ELECCIÓN DIVINA


Noción. Es el acto soberano por el que Dios se escoge una nación o un individuo para llevar a cabo una misión determinada. En este sentido amplio toda colectividad y todo individuo es objeto de e. divina, puesto que a todos ha señalado Dios una misión que cumplir en el concierto del universo. Entendido así, este concepto se identificaría con Providencia (v.). Pero e. divina en un sentido más propio y restringido, precisamente el que aquí nos interesa, dice relación al designio salvífico divino. Dios que se elige una colectividad y en ella a unos individuos para de este modo revelarse a los hombres y salvarles. La historia de la e. divina se convierte así en la historia misma de la salvación (v.) y las grandes etapas de la historia salvífica están jalonadas por decisivas e. divinas mediante las cuales Dios lleva adelante sus planes. Ya desde este momento se vislumbra el estrechísimo vínculo que tiene el concepto bíblico de e. con el de misión y servicio, a la vez que se distingue del concepto teológico de predestinación (v.) del que, por tanto, prescindimos aquí totalmente.
     
      Dios elige a Israel. Prehistoria e historia de la elección. Bahar es el término hebreo que expresa técnicamente en la Biblia, y puede decirse que en exclusiva, la convicción israelita de ser el Pueblo (v.) elegido de Dios. Ese término no aparece en la literatura hebrea hasta el libro del Deuteronomio (v.) (cfr. Dt 4,37; 7,6; 10,15; 14,2; 21,5...). Basándose en ese dato terminológico, y presuponiendo que el Deuteronomio fuera una obra de redacción tardía (s. vtt a. C.), algunos críticos de tendencia racionalista han.pretendido sostener que la fe de Israel en su condición de Pueblo elegido sería reciente y tendría un paralelismo en la actitud de pueblos limítrofes suyos donde algunos personajes insignes (p. ej., Tiglatpileser y Ciro, v.) fueron a veces presentados como elegidos por Dios. Pero todo ello carece del menor fundamento. Independientemente de la eventual historia del término Bahar, la realidad que encierra pertenece a la esencia misma de Israel como nación, hasta el punto de que la historia de la e. se confunde con la historia de Israel (v. HEBREOS I y II; JUDAÍSMO). Porque si alguna cosa está clara en las páginas de la Biblia, es que la comunidad israelita no es un mero producto de la historia, un fruto del azar. Israel debe su existencia a la intervención divina que ha querido escogerle (Ex 19,15; Num 23,8 ss.; Idc 5,3-5) para que durante muchos siglos fuera el soporte visible de las promesas de salvación, el tronco en el que el resto de las naciones pudiera un día injertarse (Rom 11,16-24).
     
      Dios fue preparando misteriosamente esta e. a través de los oscuros siglos que precedieron a la llamada de Abraham (v.). Es la prehistoria de la e., tiempo en el que va delineándose el tema del Pueblo de Dios, aun mucho antes de realizarse históricamente. Tal es el sentido de los 11 primeros capítulos del Génesis (v.) y del resumen teológico-catequístico de la historia de la humanidad que allí se nos ofrece. Vemos que a raíz de la caída original Dios se reserva de generación en generación una serie de hombres justos: Abel (Gen 4,2 ss.; v.), Enós (4,26), Enok (5,23-24), Noé (6,9; 7,1; v.), todos ellos utilizados para evocar una realidad de importancia histórica excepcional, a saber, que Dios va encaminando la historia religiosa de la humanidad hacia la constitución de un pueblo en el que realice su designio universal de salvación (Gen 12,1-3). Sin embargo, hasta aquí no podemos hablar propiamente de e. sino de preferencias divinas, de tratamientos privilegiados.
     
      ¿Cuándo, pues, se realiza la e. divina de Israel como el Pueblo de la Promesa, el Pueblo de Dios? Los textos bíblicos colocan el acento en dos momentos capitales. Aquellos que los críticos suelen designar como yahvistas colocan la e. de Israel sobre todo en la época patriarcal (v. PATRIARCAS I), tomando como punto de arranque la vocación de Abraham (Gen 12,1-3); en esta dirección se orientan, además de los bellos pasajes que recogen las promesas hechas a los Patriarcas (Gen 15,7.13-14; 22.18; 26,24; 28,13-15), ciertas alusiones de la literatura profética (Is 41,8-9; 51,2; Mich 7,20; Ez 33,24) y sapiencial (Ps 105,5-10.42-44). Los textos elohístas dicen a su vez que Israel nace como Pueblo de Dios en los días del Éxodo (v.); «La historia de Israel comienza con Moisés», (E. Jacob, La tradition historique d'Israél, 148). A ello se une que los grandes Profetas (v.) anteriores al destierro avalan este punto de vista con sus repetidas alusiones a los acontecimientos del Éxodo como momento inicial de las relaciones de predilección y fidelidad entre Yahwéh y su Pueblo: Am 2,10; 9,7; Os 2,16; 11,1; ler 2,2; Ez 20,5.
     
