Las honras fúnebres tributadas a los difuntos son como la
cristalización del culto a los mismos. Todos los pueblos, aun los de
civilización más elemental, han profesado siempre un sentimiento de
reverencia y veneración hacia los muertos, manifestándolo, entre
otras maneras, por medio de honras fúnebres destinadas a ayudar al
difunto en su camino hacia su destino del más allá (v. DIFUNTOS 1;
MUERTE 1v). Bien conocidas son, a través de la Historia, las pompas
fúnebres con que tanto egipcios como griegos y romanos y demás
pueblos de las grandes civilizaciones honraban a sus muertos. Entre
los hebreos esta costumbre estaba también profundamente arraigada.
Uno de los discípulos que quería seguir a Cristo le suplicaba que
antes le permitiese ir a enterrar a su padre (Mt 8,21; Lc 9,60); en
Naín, segun el relato evangélico, un grupo nutrido acompañaba el
féretro en que llevaban a enterrar al hijo de una viuda, cuando
Cristo realizó el milagro de devolverle la vida (Le 7,12). En el A.
T. se refieren con especial interés, como prueba de virtud, las
honras tributadas a los difuntos; así, en Génesis, cap. 50, se
relatan las pompas fúnebres con que José honró a su difunto padre
lacob; el libro de Tobías ensalza a éste por su caridad en enterrar
a los muertos (Tob 12,12-13); pero, sobre todos, tenemos el
testimonio del libro segundo de los Macabeos (12,39-46).
Esta piadosa costumbre no sólo no fue abandonada por los
cristianos, sino que fue realzada a la luz de la Resurrección de
Cristo y de la fe en la resurrección de los cuerpos (v.), dándole
con ello un carácter de alegría y esperanza del que carecía entre
paganos.
Las Passiones de S. Policarpo y de los Mártires de Lyon (s. II)
manifiestan una especial preocupación por enterrar en una atmósfera
de piedad y de culto los cuerpos de los defensores de la fe.
Tertuliano habla explícitamente de un difunto que desde su muerte
hasta su sepultura estuvo acompañado por la oración de un presbítero
(De anima, 51). En el s. iv era práctica común, tanto en Oriente
como en Occidente, velar el cadáver, durante el tiempo entre la
muerte y la sepultura, recitando el sálterio. S. Agustín, al hablar
de la muerte de su madre, dice: «al dar el último suspiro, el niño
Adeodato rompió a llorar a gritos, mas reprimido por nosotros
calló... entonces, tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar,
respondiendo toda la casa, el salmo: Misericordia y justicia te
cantaré, Señor» (Confesiones, IX,31). Y de S. Pacomio se dice en su
biografía que fue velado toda una noche mientras se recitaban salmos
e himnos (PG 73,239-272). Esta costumbre pasó en seguida a los
monjes, pues ya en el s. VI aparece en los monasterios de Roma (Hergott,
Vetus disciplina monastica, 3). En el s. VII o, tal vez, a finales
del s. VI, se compuso en Roma un Oficio de difuntos en la forma
canónica tradicional para ser recitado, además del Oficio diario, en
los días exequiales: tercero, séptimo, trigésimo y en el aniversario
de la muerte; era, por consiguiente, un Oficio distinto e
independiente de la Vigilia nocturna celebrada en presencia del
cadáver (C. Callewaert, De officio defunctorum, Sacris erudiri,
Steenbrugge 1940, 169). Pero, ya en el s. XI este Oficio aparece
como formando parte de dicha Vigilia; y poco a poco la suplantó
totalmente, quedando así aquél como oración oficial de la Iglesia en
favor de los difuntos. Es el mismo Oficio de difuntos del Breviario
usual a partir de Pío V (v. OFICIO DIVINO), que, en su forma
original, sólo constaba de Vísperas, Maitines y Laudes; con motivo
de la reforma de S. Pío X se añadieron las Horas menores y
Completas; y lo mismo ha quedado en el libro de la Liturgia de las
Horas promulgado por Paulo VI.
Naturalmente, en unas honras fúnebres en sufragio de los
cristianos difuntos no podía faltar la celebración del Sacrificio
del Altar en lugar de aquellos banquetes fúnebres que los paganos
celebraban, a veces, junto a las tumbas de los muertos. Esa práctica
existía ya en los orígenes de la Iglesia, según parece desprenderse
de algunos documentos que se remontan hasta la primera mitad del s.
II; así, p. ej., Aristides (a. 140) en su Apología dice: «Si alguno
de los fieles muere, dadle el saludo con la celebración de la
Eucaristía y rezando alrededor de su cadáver» (I. Milne, A new
Fragment of the Apology of Aristides, «lournal Theol. Studies» 25,
1924, 73-77); Tertuliano habla también de la celebración de la Misa
en el día de la sepultura como de una práctica normal. En Roma esta
costumbre es ya general en el s. IV; así, S. Mónica pudo pedir a su
hijo como última voluntad que «hicieran memoria de ella ante el
altar», entendiendo por esto la celebración de la Misa (Conf. IX,36).
