A. El Espíritu Santo en el Antiguo Testamento. 1. Sentido del término. El
sentido primitivo de la palabra «espíritu» (en latín spiritus, en griego
pneuma, en hebreo rúah), parece ser el de «viento», aire en movimiento;
aunque muy pronto en la Antigüedad aparece el sentido, trasladado ya, al
«aliento» respiratorio; de aquí naturalmente pasa a significar la «fuerza
vital», el alma que se manifiesta a través de la respiración. Y,
finalmente, como esa fuerza vital se contrapone, en su espiritualidad, al
cuerpo que anima y mueve, de aquí que hoy el concepto de «espíritu» (v.)
se asocie en nuestra mente a lo espiritual, en cuanto inmaterial y
contrapuesto a lo corporal. Así unas veces aparece la palabra «espíritu»
como fuerza vital y como principio de la misma vida: «...yo exterminaré
toda carne que tiene aliento (=rúah) de vida...» (Gen 6,17). En el relato
del Diluvio se dice plásticamente que perece «todo lo que tiene aliento en
las narices» (Gen 7,22). Siendo la respiración la señal de la vida, ésta
comienza cuando se infunde el rúah (Ez 37,8-10).
Pero lo más característico del modo de hablar del A. T. es que este
aliento es infundido por Dios; y además a modo de comunicación participada
de su propio aliento, de su propio espíritu. El Génesis nos presenta a
Yahwéh modelando el barro, y luego soplando en sus narices el «aliento de
vida» ... «y el hombre se convirtió en ser viviente» (Gen 2,7). Job decía
expresivamente: «Mientras me reste un soplo de vida; mientras el aliento
de Yahwéh pase por mis narices, mis labios no dirán la falsedad» (lob
27,3). Por eso, si Dios retira su «aliento», el hombre muere: «Si Yahwéh
atrayere a sí su soplo; si concentrare en sí su aliento, toda carne
expiraría en un momento; y el hombre volvería al polvo» (Iob 34,14-15). Si
la respiración es signo de vida, también lo es de los sentimientos vitales
que repercuten en la forma de respirar, tranquila o acelerada. Por eso el
«espíritu» toma ahora significación simbólica de sentimientos interiores:
el hombre «des-animado» queda sin aliento (los 2;11; 5,1); y el soberbio
es «alto de espíritu» (Prv 16,18). La tristeza naturalmente abate el
espíritu. En el A. T. aparece la contraposición entre «carne» y
«espíritu». Y, aunque no sería exacto entenderla de un modo filosófico,
indudablemente llevaba a una distinción neta entre ambas, en la cual, la
«carne» designaba toda la debilidad humana perecedera, y el «espíritu»,
aquella fuerza vital que religa al hombre con Dios (v. ESPÍRITU III). Es
esto lo único que puede afirmarse respecto de la naturaleza del rúah en el
A. T.
2. El Espíritu de Yahwéh. Pero consideremos un poco más ese vocablo
en relación directa con Dios. Si el hombre tiene «espíritu», hemos dicho,
es porque lo ha recibido, comunicado de Yahwéh. Es Dios, pues, el autor y
el origen de todo «espíritu». Pero esta palabra, en el A. T., comienza por
ser uno de tantos antropomorfismos, por los que Israel intentaba superar
aquel su fuerte sentido de la trascendencia divina: así como Yahwéh tiene
brazo, mano, rostro y boca, así también, como ser viviente por excelencia,
tiene «Espíritu», que se halla presente, como una fuerza viva y siempre
operante, en todo lo que realiza en el mundo. Así, en la creación de las
cosas, el E. de Yahwéh «planea» sobre el abismo informe, como para darle
movimiento y viva (Gen 1,2).
Al E. se le atribuyen las mismas funciones creadoras y eficaces que
a la Palabra (v.). Y aun diríamos que ésta no es más que una ulterior
espiritualización de ese primer antropomorfismo, significado por el rúah.
Así «los cielos fueron hechos por su Palabra; y por el soplo de su boca
todo lo que en ellos existe» (Ps 32,6). «El Espíritu del Señor hinche el
universo; y es El quien mantiene unidas todas las cosas» (Sap 1,7). Esa
función unificadora que el estoicismo asignaba al Logos (v.), alma del
mundo, es ahí atribuida al E. de Yahwéh. Estando vitalmente en todas las
cosas, el mismo E. designa también la omnipotencia y omnisciencia divinas:
«A dónde iré yo, lejos de tu Espíritu? ¿Dónde huiré yo lejos de tu
rostro?» (Ps 139,7).
