ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES I
Al intentar valorar, desde una
perspectiva eclesiológica, el fenómeno de las espiritualidades, de entre
los muchos sentidos en que suele usarse esa expresión (v. i), hay dos
que se manifiestan como especialmente significativos: a) la distinción.
de e. según los ministerios eclesiales; b) la distinción de e. según las
personalidades, de ordinario canonizadas posteriormente, que les han
dado origen. Como tendremos la ocasión de ver, la palabra e. tiene, en
uno y otro casos, un sentido diverso, pero apunta siempre a elementos
muy importantes de la estructura y vida de la Iglesia.
Las espiritualidades según los ministerios eclesiales. En la
literatura teológica posterior a 1950 es cada vez más frecuente el uso
de las expresiones «e. laical o seglar», «e. sacerdotal», «e.
religiosa», «e. monásticas», u otras análogas (e. del matrimonio, e. del
trabajo, e. de la vida apostólica, etc.). Todas esas expresiones parten
de la significación típica de e. como modo o manera de vivir íntegra y
plenamente las exigencias radicales del cristianismo. Lo primero, pues,
que esas expresiones quieren indicar es que todos los cristianos están
llamados a tener una vida espiritual intensa, es decir, que existe una
llamada universal a la santidad. Todos los cristianos -de cualquier
condición- están llamados a tener una vida espiritual cristiana, con
todo lo que supone de entrega generosa y heroica a la voluntad de Dios,
oración, espíritu apostólico, etc. (SANTIDAD IV).
Pero esas expresiones añaden algo más. Indican que cada cristiano
debe buscar la santidad según su propia condición, sin tener añoranza de
otros estados, sino siendo consciente de que en el suyo propio encuentra
todo lo necesario para acercarse a Dios y vivir de Él. O también -es lo
mismo, con otras palabras- que la fisonomía espiritual de cada cristiano
recibe algunas de sus notas características de ese ambiente o situación
en que trascurre su existencia: vida en religión, ejercicio del
sacerdocio, matrimonio o soltería, profesiones, etc., según los casos.
El que la formulación de esta verdad se haya plasmado en el empleo
de las expresiones que comentamos, depende de factores históricos. Juan
Casiano (v.), en sus Institutiones, interpreta el Conc. de Jerusalén del
año 50 como una concesión hecha por la iglesia de Jerusalén, que vivió
el renunciamiento pleno propio de los discípulos y de los apóstoles, a
las iglesias de la gentilidad, a las que se permitió el uso de los
bienes terrenos, y considera a los monjes como los herederos y
continuadores de la comunidad apostólica primitiva (Institutiones,
1.8,17). Ese y otros textos de la época patrística llevaron a sostener
que es en el monaquismo (v.) -o, usando una terminología posterior, en
el estado religioso (v.)- donde se vive el Evangelio de una manera
radical e íntegra. En ocasiones esto desembocó en la negación de la
existencia de una llamada universal a la santidad o, lo que en la
práctica resulta equivalente, en la distinción entre una llamada remota
y general, y una próxima dirigida sólo a algunos. En otra línea, llevó
-y así es patente a partir del s. xvi- a identificar las ideas de hombre
espiritual con las de monje, fraile o religioso; de modo que, cuando
aparece el sustantivo e., no es extraño que se tienda a pensar que no
existe más e. que la religiosa: es decir, se piensa que el estado
religioso es el modelo en el que debe inspirarse todo cristiano. En esta
posición se encuentran en parte todavía algunos autores, como, p. ej.,
Urs von Balthasar cuando concibe el estado religioso como «esencia de la
e. de la Iglesia» (El evangelio como criterio y norma de toda e., «Concilium»,
n° 9, 1965, 20-24).