En estas Misas se hacía especial mención de los difuntos por quienes
se ofrecían, inscribiendo sus nombres en los llamados dípticos; más
tarde, cuando éstos desaparecieron en Occidente (la liturgia
bizantina todavía los conserva, v. CONSTANTINOPLA IV), no por eso
dejó de hacerse una especial mención de los difuntos en la Misa bajo
la forma de un «memento» colectivo.
El rito de la Absolución, que ahora sigue a la Misa de
funerales, no es tan antiguo como el Oficio y la Misa de difuntos;
las primeras señales del mismo las encontramos en el s. X. En un
principio, el Responsorio Libera me, probablemente compuesto en el
s. IX e introducido en Roma en el s. XI por el Pontifical
romano-germánico, era sustituido por el Subvenite, de origen romano.
La oración Non intres, con la que comenzaba el rito, se encuentra ya
en el Sacramentario gregoriano, donde forma parte de la
Recomendación del alma (v. DIFUNTOS III). En cuanto a la incensación
y aspersión del cadáver con agua bendita, son ceremonias que ya
desde muy antiguo se usaban como señal de protección contra el poder
del diablo y para indicar el carácter triunfal de los funerales, en
cuanto expresión de la victoria sobre la muerte. Los funerales
concluyen con la conducción del cadáver al cementerio y la sepultura
(v. CEMENTERIO II). Parece probable la existencia, ya desde los días
de la Iglesia naciente, de fosores destinados a rendir a los muertos
el homenaje póstumo de la sepultura; así parece desprenderse del
libro de los Hechos de los Apóstoles (5,510; 8,2).
Entre los romanos era costumbre que el cadáver fuera
acompañado hasta el lugar de la sepultura por un cortejo fúnebre con
antorchas encendidas; esta costumbre la mantuvo la Iglesia, como se
ve por testimonio de S. Cipriano, S. jerónimo, S. Gregorio Niseno y
otros. En cambio, no aceptó nunca el acompañamiento de plañideras,
mujeres especialmente pagadas para que llorasen y cantasen las
alabanzas del difunto; en su lugar, ordenó la recitación de salmos,
antífonas y oraciones en sufragio por el difunto, en las que
proclama su fe y esperanza en la resurrección y la vida eterna.
En el nuevo Ordo Exsequiarum, de 1969, además de una vigilia
en la casa del difunto en forma de liturgia de la Palabra y de una
oración especial cuando el cuerpo del difunto se coloca en el
féretro, hay tres tipos de exequias. El primero tiene tres momentos:
a) en la casa del difunto y su conducción a la iglesia, b) en la
iglesia y su conducción al cementerio, c) en el cementerio. El
segundo tipo de exequias consta de dos partes: a) en la capilla del
cementerio, b) en el sepulcro. En el tercero todo el rito se
desarrolla en la casa del difunto, incluso la celebración de la
Misa, si hay autorización del Ordinario del lugar; luego se lleva el
cadáver al cementerio o lugar del sepulcro en forma privada. El rito
de las exequias de párvulos, que se remonta al s. XV, tiene
estructura semejante, con textos adaptados a la circunstancia. En la
nueva reforma de la Liturgia se ha enriquecido considerablemente el
formulario litúrgico relacionado con los difuntos, en el Ordo
Exsequiarum, en la Liturgia de las Horas y en el Misal.
Los funerales cristianos son una de las manifestaciones más
expresivas de la fe y de los ritos de la Iglesia. El carácter
pascual de la muerte aparece constantemente en los textos
litúrgicos, que rezuman una atmósfera de fe y esperanza en la
resurrección y en la vida eterna, un sincero dolor y arrepentimiento
por los pecados, aligerado por una inquebrantable confianza en el
perdón, y un sentimiento de profunda y serena alegría. Las reformas
hechas a tenor de la Const. Sacrosanctum concilium sobre la Liturgia
(n° 81-82), del Vaticano II, se ordenan a acentuar más aún este
carácter. La oración privada o pública (funerales, responsos, etc.),
así como las Misas por los difuntos, se dirigen a Dios intercediendo
por sus almas, en virtud de la comunión de los santos (v.), para que
el Señor les aplique los méritos y valor de esas oraciones y Misas
como complemento o equivalente a la purificación que hubiesen de
sufrir en el purgatorio (v.) y se abrevie o aligere esa purificación
por sus pecados, si no la hubiesen hecho suficientemente en su vida
terrena, antes de entrar en la gloria y comunión perfecta con Dios y
los bienaventurados del cielo.
V. t.: DIFUNTOS II; CEMENTERIO II; MUERTE VII; PURGATORIO.
BIBL.: Rituale romanum, ed.
tipica Vaticana 1952, titulus VII; Ordo Exsequiarum, ed. tipica
Vaticana 1969; Les funérailles chrétiennes, «La Maison-Dieus 44
(1955) (n° monográfico); «Rivista Liturgican (Turín), n° 3 de 1971
(monográfico sobre el Ordo Exsequiarum); M. RIGHETTI, Historia de la
liturgia, I, Madrid 1955, 975-1008.
R. ARRIETA GONZÁLEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia
Rialp, 1991
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