1. Las verdades propuestas por el Magisterio. 2. La realidad que llamamos
gracia. 3. La gratuidad de la gracia y su especificación como don
sobrenatural. 4. La filiación adoptiva y la gracia santificante. 5. La
necesidad de la gracia. 6. la gracia actual. 7. Voluntad salvífica
universal de Dios y causalidad de la gracia. 8. La vida de la gracia. 9.
Carácter cristológico y eclesiológico de la gracia.
1. Las verdades propuestas por el Magisterio. Las verdades que la
Iglesia enseña constituyen el fundamento de toda sistematización teológica
sobre la g.; comencemos, pues, haciendo un breve resumen. Pueden agruparse
en dos apartados: unas que hacen referencia directa a la realidad de la g.
en cuanto tal, y otras que hacen referencia a la doctrina católica sobre
el hombre en cuanto criatura de Dios. Unas y otras han sido señaladas a lo
largo del desarrollo doctrinal histórico; ahora las resumimos en su
dimensión de verdades fundamentales. Las primeras son:1) La gratuidad de
la g.: Denz.Sch. 373,388,392,397; 243-244; 1525-1526.
2) Su necesidad para el hombre: Denz.Sch. 225; 227; 246-248 (cfr.
241,243); 376-377 (cfr. 373-375; 379; 380; 397); 1525,1526,1545-1547 (cfr.
1541; 1551-1553; 1572; 1582; 1561; 1529-30); 3008,3010,3035.
3) Su sobrenaturalidad: Denz.Sch. 895; 1921 (cfr. 192324; 1901);
2435,2616,2851,3005,3028,3008,3010; 2103; 3891.
4) La voluntad salvífica universal de Dios: Denz.Sch. 397; 1525;
1554; 1939; 2002-2004; 2409-2425; 3010. Junto a estas verdades conviene
destacar el contenido de un segundo grupo que podríamos sintetizar en
verdades:
5) Sobre la justificación del hombre (naturaleza, causas): Denz.Sch.
1520-1583.
6) Sobre la creación, la libertad, el pecado, la redención y el fin
último sobrenatural del hombre: Denz.Sch. 1511 s.; 1521; 1555; 3001 s.;
2402; 2438-2440; 2448; 2001-2004; 2444.
El conjunto de verdades propuestas por el Magisterio de la Iglesia,
a simple vista y tomadas así globalmente, sugiere de inmediato la dinámica
que puede y debe caracterizar todo intento sistemático, y pone de
manifiesto que se hace referencia y se glosa una realidad unitaria en su
doble vertiente: Dios que se comunica al hombre para hacerle partícipe de
su vida íntima y el hombre que acepta -o rechaza- libremente el acceso
viviente a esa nueva existencia.
2. La realidad que llamamos gracia. a) Noción y división de la
gracia. La S. E. y las verdades propuestas por el Magisterio son el
fundamento de la noción de g. que la teología ha elaborado: la g. es una
realidad sobrenatural que Dios concede gratuitamente al hombre, para
hacerle partícipe de su propia vida trinitaria, transformando, elevando y
divinizando su ser y su actividad. Ésa es la g. en sentido estricto o g.
creada que dice relación a la g. increada: es decir, Dios mismo que se nos
da y que nos atrae hacia Él mediante el don de su g. (creada).
Si el A. T. revela a un Dios que da, el N. T. revela a un Dios que
se da. Cristo, la plenitud de la Revelación (v.), alcanza con su Pasión,
Muerte y Resurrección la reconciliación con Dios y nos obtiene la
participación en la vida de Dios comunicándose y comunicada al hombre en
la realidad que la g. designa. La vida de Dios comunicada a cada hombre,
en cuanto vida comunicada, sé puede entender mejor a la luz de las
divisiones siguientes que son, en su mayoría, producto postridentino.
Entonces se elaboró una terminología de la que no prescinden los manuales
modernos.
La división entre g. natural y g. sobrenatural surgió con la
controversia pelagiana y sirve para poner de relieve que si bien la
creación es un acto gratuito de Dios (y en ese sentido g.), existe una
especial gratuidad en la 11amada a la visión de Dios (a la cual, y a todo
lo relacionado con ella, debe reservarse la voz g. en sentido propio). Se
distingue también entre g. de Dios y g. de Cristo, según se considere la
g. referida a la creación o dependiente de los méritos de Cristo. Las más
importantes, en realidad, son: la división entre g. creada y g. increada.
La g. increada -se ha visto ya- es el elemento personalista de la
transformación del hombre que Dios obra en él, o sea Dios que se da, o
también la unión con Él, mientras que el elemento objetivo es la g.
creada, término temporal de la eterna voluntad, el don producido en el
alma por la presencia de Dios en ella.
La g. creada comprende la distinción entre g. interna y g. externa;
por g. externa se entiende algo externo al hombre que influye moralmente
en él en orden a la salvación (un buen ejemplo), o que le da a conocer una
verdad (la predicación de la Iglesia), etc.; mientras que la g. interna
inhiere en el hombre, transformándole en su ser y en sus facultades porque
obra en su interior (algunos prefieren hablar de influencia física para
recalcar la distinción de la influencia moral).
La distinción entre g. justificante (gratum faciens) y g. de oficio
(gratis data) es, en el fondo, una división de la g. creada interior: la
g. gratum faciens es una g. individual que justifica y santifica al
hombre: como su nombre indica, le hace verdaderamente grato a los ojos de
Dios. La g. de oficio obra una especie de capacitación interna para la
ejecución de acciones ordenadas a la santificación y salvación de otros
(p. ej., los carismas).
La g. justificante que verdaderamente regenera al hombre, puede
entenderse en su aspecto de don permanente y en su aspecto dinámico o
motor. El don permanente es la g. habitual, la g. santificarte de Trento y
que S. Tomás llamaba g. gratum faciens. El don o auxilio de la g. actual
es un movimiento transitorio ordenado a una acción salvadora. Casi todos
los demás elencos son divisiones de la g. actual o están estrechamente
emparentados con ella: g. sanante o medicinal y g. elevante; g.
preveniente y g. concomitante o adiuvante, g. operante y g. cooperante; g.
suficiente y g. eficaz.
