l. Importancia de los gestos y actitudes en la Liturgia. Se entiende por
gestos litúrgicos los diversos ademanes o movimientos de determinadas
partes del cuerpo, que deben ser realizados por los participantes en las
acciones litúrgicas, con el fin de expresar con mayor viveza y eficacia
sus disposiciones interiores y los efectos de la celebración. Se
distinguen de las actitudes litúrgicas en que éstas se refieren a posturas
que afectan a la totalidad del cuerpo. La importancia de las actitudes y
de los gestos corporales en la Liturgia es triple: psicológica, social y
teológica. Es cierto que lo importante es asegurar la calidad de la
actitud interna personal, pero conviene comprender la necesidad de
manifestar externamente, dentro de un orden disciplinado, los sentimientos
internos de devoción, y a ello se encamina el g. y la actitud. La Liturgia
(v.) es culto (v.) interno y externo de Dios; las acciones litúrgicas son
actos a través de los cuales todo el hombre, cuerpo y alma, y no sólo su
espíritu, da culto a Dios. La Liturgia es un lenguaje de Dios al hombre y
del hombre a Dios, que utiliza por necesidad gestos exteriores,
integrándolos armónicamente en el conjunto de los demás medios expresivos.
La razón teológica profunda de la importancia del gesto en la
Liturgia y de su íntima unión con la palabra, hay que situarla en la
realidad de las acciones litúrgicas como «acciones de Cristo», que
participan de la manera de ser y de actuar de Cristo, Verbo eterno de Dios
hecho carne. Cristo es el Sacramento primordial, ya que, «su humanidad,
unida a la Persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación»
(Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, no 5), y de Él derivan el
«sacramento admirable de la Iglesia entera» y los sacramentos (v.) y demás
acciones litúrgicas, como instrumentos salvíficos de Cristo y de la
Iglesia. Por ello la estructura interna de los signos litúrgicos (v.)
refleja, por así decir, la estructura misma de Cristo; toda acción
litúrgica es una palabra encarnada y manifestada en su gesto, en un rito
(v.).
El mismo Cristo acompañó su predicación con multitud de gestos,
algunos de los cuales quedaron como prototipos de los g. l. de la Iglesia:
«Al igual que todos los hombres, Jesucristo se expresó, tanto con el gesto
como con la palabra... La Liturgia entera se resume en esta orden de
Cristo a los Apóstoles: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). Los gestos
litúrgicos esenciales son, por tanto, los que hicieron los Apóstoles
rememorando los que habían visto hacer a su Maestro. Entre los gestos de
Cristo, evocados por el Evangelio, hay unos que el Señor cumplió en cuanto
a hombre para glorificar a su Padre y dar ejemplo a los hombres; y otros
que cumplió en cuanto a Dios, alterando las leyes de la naturaleza, a fin
de atraer la atención de los hombres, convertirles y darles la vida de
Dios. Los primeros son gestos de humildad; los segundos, de poder. Unos y
otros son gestos litúrgicos, debido a que la Liturgia es, a la vez, obra
de misericordia divina hacia el hombre y obra de justicia del hombre hacia
Dios» (H. Lubienska, o. c. en bibl. 17 ss.).
Hay g. l., pues, que tienen su origen en Cristo, especialmente los
gestos sacramentales, los que pertenecen a la esencia de los sacramentos,
que la Iglesia ha recibido de Cristo y que no pueden sustancialmente
modificarse; a ellos, siempre que se hagan con las debidas palabras y con
la intención de Cristo y de su Iglesia, está ligada la eficacia
santificadora y cultual de los sacramentos. Hay gestos que entroncan más o
menos con la tradición bíblica y cristiana, y que la Iglesia también ha de
regular para mejor significar la obra de culto a Dios y de santificación
de los hombres que es la Liturgia, y para suscitar mayor dignidad y
devoción.
Dada la trascendencia psicológica, social y teológica de los g. y a.
l., la tradición cristiana ha considerado siempre importante su
regulación, que corresponde esencialmente a la Jerarquía eclesiástica (v.
