EUCARISTÍA. TEOLOGÍA. ESTUDIO SISTEMÁTICO.


1. Introducción. Ya hemos indicado en la parte histórica que la decisión, debida a motivos pragmáticos, del Conc. de Trento de considerar por separado la cuestión de la presencia real, del sacrificio y de la comunión empujó a muchos tratadistas postridentinos a estudiar la E. bajo estos tres aspectos, separadamente.
     
      Para obviar los riesgos que entraña tal partición hoy se tiende a una concepción global y unitaria de la E., lo que por otro lado constituye un retorno no solamente al punto de vista patrístico, sino también a la gran escolástica y aun a la misma estructura del Catecismo que, por Decreto del Conc. de Trento, mandó publicar S. Pío V. Esto no quiere decir que dejen de considerarse los tres aspectos que abordaban los tratados de los teólogos postridentinos -presencia real, sacrificio y sacramento-, sino que se consideran en su unidad dinámica. La E. es el sacrificio sacramental que actualiza el Sacrificio de la Cruz, en el que Cristo mismo se hace presente con su acción salvadora. El punto de partida de esta síntesis teológica puede variar. S.. Tomás arranca de la realidad sacramental de la Eucaristía; parten otros autores de la E. como sacrificio, y otros del hecho de la presencia real de Cristo; en este breve estudio partiremos de la idea de sacrificio.
     
      2. La Eucaristía, sacrificio de la Nueva Alianza. a. Planteamiento. La celebración de sacrificios está íntimamente ligada al hombre (v. SACRIFICIO). El sacrificio religioso comporta una realidad interior, la entrega profunda del hombre a Dios, y una manifestación exterior, la entrega a Dios de lo que se posee; implica una donación, y a la vez una separación, por la que lo ofrecido a Dios es segregado del uso profano; de ahí el nombre de sacrum facere, o sacralización de una realidad terrena, de donde viene sacrificio, palabra de origen latino. Este don es ofrecido por una consagración (v.).
     
      ¿Es necesaria la inmolación, es decir, la destrucción, tomada esta palabra en un sentido amplio, del don consagrado? La contestación a esta pregunta ayudará a determinar la esencia sacrificial de la Eucaristía; S. Tomás dice que: «Todo sacrificio es una oblación, pero no al revés» (Sum. Th. 2-2 q85 a3 ad3). La escuela tomista requiere alguna inmolación, en la que consiste la acción consagradora; requiere también la oblación, pero ésta no sería el elemento específicamente constitutivo del sacrificio. No piensan así otros autores.
     
      S. Tomás señala que «hay un doble sacrificio: uno principal, que es el interior, y que obliga a todos, pues todos estamos obligados a ofrecer a Dios un espíritu devoto; el otro es el sacrificio exterior» (2-2 q85 a4). El hombre hace esta entrega a Dios en la esperanza y la confianza de que sea aceptada por Él; el sacrificio significa también esta complacencia y aceptación por parte de Dios que el hombre espera haber logrado. Esta comunión con la divinidad es simbolizada por el hecho de participar del don ofrecido, una vez consagrado; el banquete sagrado (v.) o sacrificial, como expresión cultual de la aceptación divina y de su comunión con el hombre, lo encontramos en casi todas las manifestaciones históricas de sacrificios religiosos.
     
      El autor de la Epístola a los Hebreos, con el carisma de la inspiración, ha mostrado profundamente que el sacrificio de Cristo es tal que «una sola vez en la plenitud de los siglos se manifestó para destruir el pecado por el sacrificio de sí mismo» (Heb 9,26); y que «con una sola oblación perfeccionó para siempre a los santificados» (Heb 10,14).
     
      b. Valor salvífico universal del Sacrificio eucarístico. Ahora bien esta fuente de santificación para la humanidad que es la cruz, en la que Cristo se inmola como nuevo Adán, representante y cabeza de toda la humanidad, inmolación aceptada por el Padre como se manifiesta en la Resurrección (v.), esta fuente de santificación ¿cómo hará llegar el aluvión de gracia que contiene a los hombres de todo lugar y todo tiempo? Es imposible imaginar una interiorización personal de esta gracia solamente por la fe; porque tal vehiculación de la gracia no sería adecuada totalmente para el hombre, espíritu encarnado, en quien sus vivencias íntimas adquieren un espontáneo reflejo exterior, en sus gestos y acciones; pero por encima de este motivo de congruencia está la soberana voluntad del Señor que ha establecido un cauce para que este sacrificio redentor y único que Él realizó se haga presente y accesible como don salvador a todos los hombres.
     
      En la última cena Jesús simboliza la entrega de su cuerpo y sangre, y no solamente la simboliza de una manera figurativa sino eficazmente, por su poder divino, de modo que el cuerpo «entregado» y su sangre «derramada», con referencia evidente a la entrega de la cruz, como señalan los textos bíblicos, se hacen presentes y se nos dan ya como inmolación salvadora. La exégesis moderna ha puesto de relieve la vinculación de los textos neotestamentarios institucionales de la E. con el tema del Siervo de Dios (v.), que lleva sobre sí los pecados de muchos e intercede por los pecadores (Is 53,12).
     
      Cumpliendo la finalidad de acceder a la benevolencia de Dios, que todo sacrificio pretende, y cumpliéndolo de manera perfecta y única, el Sacrificio de la Cruz es ofrecido por Jesús como una Nueva Alianza (v.): «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Le 22,20); Jesús «fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación» (Rom 4,25), es decir, la Resurrección forma parte de este acto salvador que Jesús ofrece a sus discípulos en la cena. Jesús manda hacer lo que Él ha realizado en memoria suya. La E. es, por tanto, la posibilidad para todo hombre de cualquier tiempo y lugar de acceder personalmente al sacrificio salvador de Jesús. La Misa es la presencia actualizada, la renovación del único sacrificio de la Cruz.
     
      c. La Misa verdadero y propio sacrificio. En la Misa se ofrece un verdadero y propio sacrificio (Denz.Sch. 1751), como toda la tradición cristiana lo ha subrayado, un sacrificio que es esencialmente representación objetiva, renovación, del sacrificio de la cruz. Esta unidad se manifiesta en que es la misma la hostia ofrecida y el oferente principal, Cristo, siendo diferente el modo en que es ofrecida (Denz.Sch. 1743), cruentamente en la cruz, de manera incruenta en el altar. «El verdadero sacrificio de Cristo es comunicado a los fieles bajo las especies de pan y vino» (S. Tomás, Surn. Th. 3 q22 a6 ad2). La Misa no es, pues, un sacrificio independiente y autónomo, es un memorial; de ahí también su carácter de proclamación, al que se refiere S. Pablo: «Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11,26); no se trata de un anuncio meramente verbal, sino de un anuncio que contiene realmente lo que dice; «el sacrificio que cada día se ofrece en la Iglesia no es distinto del que Cristo mismo ofreció, sino su conmemoración» (Sum. Th. 3 q22 a3 ad2). S. Tomás habla de una inmolación de Cristo en el sacramento, y es absolutamente nítido a este respecto; dice en otro lugar de la Suma: «Por doble motivo se llama inmolación de Cristo a la celebración de este sacramento: La celebración de este sacramento... es imagen representativa de la pasión, que es verdadera inmolación; por eso dice San Ambrosio: `En Cristo se ofreció una sola vez la hostia que podía causar la salud eterna. ¿Y nosotros? ¿Acaso no ofrecemos todos los días? Sí, pero en memoria de su muerte'. En segundo lugar, se llama este sacramento inmolación por el orden que dice a los efectos de la pasión, de cuyos frutos nos hace participar» (3 q83 al).
     
