1. La conversión de los bárbaros al cristianismo. La caída del Imperio
romano de Occidente y la formación sobre el suelo de sus antiguas
provincias de los reinos barbáricos constituye un fenómeno histórico de
primordial importancia: es la hora que con más propiedad puede
considerarse como la del nacimiento de E. (V. BÁRBAROS, PUEBLOS I).
En Oriente, el Imperio romano perduró mil años más (V. BIZANCIO I).
La Iglesia, íntimamente unida al poder imperial, vio crecer gradualmente
la preponderancia de la Sede de Constantinopla elevada al rango patriarcal
y cuyas relaciones con la Iglesia romana fueron, en ocasiones, difíciles
(v. CONSTANTINOPLA III; FOCIO). El Patriarcado de Constantinopla jugó un
importante papel en la conversión de pueblos eslavos, como los búlgaros y
los servios, y en la cristianización de Rusia. Fue notable la acción
misionera que promovió, en la que descuellan figuras tan insignes como los
santos Cirilo y Metodio (v.).
En Occidente, la situación era distinta, ya que las llamadas
invasiones bárbaras afectaron de modo más inmediato a esta región y
determinaron el asentamiento de masas populares germánicas en el antiguo
territorio provincial, junto a las poblaciones románicas autóctonas. Estas
poblaciones, en Italia, en las Galias, en Hispania, puede considerarse que
profesaban en su gran mayoría el cristianismo católico, pese a la
supervivencia de ciertas supersticiones y residuos paganos que la labor
pastoral de la Iglesia trataba pacientemente de desarraigar. La
cristianización de los pueblos invasores fue en la mayoría de los casos un
tránsito de la gentilidad a la fe católica, a través de una etapa
intermedia de arrianismo (v.).
La actividad misionera de Úlfilas (v.) fue decisiva para la
conversión de los godos al arrianismo, en los últimos años del s. Iv. En
breve tiempo, el arrianismo logró una amplia difusión y pasó a ser la
forma germánica del cristianismo de muchos pueblos invasores: visigodos
(v.), ostrogodos (v.), vándalos (v.), suevos (v.), burgundios (v.),
lombardos (v.), etc. En los reinos que estos pueblos hicieron surgir,
existió un dualismo étnico y religioso a la vez: la mayoría de la
población, de origen provincial romano, profesaba el catolicismo, mientras
que la minoría germánica, a la que pertenecían los reyes y la casta
militar dominante, eran de confesión arriana. Por eso, tuvo extraordinaria
importancia para la historia religiosa de E. la conversión de un pueblo
pagano, los francos (v.), que pasó directamente de la gentilidad al
catolicismo. Su rey, Clodoveo (v.), recibió el bautismo en la Navidad de
497 ó 498, y vino a ser el primer monarca católico del Occidente europeo
(V. FRANCIA VI). El principal reino arriano occidental, el visigodo de
España, abrazó el catolicismo a fines del s. vi. Recaredo (v.) ocupó el
trono en 587, dos años después se celebró el tercer Conc. de Toledo (v.),
donde tuvo lugar la solemne recepción del pueblo visigodo en la Iglesia
católica (v. ESPAÑA VIII, 1).
En el s. v, y mientras el cristianismo retrocedía en la antigua
Britania romana a consecuencia de la invasión anglosajona, Irlanda se
abría al Evangelio (v. IRLANDA V). S. Patricio (m. 461; v.) fue el apóstol
de Irlanda, la «Isla de los Santos». Las cristiandades célticas tuvieron
una peculiar organización de tipo monasterial y se distinguieron por una
marcada preocupación por la Moral, que cristalizó en los célebres «Libros
Penitenciales». El cristianismo irlandés promovió una gran actividad
misionera, que penetró hasta el corazón del continente europeo (V. MONJES
IRLANDESES). Por otra parte, el Papa S. Gregorio Magno (590-604; v.)
decidió emprender la cristianización de los anglosajones, que ocupaban la
mayor parte de Gran Bretaña. S. Agustín de Canterbury (v.) desembarcó en
Kent el año 597, logró la conversión del rey Etelberto y otros importantes
éxitos y fue constituido por el Papa primado de Inglaterra. A su muerte,
la empresa sufrió contratiempos y dilaciones; pero en la segunda mitad del
s. vli, Roma envió a Inglaterra un nuevo primado, Teodoro de Tarso (v.),
que llevó a feliz término la empresa iniciada por Agustín y organizó
definitivamente la Iglesia de Inglaterra (V. GRAN BRETAÑA V).
En el s. vii, la casi totalidad de los pueblos que habitaban en las
antiguas tierras románicas de la E. Occidental, habían abrazado el
catolicismo. La cristianización en profundidad se realizaba por el
desarrollo de la organización eclesiástica, por la labor de los Concilios
provinciales y nacionales, y también por la fundación de monasterios, en
los que se extendió la observancia de la Regla de S. Benito (m. 547; v.),
el Padre de los monjes de Occidente (V. BENEDICTINOS). La acción misionera
había de proyectarse en adelante, sobre los pueblos que permanecían más
allá de las fronteras del antiguo Imperio romano. La evangelización de
Germania (V. ALEMANIA VI) tuvo por protagonistas en el s. vii a monjes
irlandeses y escoceses, como el famoso abad S. Columbano (v.). En el s.
viii, la obra fue continuada por misioneros anglosajones entre los que
figuró S. Bonifacio (v.), el Apóstol de Alemania, que murió mártir en 747.
