EUROPA. HISTORIA DE LA IGLESIA.


1. La conversión de los bárbaros al cristianismo. La caída del Imperio romano de Occidente y la formación sobre el suelo de sus antiguas provincias de los reinos barbáricos constituye un fenómeno histórico de primordial importancia: es la hora que con más propiedad puede considerarse como la del nacimiento de E. (V. BÁRBAROS, PUEBLOS I).
     
      En Oriente, el Imperio romano perduró mil años más (V. BIZANCIO I). La Iglesia, íntimamente unida al poder imperial, vio crecer gradualmente la preponderancia de la Sede de Constantinopla elevada al rango patriarcal y cuyas relaciones con la Iglesia romana fueron, en ocasiones, difíciles (v. CONSTANTINOPLA III; FOCIO). El Patriarcado de Constantinopla jugó un importante papel en la conversión de pueblos eslavos, como los búlgaros y los servios, y en la cristianización de Rusia. Fue notable la acción misionera que promovió, en la que descuellan figuras tan insignes como los santos Cirilo y Metodio (v.).
     
      En Occidente, la situación era distinta, ya que las llamadas invasiones bárbaras afectaron de modo más inmediato a esta región y determinaron el asentamiento de masas populares germánicas en el antiguo territorio provincial, junto a las poblaciones románicas autóctonas. Estas poblaciones, en Italia, en las Galias, en Hispania, puede considerarse que profesaban en su gran mayoría el cristianismo católico, pese a la supervivencia de ciertas supersticiones y residuos paganos que la labor pastoral de la Iglesia trataba pacientemente de desarraigar. La cristianización de los pueblos invasores fue en la mayoría de los casos un tránsito de la gentilidad a la fe católica, a través de una etapa intermedia de arrianismo (v.).
     
      La actividad misionera de Úlfilas (v.) fue decisiva para la conversión de los godos al arrianismo, en los últimos años del s. Iv. En breve tiempo, el arrianismo logró una amplia difusión y pasó a ser la forma germánica del cristianismo de muchos pueblos invasores: visigodos (v.), ostrogodos (v.), vándalos (v.), suevos (v.), burgundios (v.), lombardos (v.), etc. En los reinos que estos pueblos hicieron surgir, existió un dualismo étnico y religioso a la vez: la mayoría de la población, de origen provincial romano, profesaba el catolicismo, mientras que la minoría germánica, a la que pertenecían los reyes y la casta militar dominante, eran de confesión arriana. Por eso, tuvo extraordinaria importancia para la historia religiosa de E. la conversión de un pueblo pagano, los francos (v.), que pasó directamente de la gentilidad al catolicismo. Su rey, Clodoveo (v.), recibió el bautismo en la Navidad de 497 ó 498, y vino a ser el primer monarca católico del Occidente europeo (V. FRANCIA VI). El principal reino arriano occidental, el visigodo de España, abrazó el catolicismo a fines del s. vi. Recaredo (v.) ocupó el trono en 587, dos años después se celebró el tercer Conc. de Toledo (v.), donde tuvo lugar la solemne recepción del pueblo visigodo en la Iglesia católica (v. ESPAÑA VIII, 1).
     
      En el s. v, y mientras el cristianismo retrocedía en la antigua Britania romana a consecuencia de la invasión anglosajona, Irlanda se abría al Evangelio (v. IRLANDA V). S. Patricio (m. 461; v.) fue el apóstol de Irlanda, la «Isla de los Santos». Las cristiandades célticas tuvieron una peculiar organización de tipo monasterial y se distinguieron por una marcada preocupación por la Moral, que cristalizó en los célebres «Libros Penitenciales». El cristianismo irlandés promovió una gran actividad misionera, que penetró hasta el corazón del continente europeo (V. MONJES IRLANDESES). Por otra parte, el Papa S. Gregorio Magno (590-604; v.) decidió emprender la cristianización de los anglosajones, que ocupaban la mayor parte de Gran Bretaña. S. Agustín de Canterbury (v.) desembarcó en Kent el año 597, logró la conversión del rey Etelberto y otros importantes éxitos y fue constituido por el Papa primado de Inglaterra. A su muerte, la empresa sufrió contratiempos y dilaciones; pero en la segunda mitad del s. vli, Roma envió a Inglaterra un nuevo primado, Teodoro de Tarso (v.), que llevó a feliz término la empresa iniciada por Agustín y organizó definitivamente la Iglesia de Inglaterra (V. GRAN BRETAÑA V).
     
      En el s. vii, la casi totalidad de los pueblos que habitaban en las antiguas tierras románicas de la E. Occidental, habían abrazado el catolicismo. La cristianización en profundidad se realizaba por el desarrollo de la organización eclesiástica, por la labor de los Concilios provinciales y nacionales, y también por la fundación de monasterios, en los que se extendió la observancia de la Regla de S. Benito (m. 547; v.), el Padre de los monjes de Occidente (V. BENEDICTINOS). La acción misionera había de proyectarse en adelante, sobre los pueblos que permanecían más allá de las fronteras del antiguo Imperio romano. La evangelización de Germania (V. ALEMANIA VI) tuvo por protagonistas en el s. vii a monjes irlandeses y escoceses, como el famoso abad S. Columbano (v.). En el s. viii, la obra fue continuada por misioneros anglosajones entre los que figuró S. Bonifacio (v.), el Apóstol de Alemania, que murió mártir en 747. A su muerte, un solo gran pueblo germánico, los sajores (v.), permanecía pagano: su conversión siguió a la larga lucha en la que Carlomagno sometió en 785 al pueblo sajón y a su jefe nacional Widukind.
     
