GESTOS Y ACTITUDES II. LITURGIA


l. Importancia de los gestos y actitudes en la Liturgia. Se entiende por gestos litúrgicos los diversos ademanes o movimientos de determinadas partes del cuerpo, que deben ser realizados por los participantes en las acciones litúrgicas, con el fin de expresar con mayor viveza y eficacia sus disposiciones interiores y los efectos de la celebración. Se distinguen de las actitudes litúrgicas en que éstas se refieren a posturas que afectan a la totalidad del cuerpo. La importancia de las actitudes y de los gestos corporales en la Liturgia es triple: psicológica, social y teológica. Es cierto que lo importante es asegurar la calidad de la actitud interna personal, pero conviene comprender la necesidad de manifestar externamente, dentro de un orden disciplinado, los sentimientos internos de devoción, y a ello se encamina el g. y la actitud. La Liturgia (v.) es culto (v.) interno y externo de Dios; las acciones litúrgicas son actos a través de los cuales todo el hombre, cuerpo y alma, y no sólo su espíritu, da culto a Dios. La Liturgia es un lenguaje de Dios al hombre y del hombre a Dios, que utiliza por necesidad gestos exteriores, integrándolos armónicamente en el conjunto de los demás medios expresivos.
     
      La razón teológica profunda de la importancia del gesto en la Liturgia y de su íntima unión con la palabra, hay que situarla en la realidad de las acciones litúrgicas como «acciones de Cristo», que participan de la manera de ser y de actuar de Cristo, Verbo eterno de Dios hecho carne. Cristo es el Sacramento primordial, ya que, «su humanidad, unida a la Persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación» (Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, no 5), y de Él derivan el «sacramento admirable de la Iglesia entera» y los sacramentos (v.) y demás acciones litúrgicas, como instrumentos salvíficos de Cristo y de la Iglesia. Por ello la estructura interna de los signos litúrgicos (v.) refleja, por así decir, la estructura misma de Cristo; toda acción litúrgica es una palabra encarnada y manifestada en su gesto, en un rito (v.).
     
      El mismo Cristo acompañó su predicación con multitud de gestos, algunos de los cuales quedaron como prototipos de los g. l. de la Iglesia: «Al igual que todos los hombres, Jesucristo se expresó, tanto con el gesto como con la palabra... La Liturgia entera se resume en esta orden de Cristo a los Apóstoles: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). Los gestos litúrgicos esenciales son, por tanto, los que hicieron los Apóstoles rememorando los que habían visto hacer a su Maestro. Entre los gestos de Cristo, evocados por el Evangelio, hay unos que el Señor cumplió en cuanto a hombre para glorificar a su Padre y dar ejemplo a los hombres; y otros que cumplió en cuanto a Dios, alterando las leyes de la naturaleza, a fin de atraer la atención de los hombres, convertirles y darles la vida de Dios. Los primeros son gestos de humildad; los segundos, de poder. Unos y otros son gestos litúrgicos, debido a que la Liturgia es, a la vez, obra de misericordia divina hacia el hombre y obra de justicia del hombre hacia Dios» (H. Lubienska, o. c. en bibl. 17 ss.).
     
      Hay g. l., pues, que tienen su origen en Cristo, especialmente los gestos sacramentales, los que pertenecen a la esencia de los sacramentos, que la Iglesia ha recibido de Cristo y que no pueden sustancialmente modificarse; a ellos, siempre que se hagan con las debidas palabras y con la intención de Cristo y de su Iglesia, está ligada la eficacia santificadora y cultual de los sacramentos. Hay gestos que entroncan más o menos con la tradición bíblica y cristiana, y que la Iglesia también ha de regular para mejor significar la obra de culto a Dios y de santificación de los hombres que es la Liturgia, y para suscitar mayor dignidad y devoción.
     
