Nociones. La d. e., en sentido amplio, es un aspecto de la educación (v.),
y concretamente el que mira al perfeccionamiento ético y religioso de la
persona mediante una labor de orientación (v.). En sentido estricto, la d.
e. es una relación estable entre una persona ejercitada en la vida
espiritual (director espiritual o de conciencia, maestro de espíritu,
consejero, etc.) y otra que busca doctrina, consejo y aliento para
progresar, y para este fin manifiesta sinceramente sus disposiciones
interiores (conciencia) y sigue dócilmente las indicaciones que recibe.
En el ámbito de la vida cristiana, el fin de la d. e. es procurar
que cada persona se empeñe en vivir íntegramente el Evangelio, buscando
eficazmente la plenitud de vida cristiana según su propia vocación
específica. La d. e. es, pues, la perfección última de la labor de
apostolado (v.), ya que lleva el ideal de la santidad al terreno concreto
de la vida personal, exige un trato asiduo basado en la confianza
fraterna, y supone un incesante progreso en el conocimiento de las
verdades de la fe, en la vida de piedad y en la comunión eclesial
(liturgia y apostolado). La meta de la d. e. es llevar al alma a la
madurez de la vida espiritual, «conduciéndola por los caminos de Dios,
enseñándola a oír las inspiraciones divinas y a seguirlas, sugiriéndole la
práctica de las virtudes de acuerdo con su estado y situación» (N. Grou,
Manuel des âmes intérieures, París 1895, 109).
Siendo el apostolado (en sentido amplio, no ministerial) un derecho
y un deber de todos los cristianos, la d. e. puede ser ejercida por
cualquier fiel que tenga las cualidades convenientes, es decir, ciencia y
prudencia; sin embargo, los que ejercen el sacerdocio ministerial tienen
de forma institucional esta función y la gracia de estado correspondiente.
Los sacerdotes, además, son los únicos maestros de la doctrina de fe con
autoridad. pública en el Pueblo de Dios, y a ellos pertenece en exclusiva
la d. e. que se imparte a través del sacramento de la Penitencia (v.).
Enseñanzas de la tradición cristiana. Se puede decir que la d. e.,
en sentido cristiano, ha empezado con la labor personal de formación que
Jesucristo ejercitó con los discípulos, enseñándoles, corrigiéndoles y
animándoles, no sólo en grupo sino también uno por uno, en los momentos de
confidencia personal (cfr. Mt 16,23; Lc 22,31; lo 21,16; etc.). Asimismo,
es muy significativo el ejemplo de Saulo, que después de la conversión es
enviado a Ananías para que sea éste el que le instruya y le indique cómo
ha de servir a Jesucristo (cfr. Act 9,6). En general, todas las almas que
han querido ser fieles a las inspiraciones divinas han procurado tener un
maestro espiritual que les ayudara a conocer la voluntad de Dios, a evitar
los engaños del amor propio y del demonio (v.), y a perseverar en el
esfuerzo ascético (v. LUCHA ASCÉTICA). La práctica de la d. e. estuvo muy
extendida en las primeras comunidades monásticas; los maestros
espirituales de esta época enseñan que todo el que emprende el camino de
la perfección necesita la asistencia de un hermano más experimentado, «qui
doceat, deducat, foveat». Sobre esta necesidad insisten S. Juan Clímaco (Scala
paradisi, IV,5-12), Casiano (De coenobit. Instit., V,2; Collationes, II,1-13),
San Basilio (Regulae brevius tractatae, 227), S. Gregorio Magno (Dialog.
1,1) y más tarde S. Bernardo (Sermones, VIII,7).
En la Edad Media, un ejemplo de d. e. epistolar son las Cartas de S.
Catalina de Siena (v.). Un estudio doctrinal completo de la d. e. se
encuentra en la obra de S. Vicente Ferrer (v.), De vita spirituali (II,1).