      El norte de E. tardó en recibir el Evangelio. La conversión de los países escandinavos (v. SUECIA V; NORUEGA V; DINAMARCA v), emprendida en el s. Ix, se prolongó hasta finales del xi. Iniciada con la misión dirigida por el monje franco Anscario, la cristianización fue proseguida por los arzobispos de Hamburgo-Brema y sobre todo por obra de emigrantes vikingos que, tras de recibir la fe en Normandía o en el Danelaw inglés, la difundieron luego en su patria de origen. Fue lenta la desaparición de los residuos paganos en las costumbres, en la vida moral y en la literatura (v. ESCANDINAVIA III).
     
      La Iglesia bizantina, como se dijo antes, evangelizó varios pueblos eslavos (v.). Otros pueblos fueron evangelizados por la Iglesia occidental, merced al impulso de Carlomagno y sus sucesores, y sobre todo de los emperadores germánicos. La entrada de los príncipes de aquellos pueblos en el vasallaje de los soberanos alemanes fue de ordinario el principio de la cristianización: así ocurrió con los bohemios y los polacos en el s. x (v. CHECOSLOVAQUIA V; POLONIA v). Los magiares, pueblo mongol que devastaba el centro de E., fueron vencidos por Otón I en 955. El duque Geisa recibió el bautismo y su hijo S. Esteban I (v.), fue el fundador del reino católico de Hungría (v. HUNGRÍA v). E. cristiana fue así una realidad a finales del s. xi. En esta hora, todos los pueblos europeos (románicos, germanos y eslavos) formaban parte de la Iglesia.
     
      2. La Cristiandad medieval. A mediados del s. vi pudo parecer viable la restauración de la vieja unidad romana, en torno al Imperio de Oriente. Justiniano (527565; v.) emprendió la reconquista de Occidente, puso fin al reino vándalo de África y al ostrogodo de Italia y los incorporó a sus dominios e igual hizo con una parte de la península Ibérica. Pero el gran designio de Justiniano no se pudo lograr: la lucha con Persia (v. SASÁNIDA, DINASTÍA) y sobre todo la aparición del Islam (v.), que en breve tiempo conquistó las principales provincias asiáticas y africanas del Imperio, absorbió sus energías, y debilitó su presencia en el mundo occidental.
     
      En Italia, bizantinos y lombardos se dividían el dominio de la península. La Santa Sede reconocía la autoridad del Emperador de Oriente, pero tenía una posición autónoma y poseía vastos dominios que constituían el llamado Patrimonio de S. Pedro (v. ESTADOS PONTIFIcios I). Estos territorios, bajo constante amenaza lombarda, eran protegidos por Bizancio, cada vez con menos eficacia. Por otra parte, las relaciones entre los Papas y Constantinopla no siempre eran cordiales, y el comienzo de la lucha iconoclasta por el Emperador León III (717-741) contribuyó a ahondar las diferencias (v. icoNOCLASTAS). Éste fue el histórico momento en que el Pontificado romano volvió sus ojos hacia el reino franco de Occidente. El Papado necesitaba de los francos como nuevos protectores contra los lombardos, en lugar del Imperio. Pero, a la vez, Pipino el Breve (v.) precisaba la sanción de la Iglesia para legitimar un acto político de gran trascendencia: el final de la dinastía merovingia (v.) y la transferencia de la Corona (en su persona) a la familia de los Mayordomos de Palacio (los Carolingios), que eran los efectivos gobernantes del reino. El papa Zacarías (741-752) dio su asentimiento y Pipino fue consagrado rey. En 754, Pipino y el papa Esteban II concluyeron un acuerdo: el Rey franco asumió la defensa de la Iglesia romana y prometió la restitución a la Sede Apostólica de varios territorios ocupados por los lombardos, entre ellos el exarcado de Rávena. El Papa, a su vez, dio personalmente la unción real a Pipino y a sus hijos y le concedió el título de patricio romano. Pipino cumplió su compromiso y conquistó para la Santa Sede los territorios que formaron los Estados Pontificios (v.).
     
      El sucesor de Pipino fue su hijo Carlomagno (v.), personalidad clave en la historia de E. y de la Iglesia occidental. Su poder se extendió sobre un inmenso territorio y sobre la mayoría de los pueblos románicos y germánicos del Continente. La norma directiva de la política de Carlomagno fue propagar por doquier la fe y la civilización cristiana. Iglesia y poder civil vivieron estrechamente unidos en tiempo de Carlomagno, que intervino activamente en los asuntos religiosos y promovió la restauración eclesiástica. En la noche de Navidad del año 800, Carlomagno fue coronado emperador en Roma por el papa León III. Así renació el Imperio de Occidente, pero con un nuevo sentido cristiano. Pontificado e Imperio serían las dos columnas sobre las que había de apoyarse la Cristiandad medieval (v. PAPADO, HISTORIA DEL).
     
