1. Introducción. Nos vamos a ocupar aquí de la E. como sacramento culmen
de la iniciación cristiana (v.) y centro de todos los demás sacramentos,
lo que, obviamente no pretende desglosar u oponer su aspecto de sacramento
frente al de sacrificio. Sacramento y sacrificio son dos aspectos
completamente correlativos que se incluyen en la E., si bien por método se
estudien separadamente (v. 11, B). Para la liturgia del sacrificio
eucarístico, V. MISA.
Según el ritual judío, una comida cualquiera, llamada por ellos
«fracción del pan» iba acompañada, y mucho más destacadamente la cena
pascual, de formularios de acción de gracias o bendiciones (eucaristías).
En la vida del Señor, transmitida por los Evangelios, se ve con gran
frecuencia este gesto judío de tomar el pan, bendecir a Dios su dador por
la acción de gracias, partirlo y darlo. Esto se da de modo especial en la
última cena del Señor (v.), tal como la narran los evangelistas. Por
tanto, cuando en el N. T. y en la primera tradición cristiana se hace
referencia a las reuniones de los fieles para celebrar el
sacramento-sacrificio de la E., lo primero que se destaca es que esta
«fracción del pan» o «cena del Señor» es correlativamente y de modo
imprescindible acción de gracias, «eucaristía» (1 Cor 2,20-33; Le
24,30-25; Act 2,42. 46; 20,7.11; 27,35). En la Didajé (cap. IX y X) se da
ya esta transposición de nombres, y se llama «eucaristía» a todo el rito
de la fracción del pan cristiano. S. Justino (ca. 150) da ya a todo el
conjunto de la celebración con o sin ágape (v.), de liturgia de la palabra
y liturgia sacrificio-banquete, el nombre de Eucaristía. Así se presenta
inmediatamente en toda la tradición occidental y oriental, y es E. el
nombre del sacramento-banquete-sacrificio eucarístico celebrado por los
fieles unidos a Jesucristo, representado por el sacerdote.
2. La Eucaristía como sacramento de la iniciación. El sacramento del
pan y del vino seguía obligatoriamente al Bautismo (v.) y Confirmación
(v.) como lo atestigua la primera tradición litúrgica y las enseñanzas de
los SS. Padres, tanto en la iniciación de adultos como en la de los niños
(v. INICIACIóN CRISTIANA). Esta continuidad de los tres sacramentos se
presenta además como algo apremiante. La E. es la cima de toda la
iniciación, y esta unión de los tres sacramentos se realiza en la comunión
que sigue siempre a todo sacrificio, ápice de toda iniciación (v.
SACRIFICIO). Esta consumación en la E. ya se ve anunciada en la primera
pascua israelita, pues en ella los hebreos, pasadas las aguas del mar
Rojo, comieron del maná y bebieron del agua de la roca, tipos de la E.,
pues el maná y la roca se consumaron en su antitipo Cristo (1 Cor 10,3-4).
S. Ambrosio vio figurada esta urgencia en el águila que ha renovado su
juventud (Bautismo) y se da prisa por acercarse al convite que se pone en
su presencia: la Eucaristía. La unidad del misterio pascual es tal que, de
hecho, ya el Bautismo tiene su eficacia por relación a la E. en la que se
hace presente el sacrificio purificador y salvador de Cristo, por cuya
eficacia el Bautismo lava de los pecados ordenando a la recepción de la E.
en unión íntima y vital. La unión con el Señor se realiza vivamente en la
E. comiendo ese mismo cuerpo (v. CI5ERPO MíSTICO DE CRISTO). El camino a
la tierra prometida, a la que la iniciación introduce, se realiza
plenamente en el sentido escatológico de la E. y se significa al final de
ella en la leche y miel que se da a beber a los recién iniciados. El
cordero pascual que salvó del exterminio (Bautismo) se come luego en plan
de marcha (E.). La E. es la perfección de esa iniciación, o transformación
que empieza en purificación, sigue en iluminación y termina en unión e
identificación vital con Cristo, consiguiéndose así lo que los SS. Padres
llaman: alimentarse de lo mismo de que se ha nacido (v. PASCUA).
La Tradición Apostólica, atribuida durante mucho tiempo a S.
