DONATO Y DONATISMO


Donato fue el iniciador y principal organizador del movimiento cismático que comienza el a. 312 en las provincias romanas del N de África y allí perdura con éxito variable hasta la invasión de los árabes (a. 637).
      Precedentes. El 23 feb. 303 comenzó la más sangrienta persecución contra los cristianos; Diocleciano (v.) prescribió destruir las iglesias y quemar los libros sagrados. Hubo muchos mártires y confesores; también muchos que, débiles en su fe, pusieron en manos de los perseguidores los libros sagrados; a éstos, en África, se les llamó traditores; fueron numerosos, incluidos algunos obispos. En la misma época, la admiración de los cristianos africanos a sus mártires se convirtió pronto en culto exagerado, al margen y aun en contra de las normas de la autoridad eclesiástica. Mensurio, obispo de Cartago, atacó severamente tales manifestaciones de piedad privada encontrando fuerte oposición popular; idéntica postura adoptó su archidiácono Ceciliano, quien reprendió públicamente a la matrona Lucila por su desordenado culto a los mártires lo que le valió la enemistad de esta dama riquísima y prepotente. Mensurio murió ausente de Cartago, sucediéndole Ceciliano, consagrado obispo por Félix de Aptunga.
      El cisma. Ceciliano comenzó su episcopado frente a una fuerte oposición en la que se unían el odio de una mujer rencorosa, la frustración de unos eclesiásticos que ambicionaban el episcopado, y la avaricia de otros que habían dilapidado los bienes de la Iglesia durante la ausencia de Mensurio. El a. 312, Donato, obispo de Casas Negras (llamado después por sus seguidores D. el Grande o D. de Cartago) consumó el cisma unificando todas las fuerzas de oposición; disponía del oro abundante de Lucila; y basó su ataque a Ceciliano en dos motivos igualmente falsos: que era contra la tradición el haber consagrado a Ceciliano en ausencia de los obispos de Numidia; y que el obispo consagrante, Félix de Aptunga, era un traditor. Así, pues, se reunió en Cartago un sínodo convocado por Donato al que asistieron 70 obispos de Numidia con su primado Segundo de Tigisi (Tánger). Citaron a Ceciliano para juzgarle, pero éste se negó a comparecer. Instruyeron su causa, declarando nula su consagración y lo depusieron eligiendo y consagrando en su lugar a Mayorino, el candidato favorito de Lucila. Para conseguir el favor imperial, los donatistas acudieron (a. 313) a Constantino pidiéndole que hiciera juzgar su causa ante un tribunal de obispos de la Galia. Éste escogió tres obispos de la Galia y los envió a Roma para que el propio Papa Milciades (311-314) juzgara la causa. En octubre se reunieron con el Papa 19 obispos (tres de la Galia, y el resto italianos), que declararon inocente a Ceciliano, reconociéndolo como el único obispo legítimo de Cartago, y condenaron a Donato como causante del cisma. Mayorino y los suyos podían seguir en sus sedes, si volvían a la unidad. El Papa comunicó esta sentencia al Emperador, pero los donatistas no se conformaron y pidieron a Constantino un nuevo tribunal. El 1 ag. 314 un sínodo en Arlés, al que asistieron representantes del Papa, reafirmó la sentencia anterior. Tampoco esta vez admitieron los donatistas la sentencia y apelaron de nuevo a Constantino. Pero éste ratificó (a. 316) la sentencia eclesiástica, después de que una investigación había demostrado (a. 315) que Félix de Aptunga no era traditor y que sí lo eran, en cambio, tanto Segundo de Tigisi como otros obispos que habían elegido a Mayorino.
      Donato el Grande. A la muerte de Mayorino (315) fue elegido para sucederle Donato, jefe efectivo del d. desde los comienzos. Gracias a D., y de modo inexplicable, consiguió el d. que, el mismo Constantino les concediera (5 mayo 321) la tolerancia, que pronto se transformó en época de esplendor: a sólo nueve años (330) se reúne en Cartago un sínodo con 270 obispos donatistas. Su proselitismo no respeta leyes: los católicos se ven sometidos a toda clase de violencias, calumnias y robos. Ca. 330 entran en escena los circunceliones, que perturban más aún la vida del país y consiguen que caiga sobre el d. todo el peso de la autoridad civil: el 348 son desterrados cuantos donatistas no quisieron volver a la unidad y, entre ellos, el propio D. que morirá en el destierro el a. 355. Estas medidas lograron un clima de paz y unidad; pero es sólo apariencia: la realidad se manifestará en toda su dureza con la llegada (a. 361) de Juliano el Apóstata (v.).