Pero el espíritu de Yahwéh no es sólo una fuerza física y vital que
crea y da vida a todas las cosas. Aparece principalmente como una fuerza
moral y espiritual que interviene sobre el hombre para moverle y
trasformarle en su ser y en sus acciones morales. Así es una fuerza que se
apodera de ciertos hombres elegidos para realizar en ellos acciones
extraordinarias: el heroísmo de las grandes hazañas, la inspiración en el
obrar, la victoria inesperada, el éxtasis divinatorio, el consejo
prudente, etc. Otras veces, más que acción peculiar transitoria, se nos
muestra «descansando», para comunicar una misión o un oficio particular
permanente. Así sobre Moisés (Num 11,17.25); sobre David (1 Sam 16,33);
sobre Eliseo (2 Reg 2,9).
Especial interés ofrecen los textos en que el E. de Yahwéh descansa
sobre el Rey mesiánico: «...sobre él reposa el Espíritu de Yahwéh;
Espíritu de sabiduría y de inteligencia; Espíritu de consejo y de
fortaleza; Espíritu de ciencia y de temor de Yahwéh» (Is 11,2). Lo mismo
sobre el «Siervo de Yahwéh» (v.): «...He aquí mi siervo, a quien yo
sostengo; mi elegido el predilecto de mi alma; sobre 61 he puesto mi
Espíritu, para que lleve a las naciones la justicia» (Is 42,1). Los
tiempos mesiánicos estarán marcados por este signo escatológico de la
efusión del E.: «Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis
purificados... Os daré un corazón nuevo, y pondré en vosotros un nuevo
espíritu; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un
corazón de carne; pondré mi Espíritu en vosotros y haré que marchéis según
mis leyes...» (Ez 36,25-27); «...yo derramaré mi Espíritu sobre toda
carne. Y vuestros hijos e hijas profetizarán; vuestros ancianos tendrán
sueños, y vuestros jóvenes visiones. Lo mismo sucederá hasta con vuestros
esclavos, hombres y mujeres; porque en aquellos días, yo derramaré mi
Espíritu» (Ioel 3,1-2). Es esto lo que pedía el salmista: «Oh Dios, crea
en mí un corazón puro; restaura en mi pecho un espíritu permanente; no me
rechaces lejos de tu rostro; ni retires de mí tu santo Espíritu; concédeme
el gozo de tu salvación; y confirma en mí un espíritu generoso» (Ps
50,12-14). Esta realidad estupenda la halla confirmada S. Pedro en el día
de Pentecostés (Act 2,16; v.).
El «Espíritu», pues, aparece íntimamente unido siempre a Yahwéh,
como una fuerza viva, poderosa y operante. ¿Llega, sin embargo, el A. T. a
entenderla como una verdadera hipóstasis; o por lo menos (al igual de la
Sabiduría), como una «hipostasización»? Algunas veces, el E. aparece
«enviado»: «Envías tu Espíritu, y son creados, renovando la faz de la
tierra» (Ps 104,30). Otras veces, aparece destacando de Yahwéh, como
«dado» o «derramado» (Is 63,11;32,15; 43,3; Ez 39,29; Ioel 3,1); y hasta
aparece como genio o mediador de la revelación (Neh 9,30). Hay, pues, una
cierta hipostasización que se explicaría fácilmente por la mentalidad
judía sumamente concreta y realista. Algún mayor acercamiento a la misma
«hipóstasis», lo tendríamos, cuando el E. de Yahwéh aparece animado de
sentimientos, al parecer personales. Así los israelitas, al rebelarse
contra Moisés, contristaron «su Espíritu Santo» (Is 63,10). Otras veces el
E. «habla»: «El Espíritu de Yahwéh se expresa por mí» (2 Sam 23,2; Is
59,21).