b) Naturaleza de la gracia. La doctrina de S. Tomás merece
particular atención por su coherencia y conformidad con la doctrina de la
Iglesia. La noción de g. que se perfila en S. Tomás es la de un principio
de energía sobrenatural que transforma y diviniza el ser y la actividad
naturales. Por lo general, S. Tomás con la palabra g. designa el don
«creado» y no el «increado» en el sentido paulino de amor de Dios, de
presencia viva de Dios en el alma, y muestra que la g. es una realidad o
algo real infundido al alma, distinto de Dios y de ella (Sum. Th. 1-2 gll0
al). La razón que da es significativa: el amor al bien que existe en otra
criatura mueve la voluntad del hombre, en cambio la voluntad divina, que
no sufre la atracción de un bien fuera de sí, al amar crea el bien que ama
(infundens et creans bonitatem in rebus, cfr. al; adl; ad2). La reflexión
sobre el carácter creador del amor divino aclara la postura tomista: el
amor es necesariamente creador, de modo que hablar del don increado
conduce a hablar del don creado. Dicho de otra manera: el amor de Dios por
el hombre produce su efecto en él (gll0 al; De veritate, q28 a2 ad6; q27
al y 5; también, In II Sent. d26 ql al); este efecto es la g., bien real e
infuso en el alma. Si S. Tomás habla más del don creado es porque fija su
atención en la transformación ontológica del alma, interpretando la
participación en la naturaleza divina (cfr. Sum. Th. 1-2 gll0 a2; ad2; 3
q23 al) en términos de causalidad ejemplar y eficiente. S. Agustín
afirmaba la deificación y la veía especialmente en el acto de caridad que
Dios hace hacer al hombre (De spiritu et littera, PL 44,237) respecto de
Dios. S. Tomás lo sigue, en cuanto que también afirma una deificación
radical a través de la cual Dios obra en el converso para que libremente
le ame, transformándole en sus facultades espirituales y también en su
misma esencia (Sum. Th. 2-2 q23 a2; es una deificación radical que se
prolonga en una deificación de las potencias, mediante virtudes infusas:
1-2 gll0 a4; q62 al; q51 a4; q63 a3 y 4). Pero Dios no obra en el alma
como causa formal sino como causa eficiente: transforma al hombre a través
de una forma intermedia, la g. creada (De veritate, q27 a l ad 1).
S. Tomás define la g., primero por su gratuidad (1-2 q110 al; q112
al) y afirma que la transformación aludida es efecto de la gratia gratum
faciens (a4; cfr. De veritate, q27 a6) que no puede ser una sustancia: la
g. es una «forma accidental», una «cualidad» sobrenatural (Sum. Th. 1-2
gll0 a2; a3 ad3). En el De veritate incluye una definición: g. est quaedam
perfectio elevans animam ad quoddam esse supernaturale (q27 a3); la g.,
por tanto, es una perfección que eleva a un esse divino, sobrenatural, a
una nueva manera de ser. El concepto es fundamental para entender la
dinámica, profundamente agustiniana, que anima la visión de conjunto de S.
Tomás. Por otro lado, afirma que la g. gratum faciens es la g. habitual
propiamente dicha (q27 a4 adl) y la distingue de la gratis data (Sum. Th.
1-2 q3 al).
3. La gratuidad de la gracia y su especificación como don
sobrenatural. La g. es gratuita porque no hay nada en el hombre que exija
la g.; no hay nada en la naturaleza humana que implique relación de
derecho al don divino. Toda g. es primordialmente don, magnanimidad de
Dios y Dios mismo. La elevación, la participación en la naturaleza divina,
la filiación adoptiva, etc., son gratuitas no sólo en el sentido radical
en que es gratuita la creación (Dios crea con decisión libérrima), sino en
cuanto que -como dice Pío XII en la Humani generisDios podría haber creado
creaturas espirituales sin elevarlas a la visión beatífica, que es por eso
un don estrictamente sobrenatural.
La gracia es un don sobrenatural, y es este hecho lo que, en última
instancia, explica su gratuidad (y su necesidad, supuesto que Dios quiere
llamarnos a participar de Él: para llevarnos a ese fin que nos excede
debe, en efecto, infundir en nosotros una vida nueva). Lo sobrenatural
(v.) -simpliciter y entitative- es un don de Dios que sobrepasa las
fuerzas y exigencias de toda naturaleza creada; en cuanto don, es un bien
cuya esencia misma es sobrenatural. La proposición: la g. es sobrenatural
respecto de la naturaleza humana, aun antes de la caída, es definible como
revelada.
De este modo la doctrina católica supera y evita en su raíz todos
aquellos intentos que de alguna manera «naturalizan» lo sobrenatural. A la
vez no establece ninguna oposición o extrinsecismo entre lo sobrenatural y
lo natural, ya que la g. informa profundamente la naturaleza, elevándola
sin destruirla (la g. no niega la naturaleza, sino que la supone,
perfecciona y eleva). Hay en el hombre una ordenación natural a Dios, y
una potencia obediencia) para la elevación a la visión de Dios, que no
implica exigencia alguna, pero que hace que, si Dios libremente otorga el
don de la elevación, el entero ser humano resulte modificado desde su
raíz, siendo llevado a una perfección que no contradice sus tendencias
naturales, sino que al contrario las colma de manera sobreabundante,
precisamente porque las eleva a un estado que a la vez las presupone y las
trasciende.
4. La filiación adoptiva y la gracia santificarte. a) El hombre como
hijo de Dios. La vida nueva que Dios, en Jesucristo, dispone para los
hombres, cobra toda su fuerza, su grandeza y su dimensión más profunda en
la realidad de un hombre en gracia. Realidad que evoca el testimonio
revelador de la S. E. La predicación de Cristo, la doctrina de S. Pablo
sobre la vida del hombre nuevo y la acción del Espíritu Santo, la doctrina
de S. Juan sobre la encarnación del Verbo en cuanto irrupción de la vida
eterna en la vida del hombre, lo testimonian.
El N. T. es la revelación plena de Dios Padre en Dios Hijo, es
decir, Jesucristo revela a Dios como Padre revelándose a sí mismo como
Hijo (v. JESUCRISTO). El hecho constituye el punto de partida para la
fundamentación teológica de nuestra filiación divina (v.): Jesucristo es
el Hijo de Dios y nosotros somos hijos en el Hijo. Dios, por la
Encarnación de su Hijo Unigénito, otorgó a los hombres que le recibieron
el poder de llegar a ser hijos suyos (cfr. lo 1,14); y el hombre recibe de
hecho el espíritu de adopción por el que clama ¡Abba!, esto es, ¡Padre
mío! (cfr. Rom 8,15). La especulación teológica no puede sustraerse al
contenido de esta realidad y se basa en ella para discernir la naturaleza
de la filiación adoptiva y su relación con la g. a la luz de las
enseñanzas de la Iglesia (v. FILIACIÓN DIVINA).
La filiación adoptiva como realidad escatológica, incoada en la
gracia. El conjunto de verdades antes propuesto como básico para la
teología de la g. también culmina en la realidad de la filiación adoptiva,
y nos lleva a reconocer el proceso por el que la g. nos es ofrecida y,
fundando nuestra libertad, llega hasta la plenitud. No es éste el momento
de desarrollar todas las enseñanzas de la fe cristiana sobre la
antropología, y sobre la antropología sobrenatural; remitiendo, pues, a
otros lugares (V. CREACIÓN; HOMBRE; LIBERTAD; ASCÉTICA; MÍSTICA; etc.),
vamos simplemente a trazar un breve panorama sintétien1) La dependencia de
Dios que tiene el hombre: Dios, en un acto supremo de amor y libertad,
crea al hombre y le mantiene en el ser, de manera que la consecución de su
fin último, de su salvación, depende también de Dios.