      Dada la trascendencia psicológica, social y teológica de los g. y a. l., la tradición cristiana ha considerado siempre importante su regulación, que corresponde esencialmente a la Jerarquía eclesiástica (v. DERECHO LITÚRGICO), y que se expresa en las llamadas rúbricas (v.) de los libros litúrgicos (v.). En la antigüedad correspondía de ordinario a los diáconos (v.) la regulación de las actitudes y movimientos del pueblo, por medio de moniciones (v.) o proclamaciones, algunas de las cuales se han conservado en los libros litúrgicos: «Arrodillémonos», «Levantaos», «Humillad las cabezas ante Dios», «Podéis ir en paz», etc. A veces disminuyó la preocupación por las actitudes del pueblo, pero se regularon minuciosamente los movimientos de los ministros y del coro. El movimiento litúrgico (v.) de los últimos tiempos ha vuelto a poner atención en las actitudes de los fieles, considerándolas como un medio importante de participación activa. Es significativo que en el Ordo Hebdomadae Sanctae instauratus de 1956 se indique a veces la actitud corporal que deben tomar los fieles; asimismo la Instrucción de 3 sept. 1958 enuncia el principio general de la necesidad de la participación activa por medio de gestos y actitudes, y, finalmente, la Const. Sacrosanctum Concilium del Vaticano II, afirma en el n° 30: «Para promover la participación activa, se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales».
     
      La importancia del g.l. no debe hacer olvidar su valor relativo en muchos casos; como todo signo exterior, vale según valga la actitud interna y la exprese. Si pierde su valencia significante y toma una especie de valoración autónoma, fácilmente puede degenerar en rito vacío. Por eso la reforma litúrgica, promovida por el Conc. Vaticano II, busca que los g.l., manteniendo su fijeza, sean lo más natural y auténticos posible, dentro de normas flexibles que aseguren su entronque con la tradición genuina y constituyan un elemento de comunión entre todas las comunidades cristianas (v. RúBRICA). Es evidente que los gestos esenciales, sobre todo los que están entroncados con la tradición bíblica o con la voluntad de Cristo, no pueden cambiar, pero todo el rico conjunto de gestos secundarios, que orquestan el núcleo fundamental de las acciones litúrgicas, puede adaptarse a las costumbres de cada país y a la mentalidad de cada época, para que sean naturales y profundos.
     
      2. Principales gestos litúrgicos. Pueden clasificarse los g.l. según diversos puntos de vista: 1) por el órgano corporal utilizado: gestos de las manos, de la cabeza, de los ojos, de los brazos, etc.; 2) según su origen, gestos bíblicos, naturales, convencionales; 3) según su significado. Tomando como base este tercer punto de vista, describiremos los más importantes, señalando su significado esencial.
     
      a) Gestos sacramentales. En todos y en cada uno de los sacramentos (v.) se trata de realizar una acción concreta, que representa el punto de encuentro entre Dios y el hombre. La celebración de los sacramentos comporta, pues, una serie de gestos humanos, que constituyen el aspecto más material y visible del signo litúrgico (v.). Cada sacramento posee unos gestos esenciales, entroncados con gestos del mismo Cristo y de los Apóstoles, y otros gestos secundarios o accidentales, que han sido añadidos por la tradición cristiana para rodear al g. esencial de mayor solemnidad, facilitar la participación en el sacramento, etc. Para una consideración detenida de esos g. ver las voces dedicadas a cada uno de los siete sacramentos, tanto en el apartado de Teología dogmática (donde se considera su materia y su forma), como, sobre todo, en el de Liturgia.
     
      b) Gestos de bendición y exorcismo. Desde la más remota antigüedad, las bendiciones (v.), por las que se alaba la bondad divina y se pide la protección de Dios sobre personas y cosas, y los exorcismos (v.), por los que se intenta alejar a personas y cosas de la influencia diabólica, han ido acompañados de gestos, que subrayan con mayor viveza el sentido de las palabras. Imponer las manos, soplar sobre alguna persona o cosa, tocar los sentidos con saliva, asperger con agua bendita, etc., han sido gestos utilizados para bendecir y para exorcizar.
     
      Pero sin duda, el gesto que ha llegado a ser más común es el de la señal de la cruz. Es uno de los gestos específicamente cristianos, es decir, creado por el cristianismo para distinguirse de las demás religiones; es tal la importancia de la luz de Cristo, que los primeros cristianos no hallaron mejor señal distintiva para subrayar su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Así, ya desde el s. ni, se señalaba la frente del catecúmeno (v.) con el signo de la cruz, como parte importante de la iniciación cristiana (v.); esta señal hablaba de su incorporación a Cristo. Los cristianos ya bautizados adquirieron muy pronto la costumbre de repetir el gesto de la cruz sobre sí mismos; en la Tradición apostólica de S. Hipólito, que refiere las costumbres de los primeros cristianos (v.), leemos lo siguiente: «Si eres tentado, persígnate la frente con piedad, pues es el signo de la Pasión, especialmente destinado a luchar contra el diablo, mientras lo hagas con fe y no para ser visto de los hombres. Cuando señalamos nuestra frente y nuestros ojos con el signo de la cruz, ahuyentamos al enemigo que intenta exterminarnos» (n. 42); el signo de la cruz es presentado en este texto, sobre todo, como gesto de exorcismo. Pero otra forma de señal de la cruz es como gesto de bendición, realizado con los dedos juntos, o con sólo algunos dedos extendidos, según los diversos usos de iglesias y de épocas, influidos por consideraciones de tipo alegórico. Lo acostumbran a trazar los Obispos, los sacerdotes y los diáconos. A veces, especialmente en Oriente, se traza el signo de bendición con un crucifijo en la mano. La llamada bendición eucarística, al final de la Exposición del Santísimo (v.), también se hace trazando el signo de la cruz en el aire, con el copón o la custodia en la mano.
     