El problema teológico, respecto a la Revelación del E. S. como
Persona, creemos que es inútil quererlo resolver a la sola luz del texto
veterotestamentario. La sola exégesis literaria no alcanza más; y lo único
que se puede decir es que A. T. insinúa y prepara la revelación trinitaria
del E. de Yahwéh. Se trata de un problema más amplio que implica toda la
relación de economía reveladora y salvadora entre ambos Testamentos: Novum
Testamentum in Vetere latet et Vetus in Novo patet (S. Agustín). Es
indudable, para nosotros, que, si en el ambiente religioso-cultural del A.
T. no cabe una revelación propiamente trinitaria (y, por tanto, los
hagiógrafos del A. T. no sospecharon nada del dogma trinitario), nosotros
tenemos por cierto que, en el A. T. el E. S., autor de ambos Testamentos,
se ha ya ofrecido preparando el camino revelador para el N. T.
Una vez más, la respuesta verdadera a ésta y a otras cuestiones,
parece ser ésta: en el A. T. existe un verdadero sentido «intencional» por
el que el E. S. aparece preparado para una revelación plena de su ser como
Persona trinitaria. Pero es inútil el intento de encontrar una teología
trinitaria, ni del E. S., ni del Hijo en los autores viejotestamentarios,
que estaban necesariamente condicionados por su propio ambiente. Pero es
necesario igualmente añadir: una exégesis verdaderamente católica no debe
reducirse a una exégesis puramente literal (v. INTERPRETACIÓN II;
EXÉGESIS).
B. En el Nuevo Testamento. l. Introducción. El concepto de
«espíritu», en primer lugar continúa la línea de significados del A. T.
Pero es cierto también que le imprime nuevas intencionalidades y
realidades que debemos considerar. En primer lugar, es indudable que se va
desprendiendo poco a poco de su primitivismo antropomórfico, para
alcanzar, si no propiamente un sentido filosófico, sí, al menos, un
sentido culto, no desprovisto de algunas influencias helenizantes. Lo
esencial está, pensamos, en la insistencia en su pervivencia en la otra
vida (Le 8,55; 23,46; Act 7,59). Con ello se ha subrayado, además, una
neta y definitiva distinción con el cuerpo y su suerte futura (v.
INMORTALIDAD). Esa pervivencia se coloca, o en el cielo (Heb 12,23), o en
el infierno (1 Pet 3,19). Esa clara distinción permite separar bien ambas
funciones, a veces contrarias: «El espíritu está pronto, pero la carne es
débil» (Mt 26,41). Y así se puede estar presente «en espíritu», y ausente
«en el cuerpo» (1 Cor 5,3). Finalmente, es necesario destacar la
contraposición paulina entre «carne» y «espíritu» en una serie de textos
bien determinados, en que el «espíritu» (con minúscula) aparece en
dependencia sobrenatural con el «Espíritu» (con mayúscula). Así, vivir
según la carne, produce la muerte; pero, mortificar las obras de la carne
por el E., da la vida; ya que «los que son impulsados por el Espíritu de
Dios, son hijos de Dios» (Rom 8,13; Gal 5,16-25). Por eso el hombre
espiritual (= pneumatikos) de S. Pablo (1 Cor 3,1) se contrapone tanto al
simple hombre «animal», psichikos, o aun «carnal», sarkikos (v. ESPíRITU
III).
2. El Espíritu Santo tercera persona de la Santísima Trinidad. Pero,
en el N. T., tal como lo ha leído la tradición cristiana, el término
«Espíritu», sólo o acompañado del adjetivo «Santo», tiene un significado
especial hipostático, que hemos de exponer con brevedad, pero con la
suficiente claridad. Naturalmente sería inútil ir a buscar, también en el
N. T., una especie de exposición dogmática trinitaria, elaborada al modo
de Nicea. En el N. T. el dogma trinitario aparece siempre en relación con
la economía salvadora. Y las Personas van apareciendo, tales y distintas,
cuando se las ve relacionadas entre sí, en una procesión de origen; y,
cuando, al mismo tiempo, se las ve actuarse en el plano reservado a lo
divino. Como, por otra parte, es indiscutible el estricto monoteísmo (v.)
del N. T., heredero del A. T., también en este punto, nos encontramos
inmediatamente con el siguiente dato: en el N. T. los textos nos descubren
tres sujetos de predicación de atributos divinos (v. DIOS Iv, 4), que se
excluyen y se oponen en los nombres de que significan origen. Esto aparta,
ya en las mismas fuentes, todo modalismo (v.). Por otra parte, el estricto
monoteísmo (v. DIOS Iv, 7) impide multiplicar el Ser divino, de modo que
resulte un verdadero «poli-teísmo». De ahí que nos encontramos con la
afirmación capital de esa unidad y pluralidad en Dios que constituye el
misterio de la Trinidad (v.); verdad sublime difícil de expresar sin
traicionarla, y que la tradición cristiana -y el Magisteriohan definido
merced a los conceptos de «Persona» (con el que se expresa esa dicha
pluralidad) y de «Naturaleza» (con el que va expresada esa dicha unidad).