2) El hombre, por ser imagen de Dios (cfr. Gen 1,26 ss.), es capaz
de responder, consciente y libremente, a las iniciativas divinas. El amor
de Dios, concretado de modo sobreabundante en la Revelación, exige al
hombre una respuesta amorosa de la que es capaz, en su ser natural y como
persona que es, si bien no hay nada en él que, de algún modo. exija lo
sobrenatural3) No obstante, desde el principio (Adán), el hombre es
llamado por Dios a un fin que le trasciende, es decir, sobrenatural, y
dotado del don de la g. (v. PARAÍSO TERRENAL). Después del pecado original
(v. PECADO III B), Dios no abandona al hombre ni retira su llamada, sino
que ésa pervive en la promesa de un Redentor (v. MESíAS) y se expresa a
través de una alianza divina (Abraham, Moisés, etc.), como invitación a la
intimidad con Él. En Jesucristo, la llamada se termina de revelar como
llamada a acceder a un «ser sobrenatural» que supera las posibilidades de
la naturaleza humana. Esta llamada divina es una verdadera vocación, a la
que la g. permite responder, y cuyo rechazo por parte del hombre
constituye la raíz y esencia de todo pecado (v.). El pecado se configura
como rebelión a Dios, causada por la soberbia y la autosuficiencia.
4) Si el pecado ha herido la naturaleza, no ha hecho incapaz de
recibir la salud, es decir, de acoger la g. que Dios vuelve a ofrecer y
así dar lugar al seguimiento de la vocación y a la consecución del fin
último sobrenatural: la aceptación de la llamada es una verdadera
filiación que abre el camino hacia una plenitud que supera toda capacidad
humana (1 Cor 2,9; 1 lo 3,2) en la glorificación y en la bienaventuranza.
El acceso a esta plenitud -siempre un don gratuito- se realiza a través de
la participación de la gloria divina (1 Thes 2,12; Col 3,4; 2 Cor 3,18;
Gal 4,6).
La g. se revela, en la consumación de la gloria, como plenitud
sobrenatural. De donde vocación y g. (en general y como realidades que
apuntan hacia una consumación gloriosa), en unión con la filiación natural
del Hijo, son la explicación última del sentido de nuestra filiación
adoptiva. Se puede afirmar que Dios ofrece al hombre una participación en
la filiación eterna del Verbo encarnado: la filiación adoptiva es una
realidad escatológica y, al mismo tiempo, una realidad que se confiere
incoactivamente en la g.; la g. se presenta aquí como la presencia y
actualización de esta filiación escatológica.
Gracia y filiación adoptiva son, en el contexto salvífico, como
coordenadas de una realidad capaz de incidir en el sentido de la
existencia del hombre caído, pero libre. Y es lógico, hasta cierto punto,
concebir la historia de la g. como historia del diálogo entre Dios y el
hombre, siempre ávido de Él aunque a veces le rechace. La g. es, en esta
perspectiva, la entrega amorosa dé Dios que llama, y con sus dones hace
posible responder fundando así la recepción libre por parte del hombre. La
entrega amorosa al hombre, por parte de Dios, don libérrimo al que puede
sustraerse la libertad humana que, sin embargo, no es tal «libertad» hasta
que culmina precisamente en la libertad de la gloria de los hijos de Dios.
Es por todo eso por lo que se debe distinguir entre g. creada y g.
increada; ver la g. como algo que afecta a todo el ser del hombre,
alcanzando todos sus estratos; es decir, como un elemento formal inherente
al hombre que se fundamenta en Dios mismo. Todos los aspectos parciales de
la g. encuentran aquí su sentido más' radical. Sentido que se hace cósmico
cuando se advierte que aquella consumación sobrenatural, gloriosa, es el
destino de la creación entera (cfr. Apc 21,1.2.23). Como dice R. Guardini,
en la visión de la creación redimida, la gloria refulge sobre la gloria,
la plenitud de la existencia humana cumplida en la plenitud de una nueva y
desbordante existencia.
c) Relación específica entre filiación adoptiva y gracia
santificante. Lo esencial de la filiación divina, según Trento, reside en
la g. de la justificación, o sea la llamada g. santificante: en la
justificación quedan realmente borrados los pecados y el hombre se renueva
interiormente. La renovación de que habla Trento no es otra cosa que esta
g. en su doble dimensión de g. increada y de g. creada; la primera es Dios
mismo que se comunica al hombre en la intimidad de su vida personal y en
la medida que le es asequible al hombre; la segunda, el efecto propio de
esta comunicación y, a la vez, la disposición para la posesión de Dios.
Trento, por lo general, se refiere a la g. creada, aunque no usa esta
terminología. La g. increada es el elemento primordial de la comunicación
de g., y al mismo tiempo implica el don creado; por lo demás, don creado y
don increado hacen al hombre partícipe de la naturaleza divina e hijo de
Dios. La doctrina sobre la filiación adoptiva supone, como es ya evidente,
la profundización en unos puntos: a) su origen, que es la g. santificante;
b) la naturaleza del don creado y del don increado: el primero opera una
transformación que implica una nueva manera de ser, ontológica, creada y
permanente; su carácter de don físico (ontológico) y permanente es
conclusión teológica definible como revelada; el don increado es el
Espíritu Santo (verdad de fe); c) sus efectos: el efecto formal primario
es la participación de la naturaleza divina (consortium divinae naturae: 2
Pet 1,4) y el secundario es la filiación adoptiva, y la inhabitación del
Espíritu Santo.
El consortium divinae naturae y la filiación adoptiva, en cuanto
hechos, son verdades de fe; que el consortium está en relación con la g.
santificante y que ésta es elemento constitutivo de la filiación adoptiva
son proposiciones teológicamente ciertas. Los teólogos al querer
profundizar en la participación de la naturaleza divina llegan a
explicaciones diversas (cfr. A. Piolanti, o. c. en bibl., 183 ss.). La
verdad es que el testimonio de la Escritura -en especial, el famoso texto
petrino- se presta a las interpretaciones más variadas. Por lo que se
refiere a la S. E. en materia de filiación divina, el testimonio es doble:
hay referencias al momento existencial, es decir, al estado de filiación (Eph
2,5; Heb 1,6; Rom 8,19; Col 1,15; Gal 3,15-29; 4,1-7; lo 1,9-13; 1 lo
2,29; 3,10); y también, al momento ético, a la conducta o actitud filial (Rom
8,14-15; Gal 4,4-7); v. FILIACIÓN DIVINA.
d) La inhabitación del Espíritu Santo. Íntimamente relacionada con
la filiación divina está la inhabitación del Espíritu Santo en el alma del
justo. Se trata de una verdad claramente afirmada por la S. E. y la
Tradición (v. ESPíRITO SANTO II, 4); los teólogos han llegado a diversas
explicaciones al analizar el modo de la inhabitación, tanto en sus
aspectos ontológicos como en los psicológicos, por otra parte
inseparables. Ninguna de las opiniones que se suelen traer a colación
(Vázquez y Galtier; Suárez, los carmelitas de Salamanca, Billuart y
Franzelin; luan de Santo Tomás y Gardeil; de La Taille y K. Rahner; etc.)
supera la fórmula que S. Tomás consagra, siguiendo a S. Agustín: Dios
habita en el alma del justo tanquam cognitum in cognoscente et amatum in
amante, como el conocido en quien conoce y el amado en el amante; fórmula
que es -con el testimonio de la S. E.- el punto de partida de las
especulaciones posteriores.