El desarrollo del pensamiento cristiano y el nacimiento de nuevas
asociaciones sacerdotales o laicales ha conducido, en nuestro siglo, a
la superación de ese planteamiento. «La santidad -escribe Escrivá de
Balaguer (v.), el fundador del Opus Dei- no es cosa para privilegiados:
que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos,
estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión
o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede
ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el
mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación
religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de
un encuentro con Cristo»; «no presentamos a los laicos como modelo la
santidad de un sacerdote o la de un religioso, sino que decimos a cada
uno -a todas las mujeres y a todos los hombresque allí donde está puede
adquirir la perfección cristiana: y no una perfección secundaria, porque
no es la perfección de los laicos una mala y triste imitación de la
santidad del religioso o de la del sacerdote» (Cartas, del 24 marzo 1930
y 19 marzo 1954, respectivamente).
Lo que se encuentra debajo de todo este movimiento no es una
«humanización» o «adaptación» del ideal cristiano, sino, al contrario,
la percepción de que las exigencias radicales del Evangelio se dirigen a
todos los cristianos, de tal manera que debe impregnar e informar
plenamente la situación que a cada uno le corresponde vivir. El monje,
el religioso, el sacerdote, el casado, el soltero, el trabajador manual
y el intelectual, deben realizar todos el mismo Evangelio, y debe
realizarlo cada uno en su peculiar situación. Como ha visto muy bien
Congar (lalons, pour une théologie du laicat, París 1953, 559), la
palabra e. tiene aquí un sentido concreto y descriptivo, y lo que quiere
expresar equivale a responder a las siguientes preguntas: ¿en qué
condiciones particulares deben santificarse los laicos (o, paralelamente
los sacerdotes seculares, o los religiosos, etc.)?, ¿qué valores y
rasgos de la vida cristiana tiende a desarrollar cada una de esas
personas en la vida que les corresponde vivir?
Estas perspectivas son consagradas por el Conc. Vaticano II, que
vuelve sobre ellas en repetidas ocasiones. Al describir, p. ej., el
fundamento espiritual del apostolado (v.) propio de los laicos (v.),
afirma netamente que «esta espiritualidad de los laicos (spiritualis
vitae ratio) debe recibir una nota peculiar del estado de matrimonio y
de familia, de celibato o de viudez, de la circunstancia de enfermedad,
de la actividad profesional y social. No dejen, pues, de cultivar con
asiduidad las cualidades y dotes que les han sido dadas en consonancia
con esas circunstancias, ni dejen de servirse de los dones personales
recibidos del Espíritu Santo» (Decr. Apostolicam actuositatem, 4). Y,
con respecto a los presbíteros, se les invita a «crecer por el ejercicio
cotidiano de su oficio en el amor a Dios y al prójimo... (porque) no
deben encontrar obstáculos en las preocupaciones apostólicas, en los
peligros y en las contrariedades; más bien les deben servir para
elevarse a una más alta santidad» (Const. Lumen gentium, 11) (para un
análisis de estos y otros textos análogos, puede verse: J. L. Illanes,
Llamada universal a la santidad, Madrid 1968).
Entre vocación, misión y estilo de vida espiritual existe, pues,
un nexo profundo, de tal manera que los modos de vivir de los cristianos
tienen características propias, sin que ninguno de ellos pueda
presentarse como el más íntegro, el más evangélico o el más cristiano. O
por decirlo con otras palabras, ninguna categoría de cristianos puede
ser presentada como «modelo», de tal manera que implique que las demás
son, a este respecto, pasivas o «modeladas».
Estas consideraciones pueden precisarse si las situamos en la
línea de uno de los elementos centrales de la eclesiología de la Const.
Lumen gentium del Vaticano 11: el hecho de que lo común a todos los
cristianos, la pertenencia al Pueblo de Dios (cap. 2), sea considerado
antes que la diversificación de ministerios y condiciones (caps. 3 a 6).
De ahí, además, se deduce una consecuencia terminológica de cierta
importancia. Algunos autores han empleado a veces la expresión e. de los
laicos o e. seglar, para indicar la e. cristiana sin más. Este modo de
hablar debe ser abandonado, pues presupone definir al laico (v.) como
aquel que carece de función específica, como el que no es ni religioso
ni sacerdote. Sean cuales sean las dificultades teológicas que pueda
presentar una definición del laicado, hay algo que después de la Lumen
gentium resulta insostenible: el limitarse a esa indicación negativa.