      Frente a esta doble tradición sería un error tratar de presentarlas como antagónicas e irreconciliables. Es verdad que a través de toda su historia Israel consideró el momento de la liberación de Egipto como el supremo momento creador de la Nación; es verdad que el Éxodo ha dejado una marca profunda en el pensamiento de todo el A. T., incluso hay quienes pretenden interpretar todo el A. T. en función del Éxodo, pero, como es lógico, eso no descarta el hecho de que cuando Dios llama a los Patriarcas, a Abraham especialmente, está poniendo los cimientos para construirse un pueblo suyo predilecto. Y ciertamente la llamada de Abraham desde la tierra de Harrán (v.) no es un hecho puramente individual que afecte sólo a su persona; Dios le llama para hacerle padre de una gran nación vinculando a su respuesta la bendición de una numerosa descendencia. Sin duda, pues, que la vocación de Abraham constituye un momento significativo en la historia de la e. de Israel, tanto más cuanto hoy han sido revalorizadas las figuras de los grandes Patriarcas y se piensa que las historias patriarcales encarnan genuinas tradiciones históricas aun cuando no puedan leerse literalmente las narraciones que giran en torno a su vida.
     
      Debemos, pues, colocarnos en la perspectiva del Deuteronomio (4,57; 7,8; 10,15) y del autor del Salmo 105 que sintetizan ambas tradiciones: Dios elige a Israel cuando llama a Abraham para ser padre de un gran pueblo, pero las relaciones de los Patriarcas con Dios se sitúan todavía casi exclusivamente en la esfera de lo personal; será necesario que venga Moisés (v.) para que Dios entable relación con el pueblo propiamente tal.
     
      De cualquier manera la e. es un hecho del que Israel tuvo conciencia desde tiempos muy remotos (son testigos de ello las más antiguas confesiones de la fe israelita: Dt 26,1-11; Ex 34,9; Num 23,8-9; los 24,3.15; Idc 5,3.5.11; etc.) y a cuyo conocimiento llegó a través de sucesivas revelaciones, pero sobre todo a través de la experiencia vital de las repetidas intervenciones salvíficas de Dios en su historia: la liberación de Egipto (v. EGIPTO VIII), la teofanía del Sinaí (v.), la conquista de la Tierra Prometida (v. CANAÁN I), la misma liberación del destierro babilónico.
     
      Naturaleza y consecuencias de la elección. El porqué de la e. divina de Israel para ser el pueblo portador de las promesas salvíficas, será siempre un misterio y el mismo Israel sabe que ningún valor, ningún mérito propio la justifican. No hay otra explicación que la iniciativa gratuita de Dios, el amor de Yahwéh a Israel (Dt 7,6-8) que funda una intimidad inefable entre Dios y su pueblo: «vosotros sois mis hijos» (Dt 14,1), sin llegar jamás al parentesco natural propio de las religiones paganas. Pero entonces alguien podría pensar que la e. que Dios hace de Israel entre todas las demás naciones es un acto arbitrario de Dios. No hay tal. En primer lugar porque la e. del Pueblo de Dios es en realidad una creación. Dios es el creador de Israel (Dt 32,6; Is 27,11; 43,1.15: «Yo soy Yahwéh, vuestro Santo, el creador de Israel»; cfr. Is 54,5). No se trata, pues, de escoger un pueblo entre los demás pueblos preexistentes, sino de crearse un Pueblo Nuevo. Y al crearse este pueblo, Dios crea una humanidad nueva capaz de participar en la vida misma de Dios. El último momento de este acto creador será el Pueblo de Dios escatológico, es decir, la Iglesia (v.).
     
      Pero es que además esta creación-elección se orienta hacia la realización concreta de los planes de Dios sobre la humanidad. En su independencia soberana Dios modeló un pueblo, Israel, a fin de alcanzar un objetivo que afectaba a todos los hombres. La e. de Israel no implica la exclusión de los demás pueblos, sino su llamada a través de lo que en Israel acontece. Por lo demás, Dios no privó a los demás pueblos de sus dones. Y así, a través de las cosas creadas, se dio a conocer a ellos (Act 14,15-17), les otorgó cualidades humanas que les permitieron alcanzar cumbres en el orden de la filosofía, del arte, etc., destinadas a servir de algún modo al plan salvador, etc. Todo ello ha de ser recordado para entender bien la imagen bíblica del alfarero (Is 29,16; 64,7; Ier 18,2-6; Rom 9,20-24) muchas veces erróneamente aplicada al problema de la predestinación (v.). «Imaginar a un alfarero demente que fabrica vasijas para luego reducirlas a pedazos, como si fuera el tipo de la figura de Dios, es algo terriblemente deshonroso para Dios. La vasija menos noble que el alfarero fabrica es siempre algo que él necesita y que tiene una utilidad concreta» (cfr. H. Rowley, o. c. en bibl. 41).
     