Sin entrar en disquisiciones teológicas de detalle, digamos que las
orientaciones más significativas en las que se mueven los diversos autores
(por una parte: Vázquez, Petavio, Scheeben, De Régnon, Galtier; por otra:
Suárez, Gardeil, Dockx) coinciden todas en poner de manifiesto la íntima
relación entre la g. y la inhabitación de Dios. Dios, que está presente en
toda la realidad en cuanto Creador (V. DIOS IV, 3), se hace presente de un
modo nuevo en el hombre en virtud de la g. santificante, de ese don que
elevando las facultades humanas nos hace posible un trato directo y
familiar con todas y cada una de las divinas Personas. En ese sentido, y
siguiendo a Schmaus, se puede decir que lo primero en la vida del hombre
en g. es la nueva relación con Dios a la que se ordena la transformación
interior que sigue a la acción sobrenatural de Dios en nosotros. Todo lo
cual permite barruntar el misterio de la g. en la profundidad dinámica de
sus implicaciones: «El Verbo de Dios se hizo hombre, y el Hijo de Dios,
hijo del hombre, para que el hombre entre en comunión con el Verbo de Dios
y, recibiendo la adopción, se haga hijo de Dios» (S. Ireneo, Adversus
haereses, PG 7,939).
5. La necesidad de la gracia. a) Toda la doctrina expuesta sugiere
que la g., supuesta la libre decisión redentora de Dios, es necesaria por
dos razones: para alcanzar el fin último sobrenatural y por la condición
de la naturaleza caída. El hombre, capaz de Dios, no puede otorgarse, sin
embargo, a sí mismo la vida divina, por el hecho de ser criatura; pero,
además, el pecado le inclina al mal de modo que no puede vivir una vida
moral ordenada a la caridad, íntegramente, por sí solo. Esta brevísima
síntesis de la doctrina católica supone una configuración rica y extensa.
b) S. Agustín y S. Tomás. Frente al pelagianismo y al
semipelagianismo S. Agustín defendió siempre la necesidad de la g. en
general y para actos salvíficos concretos. La idea capital de su doctrina,
durante la controversia pelagiana, es que todo bien viene de Dios y que el
hombre, sobre todo después del pecado, no puede hacer nada bueno sin la
ayuda divina. Esa ayuda es la g., don inmerecido, fuente de mérito y, por
tanto, anterior al acto bueno (De gratia Christi et de peccato originali,
PL 44, 383-384; De natura et gratia, PL 44,271; De praedestinatione
sanctorum, PL 44,985-986; 967-968).
La doctrina de S. Tomás al respecto es relevante por su claridad y
concisión. Supuesto el fin del hombre (v. 11, 6, b) y confirmada la
existencia de la g., la 8109 se abre con los principios sobre su
necesidad. El tema implica la elaboración de una doctrina sobre el estado
de justicia original (Sum. Th. 1 q95) y sobre la pérdida de esa justicia
en Adán y Eva, y una doctrina redentora (Sum. Th. 3 q40-49; V. SALVACIÓN;
PECADO).
Adán y Eva, además de dones naturales, poseyeron dones
preternaturales (ciencia infusa, inmunidad de la concupiscencia,
inmortalidad, impasibilidad) y dones sobrenaturales (gracia y virtud); el
pecado original determinó la pérdida de estos dones, no sólo para Adán,
sino para toda la humanidad, de manera que el hombre quedó privado de la
g. y de la integridad, pero sigue ordenado a la beatitud perfecta. La
privación de la g. y de la integridad, la vulneratio (herida) de la
naturaleza caída, no consiste en una corrupción intrínseca del ser mismo
del hombre; ontológicamente, éste posee sus facultades íntegras, pero el
pecado le afecta en la línea del obrar, hiere la dinámica entre la
facultad o potencia y su objeto o fin. El hombre caído es consciente de su
flaqueza: experimenta la debilidad de la razón para conocer la verdad (vulnus
ignorantiae), la de la voluntad libre para hacer el bien (vulnus malitiae),
la del apetito irascible ante las cosas arduas (vulnus infirmitatis) y la
del apetito concupiscente ante la atracción de los placeres sensibles (vulnus
concupiscentiae). S. Tomás salva la integridad esencial de la naturaleza
humana: el pecado original no cambió al hombre ni le privó de vocación,
pero -privado de la g. y herido- para vivir bien necesita doble ayuda: el
don habitual de la g. (donum habituale) y la ayuda divina que le mueva al
bien (auxilium Dei moventis). S. Tomás emplea la palabra g., en la gl09,
en el sentido amplio de don de Dios, como cosa que Dios da sea de orden
natural o sobrenatural, pero subrayando a la vez que hay dones
específicamente sobrenaturales.
El don habitual de la g. cura la naturaleza herida y, además, la
eleva para que pueda obrar en el orden de la salvación, sobrepasando así
la proporción de la naturaleza (Sum. Th. 1-2 8109 a2). S. Tomás se funda
en la oposición entre naturaleza íntegra y naturaleza caída, recogiendo y
precisando con gran profundidad la doctrina de S. Agustín sobre la
impotencia del hombre caído para hacer el bien sin una g. «justificante>.
No es fortuito que el esquema tomista se inicie con la necesidad de la g.:
para conocer (Sum. Th. 1-2 q109 al; 1 q l al; cfr.. 1-2 8109 a2 ad3); para
hacer el bien y evitar el mal, con la ayuda de Dios que otorga la ley y su
g. (1-2 q90 prol.; 8103 a5 ad2; cfr. 8103 a6; 1 q22 a3); para amar a Dios
sobre todas las cosas (1-2 gl09 a3); para cumplir la ley (a4); para no
pecar (a8) y para la perseverancia final (a9 y 10). El hombre caído, sin
la gratia gratum faciens, que sana sus fuerzas debilitadas, es impotente
para mantener una actitud y una conducta moralmente plenas; el hombre
caído es incapaz de hacer todo el bien moral proporcionado a su naturaleza
sin la gratia sanans (lo que Trento llamó g. santificante), mientras que
Adán podía cumplir todo el bien moral natural, es decir, el bien
proporcionado a su naturaleza sin la g. gratum faciens. Por tanto, no
puede haber una moral natural consistente sin una g. habitual que cure la
naturaleza (gratia habitualis sanans naturam).
Pero el don habitual no es sólo sanante, es decir, no sólo remite
verdaderamente los pecados, sino que, además, eleva la naturaleza por la
g. ad operanda opera meritoria vitae aeternae quae excedunt proportionem
naturae, para hacer obras meritorias de la vida eterna que exceden la
proporción de la naturaleza (Sum. Th. gl09 a9). Si el fin de la naturaleza
humana, por libre y gratuita llamada divina, es la vida eterna, el hombre
necesita franquear la distancia que le separa de Dios; siendo, a este
respecto, su impotencia absoluta y física, Dios le comunica una fuerza
inherente, la de la g. (virtus altior, quae est virtus gratiae: a5), que
le capacita para hacer obras meritorias en orden a la salvación (la
condición del hombre caído es aquí idéntica a la del hombre inocente: los
dos necesitan del auxilium Dei moventis y de una virtud gratuita
sobreañadida para cumplir el bien sobrenatural y meritorio que está por
encima de ellos: a2). Y éste es, en realidad, el fin primario del don de
la g.: establecer una proporción entre la actividad de la criatura y el
fin último sobrenatural hacia el que debe tender eficazmente.
c) La doctrina católica trata, pues, la cuestión de la necesidad de
la g. por partida doble: en el plano natural y en el plano sobrenatural.
