ESPÍRITU SANTO
El Espíritu Santo tercera
persona de la Santísima Trinidad. La tradición apostólica y todos los
testimonios del periodo anteniceno guardan la regla de fe trinitaria; y
nombran al E. S. después del Padre y del Hijo en las fórmulas
litúrgicas, bautismales y de oración. Las fórmulas simbólicas conservan
en su redacción la estructura trinitaria: «Creo en Dios Padre... y en
Jesucristo, su único Hijo... Y en el Espíritu Santo» (Denz.Sch 1-76).
Las liturgias bautismales convierten en práctica viva el dogma. Por eso,
las primeras dificultades de las primeras especulaciones de los Padres
apologistas pueden ser vencidas: «Ésta es la razón de ser de esto que
hemos recibido de los Apóstoles», dice S. Justino (Apologia, 1,61; PG 6,
421; v.). Y S. Ireneo (v.): «La fe, tal como nos la entregaron los
presbíteros, discípulos de los Apóstoles, testifica así: en primer
lugar... que nosotros recibimos el bautismo en remisión de los pecados
en el nombre de Dios Padre, y en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios,
que se encarnó, murió y resucitó; y en el Espíritu Santo de Dios. En
estos tres artículos de nuestra fe no puede caber error. Porque, o se
desprecia al Padre... o no se recibe al Hijo... o no se admite al
Espíritu Santo» (Epideiris, 3). Y Orígenes (v.) advertía: «...que la
hipóstasis del Espíritu Santo es de tanta autoridad y dignidad, que el
bautismo salutar no es perfecto sino por la autoridad de la Trinidad
excelentísima; y si, al Dios Padre ingénito y a su Hijo Unigénito, no se
une también el nombre del Espíritu Santo» (In lo 6,7: PG 14,257A).
Las primeras herejías trinitarias se refieren, es verdad, a la
persona del Hijo; pero ya Sabelio (v.) y después Arrio (v.) insinuaron
la herejía que había de hacer explícita Macedonio (v.), negando la
divinidad del E. S. El Conc. de Nicea (v.), preocupado con la herejía
arriana, proclama sólo la consustancialidad del Hijo. Pero, cuando el
obispo arriano, Macedonio de Constantinopla (m. 362), a pesar de haber
admitido la consustancialidad del Hijo, se niega a admitir la del E. S.,
fue combatido por S. Basilio (v.), Dídimo el Ciego (v.) y S. Gregorio
Nacianceno (v.), y, pocos años después (381). condenado por los Conc. de
Constantinopla (Denz.Sch. 150-151 y de Roma (Denz.Sch. 152-177).
Los Padres han demostrado la divinidad y consustancialidad del E.
S., a través de su función específica: la santificación. S. Atanasio
(v.), p. ej., después de citar el texto paulino sobre la inhabitación
del E. S. en nosotros como en un templo, añade: «Ahora bien; si el
Espíritu Santo fuese algo creado, no podría comunicarnos ninguna
participación de Dios; nos uniríamos a un ser creado, y no
participaríamos de la naturaleza divina... Pero si, por comunicación del
Espíritu, somos partícipes de la naturaleza divina, nadie de sano juicio
podrá decir que el Espíritu no es de naturaleza divina, sino creada.
Porque no por otra razón aquellos en quienes Él habita, vienen a ser
dioses. Y si hace dioses, no hay duda que su naturaleza es ser Dios» (Ad
,Serapionem, 1,24: PG 26,585). Y lo mismo S. Basilio (De Spirilu Sancto,
18: PG 32,693). Y S. Cirilo de Alejandría (Thesaurus, 34: PG 75,609).
Los Padres, aun griegos, han afirmado la procesión del E. S. tanto
del Padre como del Hijo. Le han llamado «Espíritu del Hijo», y también
«Imagen del Hijo». Y han distinguido bien su «procesión» de la
«generación» del Hijo, aun cuando no hayan sabido explicarse el misterio
de esta diferencia. «Y ¿qué es, se objeta el Nacianceno, esta procesión?
¿Qué le falta al Espíritu para ser Hijo? Porque si no le faltase algo,
sería Hijo. Decimos que no le falta nada. Ya que a Dios nada le puede
faltar... Tampoco al Hijo le falta nada para ser Padre... Esos
'defectos' no están indicando una minoración en la esencia; sino que,
por lo mismo que uno es 'ingénito', otro 'en¢endrado', y el otro
'procedente', por eso mismo acontece que uno sea llamado Padre, otro
Hijo y otro Espíritu Santo» (Oratio theologica, 5,8: PG 36,141).