      Con ello se expresa plásticamente que toda bendición en la Iglesia procede en último término de la fuerza salvadora de la cruz; sin embargo, conviene advertir que la eficacia de la bendición no proviene del gesto material, sino de la oración de la Iglesia y la intercesión de Cristo. Es laudable costumbre santiguarse o persignarse al dar comienzo a cualquier actividad de la vida, tal como se hace al principio de todos los actos litúrgicos; viene a ser una profesión de fe en la virtud santificadora de la cruz de Cristo. Sin olvidar que la cruz está asociada a la victoria de Cristo; por eso los antiguos cristianos representaban la cruz de Cristo no únicamente como instrumento de dolor sino como arma de victoria; adornaban a veces la cruz con piedras preciosas y representaban a Cristo revestido con ornamentos pontificiales y coronada su cabeza con una diadema real (v. CRUZ).
     
      c) Gestos de reverencia y adoración. Hay muchos gestos en la liturgia, que constituyen muestras de respeto o de veneración hacia personas, cosas o lugares. A veces, tales gestos provienen del medio cultural en que se desarrolló la Liturgia, y pueden cambiar según las distintas culturas. P. ej., el gesto de juntar las manos parece relacionarse con la costumbre feudal del vasallo que rinde homenaje a su señor. La genuflexión, también usada en el ceremonial palaciego del Imperio Bizantino, se realizaba ante el obispo; se introdujo también desde Occidente como signo de adoración ante Cristo presente en la Eucaristía. Son muestra de veneración los ósculos o besos que se dan al altar, a las imágenes y otros objetos sagrados, así como a la mano de los ministros jerárquicos. El gesto de la incensación, de origen oriental, también indica reverencia, siendo objeto de ella tanto el mismo Dios como las personas y cosas relacionadas con el culto divino. Las inclinaciones, tanto de sólo la cabeza como también de todo el tronco, constituyen igualmente gestos de reverencia. En el transcurso de la historia litúrgica, tales gestos de reverencia (v.) se fueron complicando y ampliando, a veces exageradamente. Un gesto especial de veneración tiene lugar en la solemne adoración de la cruz en la acción litúrgica del Viernes Santo (v. SEMANA SANTA): los celebrantes y ministros se pueden acercar a venerar la cruz con los pies descalzos; en Oriente es frecuente tal costumbre.
     
      d) Gestos de saludo y amistad. Los saludos cristianos por excelencia son los que desean la presencia del Señor o de su paz entre los hermanos: «El Señor esté con vosotros», «La paz sea con vosotros». En la liturgia romana, el sacerdote u obispo celebrante, cuando saluda de este modo a los fieles, abre y extiende los brazos en un gesto de apertura y comunicación (v. SALUTACIÓN LITÚRGICA). Los fieles también pueden saludarse entre sí, por medio del abrazo y beso de paz, gesto de amistad pronto usado en la liturgia parece que con origen apostólico. Se utiliza, sobre todo, durante la Misa, como signo de reconciliación y caridad entre los hermanos antes de presentar las ofrendas, en algunos ritos, o antes de acercarse a comulgar, en otros; costumbre, sin duda, relacionada con el consejo evangélico: «Si antes de presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas que tienes algo contra tu hermano, ve y reconcíliate primero con él» (Mt 5,23). Parece que por dificultades prácticas, se fue perdiendo, y llegó a sustituirse por el llamado «portapaz», objeto (imagen, reliquias, etc.) que un acólito da a besar a los asistentes. El abrazo realizado por los ministros del altar o los miembros de una comunidad monacal se convirtió en algo muy estilizado, ligeramente relacionado con el auténtico gesto; en algunas partes se han introducido otros gestos, más acordes con la mentalidad y cultura de la época, pero con la misma significación del abrazo o del beso de paz.
     