En el plano sobrenatural, la g. se requiere para los actos útiles a
la salvación y a la vida eterna (g. elevante). La necesidad de la g.
interior para los llamados actos saludables es de fe definida; que la g.,
en general, sea de necesidad física y absoluta, no ha sido objeto de una
definición solemne, si bien la predicación cristiana y el Magisterio
ordinario lo han enseñado siempre, y el testimonio de la S. E. es por lo
demás muy neto. En particular, la g. es de necesidad absoluta y física:
para el initium fidei (de fe definida); para la justificación (de fe
definida); para que el hombre justificado pueda evitar el pecado mortal
(de fe), aunque no pueda sin privilegio especial evitar todos los pecados
veniales durante toda su vida (de fe definida). Por otra parte, el hombre
necesita, además de la g. habitual por la que es justo, otro auxilio
especial que tiene a su disposición para perseverar en el bien hasta el
fin (de fe definida); y de otro auxilio, el don de la perseverancia, para
que de hecho persevere hasta el fin (teológicamente cierto). En todo ello,
como se ve, se supone también el aspecto sanante de la g.
En el plano natural, el hombre necesita la g. (la g. sanante) para
superar los errores y las dificultades que impiden hacer todo el bien
moral proporcionado a su naturaleza: sin la g., el hombre caído no puede
guardar mucho tiempo todos los preceptos de la ley natural (ni siquiera en
cuanto a la sustancia de las obras). Se discute la calificación teológica
que la afirmación merece; es, al menos, teológicamente cierta. Tal
necesidad es compatible con otra verdad: no todas las obras de los
pecadores y de los infieles son pecados, ya que hay en ellos una capacidad
de bien que puede dar lugar a algunas obras humanas, si bien, al estar
herida su naturaleza, no es capaz de dar lugar a una vida enteramente
moral.
Señalemos, por último, que si bien, para el análisis, debe
distinguirse entre el aspecto sanante y el elevante de la g. (sin ello no
comprenderíamos su íntima naturaleza), en la realidad existencial se dan,
de ordinario, conjuntamente.
6. La gracia actual. a) Necesidad y naturaleza de la gracia actual.
El Magisterio también enseña que el hombre necesita de una moción actual
de Dios para realizar alguna obra moralmente buena. El término g. actual
surge de la escolástica tardía (Capréolo) y adquiere carta de ciudadanía a
partir de las controversias postridentinas. Sin embargo, en S. Agustín se
encuentra ya todo un cuerpo doctrinal cuya dinámica no es otra cosa en
muchos aspectos que la dinámica de la g. actual.
S. Agustín habla de ordinario de la g. como de una ayuda que Dios da
para actos concretos (ad singulos actos) (cfr. De spiritu et littera, PL
44,188-189; De correptione et gratia, PL 44,917-918). De hecho, la
describe de muchas maneras: como g. sanans (Sermo, PL 38,850-851) y como
g. liberatrix (Tract. in Ioanem, PL 35,1691); como g. praeveniens y como
g. adiuvans (Contra duas epistolas pelagianorum, PL 44,586); como g.
operans y como g. cooperans (De gratia et libero arbitrio, PL 44,901); es
decir, con adjetivos que indican el estado de pecado del hombre y
referidos a la universalidad de la g. con respecto a todos los momentos
del acto humano.
S. Tomás, por su parte, indaga en el sustrato metafísico. Después de
hablar del don habitual, trata de una «moción» o «movimiento» que lleva al
hombre a la acción buena. Conviene recordar que en la 8109 no se centra en
el estudio de la naturaleza corrompida sino que atiende a todo posible
estado: siendo Dios causa primera se exige siempre su acción en la
creación (cfr. 1 8103 al; adl; ad3; a5: para el gobierno que rige a toda
la creación), sin menoscabo de la libertad de la criatura (cfr. 1-2 q85,
toda y, en especial, a3). Se afirma (1-2 q9 ad6; ql0 a4 adl; 1 8105 a5;
q19 a8; q22 a4) que el operar y mover de Dios no impone necesidad, sino
todo lo contrario, respeta la naturaleza de cada criatura y, en
consecuencia, la libertad del hombre.
La existencia de lo que llamamos g. actual se afir. ma en la g110
a2. En el mismo contexto se habla de la g. operans y de la g. cooperans (qlll
a2). La g. operante tiene como efecto inmediato el conferir un ser
espiritual que atañe o a la información del sujeto o a la justificación
del impío. El efecto de la g. cooperante es producir o elicitar actos
meritorios, mediante las virtudes y dones (cfr. De veritate, q27 a5 ad17)
(v. VIRTUDES; ESPÍRITU SANTO III). Se distingue, además, entre g.
preveniente y subsiguiente (Sum. Th. 1-2 qlll a3), siempre en referencia a
la g. considerada como motus.
b) La doctrina de la Iglesia enseña la necesidad de la g. actual
cuando afirma que el hombre caído puede, sin una g. actual sobrenatural,
hacer alguna obra moralmente buena, y de modo directo y positivo cuando
enseña que Dios mueve al hombre de tal manera que es agente en el
conocimiento, en la voluntad y en el amor, y lo enseña como verdad de fe.
La teología se pregunta si estas mociones divinas a las que llamamos g.
actual se deben entender como pasajeras y elevantes, anteriores a los
hábitos infusos e independientes de éstos. La profunda diversidad de
opiniones que existe se basa, no obstante, en lo que puede llamarse
doctrina común de la g. actual: un auxilio sobrenatural transitorio de
Dios que obra en las potencias anímicas del hombre para la realización de
una acción saludable. La g. actual está en relación íntima con el concurso
universal de Dios, pero no se confunde con él, por su carácter
sobrenatural y por su finalidad (intrínsecamente unida con el fin último
sobrenatural). El problema especulativo sobre su naturaleza gira en torno
a la moción elevante más que en torno al acto saludable en sí. La teoría
de la elevación interna de la potencia (inteligencia y voluntad) tiene hoy
mejor acogida que la de la elevación externa (Molina, Lessio, Suárez; cfr.
H. Lange, o. c. en bibl., 391-403). La razón es que se advierte que la
dependencia interna existente entre el fin último sobrenatural y los actos
saludables exige que la iluminación del entendimiento y la confortación de
la voluntad sean de modo inmediato e intrínseco.
7. Voluntad salvífica universal de Dios y causalidad de la gracia.
a. Universalidad y trascendencia del amor divino. La S. E. muestra
constantemente que el amor y la misericordia de Dios son la última
explicación de su actitud hacia los hombres. Dios ama y su amor alcanza,
directa y personalmente, a todo hombre y exige a éste que se convierta y
viva: eso explica toda la vida de Cristo, desde el anonadamiento de la
Encarnación hasta el anonadamiento de su muerte cruenta. Dios ama y la
Encarnación (v.) se convierte en vehículo de filiación adoptiva y de
salvación. Su amor al hombre es entrega a él en la misma medida en que es
Amor gratuito; y porque todo tiene su origen en este Amor, la respuesta
positiva y libre del hombre, en su realización histórica, también depende
de que Dios, con su soberana independencia, le otorgue la posibilidad de
responder.
b. Voluntad salvífica y gracia suficiente. Pero la soberanía
independiente del amor eterno de Dios se debe entender como signo que
favorece al hombre. Desde Adán hasta hoy, el hombre vive la historia de
las misericordias de Dios; y la g. es, en esta perspectiva, una prueba del
Amor de Dios, don libérrimo de su amor y de su misericordia; clave del
misterio de la Caridad y punto de convergencia de la libertad de Dios y de
la libertad del hombre.