      La obra de Carlomagno no perduró. El tratado de Verdún (843; v.) entre los hijos de Ludovico Pío (v.) sancionó la división del antiguo Imperio. El Pontificado y la Iglesia se vieron aliviados del peso de la decadente autoridad imperial, pero con ello surgieron nuevos peligros. El feudalismo (v.) penetró las estructuras eclesiásticas, y la Iglesia cayó en manos de los señores laicos, que disponían a su antojo de obispados y abadías, expoliaban sus patrimonios y designaban a personas no siempre dignas para los cargos eclesiásticos. La Santa Sede cayó en poder de las facciones feudales romanas, que la dominaron durante el llamado Siglo de Hierro del Papado (v.).
     
      Entretanto, acontecimientos importantes tenían lugar en Alemania. Los príncipes de la dinastía sajona ponían las bases de un poderoso reino germánico que alcanzó una posición preeminente. Otón I el Grande (936-973; v.), llamado por el papa Juan XII para que lo protegiera de sus enemigos, acudió a Roma y fue coronado emperador el 2 feb. 962. Así, el Imperio de Carlomagno, que se había eclipsado, fue renovado y unido de modo permanente a la dignidad real germánica. De este modo surgió el Sacro Imperio Romano Germánico (v.), la forma política de la Cristiandad medieval. Se consideró a todos los pueblos cristianos de E. integrados en una superior unidad en la que el Papa y el Emperador detentaban respectivamente el supremo poder espiritual y temporal. Las relaciones entre Pontificado e Imperio fueron a menudo difíciles y sus luchas contribuyeron a la ruina de aquella gran construcción político-religiosa. Pero ello no obsta a que durante varios siglos esa fuese la estructura básica del Occidente cristiano, que dio lugar a una abundante literatura, obra de teólogos y juristas.
     
      A mediados del s. xi, los Papas alemanes impuestos por el emperador Enrique 111 liberaron definitivamente a la Santa Sede del poder de las familias feudales romanas. Un desgraciado episodio fue la consumación del cisma griego de Miguel Cerulario (1054; v.), si bien ni los contemporáneos fueron conscientes de la gravedad del hecho, ni la ruptura tuvo desde el primer momento la trascendencia que adquirió con el correr del tiempo (v. CISMA II; LEÓN IX, PAPA). Estos Papas pregregorianos prepararon el camino a la reforma eclesiástica cuya alma fue el monje Hildebrando, luego Papa Gregorio VII (v.). El fin que persiguió la reforma gregoriana fue la libertad de la Iglesia y la lucha contra los tres grandes males que sufría: la simonía (v.), la incontinencia del clero y la investidura laica. Ésta dio lugar a la llamada cuestión de las investiduras (v.), entre Gregorio VII y el Emperador Enrique IV (v.), que prosiguió después de la desaparición de los dos protagonistas hasta que se alcanzó una solución de compromiso en el Concordato de Worms (1122). La reforma gregoriana promovió la centralización eclesiástica y el efectivo ejercicio por los Pontífices de su jurisdicción sobre las iglesias de Occidente, así como también la unificación de los ritos, según el patrón de la liturgia romana. Los legados papales y los monjes de Cluny (v.) fueron eficaces ejecutores de la Reforma. Los s. xii y xitt fueron la época dorada de la Cristiandad medieval (v. ix). Es una época de florecimiento en todos los campos: grandes santos que ejercieron además profunda influencia en la sociedad, como S. Bernardo (v.), S. Domingo (v.) y S. Francisco (v.); papas como Inocencio III (v.) que elevaron a su grado máximo el prestigio del Pontificado. La atmósfera de fervor cristiano hizo peregrinar a los pueblos de Europa a Jerusalén, a Roma o a Santiago de Compostela (v. PEREGRINACIONES; CAMINO DE SANTIAGO; TIERRA SANTA), y fue el clima adecuado para el desarrollo de los cistercienses (v.), de las órdenes militares, de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos) o de los Canónigos Regulares. Estos siglos fueron también la edad clásica del Derecho Canónico (v.), iniciada con Graciano (v.), y del apogeo de la Teología Escolástica (v.) cuya máxima figura fue S. Tomás de Aquino (v.). La Cristiandad construyó las catedrales, obra maestra del románico (v.) y del gótico (v.), e inventó las Universidades (v.). París y Bolonia, Oxford y Salamanca fueron las más ilustres, entre otras muchas erigidas por los papas en todas las tierras del centro y occidente de E. La Cristiandad dio nueva vida a los Concilios ecuménicos, que no fueron ya orientales sino de amplio predominio occidental, y cuya serie se abrió con el Conc. 1 de Letrán (v.), de 1123. La Cristiandad, en fin, aunó sus esfuerzos en una gran empresa común, las Cruzadas (v.), que durante dos siglos, se esforzaron por ganar los Santos Lugares y retenerlos en poder de los cristianos. En la península Ibérica, la lucha contra el Islam fue también permanente designio de los Reinos cristianos hispánicos (V. RECONQUISTA).
     