Hipólito (s. III), describe detalladamente el rito. El sacrificio
eucarístico se inicia después del beso de paz que los fieles y neófitos se
dan al terminar la Confirmación. Los diáconos presentan las oblaciones al
obispo. Se consagra el pan y el vino dentro de la oración de acción da
gracias. Al final del Canon y antes de su doxología conclusiva se bendice
la leche mezclada con miel y el agua; el obispo explica el sentido de
estos alimentos bíblicos. Se hace la fracción del pan. Se comulga de las
especies eucarísticas. Finalmente, se hace una exhortación a realizar las
buenas obras.
Este mismo rito seguía en uso en Roma en el s. vi, como se confirma
en la carta del diácono Juan a Senario. Por tanto, el uso de la comunión
dentro de la Misa de iniciación era normal en toda la Antigüedad, también
para los niños, a los cuales, como hoy en Oriente, se les daba a comulgar
sólo la sangre del Señor, como consta claramente en el s. x, depositando
en su lengua unas gotas con el dedo o mediante una hoja.
De hecho el sacramento de la E. sigue al Bautismo y a la
Confirmación de los adultos también en nuestros días (CIC, can. 753,2).
Con respecto a los niños, la E. (y lo mismo ocurre con la Confirmación)
tendió a separarse del Bautismo, dilatándose su recepción. Fecha
importante al respecto es el Conc. IV de Letrán (1215) que determina que
la primera comunión de los niños se administre a partir de la edad de
discreción (Denz.Sch. 812). Influyen en ello dos factores: de una parte el
abandono de la práctica según la cual los fieles comulgaban también con la
Sangre del Señor, que era la forma como la comunión se administraba a los
niños; de otra -y más radicalmente- la percepción de que era pastoralmente
conveniente retrasar la administración de la comunión a los niños
dilatando así en el tiempo la iniciación cristiana, y adecuando su
consumación al momento en el que el niño está en condiciones de discernir
lo que recibe en el sacramento.
A partir de esa fecha se van desarrollando diversos aspectos en
torno a esa idea central. S. Tomás juzga que el momento oportuno para que
los niños reciban por primera vez la E. es cuando empiezan a tener un
cierto uso de razón, de manera que puedan adquirir devoción al sacramento
(Sum. Th. 3 q80 a9 ad3). A finales del s. xiii se dice que puede
administrarse con seguridad la E. a los niños que son inocentes, es decir,
que no han tenido aún la conciencia manchada por el pecado mortal y que a
la vez tienen suficiente discernimiento para recibir este sacramento con
fe y reverencia. Desde entonces la primera comunión va precedida por una
confesión. En cuanto a la edad, se consideraba que se adquiriría el
discernimiento necesario a los diez años. En épocas posteriores -y por
diversas razones (v. Ii, c, 2)- se retrasa esa fecha, hasta que, en 1910,
S. Pío X establece como edad para la primera comunión la de los siete años
aproximadamente. Las enseñanzas eucarísticas de Pío X cristalizaron en el
CIC, can. 854, que dice: «No puede administrarse la Eucaristía a los niños
que por su corta edad todavía no tienen conocimiento y gusto de este
sacramento. Para que pueda y deba administrarse la santísima Eucaristía a
los niños en peligro de muerte, basta que sepan distinguir el Cuerpo de
Cristo del alimento común y adorarlo reverentemente. Fuera ya de peligro
de muerte, razonablemente se exige un conocimiento más pleno de la
doctrina cristiana y una preparación más cuidadosa, esto es, tal que
conozcan los niños, según su capacidad, los misterios necesarios con
necesidad de medio para salvarse y que se acerquen a recibir la santísima
Eucaristía con devoción proporcionada a su tierna edad. Al confesor y a
los padres de los niños, o a aquellos que hacen sus veces, es a quienes
toca juzgar si están suficientemente dispuestos para recibir la primera
comunión. Al párroco le corresponde un deber de vigilancia». La
Instrucción. Eucharisticum mysterium, de 25 mayo 1967, establece que
quienes cuidan de la preparación de los niños para la primera comunión
procuren introducirlos gradualmente en la comprensión del misterio de la
salvación, de la Misa y sus ceremonias, de manera que la comunión
«aparezca realmente como la inserción plena en el cuerpo de Cristo» (n.