Es por eso que de la necesidad de una g. que es gratuita no se sigue
en modo alguno una restricción de la voluntad universal de salvación. El
amor eterno de Dios implica el modo de cumplirse la providencia, pero la
providencia no excluye a nadie del amor salvífico divino. La doctrina de
la voluntad salvífica universal confirma que el amor de Dios se dirige
personal y soberanamente a todos los hombres sin violentar la libertad de
ninguno. Al amarles, Dios no aniquila su voluntad, sino que les brinda la.
eficacia de su ayuda. Decir que Dios quiere la salvación de todos no
significa que la imponga; todo lo contrario: la g. se otorga
gratuitamente, pero no dispensa del esfuerzo, de la cooperación libre del
hombre. Entremos un poco más en el tema, aun sin agotar lo referente a la
predestinación (v.).
Para ello conviene partir de S. Agustín, que fue el primero en
desarrollar una doctrina amplia sobre la predestinación que ha ejercido
siempre un influjo notable. Aunque brevemente y a pesar de sus
dificultades conviene ver las directrices de su planteamiento, motivado
principalmente por el error semipelagiano.
Según S. Agustín, Dios salva a los que quiere salvar aunque sin
detrimento de la libertad humana y sin faltar a la justicia de los que se
condenan. En el esquema agustiniano hay dos ideas centrales: la aludida
soberanía divina que conduce infaliblemente la historia del mundo hacia su
fin (evidente en el De civitate Dei) y sus explicaciones en torno al orden
que rige el plan divino de salvación. Los hombres se constituyeron en masa
damnata por el pecado de Adán y Eva (Ad Simplicianum, PL 32,124-125; De
correptione et gratia, PL 44,923-924). En ellos se pueden distinguir tres
«condiciones»: una antes del pecado y dos después del pecado, según se
trate de los predestinados o de los no-predestinados. En cada condición
vige una libertad: Adán era libre de poder no pecar, mas no de no poder
pecar; en los predestinados existe una libertad auxiliada y dirigida por
una g. eficaz que les lleva no sólo a poder no pecar sino también a no
poder pecar (De correptione et gratia, PL 44,935-936), o al menos a no
poder condenarse; la libertad de los no-predestinados es la misma de Adán,
pero disminuida y con todas las consecuencias del pecado original. Esas
distinciones ponen de manifiesto las diferencias entre los estados que ha
atravesado y atraviesa la humanidad, a la vez que evidencian la relación
entre gracia y libertad, y la necesidad y congruencia en afirmar siempre
la libertad del hombre (cfr. De gratia et libero arbitrio, PL 44,903-904).
En definitiva, Dios llama a los que ha predestinado a la gloria, los
santifica y los glorifica, al fin de los tiempos: El es el autor último de
la salvación (cfr. De correptione et gratia, PL 44,929-930; De
praedestinatione sanctorum, PL 44,985-986). Esta doctrina supone una
elección divina enteramente gratuita (ante previsa merita), absoluta,
cierta, infalible (Ad Simplicianum, PL 32,118) que respeta la libertad:
Dios quiere que el hombre elegido quiera libremente su salvación y le da
la g. eficaz para conseguirla. La elección divina es, sin duda,
misteriosa, inexplicable -en virtud de los mismos inescrutables designios
de Dios- y justa, siempre (cfr. De natura et gratia, PL 44,250-251; Ad
Simplicianum, PL 32,119; compárese con De correptione et gratia, PL
44,920-921; 926; 933). Ante la imposibilidad de saber algo sobre esa
elección, el hombre debe obrar confiado en la misericordia divina (De
correptione et gratia, PL 44,940-942; De dono perseveriantiae, PL
45,1028); vivir y trabajar como si estuviese elegido para la salvación (De
correptione et gratia, PL 44,944-945).
Pero si el planteamiento agustiniano pone muy bien de relieve que
quien se salva lo hace en virtud del bien divino, tenía -sobre todo por la
dureza u oscuridad de algunas expresiones (v. 11, 3)- el riesgo de llevar
a negar que Dios quisiera la salvación de todos y, más concretamente, de
llevar a sostener que Dios no da a todos los auxilios suficientes para la
salvación. Es el punto que fue clarificado en las obras que se escribieron
en la época inmediatamente posterior a la agustiniana, en el Conc.
Arausicano II, en el Conc. de Trento y en la condena del jansenismo. Dios
quiere, verdadera y sinceramente, la salvación de todos los hombres (de fe
católica); en virtud de la universalidad de esta voluntad salvífica, da a
todos los pecadores, incluso a los empedernidos y a los infieles
negativos, g. remotamente suficientes para la justificación; y da a todos
los justos, g. suficiente para observar los preceptos divinos.
La distribución universal de las g. hace la salvación eterna
realmente posible para todos los hombres: Dios ofrece y otorga
efectivamente g. suficientes. La existencia de una g. verdadera y
puramente suficiente, en el estado de naturaleza caída (verdad de fe
definida). La g. suficiente da al hombre el poder completo (el posse y el
agere) para obrar en el orden salvífico si bien no produce infaliblemente
su fruto: es una ayuda suficiente para hacer el bien, pero que no sana del
todo la falibilidad humana, de modo que el hombre, aun bajo su acción,
puede cometer el pecado. Esta noción de g. suficiente exige la cooperación
genérica libre a la g.: la voluntad posee, incluso en el estado de
naturaleza caída, bajo la moción de la g. preveniente (tanto la suficiente
como la eficaz) la libertad de indiferencia (exención de toda coacción
externa y de toda necesidad interna) para consentir o rechazar (de fe
definida). El Conc. Vaticano I confirma y defiende esta verdad diciendo
que por el acto de fe, el hombre obedece libremente a la g., a la que
puede resistir (Denz.Sch. 3010).
c. Gracia eficaz y libertad. De igual modo que Dios da a todos los
hombres g. suficientes para obrar su salvación, algunas de sus g.
consiguen el efecto saludable que Dios pretende con su ayuda. Se llega así
a una distinción entre g. suficiente (la que es suficiente para hacer el
bien, pero puede no llevar a él de hecho) y g. eficaz (la que lleva al
acto bueno). ¿De dónde viene esa distinción?, ¿es meramente a posteriori o
antecede al acto? Según algunos teólogos, la existencia de una g. eficaz
entendida como actividad divina que mueve al hombre a la acción salvífica
con seguridad infalible es dogma de fe (M. Schmaus, o. c. en bibl., 340).
Otros dicen que los documentos del magisterio no proponen como verdad de
fe la existencia, en el estado de naturaleza caída, de g. eficaces in actu
primo, es decir, anteriores al consentimiento libre del hombre. En
cualquier caso es de fe que la voluntad humana sigue siendo libre bajo el
influjo de la g. eficaz.