      En este panorama existían, sin embargo, sus sombras. Una de ellas fue la aparición de herejías, que en ciertas regiones tuvieron amplio arraigo popular (V. CÁTAROS; ALBIGENSES; VALDENSES; ETC.). La más importante fue la de los albigenses en el sur de Francia, contra los que se lanzó una famosa Cruzada (1209-29). Los orígenes de la Inquisición eclesiástica se relacionan con la represión de estas herejías dualistas (V. DUALISMO). Otra de las sombras a que aludíamos fue el enfrentamiento de papas y emperadores, que constituían las dos supremas potestades en el sistema político-religioso de la Cristiandad. Las luchas entre Alejandro III (v.) y Federico Barbarroja (v.) en el s. xii, o entre Inocencio iv (v.) y Federico ti (v.) en el xiii, causaron a la postre un grave daño al Pontificado y al Imperio y precipitaron la crisis de la Cristiandad medieval.
     
      3. La crisis de la baja Edad Media. El pontificado de Bonifacio VIII (1294-1303; v.), a caballo entre dos siglos, marcó el tránsito de una a otra época. La decadencia del Imperio coincidió con el auge de unas monarquías nacionales, que presentan ya muchas de las características propias de los Estados modernos. Un espíritu de laicidad animaba nuevas realidades políticas inspiradas por legistas formados en el Derecho romano, que eran los nuevos consejeros de los reyes y exaltaban la supremacía del poder real frente a cualquier otra autoridad, incluida la de la Iglesia. Felipe IV el Hermoso (V.) de Francia, representante genuino de este nuevo tipo de príncipe, chocó violentamente con Bonifacio VIII, y tras la muerte de éste, el Papa francés Clemente V (v.) trasladó su residencia a Aviñón (v.).
     
      Durante 70 años (1304-76), los Papas vivieron fuera de Italia, casi siempre en la ciudad de Aviñón, que pasó a ser la nueva corte pontificia. Este periodo de la historia del Pontificado, durante el cual estuvo bajo fuerte influencia francesa que pronto impuso la supresión de los Templarios (v.; VA. VIENNE, CONCILIO DE), trajo consigo una evidente pérdida de prestigio de la autoridad papal. Los Papas de Aviñón fueron eficaces reformadores de la Administración eclesiástica, especialmente en el ramo de la Hacienda (V. JUAN XXII, PAPA); pero concitaron reproches de las más variadas procedencias. Santos como Catalina de Siena (v.), con la mira puesta en el bien de la Iglesia, clamaron por el retorno de los Papas a Roma. Otras voces se alzaron para criticarles, poniendo en tela de juicio la propia constitución de la Iglesia y en primer término el origen divino del Papado: fueron las voces de doctrinarios tan influyentes como Marsilio de Padua (v.) y Guillermo de Ockham (v.). Los Estados europeos sacudían la tutela de la Santa Sede y trataban a su vez de controlar la vida de las respectivas iglesias nacionales. La Bula de Oro (1356) regulaba en Alemania la elección imperial, sin otorgar la menor intervención al Papa; en Inglaterra, los Estatutos de Provisors y de Praemunire prohibieron toda injerencia de la Santa Sede en la colación de los beneficios o la administración de justicia. En el siglo siguiente, la Pragmática Sanción (v.) de Bourges (1438) organizó la Iglesia de Francia y fue el origen del galicanismo (v.).
     
      El Papado de Aviñón desembocó en el Cisma de Occidente (v. CISMA iii). En 1377, Gregorio XI trasladó la Curia de Aviñón a Roma. Pero murió al año siguiente y su sucesión desencadenó el cisma: elegido papa Urbano VI (v.), una parte de los cardenales alegó haber obrado bajo coacción, procediendo seguidamente a una nueva elección. Recayó ésta en Roberto de Ginebra, que se llamó Clemente VII y estableció de nuevo su sede en Aviñón. Así comenzó el cisma, que duró 39 años y dividió los reinos de E. entre las dos obediencias, romana y aviñonesa, sin que ninguna de ellas lograra prevalecer sobre la otra. Como el anhelo de rehacer la unidad era general, se abrió camino la idea de que solamente un Concilio universal podía poner término al cisma. Pero, además, la situación por que atravesaba la Iglesia hizo que se planteara el problema de su propia estructura y provocó el auge de las doctrinas conciliaristas, derivadas en parte de las teorías de Ockham y Marsilio: el Concilio sería superior al Papa, convirtiéndose en la suprema instancia de la Iglesia (v. CONCILIARIsmo). El Concilio general habría de reunirse periódicamente, como representación genuina de la societas christiana y ejercer de modo regular una función de control sobre el Pontificado Romano.
     
      El Conc. de Constanza (1414-17; v.), impregnado de estas doctrinas, puso fin al cisma, por la renuncia o deposición de los tres Papas rivales y la elección de Martín V (1417-31; v.). Rehecha así la unidad, el Papado fue recuperando su prestigio en la Iglesia. El Conc. de Basilea (v.), en su afán de imponer una constitución eclesial democrática y conciliarista, chocó con el papa Eugenio IV (1431-47; v.). El Concilio eligió un antipapa, pero su intento fracasó ya que las naciones cristianas no le siguieron por este camino. A mediados del s. xv, el Pontificado logró así su definitiva victoria sobre el Conciliarismo, que desapareció como fenómeno doctrinal vivo.
     