S. Agustín (v.) confesaba igualmente las dificultades de los
escritores sagrados, diciendo: «Los doctos y grandes escritores de la
divina Escritura todavía no han disputado tan copiosa y diligentemente
sobre el Espíritu Santo como para poder entender fácilmente lo que le es
propio; y por lo que acontece que no sea Hijo ni Padre, sino sólo
Espíritu Santo, sólo le proclaman don de Dios, para que creamos que Dios
se da en un don que no es inferior a sí mismo» (De fide 9,19: PL 40,191;
CSEL 41,22). Sin embargo, el mismo S. Agustín insinuaba ya las razones
de esa distinción misteriosa, diciendo: «Por la misma razón por la que
el Hijo es Dios (es Dios de Dios), por esa misma también el Espírtu
Santo procede de Él. Y, por lo mismo, el Espíritu Santo, el que proceda
también del Hijo, como procede del Padre, lo recibe del Padre. De ahí
cómo de alguna manera puede entenderse (en cuanto puede ser entendido
por nosotros) el porqué no se diga de Él que nace, sino que procede:
porque si también Él mismo fuera llamado 'hijo' sería ciertamente 'hijo
de los dos', lo que es absurdísimo; porque nadie es hijo de dos, sino
del padre y de la madre. Pero, lejos de nosotros el que, entre Dios
Padre y Dios Hijo algo semejante ni siquiera sospechemos» (In lo 99,8:
PL 35, 1890).
La procesión del Padre «y» del Hijo. El dogma cristiano ha
definido la verdad del E. S., y, siguiéndolo, la Teología ha procurado
profundizar en esa verdad y penetrar en su misterio. Al modo cómo se
constituye, en el ser divino, esta tercera Persona, la Iglesia le ha
llamado, siguiendo la terminología escrituraria, «procesión» (=ekporeumai),
o también, con un término que hace relación al sentido más primitivo de
la palabra «espíritu», «espiración». S. Tomás, una vez supuesta su
teoría psicológicocognoscitiva, concluye, en primer lugar, que no podía
haber más que dos procesiones en Dios: una por vía intelectual, y otra
por vía volitiva; ya que en Dios no podíamos poner más que esas dos
operaciones inmanentes (Sum. Th. 1 q27 a5). Ahora bien, a la primera la
podemos llamar «generación», y a su fruto el «Hijo», porque en ella se
da la semejanza específica. A la segunda, en cambio, no, porque: «lo que
procede, en Dios, a modo de amor, no procede como engendrado, o como
hijo, sino que procede más bien como spiritus, con cuyo nombre se
designa más bien una cierta moción vital e impulso, al modo como uno se
dice que es movido o impelido por el amor para hacer algo» (1 q27 a4).
Ya hemos visto las dificultades de los Padres y del mismo S. Agustín;
éste no supo decir otra cosa sino hacer ver lo absurdo de que el E. S.
procediera también como hijo. S. Tomás, penetrando en la naturaleza
metafísica del amor, ha encontrado, tal vez, la mejor razón posible
analógica del misterio, de este modo: «así como cuando uno entiende
alguna cosa, le nace una cierta concepción intelectual de la misma cosa
que se llama 'verbum'; así también, cuando alguno ama una cosa, le nace
una cierta 'impressio', por hablar así, de la cosa amada, en el afecto
del amante...» (1 q37 al).
Sin embargo, la propiedad personal de la tercera Persona se
advierte mucho mejor a la luz de su procesión del Padre y del Hijo. La
célebre cuestión con los orientales en torno al «Filioque» y a la
procesión «ab utroque», tiene una literatura inmensa, tanto histórica
como dogmática. Así el II Conc. de Lyon (a. 1274) dice: «Confesamos con
fidelidad y devoción que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre
y del Hijo, no como dos principios, sino como de un único principio, no
por dos espiraciones, sino por única espiración... condenamos y
reprobamos a los que osaren negar que el Espíritu Santo procede
eternamente del Padre y del Hijo o que esaren afirmar temerariamente que
el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de dos principios y
no como de uno» (Denz.Sch. 850); y el de Florencia (a. 1442), en el
Decreto para los jacobitas dice: «La Santa Iglesia... cree firmemente,
profesa y predica a un solo verdadero Dios, omnipotente, inmutable y
eterno, Padre, Hijo y Espíritu Santo, uno en esencia trino en sus
personas: el Padre ingénito, el Hijo engendrado del Padre, el Espíritu
Santo que procede del Padre y del Hijo... Desde toda la eternidad y sin
comienzo, el Hijo tiene su origen en el Padre; desde toda la eternidad y
sin comienzo, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo» (Denz.Sch.
1300-1302).
Tracemos la historia precedente, y sus presupuestos e
implicaciones, aunque sea en sus líneas generales. En la S. E. nunca se
emplea la palabra processio en relación de origen del E. S. del Hijo;
sólo se emplea en relación de origen del' Padre. La razón es sencilla:
el verbo griego ekporeumai está significando, sí un proceder, pero
únicamente del primer principio; y es claro que esto se aplica al Padre,
«fuente» de la Trinidad. Autores orientales han argumentado a partir de
ese dato, para negar la procesión del E. S. del Hijo. Pero los Doctores
occidentales han argumentado de una manera decisiva, advirtiendo que el
E. S., en la S. E., aparece como «dado», «enviado», que «recibe» lo que
tiene del Hijo. Y eso, al interior de la Trinidad, no puede ser
explicado más que a través de la procedencia. De otro modo el E. S.
aparecería con una procesión de criatura. Es decir: si el Hijo puede
donarle y enviarle, es porque tiene sobre Él una razón originante de su
ser personal.