En los comienzos de la Edad Moderna, Santa Teresa (v.), gran directora de
almas, desarrolla en el Camino de perfección y en las Moradas la doctrina
y los criterios prácticos que había adquirido con su experiencia y
santidad: la d. e., según la Santa, es indispensable para las almas que
Dios lleva por caminos extraordinarios, y muy aconsejable para todas las
almas piadosas, si desean entregarse por completo a Dios. En el s. XVII la
práctica de la d. e. se encuentra muy extendida, y de ella hablan muchos
autores espirituales, como Alonso Rodríguez (Ejercicio de la perfección
III,7), Alvarez de Paz (De vita spirituali, I,5), Ludovico da Ponte (Guida
spirituale, IV,2), etc. El que insiste más en la necesidad de la d. e.
para los fieles de cualquier condición es S. Francisco de Sales (v.),
según el cual la d. e. es «el consejo de los consejos» (cfr. Introducción
a la vida devota, 1,4). Notables indicaciones sobre la d. e. se encuentran
también en François Guilloré, que escribió en 1675 La maniére de conduire
les âmes dans la vie spirituelle, y en las Lettres de direction de Fénelon
(v.) y Bossuet (v.). Un gran director de almas fue también lean Olier,
cuyas normas y criterios fueron sistematizados por Louis Tronson. En el s.
xlx destaca F. W. Faber (v.), autor de Growth in Holiness (1854) y
Spiritual Conferences (1859). Algunos años más tarde, también el
Magisterio se pronuncia sobre el tema de la d. e., reprobando las
doctrinas, conocidas bajo el nombre de americanismo (v. ACTIVIDAD Y
ACTIVISMO 11, 2), que pretendían, entre otras cosas, apartar a los fieles
de la d. e., apelando a un pretendido respeto por la acción interior del
Espíritu Santo. Al rechazar semejante opinión, el papa Leon XIII escribe:
«Dios ha dispuesto que, de forma ordinaria, los hombres se salven con la
ayuda de otros hombres; y así, a los que El llama a un grado más elevado
de santidad les proporciona también a unos hombres que les guíen hacia
esta meta» (enc. Testem benevolentiae, 22 en. 1899; ASS 31,1898-99, 481)
Los autores contemporáneos recogen esta doctrina tradicional de la
Iglesia, mostrando la necesidad de la d. e. tanto para los que están en
los comienzos de la vida espiritual (y carecen, por tanto, de experiencia,
de firmeza y en general de visión verdaderamente sobrenatural), como para
los que están muy adelantados, y están constantemente expuestos al peligro
de la presunción, o al peligro opuesto, la falta de esperanza. Mons.
Escrivá de Balaguer (v.), dirigiéndose en Camino (1934) a personas que
viven en el mundo, empieza el capítulo dedicado a la d. e. (n° 56-80)
hablando del Espíritu Santo (v.), al que hay que escuchar y seguir para
ser santos (n° 57 y 58); luego, indica la d. e. como medio seguro para
poder ser sensibles y dóciles a las inspiraciones divinas y especifica
también las cualidades del director: «Director. -Lo necesitas. -Para
entregarte, para darte..., obedeciendo. -Y Director que conozca tu
apostolado, que sepa lo que Dios quiere: así secundará, con eficacia, la
labor del Espíritu Santo en tu alma, sin sacarte de tu sitio...,
llenándote de paz, y enseñándote el modo de que tu trabajo sea fecundo»
(n° 62). A continuación se aclara la necesidad de la d. e. para personas
humanamente maduras y formadas (n° 63), y se muestra la eficacia ascética
de la sinceridad (n° 64 y 65)
Al ordenar y sistematizar los criterios de los maestros de vida
espiritual, los autores de tratados de teología ascética y mística
reconocen hoy claramente que la d. e. debe interesar a todos los fieles:
porque todos están llamados a buscar la perfección cristiana, sirviéndose
de los medios convenientes, y también porque todos pueden estar llamados a
ayudar al prójimo con oportunos consejos espirituales. «La historia de la
espiritualidad cristiana -escribe G. Thils- muestra que esta función de
director espiritual no es atributo exclusivo de los sacerdotes.
Corresponde también a todos los que toman parte de alguna manera en la
educación cristiana de los bautizados. Los padres son consejeros
espirituales por naturaleza y designación; a ellos corresponde la primera
educación de los hijos para la santificación... Los educadores, en
general, no pueden desatender tampoco este elemento esencial de la misión
que les está confiada» (G. Thils, Santidad cristiana, 4 ed. Salamanca
1965, 537).