14).
3. Rito de la comunión. Hasta el s. vi pervive en Occidente el uso
de que, al llegar el momento de la comunión, el clero lleve las sagradas
especies a los fieles, los cuales no se mueven de sus sitios.
Contrariamente, en Oriente, ya desde el s. iv, son los fieles quienes se
acercan al altar. Esa costumbre oriental se difundió luego por toda la
Iglesia, de manera que los fieles se aproximan al altar o se les da la
comunión en las naves laterales en barandillas o comulgatorios. Algunos de
los comulgatorios antiguos que se conservan son más bien altos, lo que
parece indicar que la comunión se recibía de pie. La costumbre de recibir
el sacramento de rodillas se va imponiendo poco a poco en Occidente entre
los siglos ix al xvi.
El modo de la comunión era normalmente así: los comulgantes recibían
el Cuerpo del Señor, tomándolo -según algunos testimonios- en la mano con
graü reverencia; lo sumían inmediatamente antes de beber del cáliz; se les
aconsejaba una breve oración de acción de gracias por el don que se
recibía. Esa costumbre de recibir el Cuerpo del Señor en las manos
pervive, en Occidente, hasta muy entrada la Edad Media, sobre todo para el
clero. Era por ello bastante común que los comulgantes se lavaran las
manos en las fuentes que había a la entrada de las iglesias. Sin embargo,
tanto para cortar con el abuso -en que incurrían algunos- de querer tener
demasiado tiempo en las manos el sacramento, como para una mayor
reverencia, ya desde el s. ix consta que se empieza a depositar el Cuerpo
del Señor directamente en la boca. Así lo recogen numerosas leyes
litúrgicas posteriores. A raíz del Conc. Vaticano II algunos formulan la
propuesta de introducir la recepción del Cuerpo del Señor depositándolo en
la mano del comulgante. En mayo de 1969, la Sagr. Congr. para el Culto
divino deplora que algunos hayan introducido abusivamente esa práctica, y
poco después -el 29 de ese mismo mespide a todos los obispos su parecer
sobre la conveniencia o no. de introducir esa práctica: unos 1.200 obispos
responden diciendo que no lo ven conveniente, y sólo unos 700 se muestran
partidarios. En octubre de ese año la Santa Sede emana un documento en el
que se dice que, en aquellos países donde se haya difundido ya de modo
abusivo esa práctica o se den circunstancias análogas, los obispos,
después de estudiar maduramente el asunto, pueden pedir a la Santa Sede el
indulto para tolerar dicha costumbre; para poder elevar esa petición se
requiere el acuerdo de los dos tercios de la Conferencia episcopal. Por lo
demás el uso de recibir la comunión en la mano -en los casos en que, de
esa manera forzada, acaba introduciéndose- no puede ser nunca exclusivo,
sino que se le debe reconocer siempre al fiel el derecho a recibirlo en la
boca, si así lo desea.
Durante los primeros siglos la comunión solía darse tanto con las
dos especies como con una sola; este segundo era, p. ej., el caso de la
comunión de los niños cuando se les administraba inmediatamente después
del Bautismo, y el de la comunión que se llevaba a los enfermos en sus
casas: en el primer caso se usaba sólo el vino consagrado, en el segundo
el pan consagrado. En los casos de comunión con las dos especies, se solía
usar el mismo cáliz para todos, que podía ser el mismo de la consagración
u otro llamado «ministerial»; en caso de necesidad se usaban varios. El
modo más propio de la Iglesia de Roma al comulgar de la Sangre del Señor
era tomarla del cáliz mediante una cánula o tubito de plata y a veces de
oro. Fuera de Roma se extendió más el uso de empapar el pan consagrado en
la Sangre del Señor: así entre los países del Norte de Europa, en el rito
bizantino y los otros orientales. Ya desde antiguo aparecen ritos que, aun
conservando la apariencia de comunión con las dos especies, la abandonan
en realidad; así, en Oriente, la práctica de usar un cáliz de vino no
consagrado en el que se habían dejado caer unas gotas de vino consagrado;
en Occidente, y sobre todo para la comunión de los enfermos, la llamada
«santificación del vino» tocándolo con la especie de pan consagrada. A
partir del s. x, por el peligro de abusos y descuidos y para facilitar la
distribucióñ de la comunión, comienza a decaer la comunión con las dos
especies, y se impone en Occidente la costumbre de comulgar con la sola
especie del pan. La Iglesia primitiva -como lo muestran las prácticas
antes mencionadas- tenía clara conciencia de que bastaba, para la
recepción del sacramento, la sunción de una sola de las especies; el tema
es ampliamente tratado por los teólogos medievales y el Magisterio se
pronuncia de manera explícita ante los errores de Wicleff y Huss, en el s.