      e) Gestos de penitencia. El más corriente es golpearse el pecho, en señal de arrepentimiento y de humildad. Da origen bíblico (los mismos Evangelios presentan al publicano de la parábola y a los soldados que presenciaron la crucifixión golpeándose el pecho en actitud de penitencia), se utiliza en la liturgia siempre que es preciso manifestar dolor por los pecados: durante la recitación de las fórmulas de contrición, tanto en la Misa como en el sacramento de la Penitencia; al «Nobis quoque peccatoribus» del canon; al «Señor, yo no soy digno», de antes de la Comunión, etc. El A. T. conocía muchos gestos exteriores de penitencia: ayunos, ceniza, saco y cilicio, desgarramiento de vestiduras, mesarse los cabellos, etc. La liturgia penitencial de los primeros siglos heredó algunas de esas prácticas, procurando, sin embargo, penetrarlas del espíritu cristiano. En la actualidad, casi sólo se ha conservado la impolición de cenizas que tiene lugar al principio de la Cuaresma (v.). La imposición de la ceniza y la expulsión de la iglesia se aplicaban a aquellos cristianos que por sus pecados graves merecían el castigo de la penitencia pública; el rito venía a ser una imitación de la expulsión de nuestros primeros padres del paraíso terrenal. La ceniza siempre ha sido símbolo de humildad y penitencia; Judit, antes de liberar a su pueblo, se llenó la cabeza de ceniza, mientras oraba humildemente al Señor; los ninivitas consiguieron el perdón del Señor porque hicieron penitencia en saco y ceniza. La Iglesia, al imponer el polvo de la ceniza, quiere recordar a los fieles que son pecadores y que merecen el castigo, pero también deben tener confianza en el Señor, quien desea que los pecadores se conviertan y no que mueran.
     
      f) Gestos en la oración. En la tradición litúrgica romana existen algunos gestos que acompañan la oración. He aquí los más notables. Levantar los ojos hacia el cielo: es un gesto enraizado en la misma naturaleza humana, la cual, espontáneamente, considera el cielo (v.) como símbolo de las realidades sobrenaturales; se prescribe al celebrante en algún momento de la Misa. Levantar y extender las manos: hoy también es gesto reservado al celebrante, y característico de las oraciones propiamente sacerdotales, tanto de la Misa como de otros actos litúrgicos. Vinculada con expresiones espontáneas de cualquier religión, para penetrar el sentido de este gesto, es interesante un texto de Tertuliano (Tratado sobre la oración, cap. 14): «Nosotros no solamente levantamos las manos sino que las extendemos en recuerdo de la cruz de Cristo. Si lo hacemos con modestia y humildad, nuestras oraciones serán mejor escuchadas por Dios». Las rúbricas regulaban el gesto de extender las manos con detalle; actualmente se tiende a realizarlo con cierta flexibilidad. juntar las manos ante el pecho: viene a ser gesto natural para la oración, sobre todo, la individual, ya que expresa y fomenta el recogimiento; en la liturgia se usa para las oraciones que privadamente recita el celebrante, y durante la plegaria Supplices del canon acompañado de una inclinación.
     
      g) Gestos indicativos. Son los que acompañan naturalmente las palabras que se pronuncian, subrayando su importancia, o señalan la presencia de personas o de cosas. Hasta las reformas posteriores al Vaticano II, el sacerdote realizaba una serie de gestos sobre el pan y el vino durante el canon que, aunque se hacían en forma de cruz, no eran propiamente bendiciones, sino sencillamente gestos indicativos que realzaban la realidad de los signos litúrgicos; ahora sólo ha quedado un signo de cruz, casi al principio del canon, que puede ser interpretado como bendición o como gesto indicativo. En caso de concelebración, los sacerdotes celebrantes en el momento de pronunciar las palabras de la consagración, extienden el brazo derecho señalando el pan y el cáliz -respectivamente: es otro gesto de gran importancia tradicional. Podemos considerar dentro de esta categoría a los múltiples gestos de ostensión que se realizan en diversos momentos de las celebraciones litúrgicas: ostensión de la Cruz antes de ser adorada, en la celebración del Viernes Santo; triple presentación del Cirio Pascual durante la procesión de entrada en la solemne Vigilia Pascual; elevación de la hostia y el cáliz después de cada consagración; elevación de la hostia y del cáliz juntos al final del canon durante la gran doxología; ostensión de la hostia antes de comulgar, etc.
     