Los Símbolos de Nicea y de Constantinopla, siguiendo el uso
escriturario, tampoco hablan más que de la procesión «del Padre». Pero
ello es así porque el contexto histórico no exigía otra cosa. Por lo
demás, la tradición, tanto oriental como occidental, ha reconocido la
real dependencia del E. S. del Hijo. Efectivamente decía Tertuliano:
«Creo que el Espíritu no procede de otro modo que a Patre per Filium» (Adversus
Praxeam, 4). Lo mismo dicen S. Hilario y S. Ambrosio, ambos fuertemente
influidos de la patrística griega en este punto. S. Agustín acuñará las
fórmulas latinas que extrañarán a Focio (v.), pero que, en realidad,
pueden encontrarse ya en los Padres orientales, como, p. ej., este texto
de S. Cirilo de Alejandría: «Puesto que el Espíritu Santo, derramado en
nosotros, nos hace conformes a Dios, y procede del Padre y del Hijo, es
claro que es de la sustancia divina, procediendo sustancialmente de ella
y permaneciendo en ella» (Thesaurus, 34: PG 75,585). Así Orígenes (In lo
2,6: PG 14,12813-129A) y otros Padres; los cuales, si es verdad, que no
pueden emplear la expresión «proceder del Hijo», a causa del sentido
literal griego de la palabra, ciertamente ponen la constitución de la
persona del E. S. en dependencia del Hijo.
S. Tomás, que es sumamente latino en su exposición trinitaria, ha
recogido perfectamente la posición griega y la ha explicado (Sum. Th. 1
q36 a2-3-4). La procesión del E. S. del Hijo es tan necesaria, dice, que
si no recibe su ser del Hijo también, no habría modo de distinguirle de
Él. La distinción entre las divinas Personas no puede hacerse en lo
«absoluto», porque entonces caeríamos en un triteísmo; solamente cabe,
pues, en lo relativo. Sin embargo, no en cualquier clase de relación,
sino sólo en la relación que funda una oposición en el origen: ya que,
p. ej., vemos que el Padre tiene dos relaciones, una al Hijo y otra al
E. S., que, con todo, no constituyen dos personas, porque no son
opuestas. Ahora bien, esas mismas relaciones, consideradas pasivamente
en el Hijo y en el E. S., al no ser tampoco opuestas, tampoco los
distinguirían; y se seguirían un modalismo, respecto de la segunda y
tercera Personas, que sería propiamente el error de Macedonio. Con ello
se destruiría la Trinidad. Luego es necesario que exista una relación
que cree una oposición entre el Hijo y el E. S. Y ésta no puede ser otra
más que una relación de origen. Por tanto, una de dos: o el Hijo procede
del E. S. (lo que es absurdo), o el E. S. procede del Hijo. Y así es,
porque, continúa S. Tomás, ilustrando el razonamiento con su teoría
psicológica, las procesiones en Dios deben tener un orden: la primera,
la del Verbo, por vía de entendimiento; la segunda, del E. S., por vía
de amor, supone la primera. Los mismos griegos, añade S. Tomás, han
concedido siempre que la procesión del E. S. dice orden al Hijo; y hasta
admiten que el E. S. «se deriva» (=projluat) del Hijo, aunque no
«proceda» (=procedat). Discutir por eso «parece ser o ignorancia o
protervia» (Sum. Th. 1,36,2). Por lo demás, S. Tomás no quiere jugar con
simples diferencias verbales: para él no es cuestión la fórmula:
Spiritus Sanctus procedit a Patre per Filium (1 q36 a3); porque
significa un concepto bien tradicional, que dice: todo lo que tiene el
Hijo, lo recibe del Padre. Luego también recibe la misma fuerza
«espiradora» por la que, junto con el Padre, espira al E. S. De ahí que
sea expresión literariamente muy correcta aquella que emplea la
partícula per, con la que se evita el hacer del Padre y del Hijo algo
así como dos principios unidos. Por eso el mismo S. Tomás explica: «El
Padre y el Hijo no son dos principios. sino uno solo, del Espíritu
Santo» (1 q36 a4). Cuando S. Agustín ha hablado así, también ha dicho
que el Padre y el Hijo son un solo principio del E. S., pero un
principio «ordenado», ya que se trataba de dos Personas, que entre sí
mismas ya tienen una cierta «taxis», en su misma constitución personal.