Ambos conceptos no se encuentran así, naturalmente, en la S. E.; pero la
realidad que quieren expresar, se halla en perfecto acuerdo real con el
contenido subyacente. Advirtamos, desde ahora, que la evidencia de los
textos sobre el E. S., en cuanto Persona trinitaria, es natural que sea
más difícil que para el Padre y el Hijo. La razón es sencilla: la tercera
Persona no ha tenido una manifestación visible tan por así decir
«plástica», como la segunda. Sus manifestaciones están más bien envueltas
en una relación fluida de movimiento y de fuerza que no puedci1
su~teiltarse, ni «sustantivarse» en un «sujeto» aparte, sino que aparecen
como dependientes del Padre y del Hijo. Vamos a ver, con todo, cómo, ya
sea por la naturaleza de su acción, ya por las relaciones que guarda con
el Padre y el Hijo; ya porque aparece «connumerado» con ellos; ya porque
se les contrapone en relaciones personales de origen, debe ser entendido
«tan personalmente» como entendemos al Padre y al Hijo. Para estudiar
estos puntos, sigamos los escritos neotestamentarios.
a) En los Sinópticos. El primer texto de factura tripartita nos lo
ofrece el relato de la Anunciación (Le 1,26-36). que debe ser leído, no
sólo desde una exégesis críticoliteral, sino en todo el contexto
«teológico» intentado claramente por el autor sagrado. En el bautismo de
Cristo (Nlt 3,16-17; Me 1,10-11; Le 3,21-22; lo 1,29-33), nos encontramos
con una de las fórmulas tripartitas más notables. Pero, ¿lo es igualmente
desde un punto de vista trinitario? Algún autor (P. van Inschoot), ha
querido reducir el significado del «espíritu» que viene sobre Cristo, a
una «virtud» divina, no a la misma persona del E. S. Sin embargo, el
contexto obliga a admitir que se trata de la misma tercera Persona divina;
mucho más en la forma que adopta ese texto en lo 1,29-33; ésta es desde
luego la interpretación de la Tradición, y hoy la de la mayor parte de los
exegetas católicos. La fórmula trinitaria del Bautismo (Mt 28,19) es la
fórmula clásica que alimentará toda la Tradición posterior. En ese
hebraísmo conocido de «en el nombre» se está indicando exactamente la
persona. Y, por lo demás, el artículo determinativo puesto a cada persona
(«del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo»), la iteración de la
copulativa, hacen de este lugar una fórmula única de precisión doctrinal
(v. BAUTISMO II).
b) En las Cartas paulinas: 1) somos templos del E. S.. del mismo
modo que lo somos de Dios-Padre (1 Cor 3,16-17; 6,19; 2 Cor 6,16; Eph
2,21-22). Por eso, S. Agustín argumentaría sencillamente: «Y, ¿cómo no va
a ser Dios, si tiene templo?» (Enchiridion 56; Epistola 238,1). 2) Realiza
funciones divinas. Conoce los secretos de Dios (1 Cor 2,11); habita en
nosotros como el Padre y el Hijo (2 Cor 6,16; Rom 8,10; Eph 3,16-17; 1 Cor
3,16; 6,19; cfr. lo 14,23). 3) Particularmente la santificación. Así nos
une a Cristo (Rom 8,9; 1 Cor 6,17-19; Eph 1,13); nos hace conocer a Dios y
a las cosas divinas (1 Cor 2-10-16: Rom 8,6; Eph 1,17); nos hace resucitar
como lo realiza el Padre (Rom 8,11; Col 6,7-8); y nos comunica la adopción
de hijos de Dios (Rom 8,14-15; Gal 4,6; Tit 3,4-6).