      Los circunceliones. Constituyen un fenómeno social de difícil interpretación. Reciben el nombre, según S. Agustín, de su habitual merodear y asaltar los caseríos rurales (circum cellas: circumcelliones). El primero que escribe sobre ellos es S. Optato de Mileve: sembraron, dice, el terror por todas partes y osaron atacar a los soldados enviados por la autoridad. Los historiadores dan diversas interpretaciones: unos, fieles a Optato, ven en los circunceliones a vulgares salteadores de caminos; otros, creyendo apasionada la información de Optato, estiman que es injusto considerarlos como a gente fuera de la ley: ya que son, dicen, simples braceros agrícolas nómadas, típico producto de la geografía del país; condición ésta, continúan, apta para convertirse en propagandistas de cualquier reivindicación. Lo cierto es que irrumpen en la historia del d. como agentes de violencia y aliados: en el a. 347 y a propuesta del obispo donatista Donato de Baga¡, asaltan la comitiva de Pablo y Macario, los enviados al África por el emperador Constante para promover la unidad religiosa. Tales excesos fueron reprobados incluso por algunos donatistas; consta, sin embargo, por S. Agustín, que los circunceliones muertos en la represión hecha por Macario fueron venerados como mártires por los donatistas.
      Parmeniano. Sucesor de Donato el Grande, rige los destinos del d. hasta el a. 391. Aprovecha la política religiosa del emperador Juliano para conseguir la vuelta de los desterrados, la restitución de bienes, y la tolerancia como en los últimos días de Constantino. El d. resurge pujante, en poco tiempo recobran su optimismo y renuevan los abusos, y hacen, también ahora, necesarias las intervenciones imperiales de Valentiniano (364-375) y Graciano (375-383). Es la época de los cismas dentro del cisma: Urbanistas, Claudianistas, Rogatistas, Maximianistas, son fracciones que disienten de Parmeniano (critican sus métodos violentos o están en desacuerdo doctrinal), pero que tampoco quieren unirse a los católicos. Por estas fechas escribe Parmeniano su apología donatista, que se ha perdido; pero conocemos (gracias a la refutación de S. Optato) sus principales ideas: la iglesia católica es cismática, ha roto la unidad de la verdadera Iglesia y no tiene verdadero Bautismo, los católicos son los culpables de las violencias cometidas en el país, y de perseguir a los donatistas hasta hacerlos mártires; los católicos, en pecado por el cisma, no pueden agradar a Dios y todos los sacramentos que confieren son necesariamente inválidos.
      La reacción católica. S. Optato, obispo católico de Mileve, vivió entre los a. 320 y 392. Es el autor de la primera apología escrita (ca. 375-385) contra los ataques donatistas. Su obra refuta las acusaciones de Parmeniano, desenmascara los errores del d., y trata de atraer a los donatistas a la unidad católica; el mérito principal, además de ser la primera, es su rigor histórico: arguye siempre en concreto, a partir de documentos oficiales o de hechos conocidos por todos, valor histórico puesto en duda algún tiempo, pero que hoy nadie discute.