¿Por qué, entonces, esta cuestión ha dividido a griegos y latinos
tan lamentablemente? Dejemos las razones psicológicas, culturales,
históricas... que podríamos llamar «no-teológicas». Las verdaderamente
«teológicas» pensamos que sólo existen en la concepción extrema que de
este punto se forjó Focio y que es ya irreconciliable con las
expresiones de la misma tradición griega. Una procesión «disparatada»,
como la piensa Focio, y «en ángulo», cuyo punto inicial estuviera en el
Padre, para terminar en los extremos de dos líneas: el Hijo y el E. S.,
termina necesariamente en lo que hemos llamado sabelianismo (v.) parcial
entre ambos, porque destruye la distinción real entre ambos. Y con ello
se arruina todo el dogma. En cambio, una concepción, como la que
defienden hoy ciertos teólogos ortodoxos, no sólo es nocontraria al
dogma, sino que puede contribuir a subrayar con acierto algunos aspectos
de su contenido. Digamos en resumen que entre el ab utroque y el a Patre
per Filium puede y debe establecerse una real integración dogmática,
como definió el Conc. florentino (Denz.Sch. 1300-1302).
Los nombres propios del Espíritu Santo y las apropiaciones. El
difícil y oscuro conocimiento de la tercera Persona se consigue de algún
modo a través de los nombres, primero propios, y luego apropiados con
que la tradición cristiana ha nombrado al E. S. Padres y teólogos han
advertido la dificultad que existía para dar un nombre propio a la
tercera Persona. La primera y segunda Persona recibieron nombres muy
concretos, y además analógicamente muy aptos, que las relacionaban
fácilmente. La tercera, en cambio, por sus características propiedades,
por así decir, «dinámicas y fluentes», era más difícil nombrarla. La S.
E., a base del realismo semita, la llamó, finalmente, el «Espíritu»; y
como procedía de Dios, le añadió el adjetivo «Santo». Ahora bien; si el
término spiritus lo tomamos como una cualidad (=1o espiritual)
contrapuesto a la materia, al cuerpo, viene ser un nombre común, ya que
entonces el Padre y el Hijo son tan «espirituales» como el E. S.
Sin embargo, cuando la S. E. habla del «Espíritu». más que ver
allí una cualidad espiritual, ve' una «fuerza» de Dios (v. t). Y, en
este caso, es claro que la voz «espíritu» no puede aplicarse más que a
la tercera Persona. Pero no sólo el sustantivo «Espíritu», sino también
el adjetivo «Santo» está significando una propiedad de la tercera
Persona. Ya la antiquísima fórmula de S. Gregorio Taumaturgo, decía del
E. S.: «...y uno el Espíritu Santo, que recibe su sustancia de Dios, y
que, por medio del Hijo, se manifestó plenamente a los hombres; imagen
del Hijo, perfecta del perfecto, viva causa de los vivientes, fuente
santa, santidad dispensadora de santificación; en quien Dios el Padre se
manifiesta, que está en todos y sobre todos; y también el Hijo, por
quien todo existe» (Expositio Fidei: PG 10,984). He ahí cómo esa fórmula
venerable vincula la santificación ad extra al ser mismo «santo» de la
tercera Persona. S. Basilio argumentaba así: «...el Espíritu Santo,
siendo Santo por esencia (=kat ousian) es llamado fuente de
santificación». (Epistola 8,10: PG 32,261). El Nacianceno lo llamaba «autosantidad»
(=autoagiotes). S. Agustín ha encontrado la formulación perfecta:
«Siendo (es verdad) el Padre «espíritu» y el Hijo «espíritu»; y el Padre
«santo» y el Hijo «santo»; sin embargo, propiamente es el mismo Espíritu
Santo quien se llama «Espíritu Santo», como santidad sustancial y
consustancial de ambos» (De Civitate Dei, 11,24: PL 41,328). O también,
las otras dos Personas son ciertamente «santas», pero la razón de su
santidad está en esta tercera Persona; o sea, en la relación de origen
que a ella les vincula. Este pensamiento es de S. Gregorio Nacianceno:
«¿...qué deidad sería si fuera ¡m-perfecta (=inacabada)? Ahora bien,
¿cómo puede ser perfecta si le falta algo para la perfección? Pues bien:
le falta si carece de la santidad; y no se ve cómo pueda tenerla sin el
Espíritu Santo...» (Oratio, 31,4).
El nombre de Amor, como propio del E. S., aparece con S. Agustín;
en la tradición anterior sólo se pudo advertir que, a través de su
nombre propio («Santidad sustancial») tenía relación con la caridad. S.
Agustín se esforzó en encontrarlo en los textos: 1 lo 4,7 y 4,8.13 (cfr.