      Precisamente por ser sacrificio memorial del sacrificio de la cruz es también sacrificio de acción de gracias; en la Misa el cristiano recibe la obra salvífica, sus frutos, y esta aceptación se expresa en acción de gracias. Cristo se inmoló en representación de toda la humanidad; la Misa nos permite apropiarnos de manera sacramental la acción de Jesús, una apropiación que para ser fructuosa supone la oblación personal de sí mismo -el culto espiritual-, pero esa oblación es aceptada por el Padre en cuanto vinculada a la de Jesús; no hay, pues, otra expresión cultual que el mismo sacrificio de Jesús, sacramentalmente presente en todo lugar y tiempo. Para comprender la acción sacerdotal de Cristo en la Misa es importante reflexionar sobre Cristo constituido en estado glorioso, «sentado a la diestra de Dios y que intercede por nosotros» (Rom 8,34), «presentándose ahora ante la faz de Dios en favor nuestro» (Heb 9,24). Cristo, que se hace presente en la Misa, se hace presente con su acto redentor, el mismo que está presentando ante el Padre, con una presentación sobreeminente, ya que el acto sacrificial de la Cruz no es para el Padre un recuerdo, sino una visión (cfr. Ch. Journet, o. c. en bibl., 93).
     
      d. La Misa renovación incruenta del sacrificio de la Cruz. Como acontecimiento de salvación, en su núcleo y eficacia salvadora, el hecho de la Cruz está por encima del tiempo. «En virtud de las palabras de la transubstanciación, el mismo Cristo, ahora glorioso, se nos hace presente sustancialmente. Pero Él nos significa, por las apariencias sacramentales de su cuerpo entregado y de su sangre derramada, que no viene más que para establecer contacto con nosotros a través de la Cruz, para aplicarnos, haciéndonosla presente como a los discípulos en la Cena, la virtud misma de su sacrificio cruento. De esta suerte, la Misa nos aporta propia y verdaderamente, bajo las especies incruentas, la presencia sustancial de Cristo glorioso y la presencia eficiente de su sacrificio cruento» (Ch. Journet, o. c. en bibl., 103). Casel no solamente reconoce una presencia eficiente del sacrificio de la cruz, sino una presencia per modum mysterii del mismo sacrificio: «La Misa reposa así entera y esencialmente sobre el acto histórico de la muerte de Cristo. Ella representa y opera en primer lugar precisamente la muerte del Señor. El cuerpo y la sangre figuran como ofrendas sacrificiales bajo las especies separadas del pan y del vino y es-, tan, pues, separados vi mysterii (mientras que, per concomitantiam, Cristo todo entero y glorioso está contenido bajo cada especie). Así el misterio proclama claramente la muerte del Señor y la presenta sacramental mente» (O. Case], Faites ceci en mémoire de moi, París 1962, 166). Casel pretende que esta doctrina es la que está presente en los textos litúrgicos y en la tradición de la Iglesia, y a probarlo ha dedicado importantes esfuerzos; son muchos los que no aceptan como válidas las pruebas textuales que él propone.
     
      De modo sustancial, o de modo eficiente -explicación más común-, el acto salvador de la cruz se hace presente en la E., bajo signos sensibles, y de una manera incruenta. Difícilmente se puede ver en la E. una inmolación real y física, a pesar de que teólogos como Suárez, Belarmino y Lugo lo hayan pretendido de alguna manera. Los tomistas hablan de una inmolación virtual o mística. Lesio y Hugon nos dirán que las palabras consecratorias poseen el poder de separar realmente el cuerpo y la sangre, impidiéndolo la ley de la concomitancia. Para Vázquez se trata de una separación puramente figurativa. Billot y otros muchos teólogos modernos hablan de una inmolación mística, de una separación sacramental del cuerpo y de la sangre, que afecta a Cristo solamente en su relación al pan y el vino; su ser sacramental no es el mismo en los dos casos, porque É1 está presente bajo las especies de pan por medio de su cuerpo y bajo las especies de vino por medio de su sangre. Lepin y De la Taille se contentan con decir que la esencia sacrificial consiste en la oblación. Para el primero Cristo se hace presente en el altar con su acto de perpetua oblación celeste, si bien la doble consagración es significativa de la inmolación de la cruz. De la Taille considera que es la Iglesia la que ofrece a Cristo, que conserva en su cuerpo glorioso su estado de hostia inmolada; la oblación la hace la Iglesia por el poder de Cristo. Son todos intentos de explicación de esta realidad sacramental que, en su íntima hondura, pertenece al misterio, que es verdaderamente un misterio de fe.
     
      La E. es sacrificio de Cristo y también sacrificio de la Iglesia, «Nosotros, tus siervos (es decir, los ministros) y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación»; así habla el canon romano (I). El sacrificio de Cristo aparece en la liturgia como fundamento y causa de la plegaria eucarística -de acción de gracias- que la Iglesia unida a Cristo tributa al Padre en el Espíritu. Y si la oración principal de la Misa se presenta ante todo como un memorial objetivo y eficaz del Sacrificio del Calvario y una acción de gracias, hay que pensar en que las dos nociones de acción de gracias y de sacrificio, en el pensamiento cristiano, no son tan extrañas una a otra como puede parecer a primera vista. Tenemos por una parte el objeto principal de nuestra acción de gracias y de nuestro recuerdo: el sacrificio que Cristo ha ofrecido sobre la cruz y por el que ha rescatado al mundo. La Misa es su conmemoración objetiva y no solamente un recuerdo psicológico, es un acontecimiento sacramental.
     
      Por otro lado podemos llegar al mismo resultado partiendo del sacrificio, de nuestro sacrificio estrechamente emparentado con la idea, de eucaristía; nuestro sacrificio es un sacrificio espiritual, penetrado de espiritualidad; es sacrificium laudis, acción de gracias y alabanza de Dios (A. Jungmann). Este sacrificio es el de la Nueva Alianza; con él se cerró la antigua, sellada con sangre de animales (Ex 24,8) ante la asamblea del pueblo; la sangre de Cristo sella el nuevo pacto en el Espíritu; v. ALIANZA (Religión) ii. La Misa, como los demás sacramentos, y en mayor plenitud, nos posibilita unirnos a esa Alianza de Dios con los hombres, surgida del libre y amoroso designio de Dios, y construida en la Pascua de Jesucristo. Él es el Cordero cuya sangre nos salva, É1 nos trae la libertad, y Él hace de todos nosotros el Pueblo de Dios (v.) sobre la tierra y como nuevo y mejor Moisés nos conduce hacia el cielo. De ahí el carácter escatológico de este sacrificio, porque la plenitud de la Alianza hallará su culminación en la nueva y definitiva Jerusalén donde se congregarán los elegidos (v. ESCATOLOCíA rit).
     
