ELÍAS


1. El personaje. Profeta de Dios en el reino de Israel. Oriundo de Galaad, región de la Transjordania, nació en Tisbeh denominado actualmente, por metátesis, el-Istib o Lisdib, situado al N del río Yaboc, afluente del Jordán. Su nombre, 'Elyyahu, y también 'Elyyah (=Yahwéh es mi Dios), constituye un signo expresivo que anticipa y compendia la misión recibida de Dios: desterrar la idolatría y restaurar el culto de Yahwéh. La viuda de Sarepta y los enviados del rey Ocozías le llaman «el hombre de Dios», reconociendo, a través de los prodigios realizados, que Dios estaba con él (1 Reg 17,18; 2 Reg 1,9).
     
      Impresionaba a todos su figura austera y penitencial. Se cubría con túnica y manto tejidos rudamente con crines, ciñéndose con un cinturón de cuero (2 Reg 1,8). De carácter enérgico y vehemente, luchó con indomable resolución por la causa de Yahwéh, sin arredrarse ante los más graves peligros. Nada sabemos de su familia, infancia, educación y juventud. Irrumpe inesperadamente en el relato bíblico frente al impío rey Ajab ('Ah'ah), como un fuerte aldabonazo de Dios en la conciencia de Israel. Desarrolló su ministerio profético durante el reinado de Ajab (874-53 a. C.), principalmente, y el de su hijo Ocozías. Fue nómada en su género de vida. Sometido a las tribulaciones inherentes a toda misión profética, que alcanza en Cristo la suprema expresión de verdad y de dolor, se vio agobiado por la obstinada contumacia de su pueblo y acosado por la persecución, hasta que, cansado de vivir, pidió a Dios que llevara su alma (1 Reg 19,4). Pero, en los momentos decisivos, Dios le puso a salvo prodigiosamente.
     
      Dejó a su discípulo Eliseo (v.) dos partes de su espíritu profético -expresión popular de la herencia del primogénito-, que han sido representadas en la iconografía cristiana por el águila bicéfala como emblema de Eliseo. E. desapareció arrebatado misteriosamente (2 Reg 2,11-14). «Su destino y supervivencia terrena constituyen un secreto aún no esclarecido» (Flavio Josefo, Antiquitates judaicae, IX,28). Probablemente, la descripción de su triunfal asunción en un carro de fuego tirado por caballos centelleantes, símbolo frecuente en aquella época del poder y la majestad, debe interpretarse como una expresión poética. Con este inspirado epílogo, la tradición judía entonó su himno de victoria a la figura relevante del profeta, prototipo del «hombre de Dios», a su epopeya profética, que dejó tan honda huella en la tradición judía, y ensalzó la magnificencia de Dios en la recompensa a su fiel mensajero. Más claro aparece su retorno, anunciado por Malaquías (4,5-6), si bien no tiene carácter escatológico y personal, sino mesiánico y figurativo (Le 1,17; Mt 11,10-14; 17,10-13; Me 9,11-15), por analogía con el carácter, actividad y porte exterior del Bautista. Junto a Cristo, aparecen en la escena de la transfiguración (v.) Moisés, que establece el culto a Yahwéh, y E., su esforzado restaurador (Mt 17,1-13 y paralelos).
     
      Pertenece al grupo de los «profetas anteriores», encuadrados por la tradición judía en un primer ciclo profético que comprende los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes, a diferencia del canon cristiano, que los incluye entre los libros históricos (v. PROFECÍA; BIBLIA I-II). Con brillantez épica, Ben Sirac enaltece su memoria, ofreciéndonos una bella síntesis biográfica del profeta (Eccli 48,1-16).
     
      2. Ambiente histórico-religioso de su época. El cisma político de Israel que originó su escisión en dos reinos, el de Israel (v.) y el de Judá (v.) (930 a. C.), provocó también una profunda crisis religiosa: «Jeroboam se dijo en su corazón: 'Si bien este pueblo sube a Jerusalén para hacer sacrificios en la casa de Yahwéh, el corazón del pueblo se volverá a su señor, Roboam, rey de Judá, y me matarán a mí'. Después de pensarlo, hizo el rey dos becerros de oro y dijo al pueblo: 'Bastante tiempo habéis subido a Jerusalén; ahí tienes a tu dios, Israel, el que te sacó de la tierra de Egipto'. Hizo poner uno de los becerros en Betel y otro en Dan; y esto indujo al pecado, pues iba el pueblo hasta Dan para adorar» (1 Reg 12,2630). La astucia de Jeroboam no vaciló en sacrificar lo más sagrado de Israel a su propia ambición política. Abiertos por el monarca los caminos de la idolatría a un pueblo proclive en su larga historia al culto de los dioses extraños (Dt 9), los reyes que le sucedieron abundaron en las mismas abominaciones (1 Reg 15,26.34; 16,13.19.26). Pero Ajab «hizo el mal a los ojos de Yahwéh más que todos cuantos le habían precedido; y como si fuese poco darse a los pecados de Jeroboam, tomó por mujer a Jezabel, hija de Etbal, rey de Sidón, y se fue tras Baal...» (1 Reg 16,30-32).
     