A su muerte, un solo gran pueblo germánico, los sajores (v.), permanecía
pagano: su conversión siguió a la larga lucha en la que Carlomagno sometió
en 785 al pueblo sajón y a su jefe nacional Widukind.
El norte de E. tardó en recibir el Evangelio. La conversión de los
países escandinavos (v. SUECIA V; NORUEGA V; DINAMARCA v), emprendida en
el s. Ix, se prolongó hasta finales del xi. Iniciada con la misión
dirigida por el monje franco Anscario, la cristianización fue proseguida
por los arzobispos de Hamburgo-Brema y sobre todo por obra de emigrantes
vikingos que, tras de recibir la fe en Normandía o en el Danelaw inglés,
la difundieron luego en su patria de origen. Fue lenta la desaparición de
los residuos paganos en las costumbres, en la vida moral y en la
literatura (v. ESCANDINAVIA III).
La Iglesia bizantina, como se dijo antes, evangelizó varios pueblos
eslavos (v.). Otros pueblos fueron evangelizados por la Iglesia
occidental, merced al impulso de Carlomagno y sus sucesores, y sobre todo
de los emperadores germánicos. La entrada de los príncipes de aquellos
pueblos en el vasallaje de los soberanos alemanes fue de ordinario el
principio de la cristianización: así ocurrió con los bohemios y los
polacos en el s. x (v. CHECOSLOVAQUIA V; POLONIA v). Los magiares, pueblo
mongol que devastaba el centro de E., fueron vencidos por Otón I en 955.
El duque Geisa recibió el bautismo y su hijo S. Esteban I (v.), fue el
fundador del reino católico de Hungría (v. HUNGRÍA v). E. cristiana fue
así una realidad a finales del s. xi. En esta hora, todos los pueblos
europeos (románicos, germanos y eslavos) formaban parte de la Iglesia.
2. La Cristiandad medieval. A mediados del s. vi pudo parecer viable
la restauración de la vieja unidad romana, en torno al Imperio de Oriente.
Justiniano (527565; v.) emprendió la reconquista de Occidente, puso fin al
reino vándalo de África y al ostrogodo de Italia y los incorporó a sus
dominios e igual hizo con una parte de la península Ibérica. Pero el gran
designio de Justiniano no se pudo lograr: la lucha con Persia (v.
SASÁNIDA, DINASTÍA) y sobre todo la aparición del Islam (v.), que en breve
tiempo conquistó las principales provincias asiáticas y africanas del
Imperio, absorbió sus energías, y debilitó su presencia en el mundo
occidental.
En Italia, bizantinos y lombardos se dividían el dominio de la
península. La Santa Sede reconocía la autoridad del Emperador de Oriente,
pero tenía una posición autónoma y poseía vastos dominios que constituían
el llamado Patrimonio de S. Pedro (v. ESTADOS PONTIFIcios I). Estos
territorios, bajo constante amenaza lombarda, eran protegidos por Bizancio,
cada vez con menos eficacia. Por otra parte, las relaciones entre los
Papas y Constantinopla no siempre eran cordiales, y el comienzo de la
lucha iconoclasta por el Emperador León III (717-741) contribuyó a ahondar
las diferencias (v. icoNOCLASTAS). Éste fue el histórico momento en que el
Pontificado romano volvió sus ojos hacia el reino franco de Occidente. El
Papado necesitaba de los francos como nuevos protectores contra los
lombardos, en lugar del Imperio. Pero, a la vez, Pipino el Breve (v.)
precisaba la sanción de la Iglesia para legitimar un acto político de gran
trascendencia: el final de la dinastía merovingia (v.) y la transferencia
de la Corona (en su persona) a la familia de los Mayordomos de Palacio
(los Carolingios), que eran los efectivos gobernantes del reino. El papa
Zacarías (741-752) dio su asentimiento y Pipino fue consagrado rey. En
754, Pipino y el papa Esteban II concluyeron un acuerdo: el Rey franco
asumió la defensa de la Iglesia romana y prometió la restitución a la Sede
Apostólica de varios territorios ocupados por los lombardos, entre ellos
el exarcado de Rávena. El Papa, a su vez, dio personalmente la unción real
a Pipino y a sus hijos y le concedió el título de patricio romano. Pipino
cumplió su compromiso y conquistó para la Santa Sede los territorios que
formaron los Estados Pontificios (v.).
El sucesor de Pipino fue su hijo Carlomagno (v.), personalidad clave
en la historia de E. y de la Iglesia occidental. Su poder se extendió
sobre un inmenso territorio y sobre la mayoría de los pueblos románicos y
germánicos del Continente. La norma directiva de la política de Carlomagno
fue propagar por doquier la fe y la civilización cristiana. Iglesia y
poder civil vivieron estrechamente unidos en tiempo de Carlomagno, que
intervino activamente en los asuntos religiosos y promovió la restauración
eclesiástica. En la noche de Navidad del año 800, Carlomagno fue coronado
emperador en Roma por el papa León III. Así renació el Imperio de
Occidente, pero con un nuevo sentido cristiano. Pontificado e Imperio
serían las dos columnas sobre las que había de apoyarse la Cristiandad
medieval (v. PAPADO, HISTORIA DEL).