      La e. divina no es, por tanto, un privilegio a cuya sombra Israel pudiera creerse invulnerable. Es ante todo una exigencia de servicio, y en tanto es privilegio en cuanto servir a Dios es, sin duda, un espléndido privilegio que lleva consigo toda una serie de recursos ofrecidos por Él para el cumplimiento de la misión confiada. Pero nunca es para el privilegio, sino para el servicio para lo que Israel es elegido. Muchas veces los israelitas adulteraron el sentido de la e. como si ésta fuese algo mágico que comprometiera irrevocable e incondicionalmente a Dios en su favor a pesar de las repetidas infidelidades; pero otras tantas los Profetas les salieron valientemente al paso para hacerles caer en la cuenta de la locura que suponía alimentar una falsa y temeraria seguridad (Am 2,9-16; 9,7-10; 5,14-18; Mich 3,11-12; Ier 7,4-34; cfr. Ier 5,12; 23,27; Ez 13,1-23 ... ). El destierro y la desaparición de Israel como estado independiente fue un rudo golpe que vino a dar plena razón a los Profetas. Sin embargo, el mal no se curó como cabía esperar; la lección fue desaprovechada por una buena parte del pueblo que siguió considerando la e. como un privilegio nacional, como un seguro a todo riesgo, hasta el punto de que para los judíos del tiempo de Jesús el hecho de ser hijos de Abraham constituía la mejor garantía de la protección divina (Mt 3,9). Jesucristo y las primitivas comunidades cristianas hubieron de luchar reciamente contra estas torcidas interpretaciones de la e.
     
      En general cabe pensar que la tergiversación israelita del concepto de e. ha debido ejercer una gran influencia en ese tenaz nacionalismo que ha tentado con frecuencia, a lo largo de toda su historia, a este pueblo privilegiado (V. ISRAEL, REINO DE; ISRAEL II y III). El pecado de Israel como Pueblo consistió, pues, en no comprender el alcance de su e. y esto a pesar de los esfuerzos realizados por los Profetas, como se refleja en la segunda parte de Isaías (v.; cfr. Is 42,1-4; 43,10-12; 44,1-8; 55,4). A este respecto es de notar cómo esta segunda parte, teniendo un carácter más universalista, es la que más resalta el pensamiento de que Israel es el Pueblo elegido de Dios. La consecuencia es clara: la e. de Israel está en función del servicio que ha de prestar al resto de las naciones, v sólo siendo fiel a esta misión universal, Israel alcanzará el objetivo de su elección. Pero si como pueblo puede decirse que Israel no comprendió su misión y traicionó, por tanto, la Alianza (v.) y la e., los más selectos espíritus israelitas supieron siempre comprender su destino y de ellos se sirvió Dios para realizar sus designios.
     
      La Iglesia del Nuevo Testamento, heredera de la elección. Hubo un momento crítico en la historia de Israel. Fue el momento del destierro en el que Dios pareció anular la e. y abandonar a Israel dejándole perderse entre los demás pueblos (cfr. 2 Reg 23,27). Los Profetas intuyeron esta posibilidad tremenda (Ier 6,30; 14,19), pero pronto se dieron cuenta de que, a pesar de todo, Yahwéh mantenía la e. (Ier 31,37; Os 11,8; Ez 20,23; Is 50,1). Sin embargo, Dios les lleva a contemplar la e. en una nueva perspectiva. Ya no será el Israel total, que ha sido infiel a su misión, el encargado de llevar adelante los planes de Dios. Ahora la misión se confía a un Resto, un Israel ideal (Is 4,3; 10,20-22; Miq 5,7-8; Ier 23,3; 31,31-34; v. ISRAEL, RESTO DE) constituido no tanto por los hijos de Abraham según la carne, cuanto por aquellos a quienes Dios dará «un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ez 11,19-20). Los Profetas fueron así perfilando la imagen de un Nuevo Israel, de un Nuevo Pueblo de Dios personificado en la misteriosa figura del Siervo de Yahwéh (v.) cuya existencia es toda ella pura e. divina (Is 42,1 ss.; 49,1 ss.; 52,13; 53,12).
     