      Personalmente, Ajab fue un adepto del yahwismo. Consulta frecuentemente a los profetas de Yahwéh (1 Reg 22,6-8); acepta la matanza de los profetas de Baal en el Carmelo (1 Reg 18,41); se arrepiente ante la amenaza de E. por el asesinato de Nabot (1 Reg 21,27-29); impone nombres yahwísticos a sus hijos: Jeho-ram, Acaz-yah, Athal-yah; pero el absolutismo de su esposa Jezabel, mujer impía, orgullosa y cruel, avasalló la débil voluntad del rey, imponiendo su fanatismo idolátrico. Edificó en Samaria, capital del reino, un templo a Baal en el que puso también su 'áserah o efigie de la diosa Astarté (v.); persiguió a los profetas de Yahwéh; destruyó los altares levantados a Yahwéh; fomentó el culto a las divinidades fenicias como réplica pagana al culto monoteísta. El mismo E. describe la trágica situación religiosa de Israel: «He sentido vivo celo por Yahwéh Sébaót; porque los hijos de Israel han roto tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a cuchillo a tus profetas, de los que sólo he quedado yo, y me buscan para quitarme la vida» (1 Reg 19,10).
     
      Tales abominaciones del pueblo constituido por Dios como germen de una futura humanidad renovada y santificada, provocaron el castigo divino. Una vez más, Dios interviene en la historia de Israel con penas aflictivas que abren caminos a la conversión. Instrumento de esta intervención divina fue el profeta E., encargado de anunciar, realizar e interpretar el sentido histórico-teológico de los acontecimientos.
     
      3. Actividad profética de Elías. La obra profética de E. tiende a manifestar el designio de Dios sobre Israel, y remotamente sobre la humanidad, en tres dimensiones concretas: retorno a Yahwéh, único Dios; esperanza de salvación; sentido de justicia social.
     
      Retorno a Yahwéh, único Dios (1 Reg 17,1-7; 18,1-46). Israel se había acogido a la protección de Baal (v.), considerado como el señor de la naturaleza, rector del mundo, que recorría la tierra civilizando a los hombres. Se le veneraba en los «lugares altos» (montes, rocas y árboles), considerados como moradas de las divinidades. El culto se le tributaba, ante todo, para conjurar las sequías, remediar el hambre y obtener la fertilidad.
     
      E. sale al encuentro del rey Ajab y le anuncia, de parte de Dios, que una sequía terrible asolará al país durante tres años. Además del carácter punitivo, la conminación era un claro desafío a Baal, dios de la lluvia. La devastación fue irremediable. De ella nos informa también Menandro de Éfeso, citado por Flavio Josefo (Ant. jud., VIII,13,2) y la referencia del Evangelio (Lc 4,25).
     
      Quedaba así al descubierto la ineficacia protectora de Baal y la firme garantía de Yahwéh. Pero aún se haría más patente la acción de Dios en el reto lanzado por E, a los cuatrocientos profetas de Baal en el monte Carmelo (v.) sede del culto idolátrico (1 Reg 18,1-46). Mientras ellos invocaban inútilmente la acción protectora de Baal sobre el sacrificio preparado, E., después de ridiculizar su vana esperanza recordando irónicamente el historial protector de Baal, obtiene con su oración el prodigio de Yahwéh. El pueblo congregado, al presenciar el milagro obrado por Dios, exclama con gran entusiasmo: «Yahwéh es Dios, Yahwéh es Dios». Inmediatamente, E. manda degollar a los profetas de Baal, junto al torrente Cisón. Y, como respuesta de Dios a las aclamaciones de su pueblo, E. anuncia al rey Ajab que se apresure a volver a la ciudad, porque Dios va a enviar la lluvia sobre el país devastado por la sequía.
     
