1. Concepto. De una manera general podemos decir que e. es todo lo que
ejerce una influencia perfeccionadora en otro u otros, lo que posee fuerza
educadora, lo que contiene educatividad. En esta opinión tan amplia, tanto
nos referimos al hombre, como ser capaz de estimular el acto educativo en
los sujetos, como a aquellos factores o instituciones capaces de mejorar
una personalidad. Ciertamente, bajo esta denominación se agrupan múltiples
personas y circunstancias que ejercen este efecto de una manera más o
menos intensa. No estaría por ello de más que intentáramos buscar una
clasificación de los e. en toda la amplitud de su significado.
En su obra Pedagogía General cita Ricardo Nassif la clasificación
propuesta por el pedagogo suizo Martín Simmen. Según esta clasificación
los e. pueden ser: a) primarios; b) secundarios; c) en forma de objetos o
circunstancias especiales. Los e. primarios son subdivididos en
individuales e institucionales. Entre los primeros incluye a la madre, el
padre, padrastros, padres adoptivos, tutores, directores de internados,
directores de colegios, profesores, etc. Entre los e. primarios
institucionales están: la familia, la escuela en todas sus formas y
niveles, las iglesias, sea cualquiera su orientación, el Estado y las
organizaciones juveniles.
Los e. secundarios pueden ser también personales e institucionales.
Incluye Simmen entre los primeros a los parientes, amigos, compañeros,
vecinos y, en general, a los amigos de los niños y de los jóvenes. Como e.
secundarios en forma de institución se citan: la prensa, revistas,
publicaciones especializadas, literatura en general, conferencias, medios
de comunicación social, etc. Y finalmente, como objetos educadores,
menciona los libros, los medios didácticos de cualquier tipo, el material
de trabajo escolar, etc. Y entre las circunstancias educadoras: los
aspectos climáticos, la raza, la estructura política y económica
nacionales, el ambiente histórico, el medio cultural, las tradiciones,
religión, etc. En esta clasificación la palabra e. se toma en un sentido
amplio que no es usual en nuestro idioma. Los objetos llamados educadores
son más bien educativos, debiéndose reservar la palabra e. para las
personas. En este trabajo nos vamos a referir con dicho vocablo a toda
persona que lleva a efecto o que influye en el perfeccionamiento de otras.
Si estuviéramos obligados a precisar aún más, por ley natural nos
referiríamos a los padres, por derecho divino a los representantes de la
Iglesia, y por encargo de los padres, a los maestros. Mas volviendo sobre
el efecto educador es casi obligado plantear el eterno tema, analizado por
Santo Tomás y por otros muchos autores, de si es posible que un hombre
enseñe a otro hombre, pues, en definitiva, lo único que el maestro parece
conseguir es mover hacia el conocimiento o la educación las propias
potencias de los alumnos. Es decir, que los educandos se educan solos, ya
que los educadores son sólo causas externas que facilitan el
perfeccionamiento de esas potencias, pero que no lo realizan propiamente.
«En último término, podríamos decir que es una causa coadyuvante, o, si se
quiere, una causa eficiente, pero de valor secundario, ya que no es causa
eficiente perfectiva, por no ser capaz por sí misma de producir la
educación. La educación se realiza en virtud del ejercicio, del movimiento
de las facultades del propio sujeto». (V. GARCÍA HOZ, Diccionario de
Pedagogía, Barcelona 1964, 320).
Se olvidan a menudo, empero, estas sutilezas filosóficas y así
observamos que de aquellos que poseen la «aptitud para educar» suele
decirse que poseen educatividad. Puede definirse esta aptitud como «la
fuerza educativa capaz de realizar influencias». Recordemos que el término
fue propuesto por el filósofo y pedagogo español J. Zaragüeta en su obra
Pedagogía fundamental, a la vez que propuso su correlativo, educabiidad,
«aptitud del educando para ser educado».
En cuanto al término maestro, ¿hemos de identificarlo con el de e.?
Ciertamente, todo lo que se diga para el e. puede también decirse para el
maestro, el cual es una de las formas que hay de ser e. Pero la noción de
maestro está más delimitada que la de e. Es e. todo el que realiza una
función pedagógica, cualquiera que ésta sea. El maestro es quien dedica su
vida a esta actividad, es el «profesional y técnico» de la educación. El
e. realiza su labor de un modo posiblemente aislado y asistemático, el
maestro lo hace de una manera continuada y metódica. Reparemos en esta
otra opinión sobre ambos vocablos: «Teóricamente los conceptos de educador
y maestro son distintos, no sólo etimológica, sino vulgarmente
considerados; puesto que con la palabra maestro se designa al que
proporciona una determinada enseñanza y se fija principalmente en la
formación de la inteligencia. Y con la de educador, al que se preocupa de
una formación integral y se fija, sobre todo, en la formación del
carácter». (C. Sánchez Buchon, art. c. en bibl.).