De Trinitate 15,17,31). Y fue ya la teoría psicológica, desarrollada por
S. Tomás de Aquino, la que acabó de fijar ese nombre como propio. En
efecto, S. Tomás procede así: en la operación inmanente intelectiva se
produce una species, que es el verbum (=concepto), expresión interna
funcional de la cosa entendida, y que permanece unida al entendimiento;
del mismo modo, en la operación inmanente de amar, se produce una
impressio, o una affectio que, al transformar la voluntad, la impele
hacia el objeto amado. En la función intelectiva, hemos encontrado un
nombre propio para ello: es el «concepto», el verbum. Pero, en la
función «amorosa», a esa impressio o affectio, no se le ha dado nombre.
Podría, sin embargo, ser llamada así: «impressio affecta», o «affectio
inipressa». Pues bien; esta «affectio» es el amor. El E. S. procediendo
por vía volitiva, es la Alectio trinitaria del Padre y del Hijo; y es
tan subsistente e inmanente como el Verbum. Puede, pues, afirmarse que
el E. S. es el Amor del Padre y del Hijo; es el «nexo», «vínculo» de
ambos. Sólo advertimos que hay que tomar todo esto nocionalmente (Sum.
Th. 1 q37 a2); y entonces el espirar el E. S. por el Padre y el Hijo no
es otra cosa que mutuamente amarse.
El nombre de Don, que hoy recibimos como nombre propio del E. S.,
no se le reserva antes de S. Agustín, que también aquí se esfuerza en
deducirlo de los textos escriturarios; lo 4,10 ss.; 7,38; 1 Cor 12,13
argumentando así: si el agua es el «don»; y este don es el E. que
habrían de recibir los creyentes en Cristo, con propiedad recibe este
nombre. Por lo demás, si el E. S. es Amor, propio del amor es el ser
«don». El mismo S. Hilario ya lo había llamado «don», porque, en el
Bautismo, lo que se recibe era el E. (De Trinitate 2,1: PL 10,50). S.
Agustín añadía que, en esa palabra, debíamos conr prender que «Dios da
un don no-inferior a Sí mismo» (De fide 9,19: PL 40,191). En S. Tomás (Sum.
Th. 1 q38 1-2) se desarrolla una teoría personalista de la donación
sobrenatural que conviene destacar: en la palabra «don», se supone la
relación de «donar» y «recibir», como tales; ya que los dones ponen al
donador y al agraciado en relaciones mutuas personales. Ahora bien; esto
sólo conviene a las Personas divinas y a las criaturas racionales. Sólo
que la iniciativa debe partir de arriba, ya que el «Don» nunca puede ser
exigido. Por eso esta palabra es tan apta a significar propiamente la
donación sobrenatural, en la que se manifiesta, de una manera única, la
gratuidad perfecta del acto de donar. Pero, ¿por qué es propio de la
tercera Persona? «Porque, responde S. Tomás, siendo el Espírtu Santo
amor, es en Él en quien debemos ir a encontrar la razón de todas las
donaciones divinas» (1 q38 a2).
Misión del Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia. Para la
doctrina general sobre «misiones divinas» (v. TRINIDAD, SANTísIMA). Aquí
tratamos solamente la misión especial del E. S. en las almas y en la
Iglesia.
a. La inhabitación del Espíritu Santo en las altnas. En la S. E.,
el E. S. aparece como enviado por el Padre y el Hijo, en unas misiones,
que llamamos invisibles y que se refieren a una presencia especial suya
en nuestras almas (Le 24,49; lo 14,16.26; 15,26; 16,7; Gal 4,6). Esa
presencia nos hace «hijos», nos hace «templos»; y el E. S. viene a ser
«morador» e «inhabitante» que «clama» en nuestro interior y «sugiere» lo
que tenemos que pedir. A ese grupo de textos, hay que añadir uno, el
cual, aunque referido explícitamente sólo al Padre y al Hijo, hay que
entenderlo también del E. S.: «E1 que me ama, guardará mis palabras, mi
Padre le amará, vendremos a él, y haremos en él morada» (1 14,23).
El concepto de «misión» va íntimamente unido al de «inhabitación».
En el primero, hay una relación necesaria a la Persona «enviada».
Personas enviadas sólo pueden serlo el Hijo y el E. S. Mientras que el
concepto de «donación» de «morada» y de «inhabitación» exige
precisamente la presencia de las tres divinas Personas. Naturalmente
que, en toda misión, y en virtud de la mutua presencia de las Personas
entre sí («circuminsesión») la persona enviada «atrae» consigo a la que
envía; y, por ello, se hallan presentes las tres; pero, de suyo, la
misión dice relación directa y propia a la persona enviada. De aquí ha
surgido una cuestión teológica interesante: la misión invisible del E.