La obra de Carlomagno no perduró. El tratado de Verdún (843; v.)
entre los hijos de Ludovico Pío (v.) sancionó la división del antiguo
Imperio. El Pontificado y la Iglesia se vieron aliviados del peso de la
decadente autoridad imperial, pero con ello surgieron nuevos peligros. El
feudalismo (v.) penetró las estructuras eclesiásticas, y la Iglesia cayó
en manos de los señores laicos, que disponían a su antojo de obispados y
abadías, expoliaban sus patrimonios y designaban a personas no siempre
dignas para los cargos eclesiásticos. La Santa Sede cayó en poder de las
facciones feudales romanas, que la dominaron durante el llamado Siglo de
Hierro del Papado (v.).
Entretanto, acontecimientos importantes tenían lugar en Alemania.
Los príncipes de la dinastía sajona ponían las bases de un poderoso reino
germánico que alcanzó una posición preeminente. Otón I el Grande (936-973;
v.), llamado por el papa Juan XII para que lo protegiera de sus enemigos,
acudió a Roma y fue coronado emperador el 2 feb. 962. Así, el Imperio de
Carlomagno, que se había eclipsado, fue renovado y unido de modo
permanente a la dignidad real germánica. De este modo surgió el Sacro
Imperio Romano Germánico (v.), la forma política de la Cristiandad
medieval. Se consideró a todos los pueblos cristianos de E. integrados en
una superior unidad en la que el Papa y el Emperador detentaban
respectivamente el supremo poder espiritual y temporal. Las relaciones
entre Pontificado e Imperio fueron a menudo difíciles y sus luchas
contribuyeron a la ruina de aquella gran construcción político-religiosa.
Pero ello no obsta a que durante varios siglos esa fuese la estructura
básica del Occidente cristiano, que dio lugar a una abundante literatura,
obra de teólogos y juristas.
A mediados del s. xi, los Papas alemanes impuestos por el emperador
Enrique 111 liberaron definitivamente a la Santa Sede del poder de las
familias feudales romanas. Un desgraciado episodio fue la consumación del
cisma griego de Miguel Cerulario (1054; v.), si bien ni los contemporáneos
fueron conscientes de la gravedad del hecho, ni la ruptura tuvo desde el
primer momento la trascendencia que adquirió con el correr del tiempo (v.
CISMA II; LEÓN IX, PAPA). Estos Papas pregregorianos prepararon el camino
a la reforma eclesiástica cuya alma fue el monje Hildebrando, luego Papa
Gregorio VII (v.). El fin que persiguió la reforma gregoriana fue la
libertad de la Iglesia y la lucha contra los tres grandes males que
sufría: la simonía (v.), la incontinencia del clero y la investidura
laica. Ésta dio lugar a la llamada cuestión de las investiduras (v.),
entre Gregorio VII y el Emperador Enrique IV (v.), que prosiguió después
de la desaparición de los dos protagonistas hasta que se alcanzó una
solución de compromiso en el Concordato de Worms (1122). La reforma
gregoriana promovió la centralización eclesiástica y el efectivo ejercicio
por los Pontífices de su jurisdicción sobre las iglesias de Occidente, así
como también la unificación de los ritos, según el patrón de la liturgia
romana. Los legados papales y los monjes de Cluny (v.) fueron eficaces
ejecutores de la Reforma. Los s. xii y xitt fueron la época dorada de la
Cristiandad medieval (v. ix). Es una época de florecimiento en todos los
campos: grandes santos que ejercieron además profunda influencia en la
sociedad, como S. Bernardo (v.), S. Domingo (v.) y S. Francisco (v.);
papas como Inocencio III (v.) que elevaron a su grado máximo el prestigio
del Pontificado. La atmósfera de fervor cristiano hizo peregrinar a los
pueblos de Europa a Jerusalén, a Roma o a Santiago de Compostela (v.
PEREGRINACIONES; CAMINO DE SANTIAGO; TIERRA SANTA), y fue el clima
adecuado para el desarrollo de los cistercienses (v.), de las órdenes
militares, de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos) o de los
Canónigos Regulares. Estos siglos fueron también la edad clásica del
Derecho Canónico (v.), iniciada con Graciano (v.), y del apogeo de la
Teología Escolástica (v.) cuya máxima figura fue S. Tomás de Aquino (v.).
La Cristiandad construyó las catedrales, obra maestra del románico (v.) y
del gótico (v.), e inventó las Universidades (v.). París y Bolonia, Oxford
y Salamanca fueron las más ilustres, entre otras muchas erigidas por los
papas en todas las tierras del centro y occidente de E. La Cristiandad dio
nueva vida a los Concilios ecuménicos, que no fueron ya orientales sino de
amplio predominio occidental, y cuya serie se abrió con el Conc. 1 de
Letrán (v.), de 1123. La Cristiandad, en fin, aunó sus esfuerzos en una
gran empresa común, las Cruzadas (v.), que durante dos siglos, se
esforzaron por ganar los Santos Lugares y retenerlos en poder de los
cristianos. En la península Ibérica, la lucha contra el Islam fue también
permanente designio de los Reinos cristianos hispánicos (V. RECONQUISTA).
