1. Orígenes de los Símbolos. Varias causas han contribuido históricamente
a la formación de los Símbolos de la fe, o sea, de las fórmulas breves en
las que se compendia lo que el cristiano debe creer. Es evidente que en el
depósito de la fe entra toda la Revelación que fluye por los canales de la
S. E. y de la Tradición; pero razones prácticas aconsejaron desde el
principio el insistir en los artículos más importantes de la fe. Entre
ellos hay que señalar la profesión de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo
en cuyo nombre había de conferirse el Bautismo según el mandato de nuestro
Señor (Mt 28,19). El Diálogo de Jesús con sus discípulos, escrito apócrito
redactado hacia el a. 160, anuncia su fe «en el Padre, Señor del Universo,
en Jesucristo, nuestro Salvador, y en el Espíritu Santo» (ed. C. Schmidt e
I. Wajnberg, Texte und Untersuchungen, vol. 43, Leipzig 1919, 32). Un
papiro de Dér-Balyzeh del s. 111 nos conserva la fe del neófito: «Creo en
un Dios Padre todopoderoso, y en su Unigénito Hijo, nuestro Señor
Jesucristo, y en el Espíritu Santo, y en la resurrección de la carne y en
la santa católica Iglesia» (R. Graffin-F. Nau, Patrologia Orientalis,
París 1903 ss., 18,426). Los dos primeros miembros los podemos reconocer
aproximativamente en S. Pablo (1 Cor 8,6): «Para nosotros no hay más que
un Dios, el Padre, del cual tienen el ser todas las cosas, y para el cual
existimos; y un Señor, Jesucristo, por quien han sido hechas todas las
cosas». También es puramente trinitaria la profesión de fe compuesta por
S. Gregorio Taumaturgo (v.) en el s. 111 (PG 10,984-988). En las
Constituciones de Hipólito (v.) se prescribe que cuando el catecúmeno esté
en la piscina bautismal, quien le administre el bautismo le imponga la
mano sobre la cabeza y le pregunte tres veces si cree, respectivamente, en
el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, para que, recibida la
respuesta afirmativa, le sumerja tres veces en el agua (cfr. ed. Funk,
Didascalia et constitutiones apostolorum, 11, Paderborn 1905, 110).
Además de este primer elemento destinado a formar parte de los
Símbolos, aparece ya en la misma predicación de los Apóstoles un como
esbozo de ciclo cristológico que resume la obra de la Redención.
Recuérdense las frases de Pablo (1 Cor 5,3-4): «En primer lugar, pues, os
he enseñado lo mismo que yo aprendí: que Cristo murió por nuestros
pecados, conforme a las Escrituras, y que fue sepultado y que resucitó al
tercer día, según las Escrituras». El mismo Pedro, al curar al cojo de
nacimiento, predica que el prodigio se debe a Jesús, «a quien vosotros
habéis entregado y negado en el tribunal de Pilatos, juzgando éste que
debía ser puesto en libertad. Mas vosotros... disteis la muerte al autor
de la vida, pero Dios le ha resucitado de entre los muertos» (Act 3,13-15;
cfr. 5,30-32; 10,39-40; 13,27-31). En éste y los demás textos paralelos se
observa que la predicación de Pedro incluía como elementos cristológicos
el «padeció, fue crucificado bajo Poncio Pilato, murió y resucitó al
tercer día». De la Ascensión habla en su primera carta (3,22).
El ciclo cristológico fue tomando consistencia. Dos veces lo aduce
S. Ignacio de Antioquía (v.): «Jesucristo, el que nació verdaderamente de
la descendencia de David, el que nació de María, el que comió y bebió, el
que realmente padeció persecución bajo Poncio Pilato, el que realmente fue
crucificado y murió a la vista de los seres celestiales, terrestres y
subterráneos, quien resucitó también verdaderamente de entre los muertos»
(Ad Trall. IX.) El segundo texto, algo parecido aunque no idéntico, se
halla en la epístola a los de Esmirna, I. Años más tarde, en el s. ii,
Ireneo de Lyon (v.) hace referencia al Credo recibido de los Apóstoles y
confiesa «la venida y la generación de parte de la Virgen, y la pasión y
la resurrección de entre los muertos, y la ascensión en carne a los cielos
del amado Jesucristo nuestro Señor, y su advenimiento desde los cielos en
la gloria del Padre» (Adversus Haereses, 1,2-3; ed. W. Harvey, 2 ed.
Cambridge 1959, 1,90-94). En otro paso el mismo Ireneo habla de Cristo
engendrado por la Virgen, quien «padeció bajo Poncio Pilato, y resucitó y
fue recibido en la claridad, vendrá en la gloria» como Salvador y Juez (ib.