Todo ello afirma la divinidad, la distinción de las otras dos
Personas divinas aparece de varios modos, uno de ellos par la
connumeración tripartita e igualitaria en que aparece con las demás
personas trinitarias. Esto se advierte en las llamadas fórmulas
trinitarias. Éstas son muchas (se han hallado más de 40); pero algunas
ofrecen serias dificultades para ser establecidas exegéticamente como
tales. Escojamos únicamente un grupo que se presta a menos discusiones
entre los exegetas.
la La fórmula de saludo. «La gracia del Señor Jesucristo, el amor (agape)
de Dios (Padre) / y la comunión (koinonia) del Espíritu Santo / sean con
todos vosotros» (2 Cor 13,13). Esta fórmula tripartita reproduce, casi
seguramente, una fórmula litúrgica, y era de uso tan frecuente en la
comunidad primitiva, que S. Pablo la emplea muchas veces (1 Thes 5,28; 2
Thes 3,18; etc.; también aparece en 1 Pet 1,2. La misma frecuencia está
indicando su venerable antigüedad. Y, como ha dicho J. Weis: «la Trinidad
de las fórmulas no es causa, sino efecto de la fórmula trinitaria divina
que es corriente y familiar a Pablo; y que, por consiguiente, es muy
antigua».
2a La fórmula de oración: «El Espíritu en persona se une a nuestro
espíritu para atestiguar que somos hijos de Dios» (Rom 8,16).
3a La Sabiduría del misterio, conocida por el Padre y el E. Santo (1
Cor 2,7-12).
4a El Padre, el Hijo y el E. Santo realizadores del misterio:
«Bendito el Dios y Padre... que nos predestinó para la adopción de hijos
por Jesucristo... creyendo en el cual, fuimos configurados por el Espíritu
Santo prometido» (Eph 1,3-14).
5a La vida en el E. de Dios y de Cristo: «Pero vosotros no sois
carnales, sino espirituales, puesto que el Espíritu de Dios (Padre) habita
en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no le
pertenece» (Rom 8,9-11).
6a La oración del E. «Del mismo modo es el Espíritu Santo quien
ayuda nuestra debilidad; puesto que no sabemos orar como conviene; sino
que es el mismo Espíritu quien pide por nosotros con gemidos inenarrables,
y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu,
porque intercede por los santos según Dios» (Rom 8,26-27).
7a La adopción filial en el E. Son tres los textos principales en
los que se manifiesta que la adopción la realizan las tres Personas (Rom
5,1-5; 8,15-17; Gal 4,4-6).
8a El sello del E.: «Y Aquel (el Padre) que nos confirma, junto con
vosotros, en el Cristo, y que nos ha dado la unción, es Dios (Padre); el
mismo que nos ha marcado también con su sello y ha puesto en nuestros
corazones las arras del Espírtu» (2 Cor 1,21-22).
9a La diversidad de dones y la unidad del donador: «Existe
ciertamente diversidad de dones espirituales, pero es el mismo Espíritu; y
diversidad de ministerios, pero es el mismo Señor; y diversidad de
operaciones, pero es el mismo Dios quien opera todo en todos» (1 Cor
12,4-6).
loa La unidad en la diversidad: «...aplicaos a conservar la unidad
del Espíritu por el lazo que es la paz. No hay más que un solo cuerpo, y
un solo Espíritu, así como no hay más que una sola esperanza, al término
de la vocación que habéis recibido; y un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo y un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos,
que es para todos y que está en todos» (Eph 4,3-6).
La exégesis de estas fórmulas tripartitas lleva a la convicción de
que toda la economía de la salvación (es decir: sabiduría, santificación,
revelación, carismas, unidad, bautismo, Iglesia, etc.) recibe una
contextura trinitaria. S. Pablo, de un modo funcional, considera esos tres
agentes, no tanto en sí mismos (como quien se detuviera a describir «lo
que son»), cuanto en las funciones que realizan. Pero, por ello mismo,
está descubriendo una teologíá de base que no podría explicarse sino como
una fe trinitaria.
c) S. luan ofrece fórmulas particulares para connumerar al E. S.
entre las Personas trinitarias; por más que él mismo advirtiera que, antes
de la glorificación de Cristo, la revelación del E. S. no podría ser
perfecta (lo 7,39).