En este panorama existían, sin embargo, sus sombras. Una de ellas
fue la aparición de herejías, que en ciertas regiones tuvieron amplio
arraigo popular (V. CÁTAROS; ALBIGENSES; VALDENSES; ETC.). La más
importante fue la de los albigenses en el sur de Francia, contra los que
se lanzó una famosa Cruzada (1209-29). Los orígenes de la Inquisición
eclesiástica se relacionan con la represión de estas herejías dualistas
(V. DUALISMO). Otra de las sombras a que aludíamos fue el enfrentamiento
de papas y emperadores, que constituían las dos supremas potestades en el
sistema político-religioso de la Cristiandad. Las luchas entre Alejandro
III (v.) y Federico Barbarroja (v.) en el s. xii, o entre Inocencio iv
(v.) y Federico ti (v.) en el xiii, causaron a la postre un grave daño al
Pontificado y al Imperio y precipitaron la crisis de la Cristiandad
medieval.
3. La crisis de la baja Edad Media. El pontificado de Bonifacio VIII
(1294-1303; v.), a caballo entre dos siglos, marcó el tránsito de una a
otra época. La decadencia del Imperio coincidió con el auge de unas
monarquías nacionales, que presentan ya muchas de las características
propias de los Estados modernos. Un espíritu de laicidad animaba nuevas
realidades políticas inspiradas por legistas formados en el Derecho
romano, que eran los nuevos consejeros de los reyes y exaltaban la
supremacía del poder real frente a cualquier otra autoridad, incluida la
de la Iglesia. Felipe IV el Hermoso (V.) de Francia, representante genuino
de este nuevo tipo de príncipe, chocó violentamente con Bonifacio VIII, y
tras la muerte de éste, el Papa francés Clemente V (v.) trasladó su
residencia a Aviñón (v.).
Durante 70 años (1304-76), los Papas vivieron fuera de Italia, casi
siempre en la ciudad de Aviñón, que pasó a ser la nueva corte pontificia.
Este periodo de la historia del Pontificado, durante el cual estuvo bajo
fuerte influencia francesa que pronto impuso la supresión de los
Templarios (v.; VA. VIENNE, CONCILIO DE), trajo consigo una evidente
pérdida de prestigio de la autoridad papal. Los Papas de Aviñón fueron
eficaces reformadores de la Administración eclesiástica, especialmente en
el ramo de la Hacienda (V. JUAN XXII, PAPA); pero concitaron reproches de
las más variadas procedencias. Santos como Catalina de Siena (v.), con la
mira puesta en el bien de la Iglesia, clamaron por el retorno de los Papas
a Roma. Otras voces se alzaron para criticarles, poniendo en tela de
juicio la propia constitución de la Iglesia y en primer término el origen
divino del Papado: fueron las voces de doctrinarios tan influyentes como
Marsilio de Padua (v.) y Guillermo de Ockham (v.). Los Estados europeos
sacudían la tutela de la Santa Sede y trataban a su vez de controlar la
vida de las respectivas iglesias nacionales. La Bula de Oro (1356)
regulaba en Alemania la elección imperial, sin otorgar la menor
intervención al Papa; en Inglaterra, los Estatutos de Provisors y de
Praemunire prohibieron toda injerencia de la Santa Sede en la colación de
los beneficios o la administración de justicia. En el siglo siguiente, la
Pragmática Sanción (v.) de Bourges (1438) organizó la Iglesia de Francia y
fue el origen del galicanismo (v.).
El Papado de Aviñón desembocó en el Cisma de Occidente (v. CISMA iii).
En 1377, Gregorio XI trasladó la Curia de Aviñón a Roma. Pero murió al año
siguiente y su sucesión desencadenó el cisma: elegido papa Urbano VI (v.),
una parte de los cardenales alegó haber obrado bajo coacción, procediendo
seguidamente a una nueva elección. Recayó ésta en Roberto de Ginebra, que
se llamó Clemente VII y estableció de nuevo su sede en Aviñón. Así comenzó
el cisma, que duró 39 años y dividió los reinos de E. entre las dos
obediencias, romana y aviñonesa, sin que ninguna de ellas lograra
prevalecer sobre la otra. Como el anhelo de rehacer la unidad era general,
se abrió camino la idea de que solamente un Concilio universal podía poner
término al cisma. Pero, además, la situación por que atravesaba la Iglesia
hizo que se planteara el problema de su propia estructura y provocó el
auge de las doctrinas conciliaristas, derivadas en parte de las teorías de
Ockham y Marsilio: el Concilio sería superior al Papa, convirtiéndose en
la suprema instancia de la Iglesia (v. CONCILIARIsmo). El Concilio general
habría de reunirse periódicamente, como representación genuina de la
societas christiana y ejercer de modo regular una función de control sobre
el Pontificado Romano.
El Conc. de Constanza (1414-17; v.), impregnado de estas doctrinas,
puso fin al cisma, por la renuncia o deposición de los tres Papas rivales
y la elección de Martín V (1417-31; v.). Rehecha así la unidad, el Papado
fue recuperando su prestigio en la Iglesia. El Conc. de Basilea (v.), en
su afán de imponer una constitución eclesial democrática y conciliarista,
chocó con el papa Eugenio IV (1431-47; v.). El Concilio eligió un
antipapa, pero su intento fracasó ya que las naciones cristianas no le
siguieron por este camino. A mediados del s. xv, el Pontificado logró así
su definitiva victoria sobre el Conciliarismo, que desapareció como
fenómeno doctrinal vivo.