      Esperanza de salvación (1 Reg 17,8-24). Yahwéh es Dios omnipotente, autor único de la salvación de Israel, tal es la afirmación que evoca el acontecimiento anterior. Ahora, el episodio de Sarepta nos revela a Dios como autor único de la salvación personal: Yahwéh es nuestra única esperanza. El relato constituye una de las más bellas parábolas en acción de la divina misericordia recogidas por el A. T., y tiene un contenido claramente mesiánico. Desde las cavernas del torrente Querit, reseco por el castigo de Dios a Israel, E. se dirige, por indicación divina, a Sarepta, llamada hoy Safarand, situada junto al mar, a 15 Km. al sur de Sidón. Una mujer fenicia, viuda, recibe a E. y contempla atónita cómo «el hombre de Dios» multiplica prodigiosamente su último residuo de harina y aceite, salvando a ella y a su hijo de una .muerte inminente. Más tarde, muere su único hijo, y E., ante la humilde confesión y súplica ,de la pobre viuda, le devuelve la vida. Este gesto de misericordia divina para una mujer pagana, juntamente con las disposiciones internas que ella nos muestra en el transcurso del relato, ofrecen perspectivas muy significativas para la historia de la salvación.
     
      El mismo Cristo explicó a sus compatriotas de Nazaret toda la fuerza expresiva de aquel signo salvador (Le 4,25). Después de declarar cumplida en su persona la profecía de Isaías, que anunciaba la evangelización de los pobres, la redención de los cautivos y la liberación de los oprimidos, manifiesta que este episodio de Sarepta prefiguraba su acción mesiánica, de carácter salvador y universal: Yahwéh es Dios salvador de los pobres, que en Cristo alcanzarán la plenitud de su liberación.
     
      Sarepta es como un mirador construido por E. para contemplar el panorama de salvación que Dios ofrece generosamente a todos los hombres.
     
      Justicia social (1 Reg 21; 2 Reg 9,25-37). En la manifestación cósmica de Dios, la razón natural ha llegado al umbral del misterio de Dios y del hombre, logrando delinear sus relaciones interpersonales. Así, las civilizaciones del antiguo Oriente plasmaron en códigos la ética de las acciones y relaciones humanas; pero la revelación histórica de Dios, culminada en la Alianza del Sinaí (Ex 19,3-6), que, a su vez, prefiguraba la plenitud de la nueva Alianza (ler 31,31-34; Le 22,15-16, 19-20), interpelaba al hombre desde la profundidad del misterio de Dios y del hombre. Los profetas interpretan los acontecimientos de su tiempo a la luz de este régimen de la Alianza (v.). En él queda esclarecida la dignidad de la persona humana y enriquecida con un profundo sentido teológico, ya que es imagen y semejanza de Dios, objeto de su designio salvador, y está llamada a la participación de la vida divina. El crimen, la opresión, la injusticia, adquieren el carácter de un atentado sacrílego contra el mismo Dios.
     
      Los profetas alzan sus voces condenatorias contra los opresores y déspotas que atropellan al hombre (Os 4,1-4; Is 3,14-17; 5,8-17; Ier 5,26-29; 22,3.13-19; Hab 2,12; Mich 3; Ez 34). Ante el crimen del poderoso Ajab contra el indefenso Nabot, E. amenaza al rey con el terrible castigo divino que, por arrepentimiento de Ajab, sólo se cumplió en la impía Jezabel, cruel inspiradora del crimen (1 Reg 21,17-29; 2 Reg 9,25-37). Su cadáver, como había anunciado el profeta, fue comido por los perros en Jezrael, lugar donde ella había mandado asesinar a Nabot.
     
      4. Elías, hombre de acción. Impuso la fuerza de los hechos corno dialéctica irrebatible en función de la gran tesis que explica el ser y la misión de Israel: «Yahwéh es nuestro Dios». No intenta el profeta ofrecer una catequesis yahwista, de sobra conocida y experimentada por su pueblo a través de las maravillas obradas por Dios. La coyuntura histórica estaba urgiendo, más que el conocimiento de Dios por el pueblo elegido. Como heraldo de Yahwéh, lanza su vibrante proclama, encarnada en hechos tan sorprendentes que constituyen la más brillante epopeya del profetismo; y esto, más que por su relieve histórico, por el carácter teológico de los mismos.
     
      t.: ELISEO; CARMELO, MONTE.
     
     

BIBL.: L. PIROT, La Sainte Bible, t. III, París 1955, 667-703; S. GAROFALO, La Sacra Bibbia, Il Libro dei Re, Turín 1951, 132175; B.A.C. PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia comentada, t. II, Madrid 1961, 442-472; C. TRESMONTANT, La doctrina moral de los profetas de Israel, Madrid 1958, 63-212; G. LAMBERT, Elías, Figuras bíblicas, Salamanca 1966, 31-52; 1. STEINMANN, Le prophétisme biblique des origines à Osée, París 1959, 85-130; T. STRAMARE, F. SPADAFORA, F. NEGRI ARNOLDI, Elia profeta, en Bibl. Sanct. 4,1022-1039.

 

I. ZUDAIRE ARRAIZA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991