Como ha marcado la ciencia canónica posterior al Vaticano II, el camino
adecuado es analizar la condición genérica de christifidelis, para
mostrar luego cómo todo eso es asumido y perfilado en las diversas
categorías o situaciones cristianas, tanto si se sigue la enumeración
tripartita (clérigos, laicos, religiosos), como si se prefiere otra
menos rígida y más estructurada.
Las espiritualidades y su origen carismático. Las reflexiones
anteriores han mostrado cómo la palabra e. se emplea en ocasiones para
indicar que entre vocación, misión y estilo de vida debe haber un
profundo nexo y que, por consiguiente, cada cristiano debe imitar a
Cristo según la situación que, por voluntad divina, ocupa en el Pueblo
de Dios (v.). La palabra e. tiene connotaciones estructurales, y refleja
sobre todo el hecho de que ningún cristiano es un elemento pasivo de la
Iglesia, sino que, desde el Bautismo (v.), ha sido constituido en
heredero de Dios, testigo de Cristo y templo del Espíritu Santo, y está
llamado, por tanto, a vivir intensamente y realizar con toda integridad
el ideal cristiano. Hablar de e., en este sentido, es, pues, una manera
-teóricamente quizá discutible, pero históricamente indispensable- de
expresar una verdad dogmática fundamental.
Es evidente que esa misma palabra tiene un sentido diverso cuando
hablamos de e. benedictina, e. de S. Francisco de Sales, e. franciscana,
e. de S. Teresa de Jesús, e. de S. Agustín, etc. En todos estos casos el
aspecto vital es predominante. Incluso en las ocasiones en que detrás de
esas expresiones se presupone una institución, se trata de una
institución vista al servicio de una vida, nacida para mantener en la
existencia y difundir un determinado estilo de vivir, o, por mejor
decir, un determinado espíritu. Las connotaciones de la palabra son aquí
fundamentales fácticas, vitales. Si espíritu, vida espiritual, e.,
quieren significar un cristianismo radical e íntegramente realizado;
esas palabras, aplicadas en el sentido que venimos analizando,
significan que una determinada persona, y en dependencia de ella otras,
vive efectivamente el cristianismo, que su modo de obrar y comportarse
corresponde a las exigencias del ideal cristiano.
No es éste el lugar de tratar el tema de la Iglesia como comunidad
de santos, en todas las dimensiones que incluye (v. IGLESIA II, 3;
COMUNIÓN DE LOS SANTOS), sino que debemos limitarnos a los aspectos
históricamente perceptibles. Pero aun así, hablar de la vida de la
Iglesia es imposible sin hacer referencia al tema de la acción del
Espíritu Santo (v.). Según las palabras de Cristo en lo 14,25 ss., es el
Espíritu Santo el que renueva la memoria de Cristo, el que produce la
presencia activa de Cristo en sus discípulos. La historia entera es la
historia de la acción del Espíritu, venido de Cristo, que encamina toda
la realidad hacia Dios Padre. En este sentido toda la vida de la Iglesia
es carismática, fruto del carisma o don de Dios. Es lógico, sin embargo,
que la palabra se emplee con sentido restringido para designar
acontecimientos o personas en los que la acción del Espíritu Santo se
hace más patente, de tal manera que nos revela y significa el sentido de
su acción en todo el conjunto de la realidad.
En la aparición de las e., tal y como ahora las consideramos, se
puede encontrar uno de esos hechos. En su raíz histórica está la
experiencia espiritual de un santo, experiencia que no ha quedado
reducida al ámbito individual, sino que ha trascendido a la comunidad
cristiana, bien porque sus actividades o sus escritos hayan inspirado a
otras personas, bien porque hayan dado lugar a una asociación de uno u
otro tipo. Y porque las e. son un fenómeno de origen carismático, una
eclesiología que prescindiera de su estudio perdería riquezas
importantes.
a. Señalemos, en primer lugar, la importancia del dato comunitario
en la Iglesia (v.). El cristianismo es esencialmente familia, con toda
la carga profunda que esa palabra supone: la expresión «hermanos en la
fe» no tiene en los escritos apostólicos, un valor meramente metafórico,
sino que supone una serie de lazos, afectivos y efectivos, que traban
entre sí a los llamados por Cristo a la Iglesia.