      3. Fines del sacrificio eucarístico. Los manuales clásicos hablan de cuatro fines, latréutico, eucarístico, propiciatorio e impetratorio, en los que se manifiesta su eficacia salvífica, aunque no se agota en ellos toda su riqueza. Los mismos manuales hablan en otro apartado de los efectos de la comunión. Por razones metodológicas también aquí se seguirá esta división.Se dice de la Misa que es sacrificio latréutico porque en ella Cristo -y nosotros, la Iglesia, con Él- rinde al Padre el culto perfecto de adoración y alabanza, culto de latría debido a Dios exclusivamente por su soberana e infinita excelencia. El canon romano concluye: «Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos»; es una feliz expresión de esta finalidad latréutica que la Cruz y la E. cumplen, ante todo por el rendimiento radical de la voluntad de Cristo al Padre, manifestada en su inmolación. El Padre es glorificado, pero ésta es a la vez la gloria del Hijo y la gloria de los hombres en Él. Sacrificio eucarístico: Ya es significativo que este nombre haya prevalecido entre todos, a través de los siglos, para designar el acto central del culto cristiano. Eucaristía, como es sabido, significa acción de gracias; la acción de gracias se anuda con la alabanza, que en sí misma encierra una idea más pura, de total desinterés; a Dios se le exalta por su inmensa gloria, pero la plenitud de bondad que Dios es se abre en el gozo participado de la Creación. Si el hombre puede alabar a Dios es porque existe, y esta misma existencia supone ya un motivo radical de gratitud; y está luego la obra admirable de nuestra Redención, las gustosas posibilidades de acceso a la intimidad de Dios: a la herencia que É1 prepara para sus santos. La alabanza es a la vez, y necesariamente para el hombre, acción de gracias, eucaristía. Sacrificio propiciatorio: Lo subrayó el Conc. de Trento (Denz.Sch. 1753). La cruz -y la Misa- aplacan a Dios ofendido por el pecado humano, le satisfacen. Las mismas palabras institucionales acentúan el valor propiciatorio de esta sangre «derramada por muchos, para remisión de los pecados» (Mt 26,28). El carácter propiciatorio de la E. procede de la fuerza propiciatoria de la cruz. Sacrificio impetratorio: La súplica representa una parte considerable de los textos litúrgicos, desde los primeros días cristianos; petición que se refiere ante todo a que sea aceptado en favor nuestro el sacrificio que ofrecemos, pero petición que alcanza no solamente la oración por la Iglesia, sino por todos los hombres, incluidas también sus necesidades naturales. La petición es también una proclamación de la soberanía de Dios, todo bien procede de Dios. La Iglesia pide, en la acción litúrgica, por las necesidades cotidianas, por los inquietantes problemas que afectan al hombre.
     
      De la Misa, como de todo sacramento, se dice que actúa ex opere operato. Con esta expresión se significa que en la E. indefectiblemente Dios nos ofrece el acto salvador de la Cruz como fuente inagotable de gracia. De ahí que digamos que el valor de la Misa es infinito, sin límites. En su realidad de alabanza de Dios, de glorificación y acción de gracias, de satisfacción e impetración ascendentes se cumple siempre. Pero en la aplicación salvífica a los hombres, éstos pueden abrirse en mayor o menor grado al don ofrecido, o cerrarse a él. La Misa, sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y produce efectos ex opere operantis Ecclesiae, y es participada y aplicada por y a fieles concretos, y en ella juega también este opus operantis de los que intervienen.
     
      4. La presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. El sacrificio de Cristo en la E. es posible por la presencia viva del Señor glorioso y resucitado, verdadera, real y sustancialmente presente bajo las especies de pan y de vino (Denz.Sch. 1536). La fe en la presencia del Señor, atestiguada por los textos bíblicos (textos de la institución y discurso del pan de vida en lo 6; v. i) está confirmada también por toda la Tradición de la Iglesia, como ha podido verse en la síntesis histórica (v. HA). También hemos podido comprobar que esta presencia ha suscitado dificultades de explicación; algunas de las aclaraciones intentadas, sobre todo a partir de Berengario, en el s. xt, pusieron en peligro la recta doctrina sobre el mismo hecho de la presencia, por lo que el Magisterio ha multiplicado sus intervenciones en relación con este dato fundamental de fe. Cristo está presente; con su cuerpo, y sangre, alma y divinidad; no permanecen la sustancia del pan y la del vino. De ahí que Cristo se hace presente en la E. por. una acción transformadora, conversión a la que la Iglesia Católica ha designado muy aptamente con el nombre de transubstanciación. Todo Cristo está presente bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de cada especie. Esta presencia de Cristo es permanente, mientras no se destruyan las especies (Denz.Sch. 1651-1654). Tal es el contenido fundamental de la fe, definido en el Conc. de Trento. Para llegar a definir estas verdades el Concilio siguió e interpretó autorizadamente los textos escriturísticos y el testimonio de la Tradición de la Iglesia a través de los siglos.
     
      Aunque no se encuentren en los primeros siglos términos como «transubstanciación», «especies», «el alma de Cristo esté presente por su concomitancia con el cuerpo», la Iglesia ha sabido siempre que allí estaba Cristo y no el pan y el vino, a pesar de las apariencias, y que esta conversión se había operado por las palabras consecratorias, las que Jesús mismo dijo y que la Iglesia repite por medio de sus ministros, que actúan así en nombre del Señor, que mandó repetir, renovar el Sacrificio de la Cruz. Implícitamente se hallan en esta fe los contenidos, expresados en palabras adecuadas, que el Conc. de Trento recogió en sus textos. Por eso el mismo Concilio distinguió cuidadosamente entre el hecho mismo de la conversión y su plasmación terminológica en la palabra «transubstanciación», a la que el venerable Sínodo llama «aptísima».
     
      Es importante señalar también que las apariencias de pan y vino no son solamente unas apariencias, que nada tengan que ver con el significado del sacramento; nunca hay que olvidar esta realidad sacramental, son signo y símbolo de la presencia del Señor, aunque no símbolos vacíos sino significativos de una presencia que es verdadera, real y substancial. Pero no es indiferente que Cristo haya escogido precisamente estos signos, que nos hacen presente a Cristo como manjar, y que están cargados por la tradición bíblica de una riqueza de significados que nunca convendrá olvidar. Dos tipos de cuestiones se plantean a la especulación teológica en relación con el hecho de la presencia. Primero, lo que los sentidos ven y lo que la fe nos dice que hay más allá de los sentidos; es decir, el problema de relación entre la substancia, el cuerpo y sangre de Cristo conocidos por la fe, y los accidentes de pan y vino, percibidos por los sentidos. Y en segundo lugar, el problema de la conversión o cambio del pan y del vino en el cuerpo y sangre del Señor. Hablaremos en primer lugar de esta última cuestión.
     