1) La doctrina agustiniana. Siendo ésos los datos básicos intentemos
penetrar un poco en ellos siguiendo la historia de la Teología, y
partiendo de S. Agustín, capital en toda esta materia. Tres puntos
centrales tiene su doctrina:
a) Sobre la libertad y el pecado, S. Agustín puntualiza que la.
herida del pecado no quita al hombre ni la libertad ni la responsabilidad
de sus actos. Sin embargo, la libertad agustiniana supone mucho más que el
querer y no querer propios de la voluntad. La libertad es para el bien (PL
44,884); el hombre libre elige el bien y la libertad se realiza eligiendo
bien (De gratia et libero arbitrio, PL 44,899-900; Opus imperfectum contra
Julinianum, PL 45,1519-1524). Dios da al hombre la libertad y al mismo
tiempo no lo deja sin su gracia (De correptione et gratia, PL 44,935).
b) Afirma siempre que no hay incompatibilidad entre g. y libertad.
S. Agustín no sólo dice expresamente que la decisión depende del hombre,
también añade que la g. reclama la libertad (De Spiritu et littera, PL
44,238; De gratia et libero arbitrio, PL 44,893-894). Sin embargo, los
comentadores posteriores encontraron serias dificultades para afirmar la
absoluta soberanía de Dios y, al mismo tiempo, la libertad del hombre que
S. Agustín defiende incluso cuando considera al libre albedrío bajo el
influjo de la g. de Dios omnipotente. Y fue así por olvidar que, para S.
Agustín, Dios hace que el hombre quiera libremente lo que Él quiere. No
obstante, también es verdad que en la polémica contra los pelagianos, S.
Agustín insistió a veces demasiado en la condición herida de la naturaleza
humana. El énfasis era necesario para contrarrestar el naturalismo y el
falso optimismo pelagianos, pero se presta a equívocos.
c) Toda posible interpretación del planteamiento de San Agustín no
puede prescindir de la afirmación de estas tres realidades: pecado, gracia
y libertad. Una de las claves para entender la compatibilidad entre g. y
libertad late en la misma doctrina expuesta: la concepción agustiniana
implica que la g. es verdadera llamada de Dios, verdadera vocación que
atrae hacia el bien, que lo hace deleitable e impulsa a quererlo (cfr.
Sermo, PL 38,730; 918-919; De spiritu et littera, PL 44,240-241; De
correptione et gratia, PL 44,919-921). Esta llamada supone en el hombre
una orientación fundamental hacia Dios.
Que el hombre sea pecador no le quita la prerrogativa de ser a la
vez capax Dei (cfr. De Trinitate, PL 42,1040); porque ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios, puede ser regenerado siempre a la vida de la
g. divina, ser hecho partícipe libremente de la vida de la Trinidad a
través de la filiación divina ganada en Cristo. En este sentido es
importante el parentesco entre g., libertad y vocación en la doctrina de
S. Agustín; y más importante todavía si se estudia a la luz de sus
conceptos de la imago Dei en el hombre y de la filiación divina: g.,
libertad y vocación son las dimensiones de una dinámica de conocimiento y
amor dirigidos primariamente hacia Dios.
2) El terna en la época de la controversia «de auxiliis». Molina
(v.) asume como aspiración de su exposición teológica el poner de
manifiesto que, bajo el gobierno divino, la criatura no carece de
actividad ni, si es una criatura espiritual, de libertad. Según Molina, la
acción divina es como un concurso o auxilio simultáneo: en toda acción,
Dios da el ser, y el hombre, la determinación (o taleitas). Añádase a eso
que para Molina todo hombre es igualmente ayudado, de modo que todas las
g. son iguales entitativamente, de manera que su eficacia depende de la
cooperación o consentimiento humano. La g. eficaz, por tanto, es eficaz no
en virtud de la fuerza intrínseca que pueda tener, sino por el libre
consentimiento de la voluntad que es motivación externa a la g. misma. Por
lo demás, Molina explicó la eficacia de la g. y la predestinación y su
gratuidad con la ciencia media: Dios, que conoce por la ciencia media
cuáles de los posibles se realizarán de hecho en la existencia, elige un
mundo y una historia, en un acto de suprema liberalidad, de manera que, en
virtud de esa liberalidad, se afirma la suprema soberanía de Dios, a la
par que, al haber puesto en la raíz de la decisión divina un acto de puro
conocimiento (la ciencia media), se cierra el paso a todo intento de
retrotraer a la predestinación divina la causa del mal: Dios prevé el mal
pero no lo quiere, o más exactamente lo permite en vista a los bienes que
ese orden del mundo, conocido según su ciencia media, trae consigo. Entre
los jesuitas partidarios de Molina destacan C. Vázquez (1551-1604) y L.
Lessins (15541623), que introdujeron la expresión predestinación post
previa merita (v. PREDESTINACIÓN).
Para Báñez (v.) la doctrina de Molina era heterodoxa porque no salva
la noción de creación (v.). La intervención divina en la acción humana
-explicaba Báñezes una moción que actualiza la voluntad haciéndola pasar
por el acto de modo que es una premoción física. Con esta base, Báñez
establece la diversidad entitativa de las g.: la g. eficaz lo es en sí
misma porque es una moción ordenada a producir un acto, mientras que la g.
suficiente es radicalmente diversa, ya que por sí sola no da origen al
acto (no es una moción divina sino una simple disposición de la facultad
para actuar). En la g. eficaz, la moción que parte de Dios tiene primacía
sobre la decisión humana; no obstante, la g. eficaz no destruye la
libertad sino que la crea (la premoción física es primacía causal y no
precedencia temporal). La razón es sencilla: Dios adapta sus mociones a la
naturaleza de las causas. Báñez critica la ciencia media (no tiene sentido
porque carece de objeto: todo posible es igualmente posible); según él, la
predestinación se debe explicar partiendo de la voluntad divina: Dios, que
conoce las cosas en sus decretos eternos, ya que no existe ningún
determinismo que pueda ser captado por el solo conocimiento (puestas todas
las circunstancias el hombre puede siempre obrar de una u otra manera), de
modo que es sólo el querer de Dios, y la consiguiente colación de la g.,
lo que supera esa indiferencia.
Las soluciones posteriores (congruismo de Belarmino y Suárez, el
tomismo de los carmelitas de Salamanca, el agustinismo de las escuelas
franciscanas del s. XVIII, cte.) tienen su interés y a la vez son
insuficientes: junto a las aportaciones innegables sigue destacando cierto
espíritu de conciliación (v. II, 10). El balance de estas largas
controversias fue en lo teológico algo decepcionante, ya que no se alcanzó
una clarificación mayor del problema (cosa por lo demás explicable dada su
dificultad). Desde el punto de vista histórico hizo, sin embargo, frente a
la problemática planteada por el luteranismo y el jansenismo. Y, desde el
punto de vista dogmático, facilitó las definiciones dadas a lo largo de la
época.
3) Doctrina católica. Como resumen podemos decir que dos datos se
imponen: carácter fontal del amor de Dios, del que deriva todo bien;
realidad de la libertad humana. La forma de conciliar esos dos datos (es
especial en lo que se refiere al tema del pecado, ya que en la perspectiva
del acto bueno no hay dificultad) no siempre es clara. Pero ello no debe
llevar nunca a dudar de los datos mismos, sino a reconocer los límites de
nuestra inteligencia cuando se encuentra situada ante temas tan hondos
como el de la libertad. Terminemos por eso glosando esos datos de base.
