FIESTAS III., FIESTAS CRISTIANAS LITÚRGICAS.


La palabra fiesta, etimológicamente, procede de la latina feria o mejor, según el latín clásico, en plural feriae (primitivamente fesiae, de donde se derivan festus, festivus). Las feriae eran día de devoción, día consagrado especialmente al servicio de los dioses; tenían, por lo mismo, un sentido religioso. Generalmente, en el día de f. se tenían sacrificios, procesiones, banquetes sagrados y juegos. Esto no era propio sólo de los romanos; la f. brota de la misma naturaleza del hombre que siente en sí la necesidad de lo trascendente y nostalgia por la vida divina y la eternidad (v. i). Parece como si el hombre se encontrase frente a un deseo y una esperanza de regenerar el tiempo en su totalidad, es decir, poder vivir «históricamente» en la eternidad. Esta nostalgia de lo eterno atestigua que el hombre aspira a un paraíso y cree que la conquista del mismo es realizable desde la tierra.
      El día de f. está siempre relacionado con un acontecimiento divino y se considera como un don concedido a los hombres que, al celebrarlo, se renuevan y se transforman espiritualmente. Esto es constante tanto en las religiones paganas (v. t) como en la del pueblo elegido en el A. T. (v. it) y luego en el cristianismo, que nunca ha destruido lo que hay. de legítimo en las culturas humanas, sino que lo vivifica y eleva con los principios del mensaje salvador de Cristo. De este modo se realiza plenamente el anhelo de los hombres manifestado en las distintas formas de sus actos religiosos. No es extraño, por lo mismo, que el antiguo lenguaje cristiano denominase a los distintos días de la semana con el nombre de feria, salvo el domingo (v.)_y el sábado (v.). En un principio esto se usó sólo para la semana de Pascua, luego para todas las semanas del año con el fin de no usar nombres paganos a los cuales no se podía dar ninguna impronta cristiana.
      Naturaleza de la fiesta cristiana. La f. es una acción sagrada conmemorativa. Una f. no es ante todo una adoración muda, ni una contemplación solitaria, ni una oración silenciosa, sino una «acción», una realidad concreta, visible, plasmada en palabras y acciones, es decir, en hechos cristianos salvíficos. Esa acción es esencialmente una conmemoración, una acción conmemorativa, una celebración de una «memoria», es decir, un recuerdo percibido a través de gestos, de una acción; en la acción litúrgica y por ella es como se realiza la «memoria». La f. desde luego incluye el recuerdo subjetivo, personal, el contemplar y revivir espiritualmente una acción divina, un hecho de la vida de Cristo. Esto es importante, pero no basta. Se trata de una «memoria» plena de realidad; es la misma acción redentora de Cristo hecha realidad aquí y ahora bajo las apariencias de los ritos; a ella se une el cristiano con su oración, su adoración y contemplación, con su alegría y caridad en la vida toda. Esta «reactualización» que, de diversas maneras, era ya un anhelo en las viejas religiones paganas (v. t), se hace realidad en las f. cristianas por medio de la eficacia sobrenatural y real de los Sacramentos (v.), «huellas de la Encarnación del Verbo», alrededor de los cuales se articula la liturgia (v.).
      Así, pues, la celebración de una f. en la liturgia dista mucho de la celebración de un aniversario cualquiera. «No es, decía Pío XII, una fría e inerte representación de hechos que pertenecen al pasado, o una simple y desnuda evocación de realidades de otros tiempos. Es más bien Cristo mismo, que vive en su Iglesia siempre y que prosigue el camino de inmensa misericordia por £1 iniciado con piadoso consejo en esta vida mortal, cuando pasó derramando bienes, a fin de poner a las almas humanas en contacto con sus misterios y hacerlas vivir por ellos, misterios que están perennemente presentes y operantes» (enc. Mediator Dei, ed. Sígueme, n° 205). En el mismo sentido se expresa el Conc. Vaticano II: «La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con sagrado recuerdo, en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo... Conmemorando así los misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» (Const. Sacrosanctum Concilium, 102).
      En ese «contacto», de que hablan la enc. Mediator Dei y la referida Constitución del Vaticano 11, se encuentra una realización cultual de lo que S. Pablo repite en sus fórmulas compuestas con el prefijo syn (=con): «estoy crucificado con Cristo» (Gal 2,19); «Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él» (Rom 6,8); «Con Él fuisteis sepultados en el Bautismo... Pues si con Cristo estáis muertos a los elementos del mundo... Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo...» (Col 2,12.20; 3,1).