      5. La transubstanciación. El dato de fe es claro: lo que antes era pan ya no lo es -aunque se conserven sus apariencias- sino Cuerpo de Cristo; y lo que antes era vino ya no lo es, sino Sangre de Cristo. «Mediante la consagración -dice el Conc. de Trento- tiene lugar un cambio de toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre» (Denz.Sch. 1642), permaneciendo solamente las especies de pan y vino (ib. 1652). Y es a esa conversión o cambio a lo que la Iglesia llama transubstanciación. Intentemos explicar esa fe, resolviendo la dificultad que a veces algunos han planteado al relacionar las afirmaciones dogmáticas con los conocimientos científicos.
     
      a. Noción de substancia. ¿Qué significa substancia? Es precisamente aquí donde surgen las dificultades aludidas. Es evidente que una interpretación de esa palabra acudiendo a teorías químicas de los átomos y las moléculas, resultaría inapropiada. Desde el punto de vista de lo estudiado por las ciencias físicas, la estructura y constitución del pan es absolutamente la misma antes de su consagración y después, lo que podría comprobarse por instrumentos y métodos científicos. No hay duda de que las ciencias físicas pueden ofrecer no solamente observaciones parciales, sino una representación coherente de la materia, con cierta validez. Pero el concepto de substancia utilizado para expresar la fe es un concepto filosófico, que puede ser igualmente válido pero a otro nivel, en plano distinto. Lo que no quiere decir que este concepto filosófico, metafísico, no tenga que ver nada con la realidad; la metafísica es un intento de penetración en lo real más allá de lo observable, en un plano de profundidad nunca alcanzable por instrumentos científicos materiales. Se podrá estar de acuerdo o no con una determinada visión metafísica de la realidad, pero no se puede atacar una concepción metafísica basándose en el desarrollo, cualquiera que sea, de las ciencias físicas.
     
      S. Tomás adscribió la quantitas a los accidentes (v.), con lo que todo aquello que su filosofía entiende por accidentes es precisamente lo que constituye -y ello solamente- el campo de las ciencias físicas, de los fenómenos observables. No sucedió lo mismo más tarde, sobre todo a partir de Descartes (v.), que identifica substancia y quantitas, o materia y quantitas. Ahora bien, no hay que olvidar que a partir del s. xvti muchos teólogos, aun de los que se llamaban tomistas, estuvieron influenciados por el pensamiento de Descartes. Esta observación es importante, porque no hay duda de que las explicaciones sobre la transubstanciación que ofrecen algunos de estos teólogos imbuidos de cartesianismo son incompatibles con los postulados de las ciencias físicas modernas.
     
      Lo que constituye ontológicamente la disposición última de la materia, inasible a cualquier método experimental, pero que hace que las cosas sean lo que son, esto es la substancia; es esa realidad a la que (le tal modo conviene la existencia en sí misma que no necesita de otra cosa como de sujeto en el que apoyarse para existir. Los fenómenos son -en esta concepción filosófica- imágenes simbólicas de esa realidad última y profunda. Un accidente es, en consecuencia, algo que no se sustenta en sí mismo, sino que a su naturaleza corresponde sustentarse en otro, en esa raíz profunda que es la substancia. Tal es -en síntesis medular- la concepción tomista de la substancia.
     
      b. Sentido de la terminología usada en Trento. Al hablar Trento de substancia y de transubstanciación quiere referirse a la realidad profunda que constituye a los seres, lo que hace que el pan sea pan y no otra cosa, etc. Intenta pues referirse a la significación general de la palabra substancia, independientemente de las precisiones que pueda aportar una u otra escuela filosófica, y eso lo hace con toda fuerza, calificando a esa palabra de «aptísima» (Denz. Sch. 1652), «conveniente y propia» (ib. 1642). Es obvio, por otra parte, que, aunque no las canonizara en cuanto tales, el Conc. de Trento tuvo presentes las explicaciones de los teólogos escolásticos, y especialmente las de S. Tomás, que son precisamente intentos de explicar y penetrar en el dato de fe. ¿Puede pensarse en otros intentos de profundización y explicación en la verdad afirmada por la fe? Sí, pero teniendo presente que «la única manera de mostrar que la teoría de la substancia no está implicada en el dogma de la transubstanciación sería la de mostrar su inteligibilidad gracias a otra teoría. Y aquí la búsqueda no sólo está permitida, sino que se recomienda. Pero es claro que los resultados de esta búsqueda están sujetos a una crítica a la que no se cierra la boca invocando una legitimidad moral que la teología no tiene la menor intención de negar: lo que interesa al saber son los frutos verdaderamente inteligibles de una eventual adquisición» (F. Gaboriau, o. c. en bibl., 17).
     
      c. Juicio sobre algunos nuevos intentos. ¿Consiguen esta inteligibilidad las teorías formuladas por algunos teólogos contemporáneos, y que se conocen con el nombre de «transignificación» o «transfinalización»? En último término estos teólogos defienden que la finalidad y el significado son «sustanciales», dados con la realidad del pan y el vino y constitutivos de estos elementos, y que, Por tanto, transfinalización y transignificación se identifican con la transubstanciación (cfr. P. Schoonenberg, La transubstanciación, «Concilium» 24, 1967, 99). ¿Qué dice a este respecto la ene. Mysterium fidei de Paulo VI? Recojamos de nuevo el texto clave: «Realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin, en cuanto contienen una `realidad que con razón denominamos ontológica' que es Cristo todo entero 'presente en su realidad' física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar» (AAS, 57, 1965, 766).
     
      Las explicaciones de los dichos teólogos no son todas idénticas, sino coincidentes únicamente en la línea de orientación. Schoonenberg, p. ej., a quien hemos citado, piensa que hay dos conceptos de transfinalización y transignificación, y opina que la encíclica al no mencionar la transfinalización y transignificación «sustancial», no ha condenado su interpretación (ib. 99). Pero lo que resulta afirmado en la encíclica es precisamente que el Papa no acepta como válido cl pensamiento de que finalidad y significado sean «sustanciales». Ciertamente algunos de estos autores dicen claramente que esta transignificación y transfinalización no se deben al juicio subjetivo de los creyentes, ni siquiera solamente al juicio de fe de la iglesia (a lo que alude el Papa en su encíclica) sino al poder soberano de la Palabra de Dios que alcanza al ser en su misma raíz, de tal modo que el cambio de significación y finalidad del pan y vino que pasan a ser signo del cuerpo del Señor nos dan realmente lo que significan. Ahora bien si significado y finalidad no son sustanciales -y eso es, con toda claridad, lo que enseña la encíclica-, entonces dichas explicaciones no dan razón de la fe de la Iglesia, sino que la deforman. En suma, la terminología de «transignificación» y «transfinalización» no puede ser substitutiva de «transubstanciación», sino que la presupone, ya que realizada la transubstanciación, se da un nuevo significado y una nueva finalidad en las especies eucarísticas. La presencia de Cristo no es, diríamos estática, sino con el fin de darse y darnos su acto salvador. Por eso es justo decir que Cristo se ha quedado en la E. no sólo para que le tributemos el debido culto de adoración, sino también para hacernos participar en su cuerpo y sangre de la Nueva Alianza; pero participamos de Él porque está ahí realmente y le adoramos porque se ha quedado.
     