3,4,1: en ib. 2,16). Tertuliano (v.) da al ciclo cristológico una forma
más perfilada cuando escribe: «nacido de la Virgen María, crucificado bajo
Poncio Pilato, resucitado el tercer día de entre los muertos, recibido en
los cielos, sentado ahora a la derecha del Padre, vendrá a juzgar a los
vivos y a los muertos también mediante la resurrección de la carne» (De
virginibus velandis 1: PL 2,889). Trazas de este ciclo cristológico se
echan de ver en Orígenes (v.), en Hipólito Romano, quien apela a la
autoridad de los «presbíteros» para afirmar que «conocemos al Hijo
paciente, cómo padeció, muerto, cómo murió, y resucitado al tercer día, y
sentado a la derecha del Padre, que vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos» (Contra haeresim Noeti, 1: PG 10,804-805). Con palabras más
redundantes se expresa la fórmula bautismal que el mismo Hipólito nos
transmite (Constituciones, XVI,15-16). Así tenemos ya hacia fines del s.
111 un ciclo cristológico que va tomando formas definitivas con los
elementos que hemos ya comprobado. Luego veremos cómo se dieron dos tipos
de ciclo cristológico, occidental y oriental.
En las fuentes más antiguas estos dos factores, de la profesión
trinitaria y del ciclo de la Redención, aparecen a veces separados; pero
ya en los s. li y 111 vemos que se entrelazan y las más de las veces el
ciclo cristológico se inserta allí donde se habla de la segunda persona de
la Trinidad, antes del Espíritu Santo.
Estas fórmulas de fe o embriones de Símbolos se imponen al cristiano
por lo mismo que contienen la Revelación en síntesis. Ireneo y más
claramente Tertuliano hablan de una norma de fe, de una regula f idei que
hay que profesar como cristiano. Es natural, aunque para los s. I-III no
tengamos todos los datos concretos, que la catequesis de los bautizandos
se hiciera ya en los primeros siglos a base de esas fórmulas de fe. Para
el s. iv hay noticias sobre la entrega del Símbolo a los catecúmenos que
luego habrían de profesar, así como conservamos en S. Cirilo de Jerusalén
(v.) y en Teodoro de Mopsuestia (v.), por no hablar del Crisóstomo (v.),
homilías catequéticas que se proponen declarar cada uno de los artículos
del Símbolo de fe en uso litúrgico en las respectivas iglesias.
El primer Símbolo identificable y cristalizado es el que nos
comunica Eusebio (v.) y estaba en vigor, al menos desde fines del s. III,
en su iglesia de Cesarea en Palestina (PG 20,1537). Antes de él no tenemos
datos positivos de que se hubiera acuñado ya un Símbolo que estuviera en
vigor en alguna iglesia determinada. Hay sí elementos sueltos, fórmulas
dogmáticas dignas de un Símbolo; pero nunca son idénticas entre sí hasta
dicha fecha. Lo cual no obsta para que los Símbolos concretos y
cualificables del s. iv no hundan sus raíces, como inspiración, en esas
fórmulas anteriores que hemos estudiado. Así los Símbolos resultan
sedimentos del Magisterio (v.) eclesiástico en los que cada época ha ido
contribuyendo con sus respectivos elementos.
A continuación, ante la imposibilidad de ocuparnos de los numerosos
Símbolos que han estado en vigor en iglesias particulares (Cesarea,
Jerusalén, Antioquía, Toledo, etc.), vamos a referirnos solamente a los
Símbolos que han recogido la fe de la Iglesia universal.
V. t.: 111, A.
BIBL.: Una buena ed. de los
antiguos Símbolos puede encontrarse en A. HAHN, Bibliothek der Symbole, 3
ed. Breslau 1897; H. LIETZMANN, Symbole der alten Kirche, 2 ed. Berlín
1931; íD, Die Anfánge des Glaubensbekenntnisses, Tubinga 1921; íD,
Symbolstudien, «Zeitschrift für neutestamentliche Wissenschaft» 21 (1922)
1-34, 22 (1923) 257-279, 24 (1925) 193-203 y 26 (1927) 75-95; F. BADKOCK,
The History of the Creeds, 2 ed. Londres 1938; A. MÜLLER, Werdestufen des
Glaubenbekenntnisses, Stuttgart 1932; K. PRÜMM, Der christliche Glaube und
die altheidnische Welt, 2 vol., Leipzig 1935; W. PEITz, Das
vorephesinische Symbol der Papstkanzlei, Roma 1939; H. CARPENTER, «Symbolum»
as a Title of the Creed, «Journal of Theological Studies» 43 (1942) 30-42;
fD, Creeds and Baptismal Rites in the first Four Centuries, ib. 44 (1943)
1-11; O. CULLMANN, Les premiéres confessions de foi chrétienne, 2 ed.
París 1948; J. CREHAN, Early Christian Baptism and the Creeds, Londres
1950; J. KELLY, Early Christian Creeds, Londres 1950; B. CAPELLE,
L'introduction du symbole á la Messe, en Mélanges de Ghellinck, I (1951)
1003-1037; M. VAN DER MEER, El símbolo de la fe, 2 ed. Madrid 1963.
I. ORTIZ DE URBINA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|