La Iglesia siguió teniendo presente durante la Baja Edad Media el
cisma oriental, y los mejores espíritus latinos y griegos mantenían la
esperanza de recomponer la unidad. Desaparecido el Imperio latino de
Constantinopla (V. LATINO, IMPERIO), el emperador Miguel Paleólogo procuró
un acercamiento a Occidente (v. PALEóLOGos, DINASTÍA). El Conc. 11 de Lyon
(1274; v.) fue un Concilio unionista: los delegados griegos aceptaron la
Profesión de Fe de la Iglesia romana y sellaron la unión; pero esta unión
no llegó a consolidarse. En 1439, en el Conc. de Florencia (v.), fue
firmada la Bula de unión «Laetentur Caeli» (Denz.Sch. 1300-1308), en
presencia del Emperador Juan VIII, que esperaba también del final del
cisma un mayor apoyo occidental frente a la creciente presión turca. Pero
la unión fue rechazada por los monjes y el pueblo de Constantinopla, y la
toma de la ciudad por los turcos (1453) puso punto final a los intentos
unionistas (v. t. UNIÓN CON ROMA I).
La Edad Media llegó a su término en una atmósfera general de crisis.
Crisis intelectual, representada por la decadencia de la escolástica y el
auge del nominalismo (v.). Crisis religiosa, caracterizada por la
aparición de un nuevo tipo de herejías, que pueden ya calificarse de pre-protestantes:
Wiclef (v,) en Inglaterra, Juan Huss (v.) en Bohemia. Crisis eclesiástica,
que produce un anhelo universal de reforma de la Iglesia, «en la Cabeza y
en los miembros». La sociedad europea seguía siendo, sin embargo,
profundamente cristiana: florece la mística, y la piedad se hace más
cordial, y más íntima, bajo la forma de la devotio moderna (v.), que halló
su típica expresión en la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis (v.).
4. Europa de la Reforma a la Revolución. El Renacimiento (v.) y el
humanismo (v.) fueron el clima en que se produjo la Reforma Protestante
(v.), que deshizo la unidad religiosa del Occidente cristiano y segregó de
la Iglesia católica a una gran parte de los pueblos de E.
El comienzo de la Reforma puede situarse históricamente en una fecha
y en un lugar determinados: el 31 oct. 1517 en la ciudad de Wittenberg,
perteneciente al Elector de Sajonia, un fraile agustino, Martín Lutero
(v.), fijó en la puerta de la iglesia del castillo un escrito que contenía
85 tesis contra la doctrina de las indulgencias predicadas en Alemania con
el fin de recaudar limosnas para las obras de la basílica de S. Pedro.
Condenado por el Papa en 1520, Lutero encontró poderosos protectores entre
los príncipes alemanes. El luteranismo se extendió con gran rapidez, pese
a los esfuerzos del emperador Carlos V (v.), defensor de la fe católica,
pero preocupado también por la unidad del Imperio, tan necesaria en
aquellos momentos en que la amenaza turca se cernía sobre E. Gran parte de
los príncipes alemanes abrazaron el protestantismo y secularizaron los
bienes de la Iglesia. El luteranismo formuló su doctrina en la Confesión
de Augsburgo (v. CONFESIONALES, ESCRITORES PROTESTANTES; LUTERO Y
LUTERANISMO 11, 1), redactada por Melanchton (v.) en 1130. Alemania quedó
religiosamente escindida y, tras largas luchas, la Paz de Augsburgo (1555)
sancionó el principio «cuius regio eius religio».
El luteranismo se extendió desde Alemania hacia el norte de E.,
conquistando totalmente los países escandinavos. Otros reformadores
surgieron en varios lugares, como Zuinglio (v.) en Suiza y sobre todo Juan
Calvino (v.), autor de la Institución cristiana, que fue, después de
Lutero, la segunda figura del protestantismo. Dejada su Francia natal,
Calvino instituyó en Ginebra un régimen teocrático, y desde allí el
calvinismo extendió su influencia por gran parte de E.: Francia, Países
Bajos, Escocia, Hungría, etc. En Inglaterra, el protestantismo tuvo una
motivación y un desarrollo peculiares. La negativa del Papa a conceder el
divorcio a Enrique VIII (1509-47; v.), casado con Catalina de Aragón, hizo
que el rey se proclamara Cabeza de la Iglesia de Inglaterra, rompiera con
Roma y confiscase gran parte de los bienes eclesiásticos (V. TOMÁS MORO,
SANTO; JUAN FISHER, SAN; INGLATERRA, MÁRTIRES DE). Bajo su hijo Eduardo
VI, la Iglesia anglicana sufrió la influencia calvinista (v. KNOX, JOHN).
La restauración católica con María Tudor (v.) fue pasajera, y el reinado
de Isabel I (1558-1603; v.) supuso la definitiva consolidación del
anglicanismo (v.).
En Francia el fenómeno revistió particular dureza. Los reyes, desde
Francisco I (v.), habían sido los aliados de los príncipes protestantes
alemanes contra los Habsburgos católicos. Pero en el propio país,
mantenían el catolicismo frente al poderoso partido de los hugonotes (v.).
Esta situación provocó las sangrientas Guerras de Religión, con episodios
tan famosos como la Noche de S. Bartolomé (1572; v.), a las que puso
término la conversión de Enrique IV (v.) al catolicismo (1593). Enrique
otorgó a los hugonotes el Edicto de Naptes, y el desenlace de la contienda
fue que Francia permaneció católica, pero se admitió la existencia de una
minoría política y religiosa protestante.