Debe afirmarse en primer lugar que la eficacia de la g. no puede
depender sólo del ejercicio de la libertad humana porque si todo tiene su
origen en el amor de Dios, la existencia del acto bueno es querida
eternamente por Dios. La realidad de la g. eficaz radica también en el
misterio de la predilección divina; es más, el carácter personal de la
vocación sobrenatural de cada hombre se expresa en la doctrina de la
predestinación como la entiende la Iglesia. La razón última de la eficacia
de la g. está en la voluntad de Dios que quiere nuestra salvación. Lo que
no implica en modo alguno que Dios arrastre al bien como si el hombre
fuera pasivo (es la concepción luterana y jansenista de la g.), sino al
contrario que su acción es tan íntima a nosotros que funda nuestra
libertad, que nos da la posibilidad de hacer el bien. La g. eficaz nos da
la libertad. No es por eso osado afirmar que Dios ama tanto al hombre que
le quiere libre y, por consiguiente -Dios es omnipotente-, éste
efectivamente lo es, y lo es especialmente cuando la g. divina opera en él
-o, lo que es equivalente, cuando él, fundado en la g., opera- el querer y
el obrar que lo conducen a la vida eterna.
Digamos de otra parte que aquel que peca no lo hace porque estuviera
destituido de auxilio divino, de manera que el pecado le era inevitable,
sino porque ha rechazado la g. suficiente que Dios le ofrecía. Tales son
las verdades capitales que enseña la fe católica: la salvación es don de
Dios que ha fecundado nuestra libertad; la condenación, condena por el
rechazo culpable de la gracia.
8. La vida de la gracia. La g. infunde una vida, una vida nueva, en
la que lo propio de la naturaleza es elevado por la g. y las virtudes y
los dones sobrenaturales. La g. transforma al pecador y, en la medida en
que éste sea fiel a ella, transforma toda su existencia humana. En este
contexto, la g. supone una nueva manera de ver, de creer, de esperar y de
amar.
La transformación se obra sin prescindir de lo humano (la g. es el
más profundo perfeccionamiento de la naturaleza humana), pero
trascendiéndolo por obra de las virtudes infusas morales y teologales y
los dones del Espíritu Santo (V. VIRTUDES; ESPÍRITU SANTO III; FE;
ESPERANZA; CARIDAD; FILIACIÓN DIVINA).
La transformación obrada por la g. se ordena de por sí a un
crecimiento: la justificación, esencialmente igual en todos los justos, es
distinta en el grado de su realización y puede crecer (Denz.Sch. 1535; cfr.
1574, 1583), como también se puede perder por el pecado grave (Denz. Sch.
1578). La doctrina sobre el mérito (v.) expresa esta realidad del
crecimiento de la vida de la g. cristiana. De hecho, el mérito y la
justificación son dos de los efectos de la g. que más atención han
recibido por parte de la teología especulativa. Conviene subrayar que la
doctrina sobre el mérito se funda en el amor, como consecuencia que es de
la doctrina de la gracia (v. Iv).
9. Carácter cristológico y eclesiológico de la gracia. Si la g. es
fuente inagotable de amistad con Dios, lo es por una razón fundamental:
porque es la vida misma de Jesucristo. En este sentido primordial, la
Revelación del N. T. es contundente; y la enseñanza, explícita e
implícita, de los Padres, de los grandes doctores medievales y del propio
Magisterio, lo confirman. La relación de la g. a Cristo es inagotable: la
Encarnación, la vida, la muerte y la Resurrección de Cristo, en cuanto
tales, perviven en el cristiano porque Cristo y su gracia no se pueden
separar. Si el hombre puede llegar a reconciliarse con Dios y ser
justificado, participar de la naturaleza divina, llegar a ser hijo de Dios
y acceder al ámbito de la vida trinitaria para comunicarse con las
Personas divinas, es por el Verbo encarnado. El Verbo hecho carne, Hijo
Unigénito del Padre, primogénito entre muchos hermanos, se hizo para el
hombre camino, verdad, vida porque se hizo gracia. La realidad del hombre
nuevo de que habla S. Pablo y la permanencia en la vida divina,
insistencia de S. Juan, se entienden en su plenitud porque el misterio de
Cristo ilumina el misterio de la gracia.
Cristo mismo quiso, además, que todos los hombres fuesen uno, como
el Padre que está en Él y Él en el Padre, también así quiere que los
hombres estén en Ellos (cfr. lo 17,21); y suscita su Iglesia para
comunicar a sus miembros la fuerza de esta unión, su entereza, su unidad y
su acción, en el Espíritu Santo. En la sangre de la Nueva Alianza -sangre
de Cristo- germina la Iglesia que se nutre y vive -conjuntamente y de modo
individual, en cada uno de sus miembros- del cuerpo sacrificado y
glorificado de su Señor Jesucristo. La Iglesia (v.) custodia y derrama las
g. de Cristo porque es la continuación de la obra salvífica inaugurada por
Él.
La doctrina católica sobre los sacramentos (v.) no se puede separar
de la teología de la g.: la vida divina que el bautismo engendra en el
hombre crece por la Eucaristía y se recupera por la penitencia; esa vida
es g. de Cristo que sana y diviniza al hombre, a todos los hombres que
pertenecen a su Cuerpo Místico (v.); la acción sacramental es la acción de
Jesús mismo que está presente en su Iglesia. La Iglesia, en cuanto pléroma
de Cristo y en cuanto instrumento de su acción, da la salvación, da la g.
que Jesús promete y encarna, a través de los sacramentos. La g.
sacramental es, efectivamente, la expresión más acabada para discernir el
carácter cristológico y eclesiológico de la g.
V.t.: JUSTIFICACIÓN; FILIACIÓN
DIVINA; ESPÍRITU SANTO; HOMBRE; CREACIÓN; VIRTUDES; FE; ESPERANZA;
CARIDAD; LIBERTAD; PREDESTINACIÓN; JESUCRISTO; MÉRITO; PECADO. BIBL.:
Documentos del Magisterio eclesiástico: XVI CONO. DE CARTAGO (a. 418),
Denz.Sch. 222-231; INDICULUS (ca. 440), Denz. Sch. 238-249; lI CONC. DE
ORANGE (ARAUSICANO; a. 529), Denz. Sch. 370-397; LEEN X, Bula Exsurge
Domine, 15 jun. 1520, Denz.Sch. 1451-1492; CONO. DE TRENTO, sesión VI, 13
en. 1547, Decr. sobre la justificación, Denz.Sch. 1520-1583; INOCENCIO X,
Const. Unigenitus Dei Filius (errores de Jansenio), 8 sept. 1713, Denz.Sch.
2400-2502; S. Pío V, Bula Ex omnibus afflictionibus (errores de Bayo), 1
oct. 1567, Denz.Sch. 1901 ss.; Pío XII, Enc. Mystici Corporis Christi, 29
jun. 1943, Denz.Sch. 3814-3815; íD, Ene. Humani generis, 12 ag. 1950,
Denz.Sch. 3891.
MANUEL JOSÉ RODRÍGUEZ M.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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