      La Iglesia siguió teniendo presente durante la Baja Edad Media el cisma oriental, y los mejores espíritus latinos y griegos mantenían la esperanza de recomponer la unidad. Desaparecido el Imperio latino de Constantinopla (V. LATINO, IMPERIO), el emperador Miguel Paleólogo procuró un acercamiento a Occidente (v. PALEóLOGos, DINASTÍA). El Conc. 11 de Lyon (1274; v.) fue un Concilio unionista: los delegados griegos aceptaron la Profesión de Fe de la Iglesia romana y sellaron la unión; pero esta unión no llegó a consolidarse. En 1439, en el Conc. de Florencia (v.), fue firmada la Bula de unión «Laetentur Caeli» (Denz.Sch. 1300-1308), en presencia del Emperador Juan VIII, que esperaba también del final del cisma un mayor apoyo occidental frente a la creciente presión turca. Pero la unión fue rechazada por los monjes y el pueblo de Constantinopla, y la toma de la ciudad por los turcos (1453) puso punto final a los intentos unionistas (v. t. UNIÓN CON ROMA I).
     
      La Edad Media llegó a su término en una atmósfera general de crisis. Crisis intelectual, representada por la decadencia de la escolástica y el auge del nominalismo (v.). Crisis religiosa, caracterizada por la aparición de un nuevo tipo de herejías, que pueden ya calificarse de pre-protestantes: Wiclef (v,) en Inglaterra, Juan Huss (v.) en Bohemia. Crisis eclesiástica, que produce un anhelo universal de reforma de la Iglesia, «en la Cabeza y en los miembros». La sociedad europea seguía siendo, sin embargo, profundamente cristiana: florece la mística, y la piedad se hace más cordial, y más íntima, bajo la forma de la devotio moderna (v.), que halló su típica expresión en la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis (v.).
     
      4. Europa de la Reforma a la Revolución. El Renacimiento (v.) y el humanismo (v.) fueron el clima en que se produjo la Reforma Protestante (v.), que deshizo la unidad religiosa del Occidente cristiano y segregó de la Iglesia católica a una gran parte de los pueblos de E.
     
      El comienzo de la Reforma puede situarse históricamente en una fecha y en un lugar determinados: el 31 oct. 1517 en la ciudad de Wittenberg, perteneciente al Elector de Sajonia, un fraile agustino, Martín Lutero (v.), fijó en la puerta de la iglesia del castillo un escrito que contenía 85 tesis contra la doctrina de las indulgencias predicadas en Alemania con el fin de recaudar limosnas para las obras de la basílica de S. Pedro. Condenado por el Papa en 1520, Lutero encontró poderosos protectores entre los príncipes alemanes. El luteranismo se extendió con gran rapidez, pese a los esfuerzos del emperador Carlos V (v.), defensor de la fe católica, pero preocupado también por la unidad del Imperio, tan necesaria en aquellos momentos en que la amenaza turca se cernía sobre E. Gran parte de los príncipes alemanes abrazaron el protestantismo y secularizaron los bienes de la Iglesia. El luteranismo formuló su doctrina en la Confesión de Augsburgo (v. CONFESIONALES, ESCRITORES PROTESTANTES; LUTERO Y LUTERANISMO 11, 1), redactada por Melanchton (v.) en 1130. Alemania quedó religiosamente escindida y, tras largas luchas, la Paz de Augsburgo (1555) sancionó el principio «cuius regio eius religio».
     
      El luteranismo se extendió desde Alemania hacia el norte de E., conquistando totalmente los países escandinavos. Otros reformadores surgieron en varios lugares, como Zuinglio (v.) en Suiza y sobre todo Juan Calvino (v.), autor de la Institución cristiana, que fue, después de Lutero, la segunda figura del protestantismo. Dejada su Francia natal, Calvino instituyó en Ginebra un régimen teocrático, y desde allí el calvinismo extendió su influencia por gran parte de E.: Francia, Países Bajos, Escocia, Hungría, etc. En Inglaterra, el protestantismo tuvo una motivación y un desarrollo peculiares. La negativa del Papa a conceder el divorcio a Enrique VIII (1509-47; v.), casado con Catalina de Aragón, hizo que el rey se proclamara Cabeza de la Iglesia de Inglaterra, rompiera con Roma y confiscase gran parte de los bienes eclesiásticos (V. TOMÁS MORO, SANTO; JUAN FISHER, SAN; INGLATERRA, MÁRTIRES DE). Bajo su hijo Eduardo VI, la Iglesia anglicana sufrió la influencia calvinista (v. KNOX, JOHN). La restauración católica con María Tudor (v.) fue pasajera, y el reinado de Isabel I (1558-1603; v.) supuso la definitiva consolidación del anglicanismo (v.).
     
      En Francia el fenómeno revistió particular dureza. Los reyes, desde Francisco I (v.), habían sido los aliados de los príncipes protestantes alemanes contra los Habsburgos católicos. Pero en el propio país, mantenían el catolicismo frente al poderoso partido de los hugonotes (v.). Esta situación provocó las sangrientas Guerras de Religión, con episodios tan famosos como la Noche de S. Bartolomé (1572; v.), a las que puso término la conversión de Enrique IV (v.) al catolicismo (1593). Enrique otorgó a los hugonotes el Edicto de Naptes, y el desenlace de la contienda fue que Francia permaneció católica, pero se admitió la existencia de una minoría política y religiosa protestante.
     