      h) Gestos funcionales. Hay en la liturgia algunos gestos que son simplemente utilitarios, como el de lavarse las manos después de recibir las ofrendas. La tendencia alegorizante de la Edad Media interpretó muchos de esos gestos en un sentido simbólico. Muchas veces, los gestos funcionales están tan compenetrados con el desarrollo de la acción litúrgica, que participan del significado de todo el conjunto; así, el simple gesto de colocar las ofrendas sobre el altar participa del sentido de ofrenda de toda la Misa. Es imposible e innecesario aludir aquí a todos los gestos funcionales que se realizan en las acciones litúrgicas; a veces, alcanzan gran solemnidad, sobre todo, en celebraciones peculiares, como las ceremonias de ordenación, de consagración de iglesias y altares, de confección del crisma y de los óleos, de bendición del agua bautismal, de bendición del fuego nuevo y del cirio pascual, etc. Hay que llamar la atención sobre dos gestos utilitarios fundamentales, que pueden alcanzar un profundo sentido religioso y humano: el dar y el recibir. Constantemente en las acciones litúrgicas se produce un juego de gestos de ofrenda y de aceptación, que no son más que el reflejo del profundo intercambio espiritual que se produce en la liturgia, como lugar privilegiado del encuentro entre Dios y su pueblo.
     
      3. Principales actitudes litúrgicas. a) De pie. Actitud litúrgica fundamental es la de permanecer de pie; es la propia del sacerdote que preside y sacrifica y del ministro que sirve al altar; para los fieles también es importante. En primer lugar es una señal de respeto; por eso nos ponemos de pie en el momento de la entrada y de la salida del celebrante, y al responder a sus palabras de saludo; también para escuchar la proclamación del Evangelio, como punto culminante de la lectura de la Palabra de Dios. Es también actitud adecuada para la oración cristiana, aunque otras veces sea de rodillas (v. infra, b). La actitud de estar de pie expresa alegría y fuerza y por eso conviene al hombre resucitado con Cristo a una vida nueva; es expresión de la liberación del pecado y de la esperanza en la manifestación total de nuestra gloria. Por ello los cristianos se ponen de pie para acompañar las oraciones más solemnes de la Misa: el Prefacio, el Padrenuestro, etc.; igualmente existen testimonios antiguos que hablan de la prohibición de orar de rodillas el domingo y durante el tiempo pascual (cfr. Tertuliano, De oratione, 23), como recuerdo de nuestra condición de resucitados, que impulsa a ponerse de pie, con la cabeza levantada hacia el cielo, en actitud de esperanza. En la Misa y en la Comunión el cristiano participa del sacrificio de la cruz y recibe a Cristo mismo, lo que vincula estrechamente a su Resurrección que da la nueva vida de hijos de Dios; por ello, con la actitud reverente de pie, en algunas partes de la Misa, se significa la esperanza que nos dan la Resurrección y la filiación divina, esa disposición de, con la ayuda de Dios, luchar con el pecado y marchar hacia la santidad, en unión con todo el pueblo de Dios peregrinante hacia el cielo (cfr. Instrucción Encharisticunn mvsterium, de 25 mayo 1967, n° 34).
     
      b) De rodillas. S. Basilio dice que ponerse de rodillas es «mostrar plásticamente que el pecado nos ha postrado en tierra» (Tratado del Espíritu Santo, 27). Los antiguos cristianos consideraban, pues, la oración de rodillas como más propia de los tiempos de ayuno y penitencia; es señal de duelo, de humildad, de arrepentimiento. Actualmente, se prescribe la actitud de rodillas para los momentos de súplica intensa en días y tiempos penitenciales, como son las Témporas y la Cuaresma; también en ciertas preces por los difuntos, y es la actitud propia del penitente que se acerca a recibir el sacramento del perdón. La actitud de rodillas ha adquirido también otro significado: como señal de adoración, sobre todo, en relación con la Eucaristía (delante del Santísimo expuesto, durante el canon, o al menos durante la consagración y elevación, y, en general, para comulgar). Es una actitud que fomenta el sentido de nuestra pequeñez ante la grandeza de Dios, y favorece el recogimiento y la interioridad de la oración. Por eso, ya desde los primeros tiempos, rezar de rodillas era la postura propia de la oración individual; los monjes de Egipto se arrodillaban para meditar en silencio una lectura o un salmo; el libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta cómo S. Esteban oró de rodillas antes de su martirio (7,60), y cómo a menudo S. Pedro y S. Pablo hacían la oración en esta actitud humilde y recogida (9,40; 20,36). Sea cual fuere la ocasión en que el cristiano se arrodilla para rezar, debe fomentar sentimientos de humildad, de adoración, de recogimiento; ha de ponerse en la actitud espiritual que hacía exclamar a S. Pablo: «Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda la familia en el cielo y en la tierra» (Eph 3,14-15). Si alguna vez ha parecido humillante o poco digna la postura de rodillas, hay que recordar que el hombre nunca es tan grande como cuando reconoce, interna y externamente, su miseria delante de Dios. En relación con la actitud de rodillas está la genuflexión, de la que ya se ha hablado (v. 2,c).
     