El s. xvi no fue tan sólo el siglo del protestantismo. Fue también
la época en que se realizó la verdadera reforma y restauración de-la
Iglesia católica, anhelada desde las crisis de la Baja Edad Media. Los
países que escaparon a la infiltración protestante, especialmente España
(v. CISNEROS, FRANCISCO XIMÉNEZ DE), fueron los principales propulsores de
la empresa (v. CONTRARREFORMA), junto con los Papas reformadores que se
sucedieron a partir de Paulo III (v.; v. t. JULIO III; PAULO IV; PÍO IV;
PÍO V; GREGORIO XIII; SIXTO V). La renovación de la Iglesia se manifestó
en la floración de grandes santos (V. CARLOS BORROMEO; IGNACIO DE LOYOLA;
TERESA DE JESÚS; JUAN DE LA CRUZ), en la reforma de las antiguas órdenes
(como la del Carmelo) y en la fundación de otras, como la Compañía de
Jesús por S. Ignacio de Loyola (v. JESUITAS). Pero la más solemne
respuesta de la Iglesia a la revolución protestante fue el Conc. de Trento
(1545-63; v.) que, por medio de sus decretos, fijó con precisión el dogma
católico y promovió la renovación disciplinar de la Iglesia. La obra del
Conc. de Trento fue perdurable, porque el Pontificado procuró la efectiva
aplicación de los decretos conciliares. En el terreno político-militar,
resultó decisiva la victoria de Lepanto (1571; v.), que detuvo el avance
turco por el Mediterráneo y fue conseguida por la flota de la Liga Santa,
que promovieron el Papa S. Pío V y el rey de España Felipe II (v.; v. t.
JUAN DE AUSTRIA).
El s. XVII fue la época de la hegemonía francesa en E. La Guerra de
los Treinta Años (1618-48; v.) significó el declinar de las dos grandes
potencias católicas, España y el Imperio. Francia fue otra vez la aliada
de los Príncipes protestantes contra los Habsburgos católicos y su
intervención decidió el resultado de la contienda. Los tratados de
Westfalia (1648; v.) se hicieron sin contar con el Pontificado y
significaron la definitiva renuncia al ideal de la Cristiandad y la
secularización política de E. En el aspecto religioso, la paz de Westfalia
sancionó el statu quo existente y puso fin a las iniciativas de
reconquista católica surgidas después de Trento, que había reintegrado al
seno de la Iglesia una parte de los pueblos del centro de E. (v. PEDRO
CANISIO, SAN). El Imperio, después de Westfalia, dejó de existir como
potencia política y militar. La vida religiosa, en cambio, floreció en
Francia durante el s. xvii con renovado vigor. Luis XIV (v.) revocó el
Edicto de Nantes y puso fin a la tolerancia con los protestantes (1685).
Al mismo tiempo, reforzó su autoridad sobre la Iglesia francesa y la
autonomía de ésta con respecto a Roma (v. GALICANISMO). El jansenismo
(v.), cuyo principal foco era la abadía de PortRoyal (v.), fue perseguido
por Luis XIV, que consiguió del Papa su condenación en la bula «Unigenitus»
(1713; cfr. Denz.Sch. 2400-2502). El Rey Sol apoyó a los Estuardos
procatólicos de Inglaterra, que perdieron el trono a consecuencia de la
Revolución de 1688 (v. CARLOS I DE INGLATERRA; CROMWELL, OLIVER).
El absolutismo (v.) del s. xvli tuvo su continuación en el
despotismo ilustrado (v.) del XVIII. En el terreno eclesiástico, éste
supuso en los Estados católicos una política regalista y antirromana, con
sus matices propios en cada Reino: galicanismo en Francia, josefinismo
(v.) en Austria, febronianismo (v.) en Alemania, regalismo (v.) borbónico
en España, etc. La Compañía de Jesús, expulsada de varios países, fue
disuelta por el Papa Clemente XIV (1773; v.). Simultáneamente se
multiplicaban los síntomas de la que se ha llamado «crisis de la
conciencia europea», que desde principios del s. xvill se tradujo en un
poderoso avance de las corrientes ideológicas antirreligiosas (v. v).
Estas tendencias cristalizadas en el llamado «espíritu filosófico», fueron
de signo especialmente anticatólico. Francia fue el principal foco,
Voltaire su representante más cualificado y la Enciclopedia el eficaz
instrumento de difusión. La alta nobleza y la burguesía fueron las clases
sociales más afectadas por el nuevo espíritu. Este espíritu unido a otros
factores ideológicos, políticos y económicos, contribuyó decisivamente al
estallido de la crisis revolucionaria que determinó el ocaso del Antiguo
Régimen en E. (V. REVOLUCIÓN FRANCESA).