Una fórmula trinitaria pudiera ser la del saludo de Apc 1,4-5. Los
«siete» espíritus de que ahí se habla probablemente se refieren a la
multitud de dones que proceden del único E. En el Apocalipsis el E. habla
a las Iglesias (2, 7.11.17.29; 3,6.13.22); y se une a la Iglesia para
hacerla clamar por la venida última escatológica (Apc 22.17). Un texto
interesante, si la exégesis acabara por ponerse de acuerdo, sería Apc
22,1, en donde del trono de Dios y del Cordero corre «un río de agua
viva». ¿Sería ésta una imagen del E. S., designado de tal modo por lo
7,38-39? Si así fuera, tendríamos un texto más Pero es en su Evangelio,
donde S. Juan destaca bien los para indicar la procesión del E. S., del
Padre y del Hijo. nombres y la naturaleza de la relación de la tercera
Persona con el Padre y el Hijo. Hemos hablado ya de la manifestación del
E. en el bautismo de Cristo, que S. Juan no hace más que recordar (lo
1,32-33).
El nacer del E. (lo 3,5-6) y, sobre todo, la interpretación que hace
S. Juan del «río de agua viva» (lo 7) entendiéndolo del E. S., colocan a
esta divina Persona en el centro de la santificación cristiana. Para S.
Juan se trata de una verdadera persona, a la que puede llamar hasta «otro»
Paráclito (lo 14,15-17.25.26; 16,7-15). De este Paráclito se afirma: a) la
misión del Padre (lo 14,15.17; 15,26). b) La misión del Hijo (lo 15,26;
16,7; 16,13-15). c) La inhabitación (lo 14-17). Por lo demás, el célebre
texto de 1 lo 5,7, si no puede atribuirse al mismo evangelista, pertenece
a la Tradición primitiva que le estuvo más íntimamente unida: «Tres son,
pues, los que testimonian: el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres
están de acuerdo entre sí», dice el texto. La glosa posterior aclara:
«Porque son tres los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y
el Espíritu; y estos tres son uno. Y tres son los que testimonian en la
tierra: el Espíritu, el agua y la sangre y estos tres son uno».
V. t.: DIOS-PADRE; JESUCRISTO I; ENCARNACIÓN DEL VERBO 1; TRINIDAD,
SANTíSIMA; PENTECOSTÉS.
BIBL.: J. LEBRETON, Histoire du
dogme de la Trinité dés origines au Conc. de Nicée I-II, 6 ed. París
1927-28; P. VAN IMSCHOOT, L'Action de 1'esprit de lahvé dans I'A. T., «Revue
des Sciences Philosophiques et Théologiques» 14 (1934) 553-587; íD,
L'Esprit de Jahwé, source de vie dans l'A. T., «Revue biblique» 44 (1935)
481-501; lo, L'Esprit de Jahwé, príncipe de vie morale dans l'A. T., «Ephemerides
theologicae Lovanienses» 16 (1939) 457-467; F. Pozo, Significado de la
palabra «pneuma» en San Pablo, «Estudios Bíblicos» 1 (1962) 437-460; J.
ENCISO, Manifestaciones naturales y sobrenaturales del Espíritu de Dios en
el A. T., «Estudios Bíblicos» 5 (1946) 351-380; F. ASENSIO, El Espíritu de
Dios en los apócrifos judíos precristianos, «Estudios Bíblicos» 6 (1947)
5-33; P. F. CEUPPENs, De Sanctissima Trinitate, en Theologia Bíblica II,
Roma 1949; B. SCHNEIDER, Dominus autem Spiritus est (2 Cor 3,17), Roma
1951; M. E. BOISMARD, La révélation de 1'Esprit-Saint, «Revue thomiste» 55
(1955) 5-21; J. GoITIA, La noción dinámica de «pneuma» en los libros
sagrados, «Estudios Bíblicos» 15 (1956) 147-185; 341-380; 16 (1957)
115-159; J. COPPENS, Le don de I'Esprit d'aprés les Textes de Qumran et le
quatriéme Évangile, «Recherches bibliquen» 3 (1958) 208-223; J. BONSIRVEN,
Teología del Nuevo Testamento, Barcelona 1961; M. MIGUENs, El Paráclito
(lo 14,16), Jerusalén 1963; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento,
Madrid 1963; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid
1969, 234 ss. (recoge abundante bibliografía).
J. M. ALONSO ANTONA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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