      Esta comprensión de la obra redentora de Cristo, operante en la acción sacramental de la f. litúrgica, ha sido muy divulgada por la escuela litúrgica de la abadía de María-Laach (v.), que partiendo de la tradición patrística de la Iglesia ha estudiado la f. litúrgica como modo de participar en los actos redentores históricos de Cristo (v. CASEL„ OOO). A través de la f. litúrgica nos unimos a Él, a su vida, a tal acto realizado por Él, y así alcanzamos nuestra salvación. No entramos aquí en lo que fue materia de controversia y a lo que aludió Pío XII en la Mediator Dei (v.) como algo incierto y nebuloso, sino en lo que es doctrina común de la Iglesia. S. León Magno dice que «lo que fue visible a nuestro redentor ha pasado a los ritos sagrados» (Hom. 2a de la Ascensión: PL, 54,398), y S. Ambrosio: «Te hallo y te siento vivo en tus misterios» (Apología del profeta David, n° 58).
      Carácter sacramental y didáctico de las fiestas. Al celebrar la Eucaristía (v.) o Santa Misa (v.) los cristianos saben que tienen a Nuestro Señor, Jesucristo, misteriosa pero real y verdaderamente presente con ellos, renovando la gracia de la salvación. Esta presencia adquiere matices peculiares en cada f., cuyo centro es siempre el santo sacrificio de la Misa. La celebración de las f. apareció como una expresión de la fidelidad a Cristo, como un resurgimiento de la vida espiritual de los cristianos y de la caridad fraterna. «Los hechos redentores de Cristo, bien que históricamente pasados, son reactualizados, se vuelven presentes de nuevo de un modo real. La realidad de nuestra salvación se consigue, según el orden de Cristo, no sólo por una simple aplicación, sino por un vivir can Él lleno de realidad mística. Esta comunión de vida y muerte supone un vivir y un morir reales. El que el Señor sea ahora glorificado y no muera más no presenta dificultad en la perspectiva sacramental de la Iglesia (v. SACRAMENTOS). Cristo no muere más realmente, históricamente, pero el acto salvífico se hace presente de modo sacramental in mysterio, in sacramento, y así se hace accesible a quienes buscan la salvación» (O. Casel, «lahhrbuch Liturgiewiessenchaft» VIII, 174). Es lo que la enc. Mediatór Dei afirma acerca de la virtualidad y eficacia de la f. litúrgica (n° 205) y lo mismo también el Vaticano 11 en el texto antes citado.
      Con esto está íntimamente ligado el carácter didáctico de la f. litúrgica, al que han aludido repetidas veces los Sumos Pontífices, p. ej., Pío XI en la enc. Quas primas (cfr. AAS 17, 1925, 603). Por la celebración de la f. se proclama verdaderamente la fe de la Iglesia y se mantiene y acrecienta en las regiones cristianizadas. A la luz de hechos históricos, como recordaron varios obispos en el Vaticano II (p. ej., el card. Doepfner, cfr. Acta Synodalia, 1,1, Vaticano 1970, 320), se ha comprobado que la celebración de las f. litúrgicas y de los sacramentos basta para que la luz de la fe permanezca viva, aun cuando toda otra enseñanza religiosa haya venido a ser imposible o muy difícil. Esto es lo que la Iglesia ha reconocido al formular normas sobre la santificación de las f. Se comprende fácilmente por qué la Iglesia no permite que la celebración de las f. se deje al arbitrio y a la improvisación de particulares. Las Santos Padres hacen ver que el carácter didáctico de las f. viene a ser como un elemento esencial de su celebración, que da a la enseñanza divina su novedad y una eficacia particular. Así, por ej., decía S. León Magno: «...en el día de Navidad la palabra del Evangelio y de los Profetas nos ayudan para que seamos inflamados de tal manera que el Nacimiento del Señor sea para nosotros una cosa presente que nosotros mismos contemplamos, y no sólo un hecho pasado del cual sólo celebramos su recuerdo» (PL 54,226-227) y más adelante: «Durante todos los tiempos consideran los cristianos el misterio de la pasión y resurrección del Señor... Ahora, sin embargo, la Iglesia se ha de instruir más sobre él y se ha de dejar inflamar más con una esperanza más viva. Con la vuelta de los días santos y la lectura del Evangelio de la verdad, la magnitud de los acontecimientos se afirma de tal suerte que la Pascua del Señor ha de ser celebrada más como una presencia que como un hecho pasado» (ib. 358).