S., cuyo efecto invisible es la santificación, ¿es propia del E. S., o
común de las tres Personas? Desde luego, si observamos el lenguaje
escriturario, hecho de un modo funcional y vivo, vemos que ha sido
plasmado para descubrirnos la propiedad de las personas, con las que,
por gracia divina, estamos llamados a entrar en relación vital. Y, según
eso, advertimos que todas las funciones santificadoras son atribuidas al
E. S. Los Padres, tanto griegos como latinos, han hecho lo mismo. Ahora
bien, ¿cuál es el sentido riguroso de esas afirmaciones?, ¿se afirma
algo propio del E. S. o se le apropia algo común? A partir sobre todo de
las explicaciones de S. Agustín y S. Tomás, esta segunda áfirmación
llegó a ser común en Teología, encontrando incluso reflejo en textos del
Magisterio, aunque no definitorios (cfr.. Denz.Sch. 3814-3815).
Con las limitaciones que supone emitir una opinión al respecto,
pensamos (cfr. Petavio, v., y Scheeben, v.) que si la inhabitación sigue
a una misión, y precisamente del E. S., enviado por el Padre y el Hijo,
ese concepto puede ser «propio» del E. S. Esta propiedad, no sólo no se
opone, sino que exige, a causa de la perichoresis (=inexistencia mutua
de las Personas) la presencia de las otras dos Personas. Expliquémoslo:
todos admiten que la santificación es una misión invisible del E. S.; y
que la sola misión invisible del Hijo no bastaría para realizar la
santificación (Sum. Th. 1 43 a3 ad3). Ahora bien, el concepto de misión
tomista religa necesariamente la propiedad nocional ad intra, con su
efecto temporal ad extra: «Las procesiones eternas de las personas son
causa y razón (causa et ratio) de todo efecto en las criaturas...», dice
S. Tomás, y lo mismo al aplicar el nombre de «don»: precisamente porque
el E. S. es el «don» ad intra mutuo del Padre y del Hijo, por eso puede
ser la razón de toda donación ad extra.
Ciertamente, toda explicación de este tema debe hacerse de manera
que recoja plenamente el llamado principio «aureo» definido por el Conc.
de Florencia con una intención «anti-triteísta»: todo es común en la
Trinidad, «donde no hay oposición de relación» (Denz.Sch. 1330). Nos
parece -y ello explica que la mantengamos- que no obsta a la opinión
expuesta, porque precisamente el concepto de «propio», no sólo no
excluye la relación de oposición, sino que la está exigiendo.
Naturalmente que no hay que dejarse llevar de un concepto de «propio» y
de «nocional» que destruya la perichoresis. El concepto de «propio» la
está suponiendo, tanto ad intra, cuando ad extra. Es por ello, por lo
que, afirmando que la santificación es propia del E. S., no podemos
querer decir con ello que sea «exclusiva» del mismo; cuando, todo lo
contrario, es verdaderamente «inclusiva» de las otras dos Personas. Lo
que sucede es que el E. S. tiene un «modo» de realizar esa función
santificadora que le compete «en propio»; porque responde a su
constitución personal.
b. Misión del Espíritu Santo en la Iglesia. Esta misión no es
esencialmente distinta de su misión en las almas, pero adquiere
modalidades especiales, muy características de la eclesiología
escrituraria, y que hoy ha puesto de relieve el Conc. Vaticano 11 en la
Const. Lumen gentium. Presentamos sólo los rasgos más importantes.
Todas las funciones que el E. S. realiza en la Iglesia, pueden
encuadrarse en las dos grandes divisiones clásicas: misiones visibles e
invisibles. Naturalmente que toda misión visible no es más que un signo
eficaz, externo y visible, de una misión invisible. Y, en los elementos
en quienes ese signo se produce, claro está que no produce más que un
efecto extraordinario que llamaremos «milagroso»: así en la paloma que
aparece sobre Cristo en su bautismo de iniciación evangélica (Mt 3,16;
Me 1,10; Le 3,22; lo 1,32); también en la nube luminosa de la
Transfiguración (Mt 17,1-8; Me 9,1-7; Le 9,28-36); en el soplo
misterioso de Cristo sobre los Apóstoles, confiriéndoles el poder de
perdonar los pecados (lo 20,22-23); en el viento impetuoso y en las
lenguas de fuego de Pentecostés (v.; Act 3,1-4).
Corrigiendo un poco la terminología clásica, nosotros pensamos
que, más que «misiones», habría que hablar de «signos» externos de la
verdadera misión, la invisible. Es ésta la que habría que dividir en dos
grandes secciones, cuya separación es sólo metodológica: una en que la
misión del E. S. parece dirigirse más directamente sobre los fieles en
particular, en todo el orden de la santificación y de la gracia; otra
que parece ordenada más bien sobre la estructura misma de la Iglesia
(v.) y sus medios salvadores. Estudiémoslas separadamente; pero
advirtiendo que están íntimamente unidas en la única moción y presencia
del único E.