Ámbito de la dirección espiritual. La madurez de la vida espiritual
consiste en una conciencia formada, capaz de obrar con libertad (v.) y
responsabilidad (v.). Por eso, la d. e. no es una atadura de las
conciencias, ni obliga a las almas a permanecer en un perpetuo
infantilismo espiritual. Al contrario, la d. e. ayuda a formarse un
criterio y una personalidad propia, correspondiente a los planes de la
gracia (v.), es decir, conforme a la vocación sobrenatural de cada uno.
Por eso, según la conocida imagen de Olier, el director espiritual es como
la estrella de los Magos, que indica el camino, pero no ahorra el esfuerzo
necesario para recorrerlo; o también como S. Juan Bautista, que señala a
sus discípulos a quién deben seguir. Otra imagen clásica para expresar
esta idea es la del faro: su luz, indica el puerto, pero para alcanzarlo
los navegantes deben hacer fuerza con los remos, o aprovechar los vientos
con las velas, y sostener el. timón. En otras palabras, la d. e. no
suprime sino que exige y fomenta la responsabilidad personal del que la
recibe. La docilidad en la d. e. es una disposición que lleva a descubrir
en la conciencia personal la llamada de Dios; pero es la conciencia (v.)
la que tiene la última palabra, y el que recibe la d. e. no descarga su
responsabilidad en la conciencia del director, de forma que suyo es el
mérito si ha hecho la voluntad de Dios, y suya es la culpa si ha
desobedecido a Dios con el pretexto de un consejo recibido.
Por todo eso, se suele decir que la autoridad del director
espiritual es la autoridad de un maestro, no la de un superior al que se
deba obediencia: «La del director espiritual es más bien una autoridad
moral, a la que debe corresponder, por parte del dirigido, una sumisión
que es fruto más de la prudencia y de la humildad que de la obediencia»
(U. Bonzi, Direzione spirituale, en Enciclopedia Cattolica IV, Ciudad del
Vaticano 1950, 1690). Por consiguiente, no hay ni debe haber conflictos
entre los consejos recibidos en la d. e., y las órdenes de la legítima
autoridad eclesiástica, civil, profesional, etc.
En este sentido, también es interesante subrayar que la d. e. tiene
unos límites precisos, por lo que se refiere a la materia. En efecto, la
d. e. debe limitarse a presentar las exigencias objetivas de la perfección
cristiana y a aplicarlas a las condiciones subjetivas de la persona, sin
forzar a nadie a seguir uno de los caminos que Dios ha dejado a la libre
elección de las conciencias, sin imponer deberes arbitrarios, sin inculcar
opiniones personales, sin entrometerse en la vida profesional, familiar,
etc., de las personas que se dirigen.
Al mismo tiempo, esos límites naturales de la d. e. no deben
entenderse en el aspecto material (como si existiesen unas materias
propias de la d. e. y otras completamente ajenas a ella), sino bajo un
punto de vista formal, en el sentido de que la d. e. se ocupa de toda la
vida de un cristiano, pero sólo en cuanto la conciencia busca en ella el
cumplimiento de la voluntad de Dios. Por tanto, «puede haber error por
defecto y por exceso. Por defecto, obrando como si la d. e. se refiriese
casi exclusivamente a los ejercicios de piedad y la virtud de religión...
Por otra parte - éste es el exceso -, este interés verdadero por la vida
cristiana debe limitarse a iluminar y ayudar dentro del ámbito de las
virtudes cristianas. El director espiritual no ha de intervenir en la
organización de la familia ni inmiscuirse en problemas profesionales. Su
ayuda es doctrinal, afecta a la formación cristiana de la disposición
interior de donde deben salir las decisiones» (G. Thils, o. c., 475-476).
Método de la dirección espiritual. Los autores han sintetizado en
diversas fórmulas el método esencial de la d. e. Según algunos, la d. e.
debe «iluminar la mente, ayudar la voluntad, consolar en las dificultades»
(R. Plus, La direzione spirituale secondo i maestri spirituali, Turín
1935, 15); según otros, debe «iluminar, alentar y controlar» (G. Thils, o.