      Con razón se puede hablar de la sacramentalidad de la f. litúrgica. Tal vez el primer documento del Magisterio oficial de la Iglesia que utiliza esta expresión sea el Decreto Maxima redemptionis del 16 nov. 1955, a propósito de la celebración litúrgica de la Semana Santa: «Estos ritos litúrgicos de la Semana Santa valen no sólo en razón de su dignidad única, sino también por su virtud sacramental y su eficacia para alimentar la vida cristiana, y no pueden encontrar compensación equivalente en los piadosos ejercicios de devoción que se llaman habitualmente extralitúrgicos» (cfr. AAS 47, 1955, 839). El don divino que constituye la f. ha sido hecho para que lleguemos, por la imitación de Cristo, a la bienaventuranza y a la gloria. Al celebrar santamente las f. recibimos y poseemos ya aquello que en la fe celebramos, según expresión de S. León Magno (PL 54,388).
      Éste es el sentido trascendente de la f. cristiana. No se la considera únicamente en su aspecto histórico, sino también enmarcada dentro de todo el misterio de nuestra salvación. S. Máximo de Turín, p. ej., decía, refiriéndose a la f. litúrgica de la Navidad del Señor, que «sobrepasa aquel acontecimiento histórico, pues no sólo recibimos al Señor que nace, sino que ya ha resucitado y reina» (PL 57,541). Lo mismo afirmaba S. León Magno en una homilía del día de Epifanía: «...al que los Magos veneraron en un pesebre, adoremos nosotros omnipotente en el cielo» (PL 54,239). No celebramos en la f. algo fragmentario, sino en cierto modo todo el misterio de Cristo. Por eso el P. C. Vagaggini hace notar que una f. no puede ser algo que no esté ya realmente contenido en cada Misa (v.). Teológica y litúrgicamente toda Misa expresa de modo sintético y realiza con eficacia todo el misterio de Cristo (v. EUCARISTíA 11). Pero nosotros, de tal modo estamos hechos en nuestra limitada capacidad psicológica, que no podemos penetrar de una sola vez todas las riquezas del Misterio de Cristo. Necesitamos que sucesivamente nos venga analizado en sus diversos aspectos (cfr. El sentido teológico de la liturgia, 2a ed. Madrid 1965, 177-180).
      Origen y desarrollo de las fiestas cristianas. No puede negarse el entroncamiento de las f. cristianas con las f. judías (v. 11), e incluso, también con las paganas (v. i). Esto mismo revela la novedad peculiar de la f. cristiana. Esta novedad constituye un signo y un símbolo eficaz del cristianismo y no es otra cosa que el misterio de Cristo que se inscribe en la historia de la humanidad para transformarla. El sábado, como las f. antiguas, tienen su realidad en Cristo. «Que nadie os critique, dice S. Pablo, en asuntos de comida o de bebida, o a propósito de una fiesta o de una luna nueva o de un sábado, las cuales cosas son sombras de las venideras; pero la realidad es Cristo» (Col 2,16-17). Si las f. judías han encontrado su cumplimiento y término en Cristo, lo mismo hay que decir de las f. religiosas del mundo pagano que, no obstante estar plagadas de ritos mágicos y supersticiosos, lentamente habían de terminar también en Cristo. El acontecimiento de Cristo, que se sitúa en la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4,4), ha irrumpido en medio del mundo que, sin conocerlo plenamente, iba preparando su venida para ofrecerle en formas rituales los homenajes de su veneración y al mismo tiempo quedar él incorporado, mediante esos mismos ritos, en los misterios dé Cristo Jesús. Los Santos Padres repiten con frecuencia que el mundo religioso de la antigüedad era como una escuela preparatoria a la venida de Cristo.