DERECHO LITÚRGICO), y que se expresa en las llamadas rúbricas (v.) de los
libros litúrgicos (v.). En la antigüedad correspondía de ordinario a los
diáconos (v.) la regulación de las actitudes y movimientos del pueblo, por
medio de moniciones (v.) o proclamaciones, algunas de las cuales se han
conservado en los libros litúrgicos: «Arrodillémonos», «Levantaos»,
«Humillad las cabezas ante Dios», «Podéis ir en paz», etc. A veces
disminuyó la preocupación por las actitudes del pueblo, pero se regularon
minuciosamente los movimientos de los ministros y del coro. El movimiento
litúrgico (v.) de los últimos tiempos ha vuelto a poner atención en las
actitudes de los fieles, considerándolas como un medio importante de
participación activa. Es significativo que en el Ordo Hebdomadae Sanctae
instauratus de 1956 se indique a veces la actitud corporal que deben tomar
los fieles; asimismo la Instrucción de 3 sept. 1958 enuncia el principio
general de la necesidad de la participación activa por medio de gestos y
actitudes, y, finalmente, la Const. Sacrosanctum Concilium del Vaticano II,
afirma en el n° 30: «Para promover la participación activa, se fomentarán
las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas,
los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales».
La importancia del g.l. no debe hacer olvidar su valor relativo en
muchos casos; como todo signo exterior, vale según valga la actitud
interna y la exprese. Si pierde su valencia significante y toma una
especie de valoración autónoma, fácilmente puede degenerar en rito vacío.
Por eso la reforma litúrgica, promovida por el Conc. Vaticano II, busca
que los g.l., manteniendo su fijeza, sean lo más natural y auténticos
posible, dentro de normas flexibles que aseguren su entronque con la
tradición genuina y constituyan un elemento de comunión entre todas las
comunidades cristianas (v. RúBRICA). Es evidente que los gestos
esenciales, sobre todo los que están entroncados con la tradición bíblica
o con la voluntad de Cristo, no pueden cambiar, pero todo el rico conjunto
de gestos secundarios, que orquestan el núcleo fundamental de las acciones
litúrgicas, puede adaptarse a las costumbres de cada país y a la
mentalidad de cada época, para que sean naturales y profundos.
2. Principales gestos litúrgicos. Pueden clasificarse los g.l. según
diversos puntos de vista: 1) por el órgano corporal utilizado: gestos de
las manos, de la cabeza, de los ojos, de los brazos, etc.; 2) según su
origen, gestos bíblicos, naturales, convencionales; 3) según su
significado. Tomando como base este tercer punto de vista, describiremos
los más importantes, señalando su significado esencial.
a) Gestos sacramentales. En todos y en cada uno de los sacramentos
(v.) se trata de realizar una acción concreta, que representa el punto de
encuentro entre Dios y el hombre. La celebración de los sacramentos
comporta, pues, una serie de gestos humanos, que constituyen el aspecto
más material y visible del signo litúrgico (v.). Cada sacramento posee
unos gestos esenciales, entroncados con gestos del mismo Cristo y de los
Apóstoles, y otros gestos secundarios o accidentales, que han sido
añadidos por la tradición cristiana para rodear al g. esencial de mayor
solemnidad, facilitar la participación en el sacramento, etc. Para una
consideración detenida de esos g. ver las voces dedicadas a cada uno de
los siete sacramentos, tanto en el apartado de Teología dogmática (donde
se considera su materia y su forma), como, sobre todo, en el de Liturgia.
b) Gestos de bendición y exorcismo. Desde la más remota antigüedad,
las bendiciones (v.), por las que se alaba la bondad divina y se pide la
protección de Dios sobre personas y cosas, y los exorcismos (v.), por los
que se intenta alejar a personas y cosas de la influencia diabólica, han
ido acompañados de gestos, que subrayan con mayor viveza el sentido de las
palabras. Imponer las manos, soplar sobre alguna persona o cosa, tocar los
sentidos con saliva, asperger con agua bendita, etc., han sido gestos
utilizados para bendecir y para exorcizar.