2. Tipología del educador. Es cuestión muy importante llegar a
conocer cómo deben ser los e., qué particularidades deben reunir. Hace ya
muchos años que la ciencia pedagógica se ha planteado el problema de la
determinación de la horma que defina al e. Y lograrlo ha resultado ser
trabajo sumamente difícil. Realmente, no ha sido posible llegar a separar
un tipo único de e. ya que, según las distintas direcciones
filosófico-pedagógicas, así han resultado sus correspondientes arquetipos.
Veamos cómo se plantearon el tema de la tipología del e. algunos pedagogos
muy notables (cfr. R. Nassif, o. c. en bibl.): E. Spranger piensa que el
e. ha de sentir ante todo un gran amor por el niño y por el joven, es
decir, debe tener un claro ribete social. Pero también será un ferviente
enamorado de aquellos valores que intenta incorporar a los demás. En esta
atracción hacia la perfección de lo inacabado deduce un indicio estético
en el espíritu educador. Más tarde atribuye un síntoma religioso, no en el
sentido ordinario del término, sino en el de «elevación o dirección de las
vivencias hacia una relación superior de valor». Por todo ello, sería
considerado e. perfecto el que pudiera reunir los tres atributos antes
citados (social, estético y religioso), cosa francamente difícil. En su
trabajo El alma del educador y el problema de la formación del maestro, el
pedagogo alemán Georg Kerschensteiner, de clara tendencia socializadora,
nos habla de tres tipos de e.: el e. paradigma o e. modelo, quien ejerce
una importante labor por la fuerza misma de su irradiación personal; el e.
teórico, que más bien debe ser llamado pedagogo, es un sistemático del
problema educativo, un «educador de despacho», al que normalmente atrae
más esta posición que la de contacto directo con los educandos; el e.
práctico, que para muchos tratadistas es el verdadero y único e., «hombre
que no solamente influye en el ser de sus semejantes o sucesores creando
en ellos determinados valores culturales, sino que posee además una cierta
inclinación de sentido práctico para mantenerlos en actividad». Igualmente
incluyendo al e. en la forma social de vida, R. Hubert, en su Tratado de
Pedagogía General, nos menciona cuatro tipos de e.: 1) el asceta,
preocupado ante todo por reducir en los educandos toda propensión a la
sensualidad; 2) el desinteresado, que trata de apartarlos de los bienes
materiales; 3) el laborioso, que se empeña en desarrollar sus cualidades
activas, y 4) el dominador, que se complace en ejercer su poder sobre
ellos y conducirles hasta su propia concepción de la existencia. Como
escribe el propio Hubert, «cuatro actitudes personales frente a la vida,
cuatro modos diferentes de acción pedagógica». Con un criterio más amplio
está desarrollada la tipología de Wilhelm Flitner, quien consigue los
siguientes ejemplos de e.: 1) sociales, que se dirigen tanto a la juventud
como a la madurez y buscan la formación cívica del hombre; 2)
dominante-directivos, en los que predomina la vivencia del poder;
normalmente se preocupan de los niños y de los jóvenes; 3) humanistas, a
los que importa sobre todo el hombre capaz de desarrollar una idea
elevada, capaz de la creación artística, p. ej., 4) religiosos, que se
plantean los problemas educativos desde el ángulo de los valores supremos
de la persona y desde ahí asumen e integran los demás; privan los valores
religiosos y no suelen poner tope de edad para la formación.
Estos diferentes tipos de e. han de encarnar necesariamente
diferentes cualidades, todas ellas válidas en cada forma de acción
pedagógica. Pero hay que entender que existen unas cualidades comunes que
de una forma u otra suelen darse en los genuinos e., cualidades éstas que
son las que permiten encuadrarlos en esta categoría. La relación de
cualidades específicas del e. podríamos hacerla casi infinita, sin
embargo, vamos a relacionar sólo aquellas que nos parecen más
representativas: 1) Inclinación hacia la inmadurez del niño y del joven,
unido a una profunda voluntad de desarrollo de los mismos. 2) Amabilidad o
facilidad para llegar a la intimidad de los demás, pues nada menos
oportuno para un e. que la desconcertante actitud hiriente. Aquí también
puede ser incluida la faceta de la comprensión de los defectos de los
educandos y su fácil justificación. 3) Ciaro sentido de los valores, con
el fin de hacer que los educandos puedan llegar a ellos, puedan participar
de los que la vida le ofrece (moralidad, sociabilidad, ciencia, belleza,
amor, progreso, etc.) y tengan una exacta idea de su jerarquía. 4)
Imparcialidad. Virtud necesaria para el e. si desea conservar su
autoridad. Mientras se respire justicia en el grupo, habrá la suficiente
tranquilidad y se obtendrán frutos; cuando aquélla se pierda, aparecerán
las censuras hacia esa autoridad y se multiplicarán los inconvenientes. 5)
Buen humor. El niño y el joven tienden hacia quien porta alegría y
optimismo. La excesiva seriedad en gestos y en palabras pone una barrera,
infranqueable muchas veces, por la que resulta muy difícil lograr el
diálogo sincero. «En la enseñanza se graba mucho mejor lo que se dice con
un matiz afectuoso y alegre. Y es que hay una ley psíquica según la cual
los sentimientos agradables favorecen la memoria» (C. Sánchez Buchon, o.