xv, y después ante su reiteración en el protestantismo, en el s. xvi. El
Conc. Vaticano II, manteniendo como norma ordinaria la administración del
sacramento bajo la zspecie del pan, autoriza en algunos casos especiales
la .omunión bajo las dos especies: la Instr. Eucharisticum nysterium (n.
321) amplía y reglamenta con más deta1e la cuestión (v. t. II, s, 8).
4. Pastoral de la preparación y celebración de la primera comunión.
Si la familia ha dado una educación cristiana en la primera infancia y las
instituciones de la Iglesia han formado al niño desde su ingreso en la
vida escolar, es a la edad de los siete u ocho años cuando está en
condiciones de aprender con facilidad y bien las oraciones y el
significado de los ritos litúrgicos (Santa Misa). Además de la preparación
remota, la formación cristiana general, vendrá una preparación próxima;
correlativamente a la preparación a la comunión está, pues, la preparación
a la mejor participación en la Misa. Ciertamente será un conocimiento que
ha de progresar y que no es totalmente completo para el mismo día de su
primera participación en la Misa y E., pero estos fundamentos han de ser
esenciales. Debe evitarse tanto el peligro del sentimentalismo como el del
ritualismo, es decir, la simple explicación ritual de la Misa. Lo que es
cierto es que la liturgia de la Misa bien orientada debe estar en la base
de la preparación de la primera comunión del niño.
La celebración de la primera comunión, mucho más que la del Bautismo
conviene que revista cierta solemnidad y es aconsejable que participen en
ella los demás fieles. El entronque con el Bautismo, que convendrá
significar de algún modo, se conseguirá, por la renovación de las promesas
del Bautismo; también es un signo del Bautismo la vestidura blanca de los
niños, o el cirio encendido que se usa en algunos países.
La preparación inmediata, dentro ya de la celebración misma,
insistirá en una participación activa en la Misa que prepare la recepción
de la E., el encuentro con Jesucristo. Los cristianos de los primeros
siglos de la Iglesia tuvieron siempre un recuerdo vivo de su iniciación
cristiana, especialmente porque se asociaban a los nuevos cristianos en
las ceremonias bautismales y en su preparación durante la Cuaresma, lo
mismo que en las Misas pascuales dedicadas a los recién bautizados;
incluso existía una procesión a los lugares de la iniciación, baptisterio,
consignatario, y el domingo después de Pascua era para la gran mayoría el
aniversario del octavo día de su Bautismo; para el aniversario del
Bautismo existía una Misa con un formulario especial. Actualmente, la
aspersión del agua bendita en las Misas parroquiales y conventuales de los
domingos, y la Misa dominical misma son el recuerdo semanal del Bautismo;
un autor del Medievo recuerda que los fieles son.aspergeados cada domingo,
pues en el primero de los domingos (el de Pascua) la Iglesia conmemora
también el Bautismo, como inicio de nuestra Resurrección en Cristo. El
recuerdo del Bautismo, pues, vendrá bien en la primera comunión, en cuanto
la E. nos lleva y nos llama, repitiéndola frecuentemente, a profundizar y
vivir cada vez con más plenitud la vida cristiana que se inició en el
Bautismo como regalo de Dios.
5. La administración de la Eucaristía fuera de la Misa y la reserva
eucarística. La Iglesia, recogiendo una larga tradición dogmática y
litúrgica, enseña que el fin primario y principal de la conservación de
las sagradas especies después de la Misa en las iglesias es la
administración del viático (v.); los fines secundarios son la distribución
de la comunión en la iglesia fuera de la Misa y la adoración de nuestro
Señor Jesucristo oculto bajo las especies (Conc. de Trento, Denz.Sch.