Pero sin duda, el gesto que ha llegado a ser más común es el de la
señal de la cruz. Es uno de los gestos específicamente cristianos, es
decir, creado por el cristianismo para distinguirse de las demás
religiones; es tal la importancia de la luz de Cristo, que los primeros
cristianos no hallaron mejor señal distintiva para subrayar su pertenencia
al Cuerpo de Cristo. Así, ya desde el s. ni, se señalaba la frente del
catecúmeno (v.) con el signo de la cruz, como parte importante de la
iniciación cristiana (v.); esta señal hablaba de su incorporación a
Cristo. Los cristianos ya bautizados adquirieron muy pronto la costumbre
de repetir el gesto de la cruz sobre sí mismos; en la Tradición apostólica
de S. Hipólito, que refiere las costumbres de los primeros cristianos
(v.), leemos lo siguiente: «Si eres tentado, persígnate la frente con
piedad, pues es el signo de la Pasión, especialmente destinado a luchar
contra el diablo, mientras lo hagas con fe y no para ser visto de los
hombres. Cuando señalamos nuestra frente y nuestros ojos con el signo de
la cruz, ahuyentamos al enemigo que intenta exterminarnos» (n. 42); el
signo de la cruz es presentado en este texto, sobre todo, como gesto de
exorcismo. Pero otra forma de señal de la cruz es como gesto de bendición,
realizado con los dedos juntos, o con sólo algunos dedos extendidos, según
los diversos usos de iglesias y de épocas, influidos por consideraciones
de tipo alegórico. Lo acostumbran a trazar los Obispos, los sacerdotes y
los diáconos. A veces, especialmente en Oriente, se traza el signo de
bendición con un crucifijo en la mano. La llamada bendición eucarística,
al final de la Exposición del Santísimo (v.), también se hace trazando el
signo de la cruz en el aire, con el copón o la custodia en la mano.
Con ello se expresa plásticamente que toda bendición en la Iglesia
procede en último término de la fuerza salvadora de la cruz; sin embargo,
conviene advertir que la eficacia de la bendición no proviene del gesto
material, sino de la oración de la Iglesia y la intercesión de Cristo. Es
laudable costumbre santiguarse o persignarse al dar comienzo a cualquier
actividad de la vida, tal como se hace al principio de todos los actos
litúrgicos; viene a ser una profesión de fe en la virtud santificadora de
la cruz de Cristo. Sin olvidar que la cruz está asociada a la victoria de
Cristo; por eso los antiguos cristianos representaban la cruz de Cristo no
únicamente como instrumento de dolor sino como arma de victoria; adornaban
a veces la cruz con piedras preciosas y representaban a Cristo revestido
con ornamentos pontificiales y coronada su cabeza con una diadema real (v.
CRUZ).
c) Gestos de reverencia y adoración. Hay muchos gestos en la
liturgia, que constituyen muestras de respeto o de veneración hacia
personas, cosas o lugares. A veces, tales gestos provienen del medio
cultural en que se desarrolló la Liturgia, y pueden cambiar según las
distintas culturas. P. ej., el gesto de juntar las manos parece
relacionarse con la costumbre feudal del vasallo que rinde homenaje a su
señor. La genuflexión, también usada en el ceremonial palaciego del
Imperio Bizantino, se realizaba ante el obispo; se introdujo también desde
Occidente como signo de adoración ante Cristo presente en la Eucaristía.
Son muestra de veneración los ósculos o besos que se dan al altar, a las
imágenes y otros objetos sagrados, así como a la mano de los ministros
jerárquicos. El gesto de la incensación, de origen oriental, también
indica reverencia, siendo objeto de ella tanto el mismo Dios como las
personas y cosas relacionadas con el culto divino. Las inclinaciones,
tanto de sólo la cabeza como también de todo el tronco, constituyen
igualmente gestos de reverencia. En el transcurso de la historia
litúrgica, tales gestos de reverencia (v.) se fueron complicando y
ampliando, a veces exageradamente. Un gesto especial de veneración tiene
lugar en la solemne adoración de la cruz en la acción litúrgica del
Viernes Santo (v. SEMANA SANTA): los celebrantes y ministros se pueden
acercar a venerar la cruz con los pies descalzos; en Oriente es frecuente
tal costumbre.
d) Gestos de saludo y amistad. Los saludos cristianos por excelencia
son los que desean la presencia del Señor o de su paz entre los hermanos:
«El Señor esté con vosotros», «La paz sea con vosotros». En la liturgia
romana, el sacerdote u obispo celebrante, cuando saluda de este modo a los
fieles, abre y extiende los brazos en un gesto de apertura y comunicación
(v. SALUTACIÓN LITÚRGICA). Los fieles también pueden saludarse entre sí,
por medio del abrazo y beso de paz, gesto de amistad pronto usado en la
liturgia parece que con origen apostólico. Se utiliza, sobre todo, durante
la Misa, como signo de reconciliación y caridad entre los hermanos antes
de presentar las ofrendas, en algunos ritos, o antes de acercarse a
comulgar, en otros; costumbre, sin duda, relacionada con el consejo
evangélico: «Si antes de presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas que
tienes algo contra tu hermano, ve y reconcíliate primero con él» (Mt
5,23). Parece que por dificultades prácticas, se fue perdiendo, y llegó a
sustituirse por el llamado «portapaz», objeto (imagen, reliquias, etc.)