      Este Nuevo Pueblo de Dios, heredero de la e. divina, es la comunidad escatológica fundada por Jesucristo, es decir, la Iglesia del N. T. (v. IGLESIA I, 2). Por tanto, cuando la Iglesia nace, no es fruto de una suplantación como si Dios hubiese repudiado a un pueblo y escogido a otro. Sencillamente en la Iglesia se verifica el verdadero Israel, el auténtico Israel querido por Dios, el Israel de Dios, como le llama S. Pablo (Gal 6,16), del que la antigua comunidad israelita del desierto sólo era sombra y primicia.
     
      Para que el viejo Israel cumpliese su destino, Dios le fue suscitando constantemente guías en cuya llamada se reproducen con frecuencia los rasgos fundamentales de la e. de la Nación. Tal es el caso de Moisés, de Josué (v.), de los Reyes y Profetas, de los mismos sacerdotes. Sin embargo, a ninguno de ellos distinguió Dios con el apelativo personal de «mi elegido»; era éste un título reservado al Pueblo como tal. En el Nuevo Israel, en cambio, no sólo la comunidad es «una raza elegida» (1 Pet 2,9-10) o tal vez mejor, como dice S. Pablo, un pueblo injertado en el olivo de la e. (Rom 11,17 ss.), sino que su jefe, Cristo, es el «Elegido de Dios» por antonomasia (Lc 9,35; 23,35), el Siervo llamado desde el seno materno (cfr. Lc 1,31.35; Is 49,1), más aún desde antes de la creación del mundo (Eph 1,4), a concentrar en sí el Nuevo Pueblo de Dios y a recapitular, por tanto, todas las e. hechas en el pasado y las que habrán de hacerse en el futuro (Eph 1,10-11).
     
      Jesucristo (v.) es, pues, el gran Elegido de los tiempos escatológicos, la «piedra angular, elegida, preciosa» sobre la que se levanta el edificio de la comunidad cristiana que Dios va construyendo en el corazón de la historia (1 Pet 2,4-9). Todos los demás son elegidos en Cristo y por Cristo. Así es como Cristo plenamente consciente de su condición excepcional, de vivir un destino único, de ser el líder del Israel de Dios anunciado por la S. E. (Lc 24,27; lo 5,46), elige a los doce hombres encargados de extender por el mundo el pueblo de los hijos de Dios (Lc 6,13-16; lo 6,70; 15,16). Sería difícil no ver en este gesto de Cristo una acción simbólica destinada a subrayar la continuidad del antiguo pueblo elegido en esta comunidad de los tiempos nuevos que es la Iglesia del N. T. (cfr. Mt 19,28). Por lo demás la naturaleza y el fin de la e. tanto de la comunidad como de los individuos en el Nuevo Israel, siguen siendo los mismos que el Antiguo, pero ya en una perspectiva abiertamente universal: irradiar el mensaje salvador de Dios a todos los pueblos, para que todos, incluido el mismo Israel, se integren, finalmente, en la gran comunidad de los hijos de Dios (Rom 11,11-36). La e. divina se alarga así en potencia a todos los pueblos y a todos los individuos, pues todos pueden y deben pertenecer al Israel de Dios en el que no cuentan ya los títulos de carne o sangre sino el haber nacido de Dios mediante la fe en Jesucristo (lo 1,12-13).
     
      V. t.: VOCACIÓN; ALIANZA (Religión); SALVACIÓN II; PUEBLO DE DIOS; ISRAEL, RESTO DE; IGLESIA.
     
     

BIBL.: A. VAN DER BORN, Elección en Diccionario de la Biblia, Barcelona 1963, 539-547; G. E. MENDENHALL, Election, en The Interpreter's Dictionary of the Bible, II, Nueva York 1962, 76-82; A. G. LAMADRID, Elección, en Enc. Bibl. II, Barcelona 1964; 11921196; J. GUILLET, Elección, en Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1965, 225-231; J. M. Powis, The Chosen People, «American Journal of Semitic Languages and Literatures» 1928-29; H. H. ROWLEY, The Biblical Doctrine of Election, Londres 1950; T. Z. VRIEZEN, Die Erwühlung Israels nach dem A. T., Zurich 1953; F. ASENSIO, Yavé y su pueblo, «Analecta Gregoriana» 58 (1953); H. J. KRAUS, The People of God in the O. T., Nueva York 1958; K. KOCH, Zur Geschichte der Erwühlungsvorstellung in Israel, «Zeitschrift für die alttestamentliche Wissenschaft» 67 (1965) 205-226: D. C. PELLET, Election of Selection; The Historical Basis for the Doctrine of the Election of Israel, «Encounter» XXVI,2 (1965) 155-169.

 

M. SALVADOR GARCÍA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991