5. La Iglesia en la Europa moderna. La Revolución repercutió
profundamente sobre la vida de la Iglesia en Francia. La Constitución
civil del clero (1790) dividió a éste en dos clases de sacerdotes,
juramentados y no juramentados. Más tarde, la persecución sangrienta hizo
emigrar a numerosos obispos y sacerdotes. La Revolución en sus años
álgidos trató de descristianizar el país, y en sus victoriosas campañas
militares extendió su política más allá de las antiguas fronteras. La
ocupación de Roma, la prcclamación de la República romana y la muerte en
cautiverio del papa Pío VI (1799; v.), son otros tantos hechos que ponen
de manifiesto la actitud revolucionaria frente a la Santa Sede. Napoleón
(v.), una vez alcanzado el poder, consideró indispensable la pacificación
religiosa. La Santa Sede y Francia llegaron a un acuerdo, el Concordato de
1801, que, pese a la adición unilateral de los Artículos Orgánicos,
significó la restauración de la Iglesia católica en Francia. Pío VII (v.)
coronó emperador a Napoleón (1804); pero más tarde sus relaciones se
hicieron difíciles. Roma fue nuevamente ocupada por los franceses, se
abolieron los Estados Pontificios (v.) y el Papa vivió en cautividad desde
1809 hasta la caída del Imperio napoleónico.
La Restauración trató de volver a establecer en Europa el sistema
institucional, político y religioso anterior a la Revolución francesa. La
Santa Alianza fue pactada por los monarcas europeos para hacer frente a
cualquier amenaza revolucionaria. La Iglesia católica había sufrido
duramente en la pasada crisis, mientras que los regímenes surgidos de la
Contrarrevolución tendían a favorecerla, al restaurar el antiguo orden de
cosas y al vincular íntimamente el Estado y la Religión. Ésta fue la razón
por la cual la Iglesia apareció en la E. posnapoleónica como la aliada de
las monarquías contrarrevolucionarias, y el sentido que tuvo en Francia la
llamada «alianza del Trono y el Altar». Pero la Restauración fue un
fenómeno histórico pasajero. El s. xtx iba a ser cada vez más, a partir de
1830, el siglo del liberalismo (v.), con importantes consecuencias para la
vida de la Iglesia.
El contenido ideológico del liberalismo propugnaba un sistema
político constitucional y defendía en E. el principio de las
nacionalidades. Existió un catolicismo liberal (v.), que trató de desligar
a la Iglesia de sus implicaciones con los Estados confesionales, pidiendo
tan sólo para ella un estatuto de plena libertad (v. t. CONFESIONALIDAD).
En varios países, los católicos liberales lucharon con éxito en pro de la
libertad de enseñanza frente al monopolio estatal. Mas, en su conjunto, el
liberalismo se mostró hostil hacia la Iglesia y fue condenado en el
terreno doctrinal por el Papa Gregorio XVI (v.) en la Enc. Mirari vos
(1832). En los países católicos, como Francia, España y Portugal, el
triunfo del sistema liberal fue acompañado de medidas políticas contra la
Iglesia, como la desamortización (v.) de bienes eclesiásticos, supresión
de monasterios, prohibición de órdenes religiosas, etc. El liberalismo
alentó, en cambio, movimientos emancipadores de pueblos católicos como los
de Bélgica, Polonia e Irlanda. Y una inspiración liberal tuvo también la
emancipación de los católicos en Inglaterra, a la que siguió el
restablecimiento de la Jerarquía y el ulterior desarrollo del Movimiento
de Oxford (v.).
El pontificado de Pío IX (1846-78; v.) constituye toda una época de
la historia de la Iglesia. En el aspecto político, la lucha por la unidad
italiana (v. RISORGIMIENTO) significaba la desaparición de los Estados
Pontificios, existentes desde hacía más de mil años y que muchos estimaban
necesarios para la independencia de la Santa Sede. Pío IX sufrió el
progresivo despojo de los Estados de la Iglesia, hasta su total
desaparición en 1870, cuando Roma se convirtió en capital de Italia y el
Papa se recluyó en el Vaticano, negándose a aceptar la Ley de Garantías
que el nuevo Estado le ofrecía. Desde el punto de vista religioso, la Enc.
Quanta cura y el Syllabus condenaron los «errores modernos» y alcanzaron
gran resonancia. El Conc. Vaticano I (v.), que no pudo terminarse por las
circunstancias políticas, proclamó el dogma de la infalibilidad (v.)
pontificia. La autoridad del Papa así reforzada reflejaba un fenómeno
nuevo en la vida de la Iglesia: el avance del ultramontanismo (v.), de la
adhesión de los católicos de todos los países a Roma y a la persona del
Papa. El progreso de la centralización eclesiástica respondía al hecho
real de que un sentimiento cordial unía en torno a Pío IX a los fieles del
mundo entero.
León XIII (1878-1903; v.) consiguió a poco de iniciar su Pontificado
que, en el Imperio alemán, Bismarck (v.) pusiese fin al Kulturkampf (v.)
contra la Iglesia y los católicos. El Papa, atento a las nuevas realidades
de los tiempos y, especialmente, al desarrollo de la clase obrera, publicó
en 1891 la Enc. Rerum novarum, fundamento de la Doctrina social cristiana
(v.), que impulsó el catolicismo social. Promovió también la participación
de los cristianos en la vida pública y, en Francia, por medio del llamado
Ralliement, la colaboración de los católicos con la República. El
Pontificado alcanzó con León XIII un considerable prestigio en el mundo.