que un acólito da a besar a los asistentes. El abrazo realizado por los
ministros del altar o los miembros de una comunidad monacal se convirtió
en algo muy estilizado, ligeramente relacionado con el auténtico gesto; en
algunas partes se han introducido otros gestos, más acordes con la
mentalidad y cultura de la época, pero con la misma significación del
abrazo o del beso de paz.
e) Gestos de penitencia. El más corriente es golpearse el pecho, en
señal de arrepentimiento y de humildad. Da origen bíblico (los mismos
Evangelios presentan al publicano de la parábola y a los soldados que
presenciaron la crucifixión golpeándose el pecho en actitud de
penitencia), se utiliza en la liturgia siempre que es preciso manifestar
dolor por los pecados: durante la recitación de las fórmulas de
contrición, tanto en la Misa como en el sacramento de la Penitencia; al «Nobis
quoque peccatoribus» del canon; al «Señor, yo no soy digno», de antes de
la Comunión, etc. El A. T. conocía muchos gestos exteriores de penitencia:
ayunos, ceniza, saco y cilicio, desgarramiento de vestiduras, mesarse los
cabellos, etc. La liturgia penitencial de los primeros siglos heredó
algunas de esas prácticas, procurando, sin embargo, penetrarlas del
espíritu cristiano. En la actualidad, casi sólo se ha conservado la
impolición de cenizas que tiene lugar al principio de la Cuaresma (v.). La
imposición de la ceniza y la expulsión de la iglesia se aplicaban a
aquellos cristianos que por sus pecados graves merecían el castigo de la
penitencia pública; el rito venía a ser una imitación de la expulsión de
nuestros primeros padres del paraíso terrenal. La ceniza siempre ha sido
símbolo de humildad y penitencia; Judit, antes de liberar a su pueblo, se
llenó la cabeza de ceniza, mientras oraba humildemente al Señor; los
ninivitas consiguieron el perdón del Señor porque hicieron penitencia en
saco y ceniza. La Iglesia, al imponer el polvo de la ceniza, quiere
recordar a los fieles que son pecadores y que merecen el castigo, pero
también deben tener confianza en el Señor, quien desea que los pecadores
se conviertan y no que mueran.
f) Gestos en la oración. En la tradición litúrgica romana existen
algunos gestos que acompañan la oración. He aquí los más notables.
Levantar los ojos hacia el cielo: es un gesto enraizado en la misma
naturaleza humana, la cual, espontáneamente, considera el cielo (v.) como
símbolo de las realidades sobrenaturales; se prescribe al celebrante en
algún momento de la Misa. Levantar y extender las manos: hoy también es
gesto reservado al celebrante, y característico de las oraciones
propiamente sacerdotales, tanto de la Misa como de otros actos litúrgicos.
Vinculada con expresiones espontáneas de cualquier religión, para penetrar
el sentido de este gesto, es interesante un texto de Tertuliano (Tratado
sobre la oración, cap. 14): «Nosotros no solamente levantamos las manos
sino que las extendemos en recuerdo de la cruz de Cristo. Si lo hacemos
con modestia y humildad, nuestras oraciones serán mejor escuchadas por
Dios». Las rúbricas regulaban el gesto de extender las manos con detalle;
actualmente se tiende a realizarlo con cierta flexibilidad. juntar las
manos ante el pecho: viene a ser gesto natural para la oración, sobre
todo, la individual, ya que expresa y fomenta el recogimiento; en la
liturgia se usa para las oraciones que privadamente recita el celebrante,
y durante la plegaria Supplices del canon acompañado de una inclinación.
