ESCLAVITUD. DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA.


Influencia del cristianismo. Del hecho de la e. y lo que ésta suponía puede inferirse cuál hubo de ser respecto a ella la postura del cristianismo.
     
      El esclavo era una persona poseída por otra de igual modo que se puede poseer otra cosa cualquiera y, por ello, dependiente en todo de la voluntad del posesor. Un ser sin fin propio, convertido en simple medio o instrumento para los fines de otro hombre, a cuyo dominio estaba sometido. Un hombre sin ninguno de los derechos de tal: derecho a la vida, a la libertad, a la independencia en su actividad, a la elección de estado, a la familia. Un hombre, cuya ley, patria, fin y regla de lo justo o injusto era el amo. Esto era el esclavo y ésta su condición. Enraizado profundamente este modo de vida en el mundo antiguo y como connatural al mismo, sólo a través de una larga historia de siglos ha ido extinguiéndose, merced casi en su totalidad al influjo del cristianismo, y el esclavo ha logrado su liberación y el reconocimiento que le sitúa en el nivel de igualdad con los demás hombres.
     
      No necesitó el cristianismo, y en un principio no lo hizo, enfrentarse directamente con el problema. Su espíritu y doctrina entrañan una serie de verdades y principios que habrían de hacer, en su expansión, imposible que se pudiera mantener una situación del todo incompatible con él. La igualdad de la naturaleza humana, la comunidad de origen y redención, la realidad de un mismo fin para todos los hombres, su defensa sin límites ni paliativos de la caridad y su reconocimiento de la dignidad del trabajo suponían un fermento operante en una concepción y modo de vida ajenos a estas ideas. Y ésta es en un primer momento su actuación: la acción de su doctrina y ejemplo. Una labor personal y lenta, si se quiere, paciente y constante, pero dirigida a crear las premisas y ambiente favorables para desembocar en una eliminación lógica y natural. Comienza por una redención moral, necesaria en una clase absolutamente hundida, inyectándole conciencia de su dignidad y valor personal y extendiendo esta proyección moral a la clase dominante; la amplía luego a una redención material, procurando la efectiva libertad con modos, espíritu y formas nuevos, añadidos a los legales. No podía actuar de otra manera, ni le era posible en esos primeros tiempos intentar una acción directa, revolucionaria, dirigida a la sociedad como tal. Es preciso tener presente la extensión y raigambre de la e. en la época antigua y cómo toda la organización social se apoyaba y descansaba en ella, para juzgar temeraria, imprudente y condenada al fracaso, una orientación que hubiese pretendido cambiar radicalmente las cosas, ignorando su momento histórico.
     
      Proyección histórica. Primeros tiempos del cristianismo. La predicación de S. Pablo, que marca el comienzo de esta línea de redención, va encaminada, por una parte, a despertar en el esclavo la conciencia de su dignidad y también de sus deberes, llevándole a la aceptación de una situación que su fe de cristiano ha de hacer tolerable, y, por otra, a recordar'al señor que el siervo es ante el Padre igual a él, y le debe, en consecuencia, un trato benévolo. Las palabras, ponderadas, pero suficientes, de la carta a los de Éfeso (6,5-9), llevan en germen todo un programa a seguir: «Siervos, obedeced a vuestros amos según la carne como a Cristo, con temor y temblor, en la sencillez de vuestro corazón... sirviendo con buena voluntad, como quien sirve al Señor y no a hombre; considerando que Ia cada uno le retribuirá el Señor lo bueno que hiciere, tanto si es siervo, como libre. Y vosotros, amos, haced lo mismo con ellos, dejándoos de amenazas, considerando que en los cielos está su Señor y el vuestro, y que no hay en Él acepción de personas». A tono con este párrafo se podrían aducir otros textos del mismo S. Pablo y, sobre todo, puede verse la delicadeza de su carta a Filemón, su ternura y preocupación por el esclavo Onésimo, que huye de su amo y es convertido y devuelto por el apóstol, junto con la acertada solución a un problema entonces nada fácil. En el fondo de toda esta enseñanza y práctica de S. Pablo resalta la incompatibilidad del espíritu cristiano con la e. La citada carta a Filemón traza las líneas directrices y conducta de toda la Iglesia primitiva: acoger, elevar, convertir, bautizar, suavizar las mutuas relaciones, sin tomar actitud agresiva para con los amos, junto con la preocupación por no turbar la paz ni caminar con demasiada prisa ante una situación firme, estable y avalada por los siglos.
     