S. Pío X (1903-14; v.) procuró, por encima de todo, la renovación
espiritual de la Iglesia. La grave crisis del Modernismo (v.) fue atajada
por la Enc. Pascendi (1907). En Francia, el radicalismo anticatólico
provocó la ruptura del Concordato y la separación de la Iglesia y el
Estado. Pío X murió al comenzar la guerra europea (1914), que alteró la
faz política del continente y presenció el estallido de la Revolución rusa
(v.) y la instauración del primer estado comunista del mundo. La guerra y
sus consecuencias absorbieron las mejores energías del Papa Benedicto XV
(1914-22; v.), en cuyo Pontificado se promulgó el Código de Derecho
Canónico (CIC; V. CÓDIGOS LEGALES VII).
La época de entreguerras corresponde prácticamente al Pontificado de
Pío XI (1922-39; v.). El tratado de Versalles (v.) había transformado el
mapa político de E., haciendo surgir buen número de nuevos Estados. La
Santa Sede desplegó intensa actividad diplomática, negociando concordatos
para acomodar las realidades eclesiásticas a la nueva situación europea.
En el aspecto político tuvieron la máxima importancia los Pactos
Lateranenses (1929), que pusieron término a la llamada cuestión romana (V.
ESTADOS PONTIFICIOS II; LETRÁN, TRATADO DE), mediante la creación del'
Estado de la Ciudad del Vaticano (v.) y la firma de un concordato con
Italia. El auge de los totalitarismos en la década de los años 30, tuvo su
clara respuesta en Pío XI. El Papa denunció la doctrina del
nacionalsocialismo (v.) alemán y condenó el comunismo (v.) ateo en la Enc.
Divini Redemptoris, publicada en 1937, cuando la Iglesia sufría una
sangrienta persecución en España (V. GUERRA CIVIL ESPAÑOLA; PERSECUCIÓN
RELIGIOSA). Pío XI fue el Papa de la Acción Católica (v.), que concibió
como el instrumento de participación de los seglares en el apostolado
jerárquico, para lograr la presencia de la Iglesia en el mundo (v. t.
APOSTOLADO). Durante el pontificado de Pío XI, en 1928, nació el Opus .
Dei (v.), fundado por Josemaría Escrivá de Balaguer (v.), que hoy,
extendido por el mundo entero, constituye un «testimonio excepcional de la
perenne juventud de la Iglesia de Cristo» (Paulo VI).
Pío XII (1939-58; v.) inició su pontificado en vísperas de la II
Guerra mundial. Durante seis años, E. fue escenario de una tragedia mucho
mayor todavía que la guerra de 1914-18. El final del conflicto tuvo graves
consecuencias para la Iglesia: en el reparto de E. entre los vencedores,
la mitad del continente y muchos millones de católicos quedaron en el área
de influencia de la URSS. La Iglesia en los países del Este se halla,
desde entonces, bajo el dominio de regímenes comunistas doctrinalmente
ateos, y está sufriendo épocas de persecución abierta o larvada, que no ha
logrado, sin embargo, arrancar a estos pueblos su fe cristiana. En otro
terreno, fue notable la internacionalización del Colegio cardenalicio y de
la Curia Romana llevada a cabo por Pío XII. La más reciente vida de la
Iglesia bajo los papas Juan XXIII (v.) y Pablo VI (v.) está dominada por
un acontecimiento trascendental: el Conc. Vaticano II (v.) y sus
consecuencias, que constituirán un importante capítulo de la Historia de
la Iglesia, pero que todavía, más que al pasado, pertenecen a la presente
hora del mundo.
V. t.: IGLESIA, HISTORIA DE LA; PAPADO, HISTORIA DEL; VATICANO,
ESTADO DEL; ANTIGUA, EDAD 11; MEDIA, EDAD II; MODERNA, EDAD II;
CONTEMPORÁNEA, EDAD II; ESPAÑA VIII; PORTUGAL VI; FRANCIA VI; BÉLGICA V;
HOLANDA V; LUXEMBURGO IV; ALEMANIA VI; AUSTRIA V; SUIZA V; ITALIA VI; GRAN
BRETAÑA V; IRLANDA V; ISLANDIA IV; SUECIA V; NORUEGA V; DINAMARCA V;
CHECOSLOVAQUIA V; HUNGRIA V; POLONIA V; FINLANDIA V; UNIÓN SOVIÉTICA VI;
RUMANIA V; BULGARIA V; YUGOSLAVIA V; GRECIA IX y X; ALBANIA IV; CHIPRE III.
BIBL.: No hay obras dedicadas
exclusivamente a la Historia de la Iglesia en Europa. El tema se encuentra
tratado, en su conjunto, en las historias generales de la Iglesia entre
las que hay que destacar, en nuestros días, dos grandes obras:
FLICHEMARTIN, Histoire de VÉglise depuis les origines jusqu'á nos jours,
París 1941 ss.; H. IEDIN, Handbueh der Kirchengeschichte, Friburgo-Basilea-Viena
1962 ss.. Como obra para el gran público debe señalarse la de D. Roes,
Histoire de VÉglise du Christ, París 1948-65. Sobre la Historia del
Pontificado existen dos extensas obras que se complementan: H. K. MANN,
The lives of the Popes in the earlb Middle Ages, Londres 1925-32; L.
PASTOR, Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, Barcelona
1910-37. El gran tratado general acerca de la Historia de los Concilios es
el de C. H. HEFELE y H. LECLERCQ, Histoire des Concites d'aprés les
documenta originaux, París 1907-52.
J.ORLANDIS ROVIRA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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