      El s. xvi no fue tan sólo el siglo del protestantismo. Fue también la época en que se realizó la verdadera reforma y restauración de-la Iglesia católica, anhelada desde las crisis de la Baja Edad Media. Los países que escaparon a la infiltración protestante, especialmente España (v. CISNEROS, FRANCISCO XIMÉNEZ DE), fueron los principales propulsores de la empresa (v. CONTRARREFORMA), junto con los Papas reformadores que se sucedieron a partir de Paulo III (v.; v. t. JULIO III; PAULO IV; PÍO IV; PÍO V; GREGORIO XIII; SIXTO V). La renovación de la Iglesia se manifestó en la floración de grandes santos (V. CARLOS BORROMEO; IGNACIO DE LOYOLA; TERESA DE JESÚS; JUAN DE LA CRUZ), en la reforma de las antiguas órdenes (como la del Carmelo) y en la fundación de otras, como la Compañía de Jesús por S. Ignacio de Loyola (v. JESUITAS). Pero la más solemne respuesta de la Iglesia a la revolución protestante fue el Conc. de Trento (1545-63; v.) que, por medio de sus decretos, fijó con precisión el dogma católico y promovió la renovación disciplinar de la Iglesia. La obra del Conc. de Trento fue perdurable, porque el Pontificado procuró la efectiva aplicación de los decretos conciliares. En el terreno político-militar, resultó decisiva la victoria de Lepanto (1571; v.), que detuvo el avance turco por el Mediterráneo y fue conseguida por la flota de la Liga Santa, que promovieron el Papa S. Pío V y el rey de España Felipe II (v.; v. t. JUAN DE AUSTRIA).
     
      El s. XVII fue la época de la hegemonía francesa en E. La Guerra de los Treinta Años (1618-48; v.) significó el declinar de las dos grandes potencias católicas, España y el Imperio. Francia fue otra vez la aliada de los Príncipes protestantes contra los Habsburgos católicos y su intervención decidió el resultado de la contienda. Los tratados de Westfalia (1648; v.) se hicieron sin contar con el Pontificado y significaron la definitiva renuncia al ideal de la Cristiandad y la secularización política de E. En el aspecto religioso, la paz de Westfalia sancionó el statu quo existente y puso fin a las iniciativas de reconquista católica surgidas después de Trento, que había reintegrado al seno de la Iglesia una parte de los pueblos del centro de E. (v. PEDRO CANISIO, SAN). El Imperio, después de Westfalia, dejó de existir como potencia política y militar. La vida religiosa, en cambio, floreció en Francia durante el s. xvii con renovado vigor. Luis XIV (v.) revocó el Edicto de Nantes y puso fin a la tolerancia con los protestantes (1685). Al mismo tiempo, reforzó su autoridad sobre la Iglesia francesa y la autonomía de ésta con respecto a Roma (v. GALICANISMO). El jansenismo (v.), cuyo principal foco era la abadía de PortRoyal (v.), fue perseguido por Luis XIV, que consiguió del Papa su condenación en la bula «Unigenitus» (1713; cfr. Denz.Sch. 2400-2502). El Rey Sol apoyó a los Estuardos procatólicos de Inglaterra, que perdieron el trono a consecuencia de la Revolución de 1688 (v. CARLOS I DE INGLATERRA; CROMWELL, OLIVER).
     
      El absolutismo (v.) del s. xvli tuvo su continuación en el despotismo ilustrado (v.) del XVIII. En el terreno eclesiástico, éste supuso en los Estados católicos una política regalista y antirromana, con sus matices propios en cada Reino: galicanismo en Francia, josefinismo (v.) en Austria, febronianismo (v.) en Alemania, regalismo (v.) borbónico en España, etc. La Compañía de Jesús, expulsada de varios países, fue disuelta por el Papa Clemente XIV (1773; v.). Simultáneamente se multiplicaban los síntomas de la que se ha llamado «crisis de la conciencia europea», que desde principios del s. xvill se tradujo en un poderoso avance de las corrientes ideológicas antirreligiosas (v. v). Estas tendencias cristalizadas en el llamado «espíritu filosófico», fueron de signo especialmente anticatólico. Francia fue el principal foco, Voltaire su representante más cualificado y la Enciclopedia el eficaz instrumento de difusión. La alta nobleza y la burguesía fueron las clases sociales más afectadas por el nuevo espíritu. Este espíritu unido a otros factores ideológicos, políticos y económicos, contribuyó decisivamente al estallido de la crisis revolucionaria que determinó el ocaso del Antiguo Régimen en E. (V. REVOLUCIÓN FRANCESA).
     