      No duda el cristianismo, frente a la sociedad romana en que el esclavo no tiene religión, en acogerle totalmente en un plano igualitario, con lo que muestra que es posible una sociedad, aunque en principio sea únicamente de tipo religioso, donde no haya diferencias entre libre y esclavo. Así, puede afirmar Lactancio (Divinae Institutiones, V,15) que «para nosotros no hay siervos, sino que a éstos los consideramos y llamamos hermanos en el espíritu y consiervos en la religión». Y S. Cirilo proclama que entre los obispos, sacerdotes o diáconos hay esclavos y libres, del mismo modo que autores como S. Ireneo, Tertuliano, Taciano, por citar algunos, al hacerse eco de la misma doctrina, se muestran orgullosos de haber roto una desigualdad que no podía tolerar la ley natural ni la ley de Cristo. Por lo mismo, S. Gregorio Nacianceno declara incompatible la e. con el cristianismo, y S. Cipriano la reprueba en los cristianos como un delito, mientras algunas sectas intentan de hecho rebelarse abiertamente contra la misma. Espíritu y doctrina cristianos que van cuajando en realidades, como la plena participación del esclavo en las asambleas, en la vida religiosa, en los ritos y sacramentos; que lleva, incluso, a la paradoja de que el sometido y sin derechos en la vida civil, tenga un rango superior en la vida religiosa.
     
      De ahí, también, la defensa de la legitimidad del matrimonio entre los esclavos, inculcando además a los amos el deber de casar a los esclavos que vivan en desorden (Constituciones Apostólicas, VIII,32), y que el papa Calixto autorice, contra la costumbre y leyes romanas, el matrimonio de libres con esclavos o libertos, así como el que en los cementerios cristianos no se haga mención de la condición de esclavos de los allí enterrados, lo que, en cambio, se hacía notar en los cementerios civiles. Añádase la llamada limosna de la libertad, considerada desde su origen en la Iglesia como la primera de las limosnas. Habla S. Ignacio de que una parte de lo que daban los fieles era para liberar esclavos; se recogen cotizaciones en época de S. Cipriano para liberar esclavos en Numidia; S. Ambrosio vende con el mismo fin los vasos sagrados, no siendo éste el único caso. S. Clemente Romano exalta el ejemplo de los cristianos heroicos que se sometieron a e. para liberar a otros cuya fe y costumbres estaban en peligro. Y se va generalizando la costumbre, introducida en la Iglesia, de manumitir pro remedio animae, ya como legado testamentario, ya a la muerte de un ser querido, así como es fácil dar la libertad al esclavo admitido al sacerdocio. Práctica y acción cristianas que se van abriendo paso en una época hostil, afianzando en el esclavo su conciencia de persona con ciertos derechos inalienables; y estos esclavos, que antes se consideraban carentes de todo derecho y -forzados únicamente a obedecer, se enfrentan ahora, conscientes de sí, a las autoridades o a sus amos en defensa de su fe o de su honra.
     
      Estas conquistas del cristianismo habrían por fuerza de repercutir en la mentalidad jurídica de la época y en la legislación, que ya por sí había intentado suprimir algunos de los grandes abusos de los primitivos tiempos, pero que, a partir de los emperadores cristianos, se deja notar sin duda alguna, intentando secundar las directrices de la Iglesia. Sería largo querer seguir en detalle su desarrollo. En Constantino encontramos una serie de medidas de alto significado: prohíbe marcar en la cara a los esclavos; suprime la crucifixión a ellos aplicada como castigo; declara culpable de homicidio al amo que haya causado la muerte de algún esclavo; prohíbe separar a padres, hijos y hermanos en la venta de terrenos. Una apertura ya legal, sin duda conquista de la Iglesia, y en la que se mantienen los emperadores todos, a excepción de Juliano, hecho significativo dada su tendencia anticristiana y paganizante, y que alcanza su apogeo con Justiniano, quien, entre otros muchos avances, castiga el rapto de una mujer esclava con la misma pena que el de la libre, permite a los senadores esposar esclavas y prohíbe separar del suelo a los esclavos.
     
      Medievo. En el primer momento de la época bárbara, hay un cierto retroceso, nada extraño si se tiene presente la dureza de los tiempos y costumbres. Muy pronto, sin embargo, vuelve la Iglesia a intervenir, ahora con autoridad directa y consciente de ella, intervención que se puede calificar de oficial al provenir principalmente de los concilios.
     
      Cabe destacar en esta época el derecho de asilo al esclavo que huye, debiendo prometer solemnemente el amo el perdón al recibirle (y excomulgando al amo que falte a su promesa); la prohibición del castigo físico aun al esclavo criminal acogido a la Iglesia; la insistente defensa del matrimonio entre esclavos, o entre libres y esclavos; igualmente, la petición por parte de la Iglesia de un cierto descanso corporal para el esclavo, insistiendo en la manumisión y, cuando no sea posible, en suavizar el trato y trabajo corporal.
     