      La época de oro de la apología católica antidonatista (393-412) está representada por la actividad y los escritos de S. Agustín (v.). Convencido de que la misma fuerza de la verdad desharía la confusión reinante trayendo a la unidad a los equivocados de buena fe, concreta su pastoral frente al d. en estos puntos: no coaccionar a los donatistas, exponer incansablemente la verdad, y conseguir un debate público entre católicos y donatistas. Los tratados y cartas de S. Agustín sobre el d. son numerosos. Pronto comprueba que los donatistas prefieren la calumnia y la violencia al diálogo sincero. Esto provoca un cambio paulatino en S. Agustín, quien, opuesto en un principio a toda intervención del Estado, defiende al final (408-412) la completa aplicación de las leyes civiles contra los donatistas, fundándose en el Evangelio (Lc 14,23). Después de muchas dificultades y sinsabores se celebra el debate, tan deseado por S. Agustín como temido por el d.: es la Conferencia de Cartago (jun. 411), a la que asisten 286 obispos católicos y 279 obispos donatistas; éstos ponen en juego su astucia para impedir que se llegue al esclarecimiento de los hechos. Se trataba sencillamente de exhibir los documentos oficiales, que comprobarían la verdad de los comienzos del cisma, y de discutir doctrinalmente el principio donatista de la necesidad del estado de gracia en el ministro para conferir válidamente un sacramento (v. SACRAMENTO III). S. Agustín ve realizado su deseo (discutir la doctrina) en la tercera sesión, convenciendo a los donatistas de su error. El delegado oficial del emperador en la Conferencia dio definitivamente la razón a los católicos, obligando a los donatistas a volver a la unidad bajo pena de confiscación de bienes y prisión o destierro. Es el fin oficial del d. aunque todavía muchos siguieron rebeldes y persistieron en sus abusos a pesar de las represiones del emperador Honorio (395-423). Fue una subsistencia lánguida, con un precario resurgir durante la dominación de los vándalos, para extinguirse definitivamente a la llegada de los árabes.
      Valoración. El fenómeno donatista presenta una amplia gama de aspectos: económico-social, relaciones Iglesia-Estado, primado de Roma, etc. Pero el núcleo del d. (que le da permanente actualidad) es su significación eclesiológica: era su diferente concepción de la Iglesia lo que separaba de verdad a católicos y donatistas; los episodios que llevaron a la ruptura fueron simple catalizador. Se enfrentaban la iglesia pneumática y la Iglesia de Cristo. Los donatistas veían exclusivamente un aspecto de la Iglesia: su carácter salvífico; por eso consideraban contradictorio el que un ministro pudiera administrar válidamente un Sacramento (que confiere la gracia) estando él en pecado (sin gracia personal); por eso reducían la Iglesia a solos los que viven en gracia. Es la iglesia de los puros, con precedentes africanos en Montano (v.) y Tertuliano (v.). Conservan la organización jerárquica, pero en su mente no pasa de organización, sin tener razón de propiedad, naturaleza de la verdadera Iglesia, para ellos la verdadera Iglesia es la iglesia del Espíritu.
      Frente a ello oponen Optato y S. Agustín la auténtica tradición católica. Optato recuerda que hay una Iglesia Jerárquica (que es también Comunión) por Voluntad de Cristo; a esto puede reducirse el argumento histórico de Optato: los católicos somos los únicos verdaderos continuadores de lo que Cristo instituyó.
      Más profunda es la visión de S. Agustín, pero está en la misma línea de S. Optato: Cristo fundó su Iglesia jerárquica y le confió el ministerio de aplicar la Redención, la Iglesia actúa por medio de sus legítimos ministros. Independientemente del estado de gracia del ministro que actúa, es la propia Iglesia quien engendra nuevos hijos de Dios, es Cristo mismo quien bautiza, quien ofrece su Sacrificio al Padre.
      El d. es un precedente de cuantas veces el hombre, creyendo entender el misterio de la Iglesia, en realidad lo desvirtúa y deshumaniza rompiendo el equilibrio salvífico de la única Iglesia de Cristo.
     
      V. t.: IGLESIA II y III.
     
     

BIBL.: Fuentes: S. OPTATO, Sancti Optati Milevitani Libri VII, CSEL 26; S. AGUSTÍN, Escritos antidonatistas: PL 11,43; H. vox SODEN, Urkunden zur Entstehungsgeschichte des Donatismus, Bonn 1913.

 

JR. DIEZ ANTOÑANZAS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991