      5. La Iglesia en la Europa moderna. La Revolución repercutió profundamente sobre la vida de la Iglesia en Francia. La Constitución civil del clero (1790) dividió a éste en dos clases de sacerdotes, juramentados y no juramentados. Más tarde, la persecución sangrienta hizo emigrar a numerosos obispos y sacerdotes. La Revolución en sus años álgidos trató de descristianizar el país, y en sus victoriosas campañas militares extendió su política más allá de las antiguas fronteras. La ocupación de Roma, la prcclamación de la República romana y la muerte en cautiverio del papa Pío VI (1799; v.), son otros tantos hechos que ponen de manifiesto la actitud revolucionaria frente a la Santa Sede. Napoleón (v.), una vez alcanzado el poder, consideró indispensable la pacificación religiosa. La Santa Sede y Francia llegaron a un acuerdo, el Concordato de 1801, que, pese a la adición unilateral de los Artículos Orgánicos, significó la restauración de la Iglesia católica en Francia. Pío VII (v.) coronó emperador a Napoleón (1804); pero más tarde sus relaciones se hicieron difíciles. Roma fue nuevamente ocupada por los franceses, se abolieron los Estados Pontificios (v.) y el Papa vivió en cautividad desde 1809 hasta la caída del Imperio napoleónico.
     
      La Restauración trató de volver a establecer en Europa el sistema institucional, político y religioso anterior a la Revolución francesa. La Santa Alianza fue pactada por los monarcas europeos para hacer frente a cualquier amenaza revolucionaria. La Iglesia católica había sufrido duramente en la pasada crisis, mientras que los regímenes surgidos de la Contrarrevolución tendían a favorecerla, al restaurar el antiguo orden de cosas y al vincular íntimamente el Estado y la Religión. Ésta fue la razón por la cual la Iglesia apareció en la E. posnapoleónica como la aliada de las monarquías contrarrevolucionarias, y el sentido que tuvo en Francia la llamada «alianza del Trono y el Altar». Pero la Restauración fue un fenómeno histórico pasajero. El s. xtx iba a ser cada vez más, a partir de 1830, el siglo del liberalismo (v.), con importantes consecuencias para la vida de la Iglesia.
     
      El contenido ideológico del liberalismo propugnaba un sistema político constitucional y defendía en E. el principio de las nacionalidades. Existió un catolicismo liberal (v.), que trató de desligar a la Iglesia de sus implicaciones con los Estados confesionales, pidiendo tan sólo para ella un estatuto de plena libertad (v. t. CONFESIONALIDAD). En varios países, los católicos liberales lucharon con éxito en pro de la libertad de enseñanza frente al monopolio estatal. Mas, en su conjunto, el liberalismo se mostró hostil hacia la Iglesia y fue condenado en el terreno doctrinal por el Papa Gregorio XVI (v.) en la Enc. Mirari vos (1832). En los países católicos, como Francia, España y Portugal, el triunfo del sistema liberal fue acompañado de medidas políticas contra la Iglesia, como la desamortización (v.) de bienes eclesiásticos, supresión de monasterios, prohibición de órdenes religiosas, etc. El liberalismo alentó, en cambio, movimientos emancipadores de pueblos católicos como los de Bélgica, Polonia e Irlanda. Y una inspiración liberal tuvo también la emancipación de los católicos en Inglaterra, a la que siguió el restablecimiento de la Jerarquía y el ulterior desarrollo del Movimiento de Oxford (v.).
     
      El pontificado de Pío IX (1846-78; v.) constituye toda una época de la historia de la Iglesia. En el aspecto político, la lucha por la unidad italiana (v. RISORGIMIENTO) significaba la desaparición de los Estados Pontificios, existentes desde hacía más de mil años y que muchos estimaban necesarios para la independencia de la Santa Sede. Pío IX sufrió el progresivo despojo de los Estados de la Iglesia, hasta su total desaparición en 1870, cuando Roma se convirtió en capital de Italia y el Papa se recluyó en el Vaticano, negándose a aceptar la Ley de Garantías que el nuevo Estado le ofrecía. Desde el punto de vista religioso, la Enc. Quanta cura y el Syllabus condenaron los «errores modernos» y alcanzaron gran resonancia. El Conc. Vaticano I (v.), que no pudo terminarse por las circunstancias políticas, proclamó el dogma de la infalibilidad (v.) pontificia. La autoridad del Papa así reforzada reflejaba un fenómeno nuevo en la vida de la Iglesia: el avance del ultramontanismo (v.), de la adhesión de los católicos de todos los países a Roma y a la persona del Papa. El progreso de la centralización eclesiástica respondía al hecho real de que un sentimiento cordial unía en torno a Pío IX a los fieles del mundo entero.
     
      León XIII (1878-1903; v.) consiguió a poco de iniciar su Pontificado que, en el Imperio alemán, Bismarck (v.) pusiese fin al Kulturkampf (v.) contra la Iglesia y los católicos. El Papa, atento a las nuevas realidades de los tiempos y, especialmente, al desarrollo de la clase obrera, publicó en 1891 la Enc. Rerum novarum, fundamento de la Doctrina social cristiana (v.), que impulsó el catolicismo social. Promovió también la participación de los cristianos en la vida pública y, en Francia, por medio del llamado Ralliement, la colaboración de los católicos con la República. El Pontificado alcanzó con León XIII un considerable prestigio en el mundo. S. Pío X (1903-14; v.) procuró, por encima de todo, la renovación espiritual de la Iglesia. La grave crisis del Modernismo (v.) fue atajada por la Enc. Pascendi (1907). En Francia, el radicalismo anticatólico provocó la ruptura del Concordato y la separación de la Iglesia y el Estado. Pío X murió al comenzar la guerra europea (1914), que alteró la faz política del continente y presenció el estallido de la Revolución rusa (v.) y la instauración del primer estado comunista del mundo. La guerra y sus consecuencias absorbieron las mejores energías del Papa Benedicto XV (1914-22; v.), en cuyo Pontificado se promulgó el Código de Derecho Canónico (CIC; V. CÓDIGOS LEGALES VII).
     