      Toda f. cristiana consagra en cierto modo el tiempo. Cristo ha entrado en el tiempo y lo ha consagrado del mismo modo que al encarnarse ha consagrado a la humanidad. Tanto ésta como el mundo existen para el cristiano en un intervalo que comprende un antes y un después, en función de la Encarnación (v.) y, en último término, de la Redención (v.). El concepto cristiano del tiempo no consiste en la relación de unos hechos históricos que tuvieron un principio y tendrán un fin (v. esCATOLOGíA Iir). El concepto cristiano del tiempo part~ sobre todo de un hecho que lo especifica: la venida del Hijo de Dios al mundo. Las religiones primitivas celebran sus f., sin duda, como una ofrenda tomada del tienr po, igual que la ofrenda del sacrificio la toman de la naturaleza. Pero hacen reflejar también su vuelta contra el tiempo histórico, la nostalgia de un retorno periódico al tiempo mítico de los orígenes; persiguen la abolición del tiempo por la imitación de los arquetipos y por la repetición de gestos paradigmáticos. Concebidas como un retorno a los orígenes, como un comenzar periódico, estas f. ignoran la irrupción de lo divino en el tiempo profano. La f. cristiana, por el contrario, tiene su fuente y su realidad en el misterio pascual del Señor (v. PASIÓN; RESURRECCIóN DE CRISTO), cumplido en un tiempo no mítico sino histórico, para cambiar en cierto modo el curso de la historia y dar al mundo, al tiempo y al espacio una consagración definitiva. Así lo recuerda el martirologio el día de Navidad: «...queriendo consagrar al mundo con su venida piísima...». En este sentido la f. cristiana es irreversible. Pío XII dijo que el Año litúrgico (v.) «es Cristo mismo que persevera en su Iglesia y prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal cuando pasaba haciendo bien» (Mediator Dei, ed. c., n° 205) (v. t. TIEMPO v).
      Se comprende que los primeros cristianos considerasen el domingo (v.) como la primera f. cristiana en un sentido estricto, aunque la celebración de la Eucaristía en los otros días de la semana no careciese de carácter festivo (cfr. Act 2,42-46; 20,7; 1 Cor 16,2; 11,24-34; Apc 1,10; etc.). El domingo aparece en la literatura cristiana como la f. por antonomasia del cristianismo; es la f. de la Nueva Alianza, que sucede al sábado (v.) de la Antigua. No es de extrañar que pronto se escogiese un domingo del año con la significación peculiar de la Pascua del Señor (v.). La evolución de las f. en el cristianismo fue lenta y no revistió necesariamente un carácter histórico. No se fijó en un principio de modo estable el conmemorar teofanías de Cristo. ni el recuerdo de los que le siguieron más de cerca, especialmente con el testimonio de la propia sangre. La devoción de los cristianos, así como la afirmación de su fe frente a los cultos supersticiosos, o simplemente figurativos, de los paganos, jugaron un papel importante en la evolución de los ciclos litúrgicos, que terminó con lo que hoy conocemos con el nombre de Año litúrgico (v.), con sus partes características de Propio del Tiempo y Santoral. Las dos llevan la impronta del único misterio salvador de Cristo.
      Las f. de los Santos, para ser comprendidas plenamente, hay que verlas en relación estrecha con el misterio fundamental de toda santidad, con el Cuerpo místico (v.) de Cristo y con el misterio mismo de Cristo. De un modo muy relativo, sin duda, pero siempre muy concreto, el santo participa en toda su plenitud del misterio pascual del Señor, y toda su santidad está en función directa con esta participación (v. SANTIDAD Iv). Aficionándose a las f. de los Santos, como lo hace la Iglesia en la celebración litúrgica, el cristiano se pone en contacto con el misterio de la santidad cristiana. En este sentido, las diversas categorías de las f. de los Santos establecidas por la Iglesia tienen un valor carismático grande: apóstol, mártir, virgen, etc. Cada uno de estos grupos reproduce alguna nota del tipo común: Cristo, Dios y hombre, fundamento y clave de todo el edificio espiritual de la Iglesia. De aquí la característica del culto litúrgico de las f. de los Santos diferente del puramente devocional, que se detiene más en los detalles de la vida y en su aspecto subjetivo. El culto litúrgico no olvida esto, pero subraya más las grandes líneas de la santidad cristiana.