      d. Los accidentes del pan y el vino, y la transubstanciación. Supuesta la concepción de substancia, surge una segunda cuestión especulativa: ¿Cómo están los accidentes, antes inherentes a la sustancia de pan y vino, después del cambio sustancial? Para nuestra experiencia sensible las especies del pan y del vino consagrados siguen conservando sus propiedades físicas y químicas, y sujetos a las mismas fases de evolución natural que el pan y el vino; nutren; con su sensato realismo, Santo Tomás dice: «Si el hombre toma vino y hostias consagradas en cantidad respetable, se puede sustentar por largo tiempo» (Sum. Th. 3 q77 a6). ¿Qué dijeron los Padres sobre este problema? Por una parte son realistas y objetivan las cualidades sensibles. Las afirmaciones de los Padres se caracterizan por un interés muy grande de fortificar la fe de los fieles, y no tanto por ofrecer explicaciones sólo filosóficas; más, rehúyen estas cuestiones porque consideran a la razón incompetente para resolverlas. Refiriéndose a la palabra de los judíos «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (lo 6,52), S. Cirilo de Alejandría comenta: «Tomando, pues, nosotros ejemplo de aquí, y enmendando nuestra vida por las mismas cosas que a otros hacen caer, conviene que tengamos una fe libre de curiosidad en la recepción de los divinos misterios» (In Joh. 4,2: PG 73,753). Los Padres hablan de la presencia real y de la conversión de la substancia del pan y de la substancia del vino en el Cuerpo y en la Sangre, respectivamente, del Señor, y exponen sencillas comparaciones que hagan más accesible la doctrina.
     
      Veamos el pensamiento de S. Tomás, preparado ciertamente por autores anteriores, pero que él supo plasmar con cristalina claridad. Trata de este problema, además de en otras obras, en la cuestión 77 de la 3a parte de la Suma. Comienza diciendo que los accidentes de pan y vino «no tienen por sujeto la substancia del pan y del vino, que no permanece». «Es, por otra parte, evidente que no están como en su sujeto en la substancia del cuerpo y de la sangre de Cristo, porque la substancia del cuerpo humano no puede sustentar tales accidentes, como tampoco es posible que el cuerpo de Cristo, glorioso e impasible, se altere para recibir esas cualidades». Rechazando que pueda estar como en sujeto en el aire circunstante, «hay que decir que están sin sujeto, cosa que se puede realizar por el poder divino». «Dios, causa primera de la substancia y del accidente, puede conservar a éste en el ser, por su infinito poder, cuando desaparece la substancia, que era la causa que lo conservaba». La objeción se levanta inmediata, y se la plantea el mismo santo: «Ni por milagro puede suceder que la definición no se cumpla en las cosas»; «se seguiría de ello que las contradictorias se darían a la vez»; «ahora bien, es de la definición del accidente estar en un sujeto, como de la substancia subsistir por sí». La respuesta, resultante de su propia filosofía del ser (v.), dice: «El ser no es género, por lo que no puede ser de la esencia de la substancia ni del accidente. La substancia (v.) no se define `ente subsistente sin sujeto', ni el accidente (v.), `ente en sujeto'; sino más bien a la esencia (v.) de la substancia `le compete estar sin sujeto', y a la del accidente `le compete estar en él'. En el sacramento no están los accidentes sin sujeto por su propia esencia, sino por la virtud divina que los sustenta. Por tanto, no dejan de ser accidentes, ya que no pierden su definición ni se apropian la de la substancia» (3 q77 al).
     
      La concepción de S. Tomás sobre la substancia y los accidentes, a la vez que fuertemente realista sobre el hecho de la presencia, le aleja de todo cafarnaitismo sensualista. Así cuando afirma que nosotros no vemos el Cuerpo de Cristo: «Ningún ojo corporal puede ver el Cuerpo de Cristo en el sacramento»; «el Cuerpo de Cristo está en el sacramento al modo de la substancia; y la substancia, en cuanto tal, no es visible al ojo corporal ni cae bajo sentido alguno ni en la imaginación»; «el Cuerpo sacramental de Cristo no es perceptible ni por los sentidos ni por la imaginación, sino sólo por el entendimiento» (3 q76 a7). Y en otro lugar: «El Cuerpo de Cristo no se come en su propia figura, sino en especie sacramental» (3 q77 a7 ad3). El concepto de presencia es un concepto analógico. La presencia de Cristo en un lugar per modum substantiae, es un modo singularísimo de presencia, del que no tenemos -ni tendremos- otro ejemplo; es una presencia analógica y proporcionalmente semejante a las que nosotros conocemos, pero a su vez distinta (cfr. Ch. Journet, o. c. en bibl., 233-240).
     
      El Magisterio ha recogido esta explicación tomista en sus documentos. Wicleff (v.), en el s. xiv, escribió un tratado sobre la E., basándose en la filosofía aristotélica, de la que era seguidor, y no admite separación ninguna entre substancia y accidentes, pues la considera metafísicamente imposible, y en consecuencia niega la transubstanciación. El Conc. de Constanza condenó como herética esta proposición de Wicleff: «Los accidentes de pan no permanecen sin sujeto en el mismo sacramento» (Denz.Sch. 1152). El Conc. de Trento dice que la transubstanciación se realiza «permaneciendo solamente las especies» (Denz.Sch. 1652). En cuanto a la valoración de esta doctrina de que las especies permanecen sin sujeto todos los teólogos están de acuerdo en considerarla teológicamente cierta, o, por lo menos doctrina católica. La tesis de los accidentes tuvo en el Conc. de Trento un papel subsidiario, para mejor explicar el hecho de la conversión substancial (cfr. 1. B. Franzelin, De sacra Eucharistia, Roma 1868, 262).
     
      Las influencias cartesianas en la teología fueron causa de que se escribiesen multitud de páginas sobre estas cuestiones. La identificación cartesiana entre esencia corporal y extensión actual planteaba dificultades innegables para dar cuenta adecuada del misterio eucarístico. Y así algunos sostuvieron que las especies eran sensaciones meramente subjetivas excitadas en nosotros por Dios o por el cuerpo de Cristo, mientras que otros decían que las partículas de pan eran informadas, después de la consagración, por el cuerpo de Cristo. No han faltado otros intentos de explicación, que no logran recoger de modo satisfactorio y completo el contenido dogmático.
     
      6. El banquete pascual. a. La Eucaristía, banquete sacrificial. El tema del banquete está cargado de resonancias bíblicas. Por otra parte es un gesto humano lleno de significado; se come para satisfacer una necesidad biológica; pero no solamente es eso. La comida es un gesto de fraternidad, la hora más familiar de todos, a la que se invita a los amigos, precisamente como señal de amistad; puede ser un gesto -el más hermoso- de hospitalidad. No olvidemos el profundo significado religioso de la cena pascual en el A. T., y el carácter sagrado de otras comidas sacrificiales.
     