1645; Pío X, Denz.Sch. 3375; Pío XII, Mediator Dei, AAS 39, 1947, 569; S.
C. de Sacramentos, Instrucción Quam plurimum, 1 oct. 1949, AAS 41, 1949,
509-510; Instrucción de la S. C. de Ritos, 25 mayo 1967, n° 49).
Las enseñanzas tradicionales hasta el s. xi, antes de la negación
herética de la presencia real de Cristo, era que la E., como el Bautismo,
se daba ante todo para la santificación de las almas; y la presencia de
Cristo entre los hombres era para constituir nuestra oblación y saciar el
hambre y la sed del alma, en cumplimiento de su mismo mandato: tomad y
comed, tomad y bebed todos. A la vez, e inseparablemente, la Iglesia
mantenía y enseñaba que Cristo continuaba presente en las especies una vez
acabado el rito de la Misa, y que, por tanto, podía llevarse la comunión a
los enfermos y debía manifestarse adoración y darse culto a las especies
conservadas. Todo ello da origen a una diversidad de prácticas, ritos y
ceremonias, algunas de las cuales son acciones litúrgicas, mientras que
otras son más bien acciones sagradas vivamente recomendadas por la
Iglesia, para afirmar a través de ellas la conciencia de la presencia de
Cristo y la necesidad de unirnos a su sacrificio. '
La comunión a los enfermos. Por ser éste el fin primario de la E.
fuera de la Misa, es preciso conocer brevemente su desarrollo. La Iglesia
ha distinguido desde el primer momento la «confección» del cuerpo y la
sangre del Señor de la «comunión»: la primera se realiza dentro de la
plegaria eucarística o canon, la segunda en la administración de las
especies eucarísticas. El ministro de la confección del sacramento ha
sido, y es una verdad dogmática, el sacerdote. También son los sacerdotes
los ministros ordinarios de la comunión, aunque en algunos casos
excepcionales, se autorice a los laicos. La distribución de la comunión a
los enfermos no tuvo codificación ritual, y eran los diáconos y sacerdotes
quienes normalmente la administraban. Cuando se trataba de sacerdotes y
obispos, la comunión se la administraban ellos mismos, pero también se
practicó el que los seglares se la diesen a sí mismos durante la
enfermedad.
Ambas especies se administraban, bien por separado, o por la
intinción de la especie de pan en la de vino, para facilitar a los
enfermos su ingestión; probablemente el rito tuvo algunas oraciones, pero
no estaban codificadas y se dejaron a la libertad del ministro. Ya en la
reforma carolingia, s. viii, consta que se reserva al sacerdote el llevar
la comunión a los enfermos; en el s. ix aparece el sacerdote como-
ministro ordinario de esta comunión, y el diácono como ministro
extraordinario (CIC, can. 854). El Conc. Vaticano II ha permitido ampliar
esta facultad a casos determinados y a personas concretas, por urgentes
razones pastorales. El rito de la comunión se presenta con tres soluciones
posibles: trasladar al enfermo a la iglesia, solución que parece poco
practicable en la mayoría de las ocasiones; ofrecer el sacrificio
eucarístico en el mismo domicilio del enfermo o moribundo; o, por último,
llevar la E. reservada en las iglesias al domicilio del enfermo. Esta
solución predominó por su practicidad y en razón de la mejor custodia del
sacramento, a las demás. En estos casos, hasta el s. xii fue normal la
comunión bajo las dos especies, bien separadamente, bien por intinción o
incluso santificación con las respectivas fórmulas para cada caso. Al caer
en desuso la comunión de la especie del vino, la comunión a los enfermos
fue normalmente sólo con la especie de pan.
Al ir esta comunión acompañada de la Unción de los enfermos, se
tardó en dar al rito de la comunión un comienzo simple con sus oraciones.
Pero ya en el s. xill ambos sacramentos aparecen separados y para el rito
de entrada de la comunión se tomó el que ya tenía la Unción de los
enfermos (v.). El Conc. Vaticano 11 en la Const. Sacrosanctum Concilium,
74, prevé un rito único continuado para ambos sacramentos, ya en práctica
desde la concesión de la S.C. de Ritos, el 30 oct. 1953.