      c) Sentados. Estar sentado es la actitud del maestro y del presidente. En el lenguaje bíblico indica autoridad: por eso se dice en el Credo que Cristo «está sentado a la derecha del Padre». En las reuniones litúrgicas corresponde sentarse en primer lugar al sacerdote que celebra; el Obispo se sienta cuando dirige la palabra al pueblo, en actitud de doctor y de jefe de la comunidad; en su iglesia «catedral» (v.) hay un asiento llamado «cátedra», desde donde preside y habla. Para los fieles sentarse no es sólo una postura de reposo, sino que facilita la actitud interior propia del discípulo que escucha; indica atención y receptividad. Por eso los asistentes a Misa se sientan cuando deben escuchar las lecturas bíblicas, excepto el Evangelio que, en señal de mayor respeto, escuchan de pie; también durante los cantos de meditación, como el gradual entre la Epístola y el Evangelio; y mientras el sacerdote pronuncia la homilía. Otros momentos de la Misa, ocupados por la disposición material de las ofrendas o el arreglo de los objetos utilizados, también admiten estar sentados: son momentos de pausa, muy aptos para la meditación personal, si no se llenan con cantos o plegarias en común, así como los momentos de «silencio sagrado» (cfr. Instrucción Tres abhinc annos de 4 mayo 1967, n° 15) después de las lecturas, de la homilía, o de la comunión.
     
      d) Otras actitudes. Las más notables, además de las señaladas, son la inclinación y la prostración. La primera era muy usada antiguamente para recibir la bendición sacerdotal al final de los actos litúrgicos; después, generalmente, se sustituyó por la postura de rodillas. Algunas oraciones de súplica intensa van acompañadas de la inclinación del celebrante, y en los monasterios se conserva todavía la costumbre de inclinarse profundamente durante algunas oraciones. La prostración, índice de intensísima plegaria, se usa raras veces en la liturgia romana y comporta una solemnidad especial. Se ha conservado en la plegaria en silencio que precede a la acción litúrgica del Viernes Santo, durante el canto de las letanías, para el celebrante y los ordenandos en el rito de ordenación; también en los ritos de consagración de vírgenes y de abades. Se usa también en algunos ritos de profesión religiosa.
     
      Además de las actitudes corporales reseñadas, que podríamos llamar estáticas, existen también actitudes dinámicas, es decir, movimientos ordenados de todos los fieles o de sólo algunos; son las procesiones (v.).
     
      V. t.: REVERENCIA; SALUTACIÓN LITÚRGICA; SIGNO IV; SIMBOLISMO RELIGIOSO 111; RITO.
     
     

BIBL.: M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia, 1, Madrid 1955, 329-382; A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, 2 ed. Barcelona 1967, 188-196; D. VON HILDEBRAND, Liturgia y personalidad, Madrid 1966; R. GUARDINI, Los signos sagrados, Barcelona 1957; A. KIRCHGASSNER, El simbolismo sagrado en la liturgia, Madrid 1963; T. FILTHAUT, La formación litúrgica, Barcelona 1964; H. LUBIENSKA DE LENVAL, La liturgia del gesto, San Sebastián 1957; ÍD, Symbolisme de Pattitude, «La Maison-Dieu» no 22 (1950) 121-128; 1. LLOPIS, Las actitudes corporales en la liturgia, Medellín 1967; A. VERGOTE, Psychologie religieuse, Bruselas 1966; ÍD, Regard du psychologie sur le symbolisme liturgique, «La Maison-Dieu» n° 91 (1967), 129-151; 1. COPPENS, Vimposition des mains, París 1925; T. FILTHAUT, La formación litúrgica, 2 ed. Barcelona 1965, 119-134.

 

J. LLOPIS SARRIó.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991