      En el Evangelio las comidas de Cristo tienen un profundo significado. Los fariseos le acusan de que come con pecadores y publicanos, y como respuesta Jesús dice que ha venido a llamar a los pecadores (Mt 9,10-13). Varias parábolas de Jesús hablan del banquete de bodas. Y el discurso sobre el pan de vida, después de la comida de los panes multiplicados, versa principalmente sobre el alimento «que dura para la vida eterna», el pan bajado del cielo para que quien coma de él no muera, el pan que es la carne de Jesús para la vida del mundo. «Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida» (lo 6, 26-58). La palabra comunión (koinonia) designa en S. Pablo (1 Cor 10,16) esta recepción del «pan, que partimos» y del «cáliz de bendición»; es una comunión con el cuerpo de Cristo y con su sangre; y es una comunión de todos los que participan en el banquete, «puesto que uno es el pan, un cuerpo somos todos nosotros, pues todos de un solo pan participamos» (ib. 17). Nuestra comunión en el Cuerpo de Cristo es al mismo tiempo creadora de la Iglesia como comunión, verdadero Cuerpo Místico (v.) de Cristo. La E. es un sacrificio en forma de banquete, y es un convite sacrificial, de manera que si bien la renovación del sacrificio de Cristo produce, de por sí y desde el momento mismo de la consagración, frutos para toda la Iglesia, la forma más completa de participar en él se alcanza por la manducación de las especies consagradas, o sea por la comunión.
     
      «Tomad y comed», dijo el Señor (Mt 26,27). Por ser el sacrificio del que se participa un sacrificio pascual, la E. es un «banquete Pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (Cono. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47). Por eso «se recomienda especialmente la participación más perfecta en la Misa, la cual consiste en que los fieles, después de la Comunión del sacerdote, reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor» (ib. 55). No obstante, conviene recordar que «para la integridad del mismo Sacrificio se requiere sólo que el sacerdote se nutra con el alimento celestial y no que también el pueblo -cosa, por lo demás, muy deseable- se acerque a la Sagrada Comunión» (ene. Mediator Dei), y que la conveniencia de que los fieles participen en el Sacrificio de la Misa, no disminuye el valor de la Misa sino populo porque «cuantas veces el sacerdote renueva lo que cl divino Redentor hizo en la última cena, se consuma realmente el Sacrificio; el cual Sacrificio, ciertamente por su misma naturaleza y siempre, en todas partes y por necesidad; tiene una función pública y social; pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya Cabeza es el Divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia Católica y por los vivos y difuntos. Y ello tiene lugar, sin género de duda, ya sea que estén presentes los fieles -que nosotros deseamos y recomendamos acudan cuantos más mejor y con la mayor piedad-, ya sea que falten, pues de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar» (ene. Mediator Dei).
     
      b. Efectos de la comunión eucarística. En la preciosa fórmula de S. Tomás, recogida por el n° 47 de la Const. Sacrosanetum Concilium se expresan lapidariamente los efectos personales de la comunión eucarística. El hecho de comer a Cristo, de recibir su cuerpo entregado por nosotros, «llena al alma de gracia»; es decir, el don de salvación que Cristo nos trae es comunicado de la manera más plena; _aumenta la gracia, nuestra vinculación a Dios, y con ella las virtudes infusas, particularmente la caridad. Este aumento de vida sobrenatural está ampliamente subrayado por toda la Tradición; los Padres hablan de ello una y otra vez; «pues Cristo y su pasión son causa de la gracia y no hay refección espiritual ni caridad sin gracia, es evidente que este sacramento la confiere», resume Santo Tomás (Sum. Th. 3 q79 al). La E. nos ayuda a dominar la sensualidad, nos libera además de los pecados cotidianos y nos preserva de los mortales, afirma el Conc. de Trento (cfr. Denz.Sch. 1638). «Se nos da una prenda de la gloria venidera»: El Señor resucitado comía con los suyos, haciéndoles participar de su gozo; también Él ahora -en el misterio del culto- se sienta a la mesa con los suyos; y no olvidemos que es al Señor resucitado y glorioso a quien nosotros recibimos.
     
      A este sacramento «le compete conducir a la consecución de la gloria», escribe S. Tomás (Sum. Th. 3 q79 a2); los Padres han subrayado constantemente este efecto, como puede verse en la parte histórica (v. IIA); podemos hablar, por tanto, del carácter escatológico del banquete eucarístico, que prefigura el banquete celestial y en cierto modo lo adelanta. S. Pablo señala esta tensión escatológica de la comida eucarística: «Cuantas veces coméis este pan y bebéis el cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que Él venga» (1 Cor 11,26); la memoria es al mismo tiempo anuncio; el apóstol recuerda «que el banquete del Señor no es todavía el de los bienaventurados y que la presencia actual del Señor no excluye su venida futura, sino que, al contrario, se refiere a ella; su presencia actual es real, pero provisional, lo que quiere decir que está escondida bajo signos provisionales y es aprehensible -. :n el estado provisional de la vida humana. Su presencia edifica, pues, el orden escatológico del Reino de,Dios, aunque sólo provisionalmente, entre los que la reciben». Así la presencia actual del Señor, en el memorial de la proclamación de su muerte, no es sólo una referencia, sino también «un comienzo de su venida definitiva que ya no necesitará ni signo ni proclamación porque será sin velos» (H. Schlier, Le temps de PÉglise, Tournai, 254-255).
     
      c. La comunión eucarística v la unidad de la Iglesia. Por esta dimensión escatológica la E., misterio de fe, que estimula la caridad, es también un sacramento de esperanza: «El que come este pan, vivirá eternamente» (lo 6,59). De ahí también su carácter festivo; la Misa es verdaderamente una fiesta, en la que celebramos nuestra salvación que nos ha sido dada, pero que aún no ha sido conseguida del todo, pues falta su plenitud celestial; pero como ésta se vive ya en esperanza, la celebración del santo sacrificio de la Misa es una fiesta pascual; nos encamina a la nueva y gloriosa ciudad de Jerusalén, y como anticipo y signo de esa comunidad celestial es creadora de la comunidad de los creyentes en la tierra. «Es la Iglesia la que hace la Eucaristía; pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia» (H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Bilbao 1958, 130); la Iglesia que ha brotado del sacrificio de Cristo, como una nueva Eva, madre de los vivientes, nacida de su costado abierto, ha recibido el mandato de hacer lo que Él mismo hizo; para esto se instituyó principalmente el sacerdocio (v. ORDEN, SACRAMENTO DEL); pero podemos decir en cierta manera que al ser la E. la renovación del acto fundacional de la Iglesia, del acontecimiento pascual, la E. es la que hace la Iglesia. La santa Misa celebración pascual, forma el Cuerpo Místico (v.) del Señor por la presencia vivificante de su cabeza gloriosa, Cristo.
     