También en este contexto de la E. como sacramento pascual, conviene
notar cómo el mismo viático tiene un profundo sentido pascual y bautismal.
La E., que es, antes que otros, el sacramento de la vida eterna, asocia al
cristiano, especialmente en este momento, a la muerte de Cristo para estar
con él en la gloria. La tradición litúrgica enseña cómo el viático es el
sacramento que se da casi al expirar. La Misa que se compuso para asistir
con la oración al moribundo y de la que comulgaba es la que hoy se dice
para implorar una buena muerte. La E. también es signo eficaz como con
tanta frecuencia se afirma en las poscomuniones del misal. Al pasar de la
tierra al cielo, éxodo verdadero a la verdadera tierra prometida, acompaña
la sunción del maná del cielo y el canto de los salmos pascuales de subida
a la Jerusalén celestial. La obligación pastoral de proveer de la E. al
moribundo es mucho mayor que la de ofrecer Misas por él después de su
muerte. Todos sus ritos se mueven en la súplica confiada de que esa vida
cristiana, iniciada en el Bautismo, «signo de la fe», alcanzará, al morir,
su plenitud (v. VIÁTICO).
La comunión sacramental fuera de la Misa. En la primera tradición
litúrgica para los días en que no se celebraba el Santo Sacrificio de la
Misa, como en el Viernes Santo actual, se usó un ritual llamado Misa de
los «presantificados», es decir, lo que en griego se llamaba literalmente
«Liturgia de los presantificados», celebración en que se administraba la
comunión con las especies consagradas previamente, en el día anterior, es
decir, presantificadas. Este rito tuvo gran vigencia en Oriente,
especialmente durante la Cuaresma, en la que el santo sacrificio se
celebraba solamente los sábados y domingos. Reservada esta liturgia para
el Viernes Santo en Occidente, la Iglesia en la reforma del rito de la
Semana Santa en 1955 quitó a esta acción litúrgica todas las adiciones que
le daban la apariencia de una Misa. Esta liturgia es, por tanto,
excepcional, ya que la comunión tiene su lugar propio dentro de la Misa;
sin embargo, la Iglesia hizo siempre excepciones, no sólo con los
enfermos, sino también con los ausentes, permitiéndoles comulgar en ambos
casos en sus domicilios, o dándoles la comunión en la misma iglesia y
fuera de la Misa, cuando podían asistir al templo. Asimismo, por razón de
la gran afluencia de comulgantes, ya en el s. Ix, se prescribía que en los
días de Pascua y Navidad se dejase la comunión para el final de la Misa.
Con la disminución de la comunión frecuente, se acentuó la práctica
de recibir la comunión fuera de la Misa, hasta el punto que en Roma, en el
s. XII, se introdujo esta costumbre incluso en las Misas de iniciación de
Pascua y Pentecostés. También el ritual de los dominicos (1256) supone
esta práctica litúrgica. El ritual romano postridentino recoge ese uso,
aunque urgiendo la cercanía a lá Misa; así se hace también en el CIC, can.
846. De hecho, sin embargo, a partir del s. xvill se observó una cierta
tendencia a difundirse esta práctica con detrimento de la comunión dentro
de la Misa. En ello pueden haber influido, entre otras cosas, los cambios
en el modo de vida y una cierta incompatibilidad entre la hora de
celebración de la Misa y las leyes de ayuno. El Conc. Vaticano 11,
reconociendo la legitimidad de la comunión fuera de la Misa -más aún,
poniendo de manifiesto la obligación de administrarla a quien
razonablemente la pide-, insiste en la conveniencia de comulgar dentro de
la Misa.
En cuanto al rito que se adoptó para la administración de la
comunión fuera de la Misa, fue esencialmente el de la comunión de los
enfermos. La oración que durante el tiempo pascual cierra el rito es de
origen gelasiano y se halla en la poscomunión de la Misa de Pascua; la
ordinaria es la poscomunión de la Misa del Corpus Christi. La pastoral
litúrgica ha de basarse en estas consideraciones: Siendo la comunión la
consumación normal del sacrificio-banquete, es dentro de la Misa donde
tiene sentido más pleno; la manducación del cuerpo de Cristo está ligada a
la realidad del cuerpo de Cristo presente por la consagración, y por esa
manducación es como los fieles se asocian al misterio pascual (Denz.Sch.