g) Gestos indicativos. Son los que acompañan naturalmente las
palabras que se pronuncian, subrayando su importancia, o señalan la
presencia de personas o de cosas. Hasta las reformas posteriores al
Vaticano II, el sacerdote realizaba una serie de gestos sobre el pan y el
vino durante el canon que, aunque se hacían en forma de cruz, no eran
propiamente bendiciones, sino sencillamente gestos indicativos que
realzaban la realidad de los signos litúrgicos; ahora sólo ha quedado un
signo de cruz, casi al principio del canon, que puede ser interpretado
como bendición o como gesto indicativo. En caso de concelebración, los
sacerdotes celebrantes en el momento de pronunciar las palabras de la
consagración, extienden el brazo derecho señalando el pan y el cáliz
-respectivamente: es otro gesto de gran importancia tradicional. Podemos
considerar dentro de esta categoría a los múltiples gestos de ostensión
que se realizan en diversos momentos de las celebraciones litúrgicas:
ostensión de la Cruz antes de ser adorada, en la celebración del Viernes
Santo; triple presentación del Cirio Pascual durante la procesión de
entrada en la solemne Vigilia Pascual; elevación de la hostia y el cáliz
después de cada consagración; elevación de la hostia y del cáliz juntos al
final del canon durante la gran doxología; ostensión de la hostia antes de
comulgar, etc.
h) Gestos funcionales. Hay en la liturgia algunos gestos que son
simplemente utilitarios, como el de lavarse las manos después de recibir
las ofrendas. La tendencia alegorizante de la Edad Media interpretó muchos
de esos gestos en un sentido simbólico. Muchas veces, los gestos
funcionales están tan compenetrados con el desarrollo de la acción
litúrgica, que participan del significado de todo el conjunto; así, el
simple gesto de colocar las ofrendas sobre el altar participa del sentido
de ofrenda de toda la Misa. Es imposible e innecesario aludir aquí a todos
los gestos funcionales que se realizan en las acciones litúrgicas; a
veces, alcanzan gran solemnidad, sobre todo, en celebraciones peculiares,
como las ceremonias de ordenación, de consagración de iglesias y altares,
de confección del crisma y de los óleos, de bendición del agua bautismal,
de bendición del fuego nuevo y del cirio pascual, etc. Hay que llamar la
atención sobre dos gestos utilitarios fundamentales, que pueden alcanzar
un profundo sentido religioso y humano: el dar y el recibir.
Constantemente en las acciones litúrgicas se produce un juego de gestos de
ofrenda y de aceptación, que no son más que el reflejo del profundo
intercambio espiritual que se produce en la liturgia, como lugar
privilegiado del encuentro entre Dios y su pueblo.
3. Principales actitudes litúrgicas. a) De pie. Actitud litúrgica
fundamental es la de permanecer de pie; es la propia del sacerdote que
preside y sacrifica y del ministro que sirve al altar; para los fieles
también es importante. En primer lugar es una señal de respeto; por eso
nos ponemos de pie en el momento de la entrada y de la salida del
celebrante, y al responder a sus palabras de saludo; también para escuchar
la proclamación del Evangelio, como punto culminante de la lectura de la
Palabra de Dios. Es también actitud adecuada para la oración cristiana,
aunque otras veces sea de rodillas (v. infra, b). La actitud de estar de
pie expresa alegría y fuerza y por eso conviene al hombre resucitado con
Cristo a una vida nueva; es expresión de la liberación del pecado y de la
esperanza en la manifestación total de nuestra gloria. Por ello los
cristianos se ponen de pie para acompañar las oraciones más solemnes de la
Misa: el Prefacio, el Padrenuestro, etc.; igualmente existen testimonios
antiguos que hablan de la prohibición de orar de rodillas el domingo y
durante el tiempo pascual (cfr. Tertuliano, De oratione, 23), como
recuerdo de nuestra condición de resucitados, que impulsa a ponerse de
pie, con la cabeza levantada hacia el cielo, en actitud de esperanza. En
la Misa y en la Comunión el cristiano participa del sacrificio de la cruz
y recibe a Cristo mismo, lo que vincula estrechamente a su Resurrección
que da la nueva vida de hijos de Dios; por ello, con la actitud reverente
de pie, en algunas partes de la Misa, se significa la esperanza que nos
dan la Resurrección y la filiación divina, esa disposición de, con la
ayuda de Dios, luchar con el pecado y marchar hacia la santidad, en unión
con todo el pueblo de Dios peregrinante hacia el cielo (cfr. Instrucción
Encharisticunn mvsterium, de 25 mayo 1967, n° 34).