      La teología de los Padres es particularmente rica en el desarrollo de este tema, comenzando por S. Ignacio de Antioquía; pero es tal vez S. Agustín el que con mayor profundidad ha desarrollado este aspecto: «Para no dejaros dispersar, comed a Aquel que es vuestro vínculo» (S. Agustín, Le visage de l'Eglise (Textes choisis), París 1958, 178); «Por este alimento y esta bebida, Él quiere hacer extender la sociedad de su cuerpo y de sus miembros, es decir, la santa Iglesia»; «El sacramento de esta realidad, es decir, de la unidad del cuerpo y de la sangre de Cristo, está preparado sobre la mesa del Señor» (ib. 181); «El cuerpo de Cristo no puede vivir más que del espíritu de Cristo. Es lo que nos dice el Apóstol al hablarnos de este pan: Todos nosotros somos un solo pan, un solo cuerpo (1 Cor 10,17). ¡Oh sacramento de piedad! ¡Oh signo de unidad! ¡Oh vínculo de la caridad! » (ib. 182).
     
      d. Dimensión personal y eclesial de la comunión. La participación en la E., sobre todo de esta manera plena que es la comunión, se proyecta después en la vida como testimonio de la acción salvadora del Señor. «Vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo», «para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pet 2,5-9). La ofrenda del cuerpo por el dominio de las pasiones, la vivencia de la caridad que implica ante todo el cumplimiento de la justicia sobrepasándola, la actividad humana para hacer que el mundo responda a los planes de Dios y no a los egoísmos, todo ello son los sacrificios espirituales exigidos por el sacrificio eucarístico y que en la misma celebración hallan su expresión cultual porque se unen al culto del Señor. Toda la vida personal es así llevada a la Misa y afectada por ella. De otra parte, la E. es, ya lo hemos dicho, fuente y causa de la unidad de la Iglesia: Jesucristo, cabeza de la Iglesia, atrae a su cuerpo entero hacia Sí, y lo unifica. Y, al unirse más íntimamente con la cabeza, los diversos miembros del cuerpo son más hondamente trabados entre sí: la E. es causa fundamental de la fraternidad cristiana. El elemento teologal, el personal y el eclesial se encuentran fuertemente asumidos en el sacrificio eucarístico.
     
      Todas las dimensiones teológicas que hemos ido considerando deben tener su expresión, su simbólica manifestación en la celebración; es un problema de equilibrio darles a todas su cauce. La comunión nos conforma a Cristo en un encuentro personal; esto exige el silencio de una oración íntima. También es creadora de comunidad, lo que postula una expresión colectiva. La liturgia permite que todo halle su expresión adecuada; es preciso utilizar el silencio después de la comunión para ese diálogo personal con Nuestro Señor; pero también conviene utilizar el canto, que es forma adecuada para manifestar el gozo común, y que une en una misma voz a los que forman un solo cuerpo, etc.
     
      7. El ministro de la Eucaristía. Debemos aquí distinguir dos supuestos:
     
      a) El ministro del sacrificio eucarístico y más específicamente de la consagración: sólo el sacerdote ordenado válidamente tiene poder para consagrar. Así lo ha enseñado la Tradición, y lo proclamaron solemnemente los Conc. IV de Letrán y Trento, frente a errores que atribuían ese poder a todo cristiano, negando así la distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial (Denz.Sch. 802, 1752 y 1771; V. t. ORDEN, SACRAMENTO DEL).
     
      b) El ministro de la distribución de la E. o de la comunión: el distribuidor ordinario de la E. es el sacerdote; el extraordinario, el diácono u otra persona debidamente autorizada. S. Tomás argumenta la consideración del sacerdote como ministro ordinario de la distribución de la comunión, basándose en la gran conexión que hay entre ella y la consagración (Sum. Th. 3 q82 a3).
     
      8. La comunión bajo las dos especies. Es un problema disciplinar, pero con coordenadas teológicas importantes, como lo demuestra la historia del dogma. Durante muchos siglos los cristianos comulgaron bajo ambas especies, si bien lo hacían bajo una sola en circunstancias especiales, como en el caso de los enfermos. Los ritos orientales han conservado hasta hoy esta antigua práctica de la Iglesia. En Occidente, hacia el s. xiir, cae en desuso la costumbre de comulgar el Sanguis; S. Tomás es testigo de este cambio, y nos da su razón: «Al tomarse sin precaución, se derramaría con facilidad. Y, pues ha crecido el número del pueblo cristiano, compuesto de ancianos, jóvenes y párvulos, de entre quienes algunos no tienen discreción para poner el debido cuidado al usar el sacramento, ciertas iglesias no dan la sangre al pueblo, sumiéndola el sacerdote» (Sum. Th. 3 q80 a12).
     
      En los s. xiv y xv Wicleff y Huss propugnaron la comunión bajo las dos especies, pero no solamente como algo conveniente y más significativo, lo que hubieran po. dido hacer, sino tachando de ilícita y sacrílega la comunión en una sola especie. Esta posición movió al Conc. de Constanza a declarar la licitud de la comunión bajo la sola especie de pan (Denz.Sch. 1198-1200); a pesar de ello el movimiento «utraquista» (de utraque, ambas) continuó existiendo en Bohemia. Los reformadores protestantes hicieron suya esta actitud, mezclándola también con posiciones doctrinales peligrosas.
     
      El Conc. de Trento abordó esta cuestión, que provocó algunas discusiones, sobre todo en referencia a si la comunión en ambas especies, aunque no indispensable, puede suponer una gracia mayor. El Santo Sínodo declaró que: «por ningún precepto divino están obligados los laicos y los clérigos que no celebran a recibir el sacramento de la Eucaristía bajo las dos especies, y en manera alguna puede dudarse, salva la fe, que no les baste para la salvación la comunión bajo una de las dos especies. Porque, si bien es cierto que Cristo Señor instituyó en la última cena este venerable sacramento y se lo dio a los Apóstoles bajo las especies de pan y de vino (cfr. Mi 26,26 ss.; Me 14,22 ss.; Le 22,19 ss.; 1 Cor 11,24 ss.); sin embargo, aquella institución y don no significa que todos los fieles de Cristo, por estatuto del Señor, estén obligados a recibir ambas especies (Can. 1 y 2). Mas ni tampoco por el discurso del capítulo sexto de Juan se colige rectamente que la comunión bajo las dos especies fuera mandada por el Señor, como quiera que se entienda, según las varias interpretaciones de los santos Padres y Doctores. Porque el que dijo: si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros (lo 6,54), dijo también: si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente (lo 6,52). Y el que dijo: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna (lo 6,55), dijo también: El pan que yo daré, es mi carne por la vida del mundo (lo 6,52); y, finalmente, el que dijo: El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él (lo 6,57), no menos dijo: El que come este pan, vivirá para siempre (lo 6,58)»; y en el canon correspondiente se resume: «Si alguno dijere que, por mandato de Dios o por necesidad de la salvación, todos y cada uno de los fieles de Cristo deben recibir ambas especies del santísimo sacramento de la Eucaristía, sea anatema» (Denz.Sch. 1726-1727 y 1732).
     
      La Const. Sacrosanctum Concilium, 55, del Vaticano 11, dice así: «Manteniendo firmes los principios dogmáticos declarados por el Concilio de Trento, la comunión bajo ambas especies puede concederse en los casos que la Sede Apostólica determine, tanto a los clérigos y religiosos como a los laicos, a juicio de los obispos, como, por ej., a los ordenados en la Misa de su sagrada ordenación, a los profesos en la Misa de su profesión religiosa, a los neófitos en la Misa que sigue al Bautismo».
     