      La época de entreguerras corresponde prácticamente al Pontificado de Pío XI (1922-39; v.). El tratado de Versalles (v.) había transformado el mapa político de E., haciendo surgir buen número de nuevos Estados. La Santa Sede desplegó intensa actividad diplomática, negociando concordatos para acomodar las realidades eclesiásticas a la nueva situación europea. En el aspecto político tuvieron la máxima importancia los Pactos Lateranenses (1929), que pusieron término a la llamada cuestión romana (V. ESTADOS PONTIFICIOS II; LETRÁN, TRATADO DE), mediante la creación del' Estado de la Ciudad del Vaticano (v.) y la firma de un concordato con Italia. El auge de los totalitarismos en la década de los años 30, tuvo su clara respuesta en Pío XI. El Papa denunció la doctrina del nacionalsocialismo (v.) alemán y condenó el comunismo (v.) ateo en la Enc. Divini Redemptoris, publicada en 1937, cuando la Iglesia sufría una sangrienta persecución en España (V. GUERRA CIVIL ESPAÑOLA; PERSECUCIÓN RELIGIOSA). Pío XI fue el Papa de la Acción Católica (v.), que concibió como el instrumento de participación de los seglares en el apostolado jerárquico, para lograr la presencia de la Iglesia en el mundo (v. t. APOSTOLADO). Durante el pontificado de Pío XI, en 1928, nació el Opus . Dei (v.), fundado por Josemaría Escrivá de Balaguer (v.), que hoy, extendido por el mundo entero, constituye un «testimonio excepcional de la perenne juventud de la Iglesia de Cristo» (Paulo VI).
     
      Pío XII (1939-58; v.) inició su pontificado en vísperas de la II Guerra mundial. Durante seis años, E. fue escenario de una tragedia mucho mayor todavía que la guerra de 1914-18. El final del conflicto tuvo graves consecuencias para la Iglesia: en el reparto de E. entre los vencedores, la mitad del continente y muchos millones de católicos quedaron en el área de influencia de la URSS. La Iglesia en los países del Este se halla, desde entonces, bajo el dominio de regímenes comunistas doctrinalmente ateos, y está sufriendo épocas de persecución abierta o larvada, que no ha logrado, sin embargo, arrancar a estos pueblos su fe cristiana. En otro terreno, fue notable la internacionalización del Colegio cardenalicio y de la Curia Romana llevada a cabo por Pío XII. La más reciente vida de la Iglesia bajo los papas Juan XXIII (v.) y Pablo VI (v.) está dominada por un acontecimiento trascendental: el Conc. Vaticano II (v.) y sus consecuencias, que constituirán un importante capítulo de la Historia de la Iglesia, pero que todavía, más que al pasado, pertenecen a la presente hora del mundo.
     
      V. t.: IGLESIA, HISTORIA DE LA; PAPADO, HISTORIA DEL; VATICANO, ESTADO DEL; ANTIGUA, EDAD 11; MEDIA, EDAD II; MODERNA, EDAD II; CONTEMPORÁNEA, EDAD II; ESPAÑA VIII; PORTUGAL VI; FRANCIA VI; BÉLGICA V; HOLANDA V; LUXEMBURGO IV; ALEMANIA VI; AUSTRIA V; SUIZA V; ITALIA VI; GRAN BRETAÑA V; IRLANDA V; ISLANDIA IV; SUECIA V; NORUEGA V; DINAMARCA V; CHECOSLOVAQUIA V; HUNGRIA V; POLONIA V; FINLANDIA V; UNIÓN SOVIÉTICA VI; RUMANIA V; BULGARIA V; YUGOSLAVIA V; GRECIA IX y X; ALBANIA IV; CHIPRE III.
     
     

BIBL.: No hay obras dedicadas exclusivamente a la Historia de la Iglesia en Europa. El tema se encuentra tratado, en su conjunto, en las historias generales de la Iglesia entre las que hay que destacar, en nuestros días, dos grandes obras: FLICHEMARTIN, Histoire de VÉglise depuis les origines jusqu'á nos jours, París 1941 ss.; H. IEDIN, Handbueh der Kirchengeschichte, Friburgo-Basilea-Viena 1962 ss.. Como obra para el gran público debe señalarse la de D. Roes, Histoire de VÉglise du Christ, París 1948-65. Sobre la Historia del Pontificado existen dos extensas obras que se complementan: H. K. MANN, The lives of the Popes in the earlb Middle Ages, Londres 1925-32; L. PASTOR, Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, Barcelona 1910-37. El gran tratado general acerca de la Historia de los Concilios es el de C. H. HEFELE y H. LECLERCQ, Histoire des Concites d'aprés les documenta originaux, París 1907-52.

 

J.ORLANDIS ROVIRA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991