b) De rodillas. S. Basilio dice que ponerse de rodillas es «mostrar
plásticamente que el pecado nos ha postrado en tierra» (Tratado del
Espíritu Santo, 27). Los antiguos cristianos consideraban, pues, la
oración de rodillas como más propia de los tiempos de ayuno y penitencia;
es señal de duelo, de humildad, de arrepentimiento. Actualmente, se
prescribe la actitud de rodillas para los momentos de súplica intensa en
días y tiempos penitenciales, como son las Témporas y la Cuaresma; también
en ciertas preces por los difuntos, y es la actitud propia del penitente
que se acerca a recibir el sacramento del perdón. La actitud de rodillas
ha adquirido también otro significado: como señal de adoración, sobre
todo, en relación con la Eucaristía (delante del Santísimo expuesto,
durante el canon, o al menos durante la consagración y elevación, y, en
general, para comulgar). Es una actitud que fomenta el sentido de nuestra
pequeñez ante la grandeza de Dios, y favorece el recogimiento y la
interioridad de la oración. Por eso, ya desde los primeros tiempos, rezar
de rodillas era la postura propia de la oración individual; los monjes de
Egipto se arrodillaban para meditar en silencio una lectura o un salmo; el
libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta cómo S. Esteban oró de
rodillas antes de su martirio (7,60), y cómo a menudo S. Pedro y S. Pablo
hacían la oración en esta actitud humilde y recogida (9,40; 20,36). Sea
cual fuere la ocasión en que el cristiano se arrodilla para rezar, debe
fomentar sentimientos de humildad, de adoración, de recogimiento; ha de
ponerse en la actitud espiritual que hacía exclamar a S. Pablo: «Doblo mis
rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda la familia en el cielo y
en la tierra» (Eph 3,14-15). Si alguna vez ha parecido humillante o poco
digna la postura de rodillas, hay que recordar que el hombre nunca es tan
grande como cuando reconoce, interna y externamente, su miseria delante de
Dios. En relación con la actitud de rodillas está la genuflexión, de la
que ya se ha hablado (v. 2,c).
c) Sentados. Estar sentado es la actitud del maestro y del
presidente. En el lenguaje bíblico indica autoridad: por eso se dice en el
Credo que Cristo «está sentado a la derecha del Padre». En las reuniones
litúrgicas corresponde sentarse en primer lugar al sacerdote que celebra;
el Obispo se sienta cuando dirige la palabra al pueblo, en actitud de
doctor y de jefe de la comunidad; en su iglesia «catedral» (v.) hay un
asiento llamado «cátedra», desde donde preside y habla. Para los fieles
sentarse no es sólo una postura de reposo, sino que facilita la actitud
interior propia del discípulo que escucha; indica atención y receptividad.
Por eso los asistentes a Misa se sientan cuando deben escuchar las
lecturas bíblicas, excepto el Evangelio que, en señal de mayor respeto,
escuchan de pie; también durante los cantos de meditación, como el gradual
entre la Epístola y el Evangelio; y mientras el sacerdote pronuncia la
homilía. Otros momentos de la Misa, ocupados por la disposición material
de las ofrendas o el arreglo de los objetos utilizados, también admiten
estar sentados: son momentos de pausa, muy aptos para la meditación
personal, si no se llenan con cantos o plegarias en común, así como los
momentos de «silencio sagrado» (cfr. Instrucción Tres abhinc annos de 4
mayo 1967, n° 15) después de las lecturas, de la homilía, o de la
comunión.
d) Otras actitudes. Las más notables, además de las señaladas, son
la inclinación y la prostración. La primera era muy usada antiguamente
para recibir la bendición sacerdotal al final de los actos litúrgicos;
después, generalmente, se sustituyó por la postura de rodillas. Algunas
oraciones de súplica intensa van acompañadas de la inclinación del
celebrante, y en los monasterios se conserva todavía la costumbre de
inclinarse profundamente durante algunas oraciones. La prostración, índice
de intensísima plegaria, se usa raras veces en la liturgia romana y
comporta una solemnidad especial. Se ha conservado en la plegaria en
silencio que precede a la acción litúrgica del Viernes Santo, durante el
canto de las letanías, para el celebrante y los ordenandos en el rito de
ordenación; también en los ritos de consagración de vírgenes y de abades.
Se usa también en algunos ritos de profesión religiosa.
Además de las actitudes corporales reseñadas, que podríamos llamar
estáticas, existen también actitudes dinámicas, es decir, movimientos
ordenados de todos los fieles o de sólo algunos; son las procesiones (v.).
V. t.: REVERENCIA; SALUTACIÓN LITÚRGICA; SIGNO IV; SIMBOLISMO
RELIGIOSO 111; RITO.
BIBL.: M. RIGHETTI, Historia de
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T. FILTHAUT, La formación litúrgica, Barcelona 1964; H. LUBIENSKA DE
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J. LLOPIS SARRIó.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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