en Bibl. Sanct. 7,294379; A. FLICHE, Saint Gregoire VII, 3 ed. París 1920; íD, La réforme grégorienne, 3 vol., París-Lovaina 1924-26; R. MORGHEN, Gregorio VII, Turín 1942; H.-X. ARQUILLIÈRE, Saint Gregoire VII, Essai sur la conception du pouvoir pontifical, París 1934; Studi Gregoriani, ed. G. B. BORINO, 7 vol., Roma 1947-66; R. GARCIA VILLOSLADA, Historia de la Iglesia católica, II. Edad Media, Madrid 1958, 350-399; D. MANSILLA, La curia romana y el reino de Castilla en un momento decisivo de su historia, Burgos 1944; J. GOÑI GAZTAMBIDE, Historia de la Bula de la Cruzada en España, Vitoria 1958, 52-55.

 

J. GOÑI GAZTAMBIDE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991