1747); la consagración reclama esencialmente la comunión (al menos la del
sacerdote) y, por tanto, también la comunión reclama la consagración. Una
piedad bien orientada buscará participar de la Misa precisamente por la
comunión en ese y de ese mismo banquete (Mediator De¡, 113-116). Una
consecuencia deriva de ahí: las comuniones fuera de la Misa, que la
Iglesia maternalmente prevé para los que no pueden asistir al sacrificio
por razones justas y legítimas, han de conservar siempre vivamente en el
espíritu de los que obligadamente la hacen así una poderosa referencia al
sacrificio de la Misa, y a ello han de ser orientados los fieles en la
catequesis primero y luego en la práctica pastoral.
La reserva eucarística. En los orígenes del cristianismo la
celebración del sacrificio de la Misa se realizaba solamente los domingos
y no entre semana, por lo que se permitió a los fieles llevarse a su
domicilio parte del pan consagrado, y a veces del vino, para consumirlos
en casa. De la comunión diaria, ya en el s. iii, se tiene noticias por S.
Hipólito, quien recomienda el ayuno diario antes de la comunión; este
mismo uso atestigua en el s. v San Jerónimo y abundantísimos textos hasta
el s. Viii.
Pero también pronto se empezó a guardar el sacramento de la E. en
los mismos lugares de culto. Se sabe, p. ej., de la práctica de celebrar
una Misa especial con el fin de consagrar la E. para administrar la
comunión a los enfermos y moribundos. Ese uso consta como muy frecuente
hasta el s. xi; pero ya antes, en el s. ix. es norma que en las iglesias
se reserve la E. Ésta se colocaba en diversos lugares del templo; en el s.
xvi se introdujo la costumbre de fijar establemente el sagrario (v.) a los
altares, costumbre ya obligatoria en el s. xix. La conservación de la E.
en las iglesias es obligatoria, precisamente, en aquellas que tienen aneja
cura de almas, ya que por ella se deben atender las necesidades de
enfermos y moribundos (v. t. SAGRARIO; CUSTODIA; VASOS SAGRADOS).
Culto eucarístico. íntimamente ligado con la reserva de las especies
está el culto eucarístico, del que tenemos datos desde épocas muy antiguas
y que se desarrolló mucho a partir de la Edad Media. En ello influyó,
aunque no fuera ni con mucho determinante, el deseo de contrarrestar el
error de Berengario (v.) que había negado la presencia real. El Conc. de
Trento definió solemnemente la legitimidad de este culto (Denz.Sch.
1643-1644 y 1656). Entre los documentos para la aplicación del Conc.
Vaticano 11 se ocupa sobre todo de este culto la Inst. Eucharisticum
Mysterium, 49-66. Para más datos históricos y litúrgicos, V. EXPOSICIÓN
DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO; CORPUS CHRISTI, FIESTA DEL.
5. Perspectivas pastorales. Queremos recoger a continuación algunas
de las principales perspectivas pastorales que, a nuestro parecer, derivan
de los documentos del Conc. Vaticano II, así como de los encaminados a su
aplicación.
Respecto a la E. como sacramento de iniciación, se puede señalar que
dichos documentos permiten que a los bautizados y confirmados -es decir, a
los que reciben los precedentes sacramentos de iniciación-, si son
adultos, y a los que más directamente han participado en su preparación,
se les dé en la Misa que sigue a su iniciación la comunión bajo las dos
especies (Const. Sacrosanctum Concilíum, 55; Inst. Eucharisticum Mysterium,
32,1).