c. 428). Los educandos, por otro lado, tienen derecho a esa alegría.
Cuando alguien se educa, no está recibiendo un castigo. Al fin y al cabo,
la educación es un medio de lograr una felicidad, la felicidad de
transformarse en hombres. Mas, ¿cómo se van a lograr plenamente esos fines
si permanecen los tristes recuerdos de frecuentes y duras sanciones?
3. Comunidades educadoras. El derecho a la educación y el deber de
educar. No es posible hacer de la educación una labor solitaria, pues los
hombres, ya desde su nacimiento, están inmersos en el seno de tres
sociedades a la vez: la familia, la sociedad civil y la Iglesia. Las dos
primeras son sociedades naturales, la tercera es una sociedad de índole
sobrenatural. Que la educación corresponde a la familia es una realidad
evidente, pues su finalidad de procreación de la prole lleva implícita la
de su preparación para la vida. La familia tiene antes que nadie el
derecho a la educación de los hijos. Pero al ser esta sociedad imperfecta
en cuanto a los medios para poder lograr el mejor perfeccionamiento de su
prole, es por lo que acude a la sociedad civil, como sociedad perfecta en
teoría, que suele realizar con mayores posibilidades la formación de esos
pequeños ciudadanos. La tercera sociedad, la Iglesia, sociedad de orden
sobrenatural y universal, debe ser considerada también sociedad perfecta,
por poseer todos los medios para lograr su fin, que es la salvación de
todos los hombres. El peculiar objeto de su misión educativa consiste en
la instrucción sobre las verdades de la fe y la formación de las sanas
costumbres.
El derecho de la familia para educar es muy anterior al que posee el
Estado, ya que es aquélla y no éste la que proporcionó la vida a los
educandos. Este derecho de la familia le ha sido reconocido en el vigente
Código de Derecho Canónico (can. 1113), que recomienda: «Los padres tienen
obligación gravísima de procurar con todo empeño la educación de sus
hijos, tanto la religiosa Y moral como la física y civil y de proveer
asimismo su bien temporal». Mas el derecho de la familia, con ser
intangible, no será nunca abusivo ni excesivamente autoritario. No
olvidemos los derechos que, por otra parte, tienen los mismos niños a los
bienes físicos, intelectuales y morales. El derecho que la Iglesia tiene
para educar le viene del mismo Jesucristo, su fundador. Sus claras
palabras, «id y enseñad a todos los hombres», confieren a los apóstoles y
a sus sucesores la facultad y la obligación educativas. Esta excelente
comunidad educadora, la Iglesia, ha sido establecida por su Autor, y así
ha resultado a lo largo de la Historia, como depósito y fundamento de la
verdad y como salvaguarda de la integridad de vida y honestidad de
costumbres acordes con los contenidos revelados. En el orden natural, la
sociedad civil es una comunidad educadora con posibilidades de poder
realizar de un modo esmerado su tarea. Su derecho a educar se produce,
aparte por la realidad apuntada de los inconvenientes que para hacerlo
tienen las familias, por la finalidad propia del Estado de buscar el bien
temporal de todos sus súbditos.
Hoy resulta ya ocioso decir que los gastos en educación suponen la
mejor inversión a medio plazo para las naciones. Un Estado que desee
cumplir sus cometidos no puede permanecer indiferente ante si los
ciudadanos progresan culturalmente o no ocurre así. Misión del Estado es,
pues, promover la educación y la instrucción de los naturales del país,
pero nunca ejercer el monopolio de esas funciones, absorbiendo los
derechos de la Iglesia y los de los propios padres para elegir el centro
educativo que deseen para sus hijos.
V. t.: MAESTRO; EDUCACIÓN; PEDAGOGÍA.
BIBL.: J. M. LÓPEz RIOCEREZO, El
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Enciclopedia de la Nueva Educación, Madrid 1966, 417-432; R. COUSINET, La
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Principios de Pedagogía sistemática, Madrid 1963, 110-123; R. HUBERT, El
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ERZOG, Problemas sobre la personalidad del maestro en la educación, Madrid
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A. POBLADOR DIÉGUEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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