Este sentido comunitario puede realizarse de muchas maneras: en la
misma comunidad humana familiar preexistente, que puede recibir así el
calificativo de iglesia doméstica (Lumen gentium, 11), en las iglesias
locales institucionalizadas, etc. Y también en las e.; no sólo como es
evidente en el caso de las asociaciones nacidas a partir de una e., sino
incluso, de una manera más difusa, pero no por eso carente de realidad,
en el simple contacto con las obras y. escritos de los autores
espirituales de las épocas precedentes. El cristiano ha de tomar
conciencia de que su fe es posible porque ha habido una comunidad que ha
conservado y vivido la predicación de Cristo. El sentido de Iglesia,
esencial al cristianismo (v.), no es un sentimiento vago, sino que
supone asumir una historia, sentirse solidario y heredero de una
tradición.
Ciertamente aquí -como por lo demás siempre que se plantea, bajo
cualquier aspecto, el tema de la necesidad de una realización concreta,
comunitaria, local, del cristianismo- cabe el peligro de un excesivo
localismo, y un repaso de la historia mostraría que el peligro no es
meramente teórico, sino que se ha incidido en él repetidas veces.
Parece, sin embargo, que debe afirmarse que esa deformación, y el que
haya podido presentarse con más frecuencia durante los siglos que nos
han inmeditatamente precedido, dependen no de la existencia de e., sino
del individualismo que, durante esas épocas, ha aquejado a la
civilización occidental. En este sentido se corre el riesgo de
empobrecer el tema cuando se habla de «escuelas de espiritualidad»,
subrayando así sobre todo la labor teológica nacida a partir de una
cierta experiencia espiritual o la existencia de una cierta praxis y
pedagogía ascéticas. Esos datos son importantes, pero secundarios con
respecto a lo que constituye el fenómeno central: el hecho de la
transmisión histórica del cristianismo, que es mensaje de salvación y
realidad vivida. El cristiano no es un ser aislado que, usando de una
serie de medios de santidad, se salva a sí mismo, indiferente a la
suerte de los otros, sino alguien que, cumpliendo la misión recibida de
Dios, contribuye a la edificación de la Iglesia, sacramento de la
salvación de todo el mundo. Quienes, para superar el provincialismo en
que han podido caer algunas asociaciones, reaccionan criticando a las e.
institucionalizadas en general, han equivocado su objetivo: lo que
deberían criticar es el individualismo y la superficialidad teológica
que están en la base de esa y de otras deformaciones. Los santos -y
paralelamente las e.- no son como modelos intermedios entre Cristo y los
demás cristianos, sino que, reproduciendo en sí el ritmo de la acción
del Espíritu Santo, hacen memoria de Cristo, único modelo del cristiano,
y llevan, por tanto, a sentir los sentimiento de Cristo, cabeza del
cuerpo de la Iglesia (Col 1,18).
b. Nuestra reflexión puede dar un paso más para intentar responder
a la pregunta: ¿por qué existen diversas e.? Casi todos los autores
suelen contestarla afirmando que la trascendencia de Dios y de las
riquezas de Cristo, a quienes el cristiano debe imitar, exigen la
multiplicidad de las actitudes espirituales. Aquí, como en otros campos
de la eclesiología, unidad y variedad se implican mutuamente (cfr. Lumen
gentium, 13 y 32). El santo reproduce los sentimientos de Cristo de una
manera que, aun abarcando toda su personalidad, resulta, desde un plano
objetivo, incompleta e imperfecta, dada la limitación propia de todo
hombre. La totalidad o conjunto de los santos da así una imagen más
acabada de Cristo, ejemplar único al que todos se remiten. Porque, como
ha sido observado exactamente, «entre los grandes espirituales y las
grandes escuelas de vida interior, los matices y formas, cuyas
diferencias son innegables, provienen no de que unos hayan tenido menos
en cuenta tal perspectiva o tal elemento, mientras que los otros han
olvidado otro distinto, sino más bien en que unos han puesto más de
relieve un cierto aspecto, una determinada fuente de la vida espiritual,
mientras que los otros han insistido en otra distinta: lo que es muy
diferente» (J. De Guibert, Charité parfaite et désir de Dieu, «Rev.
d'Ascétique et Mystique» 7, 1926, 239).