Todos los documentos insisten en que el sacrificio de la Misa es el
origen y fin de todo el culto que se tribute a la E. fuera de la Misa, y
por lo mismo la comunión fuera de la Misa ha de llevar esta intención de
unión al sacrificio del que proviene y está reclamando. (Instrucción, 3,e;
49). Es preciso vivificar los signos que orienten claramente la
incorporación de la comunión eucarística al sacrificio-banquete de la Misa
(ib. 4). Para este fin ha de procurarse que la comunión se dé con formas
consagradas en el mismo sacrificio (aunque no hay óbice en darla con
formas consagradas precedentemente) y también no continuar la Misa
mientras se sigue dando la comunión, aunque sí pueden otros ministros
ayudar al celebrante a distribuirla (ib. 31). El vínculo de la comunión de
los fieles con el sacrificio de la Misa se destaca ritualmente haciéndola
seguir inmediatamente después a la del sacerdote y colocándola bajo la
misma preparación que él.
La comunión fuera de la Misa no se debe rechazar a los que la pidan
por justa causa, pero se debe llegar a persuadir, si es posible, a que se
comulgue dentro de la Misa. La comunión por la tarde, fuera de la Misa,
queda a juicio de los ordinarios mayores (ib. 33a). Esta misma comunión
sin Misa, será muy conveniente que vaya precedida de una celebración de la
palabra de Dios (ib. 33,b).
La forma de comulgar, de pie o de rodillas, está en rele;:ión sobre
todo, con el lugar y número de comulgantes. Cuando sea de pie convendrá
hacer un signo de reverencia, sin que se interrumpa, si resulta necesaria,
cierta agilidad en la distribución del sacramento de la E. (ib. 34,b).
La comunión de los enfermos, tanto en el sentido pascual de viático
(ib. 39) como en los demás casos, ha de ser un cuidado pastoral de
importancia suma, procurando que sea muy frecuente especialmente durante
el tiempo pascual, en el que ha de tenderse a que sea diaria, dándola para
ello a cualquier hora (ib. 40). Se podrá dar sólo con la especie de vino a
los enfermos que no pudieran sumir el pan sagrado, y para ello, o bien se
celebra una Misa en la habitación del enfermo (ib. 41), o bien con
previsión se reserva en el sagrario la sangre del Señor en un cáliz
debidamente tapado. La sangre del Señor se llevará al enfermo en un vaso
bien cerrado y el modo de comulgar del cáliz será alguno de los
determinados para la concelebración (v.), haciendo luego las debidas
abluciones (ib. 41).
Digamos finalmente que «la catequesis del misterio eucarístico debe
tender a inculcar en los fieles que la celebración de la Eucaristía es
verdaderamente el centro de toda la vida cristiana» (Instr. E Mysterium,
6).
V. t.: MISA; INICIACIÓN CRISTIANA; PAN; VINO III; SACRIFICIO IV;
ÁGAPE; CENA DEL SEÑOR; VASOS SAGRADOS; CUSTODIA; VIÁTICO.
BIBL.: Textos eucarísticos
primitivos, 2 vol., ed. J. SOLANO, Madrid 1952-54; G. BARAÚNA y OTROS, La
sagrada liturgia renovada por el Concilio, Madrid 1965; CONCILIO VATICANO
II, Vol. I: Comentarios a la constitución sobre la Sagrada Liturgia (BAC),
2 ed. Madrid 1965; J. DANIÉLOU, La Messe et sa eatéchése, París 1946,
73-85; íD, Conimunion solennelle et profession de foi, París 1952,
117-133; íD, Sacramentos y culto según los Santos Padres, Madrid 1964; M.
RIGHETTI, Historia de la liturgia, II, Madrid 1956; J. A. JUNGMANN, El
sacrificio de la Misa, 3 ed. Madrid 1959; H. LECLERCQ, Communion des
absents, en DACL III, 2437-2440L. ANDRIEux, La premiére communion des
origines jusqu'á la Renaissance, Bruselas 1942; P. BROWE, Wann fing man an
die Kommunion ausserhalb der Messe ausruteilen, «Theologie und Glaube» 23
(1931) 175 ss.; íD, Die Verehrung der Eucharistie in Mittelalter, Munich
1933; A. - G. MARTIMORT, Los signos de la Nueva Alianza, Salamanca 1965;
L. BOUVER, La iniciación cristiana, Madrid 1961; A. M. ROGUET, Los
sacramentos, signos de vida, 4 ed. Barcelona 1965; J. OGUETA, Pastoral
litúrgica de la Eucaristía, «Palabra» 34, junio 1968, 30-35.
A. GONZÁLEZ FUENTE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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