      El problema de la tierra, abandonada por diversas causas por los colonos, obliga a una serie de medidas que condujeron paulatinamente a convertir los esclavos rústicos en siervos de la gleba. Se inicia con esto una nueva era en la e.: la servidumbre (v.), abierta ya a muchos derechos y libertades, aunque todavía con limitaciones, pero que constituye un avance importante en relación con la situación anterior. Continúa habiendo esclavos, en sentido de totalidad, pero la transformación iniciada crece bajo el influjo de la Iglesia y de las leyes. La conducta seguida por la Iglesia con los cultivadores de sus numerosas y vastas posesiones es decisiva en este punto. S. Gregorio I Magno (v.) da normas muy concretas sobre el trato a los siervos: insiste en la obligación en monjes y eclesiásticos de apartar en la producción, primeramente, lo necesario a los siervos; en que se fijen con caridad las prestaciones, que éstas no puedan agravarse y que se restituya a los siervos lo que se hubiere percibido de más; sobre las concesiones de tierras por, un pequeño canon, siempre menor que el de los señores civiles. Da una carta de manumisión en favor de dos de sus esclavos, cuya fórmula, muy favorable, pasa a los libros litúrgicos de toda Europa y contribuye a que la manumisión sea considerada, no como un acto de liberalidad, sino en cierto modo obligatoria. En época feudal, en la que,
      dada la independencia de los señores, se recrudece la arbitrariedad y a veces el mal trato y abuso de esclavos y siervos, las instituciones eclesiásticas (monasterios, etc.), que llegan a ser propietarias de muchos territorios, y que se mantienen en línea avanzada por lo que toca a la libertad y los derechos de los siervos, proceden a la concesión de terrenos, mediante el cobro de cánones muy módicos y sin exigir prestaciones y obliga poco a poco, por la ley del equilibrio, a que los señores feudales se acomoden a su orientación.
     
      De la Edad Moderna a la actualidad. Reaparece la e. en el s. XV con la trata de negros, en una opresión comparable, por su falta de humanidad, a las épocas más duras de los tiempos antiguos y, en cierto modo, incomprensible en una época de civilización muy avanzada y cristianizada. Son ya aquí los poderes públicos, a cuyo control escapaban los abusos en la mayoría de los casos, quienes van tomando la iniciativa y con su legislación encauzan el problema hasta eliminarlo. Una vez más, también, la Iglesia se ve obligada a intervenir, y ya en 1462 Pío II califica la trata de «gran crimen». Paulo III, en 1537, manda al obispo de Toledo proteger a los indios y excomulga a quienes los redujesen a e. y quitasen sus bienes. Siguen las intervenciones papales en una línea ininterrumpida, por lo que Benedicto XIV se lamenta ante el rey de Portugal y el obispo de Brasil de que no hayan sido puestas en práctica las disposiciones de sus predecesores, y publica Gregorio XVI en 1837 una encíclica exhortando a los obispos de Brasil a que utilicen todos los medios para acabar con una situación tan lamentable y anticristiana (Acta Gregoriana XVI, II, Roma 1901, 387 ss.).
     
      Aunque la e. esté oficialmente abolida, con acuerdo unánime de todos los países civilizados, subsiste su práctica en ciertos pueblos primitivos, a veces con la complacencia e interesada tolerancia de los llamados a ser sus educadores. De ello se quejaba amargamente León XIII en su Epístola a los obispos del Brasil sobre la esclavitud (5 mayo 1888).
     
      Ha de hacerse notar que, aunque suprimido este lastre social tomado en su forma estricta, la conciencia cristiana, que vio siempre en él un abuso contrario a la naturaleza, protesta también contra ciertas formas que disimulan su práctica, como son todas aquellas que admiten una discriminación degradante entre los hombres, sea en función de la raza, del sexo o de la posición social. En este sentido, la Iglesia recuerda que hay todavía bastante por hacer, advirtiendo hechos como los de segregaciones racíales (v. RACISMO II), las discriminaciones injustas (V. DISCRIMINACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA), etc. El Conc. Vaticano II se pronuncia abierta y reiteradamente contra todas estas situaciones, proclamando la dignidad de la persona, la igualdad de todos los hombres y los derechos inherentes a los mismos como seres libres. La enc. Pacem in terris, de Juan XXIII, como carta de derechos fundamentales, es el mejor exponente de esta solicitud.
     
      V.t.: ACEPCIÓN DE PERSONAS; DISCRIMINACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA.
     
     

BIBL.: A. D'ALÈS, Dictionnaire Apologétique de la Foi Catholique, I, 4 ed. París 1909; P. ALLARD, Les esclaves chrétiens depuis les premiers temps, París 1876; A. KATZ, Christentum und Sklaverei, Viena 1926; A. D'AMIA, Schiavitú romana e servitú medievale, Milán 1931; E. J. JONKERS, De 1'influence du Christianisme sur la législation relative a l'esclavage dans 1'antiquité, en Mnemosyne, 1933-34, 241-281; R. FLYNN, L'Église catholique et les noirs en Amérique, «Nouvelle Rev. Théologique>> 83 (1951) 833-845; A. ALCALÁ Y HENKE, La esclavitud de los negros en la América española, Madrid 1919; VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n. 23-32; G. BARAÚNA, ABÁRZUZA y OTROS, La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid 1967.

 

S. ALVAREZ TURIENZO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991