Estas perspectivas resultan tanto más fuertes y llenas de
contenido, si las situamos en el contexto en que S. Pablo emplea la
expresión «riquezas de Cristo», sobre la que están basadas: «A mí, el
menor de todos los santos escribe-, me fue otorgada esta gracia de
anunciar a los gentiles la incalculable riqueza de Cristo y darles luz
acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios,
creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios,
sea ahora notificada por la Iglesia a los principados y potestades en
los cielos, conforme al plan eterno que Él ha realizado en Cristo Jesús»
(Eph 3,8-11; cfr. Col 1,27). Todo el acontecer humano es una
manifestación y realización del plan de Dios sobre la primogenitura de
Cristo. La historia entera es un participar de esas riquezas de Cristo,
de las que podemos conocer la amplitud y la liberalidad con que son
distribuidas en ese hecho especialmente revelador de la llamada de los
gentiles a gozar de los dones prometidos al Pueblo elegido.
Es, pues, necesario situar las consideraciones anteriores en un
contexto dinámico. La historia no es un acontecer sin sentido, sino el
tiempo del anuncio y edificación del Reino de Dios (v.). El acontecer es
creador, configura lo que será la comunidad escatológica. Las figuras de
los santos -como, en otras líneas, los signos de los tiempos, las
personalidades proféticas, etc- revelan la fisonomía del plan salvador
de Dios. De ahí que el tema de las e. es inseparable de un estudio
teológico sobre la vocación (v.): vocación de Dios a la Iglesia,
dotándola de una misión y dándole un tiempo, el tiempo de la Iglesia que
une la primera y segunda venida de Cristo. Y esa vocación única se
diversifica en las vocaciones, en las llamadas diversas entre sí, pero
unidas en su orientación finalista, que Dios dirige a cada cristiano.
Conclusión. Los dos usos de la palabra e. que se han comentado se
refieren a dos aspectos importantes de la eclesiología, y muestran una
vez más la necesidad de una íntima conexión entre la Teología dogmática
y la Teología espiritual, como se advierte hoy día desde tantos puntos
de vista. Hay que terminar insistiendo en el hecho de que la palabra e.,
en uno y otro caso, se emplea con sentidos diversos, es decir, que tiene
un valor análogo; en el primer caso indica ante todo un conjunto de
verdades y supone una labor intelectual de análisis de la estructura
eclesial y de sus implicaciones; en el segundo, se trata, en cambio, de
algo existencial, de una persona, de unas asociaciones, de unas vidas.
De ahí que resultaría equívoco pasar sin más de uno al otro plano o
intentar clasificaciones demasiado esquemáticas. Las discusiones que a
lo largo de este siglo ha habido sobre la palabra e. apuntaban a
cuestiones dogmáticas de fondo -y a algunas hemos hecho referencia en
nuestro texto-, pero se han visto complicadas por una imprecisión
terminológica que hay que evitar.
V. t.: SANTIDAD IV;JESUCRISTO V;PERFECCIÓN;VOCACIÓN II; VOLUNTAD
DE DIOS; SACERDOCIO V; LAICOS II; RELIGIOSOS.
JOSÉ LUIS ILLANES.
BIBL.: Además de la citada en el texto, y la del art. I, pueden verse los tratados o estudios generales de la vida espiritual, o de Teología espiritual: J. TISSOT, La vida interior, 14 ed. Barcelona 1960; A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, París-Tournai 1960 (1 ed. 1930); E. BOYLAN, El Amor supremo, 3 ed. Madrid 1963; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1950; CRISÓGONO DE JESúS SACRAMENTADO, Compendio de Ascética y Mística, 3 ed. Madrid 1949; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964 (aunque es algo minimista en lo que se refiere a la vocación laical); G. THILS, Santidad cristiana, 5 ed. Salamanca 1968.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991