      9. Palabra y Eucaristía. Un estudio teológico sobre la E. no puede prescindir de la Palabra (v.), porque la misma celebración es ya una proclamación, como lo señala S. Pablo, además de que la celebración de la Misa comporta una proclamación de textos de la Palabra de Dios escrita, y conservada en la S. E., y tal proclamación no es algo accidental o sobreañadido. La Cena del Señor se desarrolló en un cuadro ritual en el que los textos bíblicos tenían gran importancia. Ya S. Justino, al describirnos la celebración, hacia el a. 150, se refiere a las lecturas. El Conc. Vaticano II no solamente ha concedido una gran importancia a la liturgia de la Palabra, sino que ha subrayado también su profundo entrañamiento en la celebración: «Las dos partes de que consta la Misa, a saber: la liturgia de la palabra y la eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto» (Const. Sacr. Conc., 56).
     
      Dios ha hablado a los hombres, y su Palabra ha cristalizado en la Escritura. Esa Palabra engendra la fe (v.), y la fe, suscitada en el hombre por la Palabra de Dios, se consuma en el sacramento. La fe es indispensable, pero la acción de Dios no pasa únicamente por ella; se ejerce eficazmente por el mismo sacramento. Las dos cosas están unidas, porque la actualidad de la Palabra y de la fe es absolutamente fundamental y forma parte de la realidad del sacramento como tal. En la E. la Escritura y la Liturgia se funden, porque la Escritura y la predicación son proclamación de la acción salvadora de Dios en la historia, y la acción litúrgica de este sacramento es la celebración de esta misma acción salvadora, su presencia actual bajo el velo de los signos, que son también una proclamación y un anuncio. El corazón de la celebración, las palabras de la consagración, son palabras de Jesús contenidas también en la Escritura y que en ese momento alcanzan plena eficacia, transformando la realidad material del pan y del vino en signos eficaces de la presencia salvadora del Señor.
     
      Las lecturas, con su explicación y su aplicación a nuestra circunstancia en la homilía (v. HOMILÉTICA), no hacen sino ir descubriendo a lo largo del año litúrgico la múltiple riqueza del misterio de Cristo, y son, por tanto, como una explicación de lo que en la acción litúrgica se nos da en acto; de ahi que confluyen hacia el centro de la acción por su propio peso y naturaleza. La comunión es la interiorización, la recepción en la persona y en la comunidad de este don de Dios. No es por puro azar que las antífonas de comunión de la liturgia romana recojan con mucha frecuencia el texto más significativo de la lectura evangélica. De ahí también que las exigencias de la E. sean las de la Palabra de Dios. Aun los mismos textos que no son estrictamente escriturísticos -como las anáforas (v.)- están llenos de reminiscencias bíblicas. De Dios mismo aprendemos la manera de dirigirnos a Rl. El Conc. Vaticano 11 habla -en paralelismo con la mesa eucarística- de «la mesa de la Palabra de Dios» (Const. Sacr. Conc., 51); al hacerlo, vuelve a utilizar un término tradicional; así, dice S. Hilario: «En la mesa del Señor recibimos nuestro alimento: el pan de vida... Pero somos alimentados con la doctrina del Señor en la mesa de las lecturas dominicales» (Tract. in ps. 127: PL 9,709).
     
      10. La Eucaristía, centro de la vida de la Iglesia. «Todos los otros sacramentos están ordenados a la Eucaristía como a su fin» (S. Tomás, Sum. Th. 3 q65 a3). S. Tomás no se contenta, pues, con decir que «hablando en absoluto, la Eucaristía es el más excelente de todos los sacramentos» (ib.), sino que dice además que todos ellos forman como un organismo con trabazones íntimas, y que dentro de este organismo sacramental todo se proyecta hacia la E., que aparece así como centro y culmen de toda la actividad sacramental de la Iglesia. Y es que los sacramentos son participaciones del don salvador; su diversificación se debe a las diversas situaciones existenciales del hombre en su vida y en su relación con la Iglesia (v. SACRAMENTOS). Ahora bien, en la E. se nos ofrece este don salvador en su misma fuente y plenitud, es decir, en la Persona del Señor y en su acontecimiento pascual. Y esta misma razón justifica el que podamos decir que la E. es no sólo el centro de la vida sacramental, sino del cristianismo mismo, de la vida de la Iglesia, comunidad de los creyentes en Jesús, que han aceptado su Palabra y desean llevarla a la práctica. El sacrificio eucarístico es «fuente y cima de toda vida cristiana» (Conc. Vaticano 11, Const. Lumen gentium, 11). Ninguna otra acción de la Iglesia le iguala en eficacia (Const. Sacr. Conc., 7). Y aunque la liturgia no sea la única actividad de la Iglesia (ib. 9), no obstante «es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (ib. 10).
     
     

BIBL.: Principales documentos del Magisterio sobre la E.: CONC. DE ROMA (1079), Iusiurandun: Berengani, Denz.Seh. 700; INOCENclo 111 (1208), Professio fidei Waldensibus praescripta, Denz.Sch. 793-794; CONO. DE CONSTANZA (1414-18), Decretum de communione sub papis tantion specie, Denz.Sch. 1198-1200; íD, Interrogationes Wyclifitis et Husitis proponendae, Denz.Sch. 1256-1257; CONO. DE FLORENCIA (1438-45), Decretum pro Armenis, Denz.Sch. 1320-1322; CONO. DE TRENTO (1551), Decretum de ss. Eucharistia, Denz.Sch. 1635-1650; íD, Capones de ss. Eucharistiae sacramento, Denz.Sch. 1651-1661; íD, Doctrina de cornmunione sub utraque specie et parvulorurn, Denz.Sch. 1725-1734; íD, Doctrina de ss. Missae sacrificio, Denz.Sch. 1738-1750; ID, Capones de ss. Missae sacrificio, Denz.Scl., 1751-1759; S. Pío X, Decr. Sacra Tridentirna Synodus 20 die. 1905: ASS 38 (1905-06) 401 ss.; fD, Decr. Quam singulari, 8 ag. 1910: AAS 2 (1910) 579 ss.; Pío XII, Enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 547-572; ID, Alocución al Congreso litúrgico de Asís-Ronia, 22 sept. 1956: AAS 48 (1956) 715-724; CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n, 2,41,47,48, 54,55,56,57: AAS 56 (1964) 97-138; fD, Const. Lumen gentiunt, n, 3,7,11,26,28,38,50: AAS 57 (1965) 5-75; ID, Decr. Unitatis redintegratio, n, 2,15: AAS 57 (1965) 90-107; ID, Decr. Christus Dominus, n, 15,30: AAS 58 (1966) 673-696; íD, Decr. Presbyterorum ordinis, 2,5-8,13,14,18: AAS 58 (1966) 991-1024; PAULO VI, Enc. Mysterium fidei, AAS 56 (1965) 753-774; SAGRADA CONGREGACIóN DE RITOS, Instrucción sobre la Const. Sacrosanctum Concilium, 26 sept. 1964; Musicam sacram, 5 mar. 1967; TrCs abhinc annos, 4 mayo 1967; Eucharisticum mysterium, 25 mayo 1967.

 

J. M. LECEA YÁBAR.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991