      En el origen de la f. cristiana se encuentra, por lo mismo, un acontecimiento decisivo que constituye un momento muy preciso de la historia, aquel en que Dios desea recapitular todas las cosas en Cristo (cfr. Eph 1,9-10; Col 1,20). El misterio pascual, la muerte y resurrección, del Señor, es como la levadura mezclada en la masa del tiempo a fin de transformarlo y consagrarlo. En este sentido aparece la irreductible originalidad del cristianismo y de sus f. con sus signos y símbolos eficaces. Es cierto que la f. cristiana se apropia también legítimamente el esfuerzo religioso y las diversas formas cúlticas del pasado y las santifica. A veces la Iglesia ha adoptado una f. antigua para instituir una f. cristiana, ha cristianizado ritos y procesiones de f. y ha tolerado usos inofensivos que provenían de f. paganas. Al obrar así la Iglesia ha impreso en tales f. y ritos un sentido propio que supera el significado que tales cosas tenían en el ambiente anterior. La realidad ha sucedido a las sombras, la prescripción antigua ha sido reemplazada por una esperanza mejor que nos acerca a Dios (cfr. Heb. 7,18-19), puesto que el cristiano está unido a Cristo inmolado y resucitado en una Pascua cuya alegría no tendrá fin.
      Celebración de las fiestas. El misterio de Cristo no sólo es el origen de toda f. cristiana, sino que ilumina también su misma celebración. La Pascua (v.), como culminación de todo el misterio de Cristo, es todo un mundo en el que entran en juego las realidades fundamentales de nuestra Redención cristiana. La palabra «celebrar» aparece poco en la Biblia, es más bien una palabra pagana que se deriva del adjetivo celebrr, es decir, frecuente, frecuentado, conocido; un día célebre es un día de fiesta. Por eso celebración se define como hacer algo de un modo festivo y religioso. Es curioso que se emplea en Heb 11,28, y es la única vez que aparece esa palabra en todo el N. T., con relación a la Pascua que tanto para los judíos como para los cristianos es la f. por excelencia.
      Toda celebración (v.) supone tres elementos: a) un acontecimiento que se evoca o se representa; b) unas personas o un pueblo que son reunidos por esa evocación o representación, y que son conscientes de tal suceso y encuentran su sentido y su misión en el mismo; c) una acción festiva, ritual, sagrada, que en cierto modo reactualiza tal acontecimiento o suceso. El acontecimiento no es otro que la salvación del mundo que culmina en la muerte y resurrección del Señor, es decir, la Pascua, la Victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado. Las personas reunidas por la celebración de la f. forman la Iglesia, el pueblo de Dios, la humanidad renovada, recreada en la mañana de Pascua. La acción festiva por excelencia es la del misterio eucarístico, con todos los ritos y signos con que la Iglesia ha dispuesto la celebración de las f. Todos estos elementos tienen su misión y contribuyen a esa renovación espiritual interior que ha de operarse continuamente en los cristianos; por eso una f. es día de alegría especial.
      Sin embargo, los Santos Padres y toda la tradición cristiana insisten desde el principio del cristianismo en el carácter espiritual de la celebración de las f. En realidad, para ellos, no existe una f. ni se celebra sin participar en ella mediante una vida ofrecida al Señor. Toda la vida del cristiano es una f. continua, aunque viva solo, porque toda ella está consagrada al Señor y a la acción de gracias. S. León Magno asegura que «jamás nos alejamos de la fiesta pascual si nos abstenemos de la vieja levadura de la malicia por la sinceridad de la verdad» (Hom. 2 De Resurrectione Domini, n° 4: PL 54, 392). La f. hace al hombre más accesible a la gracia y, al mismo tiempo, le permite responder con mayor generosidad. Por los ritos con que se celebran las f., el hombre capta mejor las realidades religiosas y espirituales de las mismas. Por eso, en la celebración de las f. se estrechan más los lazos de los miembros del Cuerpo místico de Cristo. De ahí la importancia de los elementos rituales que emplea la Iglesia en la celebración de las f. y del aspecto fenomenológico de los mismos en orden a sucesivas renovaciones y adaptaciones, siempre bajo la competente autoridad eclesiástica. Sólo así es posible utilizar convenientemente la iniciativa particular sin degenerar en un funesto subjetivismo que destruiría la naturaleza misma de la f. cristiana.
      La obligación de celebrar o santificar las f. (v. iv) hay que verla en el cuadro de la naturaleza de las mismas como antes se ha expuesto. La celebración de las f. es el medio más eficaz para nutrir la fe y expresarla. Se comprende que la Iglesia vele por ello.
     
      V. t.: AÑO LITÚRGICO; CALENDARIO II; DOMINGO; PASCUA.
     
     

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M. GARRIDO BONAÑO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991