Conviene considerar, ante todo, que la misión del E. S. en la
Iglesia, le viene directamente de Cristo; y precisamente en cuanto
Salvador y Fundador; es decir, en cuanto Dios y Hombre. El Padre también
envía, ya que el Hijo nada puede hacer que no lo haya recibido del
Padre; pero siempre lo hace «a ruegos del Hijo» (lo 14, 16.26). Es el
Hijo, con el Padre, quien envía al E. S. (lo 16,7-8). Sabemos por la
enseñanza de la fe que el Hijo, el «Cristo», es el ungido por el Padre,
que le unge con su E. Pero es igualmente el Hijo, en cuanto Verbo quien
unge a su Humanidad, como destacan los Padres. Esta unción, que le hace
por antonomasia «el Ungido», el Cristo, le confiere toda su misión
mesiánica salvadora (Is 58,6; 61,1 ss.; Le 4,18-19). Por tanto, no sólo
en la concepción milagrosa de su humanidad, por modo virginal «ex
Spiritu», se halla presente el E. (Le 1,35); sino también a todo el
impulso salvador de Cristo, que se manifiesta en todo «lleno del
Espíritu» y «movido por el Espíritu» en -todas sus obras. Pero Cristo,
realizada su misión Salvadora y Fundadora, debía desaparecer
visiblemente; y es entonces, cuando el E., enviado por Cristo, viene a
recordar y realizar lo instituido por Cristo.
No dudamos en afirmar que, si en su constitución y estructura la
Iglesia es «cristológica», en su vida y permanencia hasta la Parusía de
Cristo, es radicalmente pneumática. Puede, ciertamente, haber una
inteligencia arbitraria y hasta peligrosa en una concepción que divida
la historia del mundo en tres edades: el A. T. como la edad del Padre;
el N. T., en cuanto tiempo de Cristo, la edad del Hijo; y la Iglesia, la
edad del E. S. (v. FIORE, JOAQUIN DE; HISTORIA Iv). Sin embargo, la
verdad profunda que se esconde en ese tercer miembro, no debe ser
oscurecida: la Iglesia se encuentra verdaderamente en un régimen
«pneumático» y «escatológico». En efecto, Cristo mismo habla de la
necesidad de su partida para que el E. S. venga; ya que «hasta entonces
no había sido dado» (Io 7,39). No se trata, en este texto, de que el E.
S. y su gracia no hubieran ya obrado en los justos del A. T.; tampoco
que pueda haber una superación de lo establecido por Cristo, ya que su
obra es última y definitiva, escatológica. La que pensamos verdadera
explicación, dice que el E. S. debía ser comunicado por Cristo, a través
de su Iglesia; lo cual, propiamente, no podía suceder sino con la
«glorificación», es decir, con su muerte. Por eso Cristo añade que «os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a
vosotros; en cambio, si me voy, yo mismo os lo enviaré» (lo 16,7). Ahora
bien; el E. S. no va a venir sobre la Iglesia como por propia
iniciativa, sino como «enviado», primero a ruegos de Cristo (lo
14,16.26); después como «otro» mediador, abogado, intercesor, ya que
todo eso significa «Paráclito» (lo 14, 16.26; 15,26; 16,7; 1 lo 2,1); en
tercer lugar, en conexión de dependencia «procesional» intratrinitaria y
«misional», es decir, en «misión eclesial», con Cristo, Señor y Fundador
de la Iglesia (lo 16,13). Así, bien asegurado el carácter «cristológico»
de las funciones que el E. S. realiza en su Iglesia, destaquemos ahora
esas funciones, tanto en los fieles en particular, cuanto en la Iglesia
como sociedad.
Todos los elementos y todos los aspectos de la santificación, los
realiza el E. S. Así la inhabitación (lo 14,17; 14,23; Rom 8,9-10; 1 Cor
3,16.19; Eph 2,22; 1 Thes 4,8; Iac 4,5; 1 Pet 4,14); la infusión de la
gracia y de la caridad (Rom 5,5; 1 Cor 6,11; 12,3; 2 Cor 6,6); la
filiación adoptiva (Rom 5,5; 8,14-17; Gal 4,4-7; 2 Tim 1,7); el
testimonio interior, como defensa de la fe (Mt 10,19-20 y par.); como
ayuda de nuestra debilidad (Rom 8,26); como petición interior (Rom
8,26); es arra de vida eterna (2 Cor 1,21-22; 5,5; Eph 1,13); produce en
nosotros los buenos frutos (Gal 5,22); a quien no debemos contristar
(Eph 4,30), ni mucho menos extinguir (1 Thes 5,19).
En la Iglesia el E. S. está presente tanto en la asistencia a su
Jerarquía, cuanto como alma y principio interior de vida santa. La
fundación de la Iglesia va unida al fenómeno de Pentecostés (Act 2,1-5;
v.); lo mismo que las primeras grandes manifestaciones de su primera
expansión misional (Act 2,38; 10,44; 13,2; 19,2.6; etc.). La Iglesia
(v.), asistida por el E. S., ejercitará las siguientes funciones ante el
mundo: ser maestra de la fe (lo 14,16); juzgar constantemente su
conducta (lo 16,8-11); dar gloria a Cristo, manifestándole (lo 16,14);
ser el perpetuo consuelo de ella (Act 9,11).
La Iglesia tiene una estructura sacramental y jerárquica; y es el
E. S. quien la conserva en su unidad y quien la da la eficacia y fuerza
interior. El Bautismo va unido constantemente al E. (Act 1,5.11.16;
2,4.31; 1 Cor 12,13). Se halla presente en la fórmula bautismal y en su
misma constitución como Sacramento: hay que renacer del agua «y del
Espíritu Santo» (Mt 28,19; Tit 3,5; lo 3,5-8). El E. S. está presente en
el soplo vivificador por el que se trasmite el poder de perdonar (lo
20,22-23). La Jerarquía se constituye por una imposición de manos que
atrae el E. (Act 20,28; 1 Tim 4,14; Act 8,17). Y, cuando esa Jerarquía
tiene que decidir algo grave en sus reuniones solemnes, invoca su
asistencia (Act 15,22). El E. S. es el principio de la unidad de la
Iglesia, no obstante su grande variedad de funciones y de ministerios (1
Cor 12,4-11.13; Eph 4,3-4; Philp 2,1; 1,27). Pero al mismo tiempo es un
verdadero principio de libertad (2 Cor 3,17; Gal 5,18.25). Es también el
principio inspirador de la S. E. (2 Pet 1,21). La Iglesia, asistida de
un modo habitual por el E. S., camina segura.
Hay, sin embargo, un modo especial de asistencia, que aun siendo
ordinario, sólo se realiza en momentos de especial necesidad para la
Iglesia. Es el modo «carismático» de intervenciones del E. S. S. Pablo
ha desarrollado una doctrina sobre los carismas (1 Cor 12; v.) en la que
el E. S. lo ordena todo «para la edificación de la Iglesia».
Verdaderamente, cuando se trata de medir el anhelo escatológico hacia el
que se dirige la marcha de la Iglesia peregrina, será el E. S. quien
gritará en ella lo mismo que gritaba en los fieles con gemidos
inenarrables (Rom 8,26): «El Espíritu y la Esposa digan: ven, Señor
Jesús» (Apc 22,17).
La Teología dogmática ha intentado una sistematización de todos
estos aspectos y datos escriturarios, llamando al E. S.: «corazón de la
Iglesia», como hablaba S. Tomás; o «Alma de la Iglesia», como hablan los
modernos. Pero no pueden nunca agotar la riqueza de las fuentes
escriturarias. El Conc. Vaticano 11, en la Const. Lumen gentium (3 y 7)
ha hecho un hermoso resumen de las relaciones que existen entre el E. S.
y la Iglesia, destacando sus funciones principales: santificación,
vivificación, inhabitación, asistencia, unificación, donación
carismática, rejuvenecimiento y testimonio escatológico. Bella síntesis
de todo lo que se ha dicho.
J. M. ALONSO ANTONA.
V. t.: TRINIDAD, SANTíSIMA; DIOS-PADRE; JESUCRISTO III. BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, La Trinité, 1 y 11, trad. francesa y notas de H. F. DONDAINE, París 1943; A. PALMIEM, Esprit Saint, en DTC 5,676-829; M. SCH.MAUS, Teología dogmática, 1, Madrid 1963; E. HUCON, Le mystére de la tres Ste. Trinité, París 1930, 213 ss.; H. SCHAUF, Die Einu,ohnung des H. Geistes, Friburgo Br. 1941; A. KRAPIEC, Inquisitio circa D. Thornae doctrinam de Spiritu Sancto prout amore, «Divus Thomas» 53 (1950) 474-495; L. LABAUCHE, Le Saint Esprit, París 1950; J. B. ALFARO, Person und Gnade, «Miinchener Theologische Zeitschrift» 11 (1960) 1-19; A.-M. HENRY, El Espíritu Santo, Andorra 1961; J. LEBRETON, Histoire du dogme de la Trinité des origines au Conc. de Nicée, 1-11, 6 ed. París 1927-28; A. GARDEIL, Le SaintEsprit dans la vie chrétienne, s. l. 1913; B. FROGFT, De l'habitation du Saint-Esprit dans les ánies justes, París 1929; P. GALTIER, Le Saint Esprit en nous d'aprés les péres grecs, Roma 1946; fi), L'Inhabitation en nous des trois Personnes, Roma 1950; J. TRÜSCH, Trinitatis inhabitado apud theologos recentiores, Trento 1949; E. LEEN, El Espíritu Santo, Madrid 1966; J. M. ALONSO, Naturaleza de la gracia de la Virgen, «Estudios Marianos» 5 (1946) 11-110; íD, Ecclesia de Trinitate, en Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Madrid 1966, 138-165; J. M. EsCRIVA DE BALAGUER, El Gran Desconocido, Madrid 1971; v. t. la bibl. de los artículos DIOS-PADRE; JESUCRISTO 111, 1 ; TRINIDAD, SANTíSIMA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991