c., 476). Está claro,_ en todo caso, que la labor de la d. e. se dirige al
mismo tiempo a la inteligencia - que debe descubrir el camino y los medios
concretos para recorrerlo - y a la voluntad, que debe corresponder
generosamente a los impulsos de la gracia. Por eso, el director espiritual
es al mismo tiempo un maestro y un amigo: como maestro, necesita autoridad
doctrinal y moral, una cierta superioridad sobre el dirigido; como amigo,
necesita ganarse la confianza y el cariño del dirigido, colocándose en un
plano de igualdad, que hace posible la comprensión afectuosa, el reproche
cordial, la comunicación simpática. No puede descuidarse ninguno de los
dos aspectos de la d. e., porque ambos son condición de su eficacia: sería
tan estéril el consejo o el reproche dado desde una cátedra docta, pero
alejada y fría, como el aliento de un amigo poco formado o de criterio
desacertado. En la práctica, lo que debe cuidarse es que todos puedan
escoger con gran libertad, entre personas preparadas y capaces, el
director espiritual que mejor corresponda a sus disposiciones, a su índole
y a sus necesidades espirituales, de forma que pueda crearse
espontáneamente una relación de amistad y se facilite la confidencia
interior.
Dadas estas premisas, el director espiritual debe llegar cuanto
antes a un conocimiento lo más completo posible de la persona dirigida:
carácter, disposiciones, historia, actividad, relaciones, etc. Es
importante observar que este conocimiento de la personalidad del dirigido
no requiere en absoluto -si se trata de sujetos normales- el empleo de
métodos psicológicos: es suficiente la sensibilidad y la experiencia
humana de una persona madura, enriquecida por la misma vida espiritual e
iluminada por la gracia de estado. En efecto, los datos más interesantes
con los que debe contar el director espiritual no son los que pueden
descubrirse en el subconsciente o en las motivaciones no responsables del
sujeto, sino más bien los que se deducen de las disposiciones morales (que
son determinaciones conscientes y libres de la voluntad) y del
comportamiento externo; de estos datos deducirá el director espiritual
cuál parece ser la dirección que la gracia está imprimiendo al desarrollo
espiritual del alma, para así favorecer esos impulsos.
Una vez vistas las metas que hay que proponer al dirigido, el
director espiritual procurará, antes que nada, hacer consciente al propio
sujeto de la necesidad de luchar en ese sentido. Para lograrlo, el medio
principal del que se sirve la d. e. es encaminar al alma por los caminos
de la oración (v.), es decir, del diálogo sincero con Dios, hecho de
examen de conciencia (v.), petición de gracia, espíritu de penitencia y
agradecimiento. Así, resulta inevitable que la d. e., aunque no debe
limitarse al tema de las prácticas de piedad, tenga como materia principal
y constante el modo de hacer oración, el examen de conciencia y el modo de
recibir el sacramento de la Penitencia.
El segundo paso, después de haber hecho descubrir las metas que hay
que alcanzar, consiste en disponer la voluntad para que se entregue con
generosidad, grandeza de ánimo y esperanza al cumplimiento de la voluntad
de Dios. Para eso, además de insistir en la oración practicada con
espíritu de filiación divina, el director espiritual debe fomentar en el
alma el amor, a la Eucaristía (v.): en la Santa Misa y en la Comunión
encuentran todos los fieles la fuerza sobrenatural necesaria para alcanzar
las metas sobrenaturales. Esta fuerza - aumento de, la gracia habitual-
consistirá sobre todo en un mayor desarrollo de las virtudes teologales:
la fe (v.; que sostiene la visión sobrenatural en la d. e. y en la lucha
que ésta propone), la caridad (v.; que mueve a corresponder por amor a la
llamada amorosa de Dios) y la esperanza (v.; que rechaza todo cansancio o
pesimismo, con la certeza de que Dios es fiel y no dejará de santificar a
los que ha llamado).
Aparte el fomento de la vida de oración y de la frecuencia de
sacramentos, la d. e. debe ayudar al alma enriqueciendo la inteligencia
con la doctrina revelada, para que así conozca cada vez mejor la economía
de la gracia. En este sentido, el director espiritual debe ir aconsejando
oportunas lecturas espirituales (v.), centradas en la meditación de la S.
E., en el estudio de la tradición teológica y ascética y en el
conocimiento de los problemas apostólicos que cada cristiano debe afrontar
desde su lugar de trabajo. Las vidas de los santos también servirán para
luchar contra las ilusiones de un falso espiritualismo que hace olvidar la
constante necesidad de la mortificación (v.) y de la humildad (v.), y
contra las varias formas de acedia; pero no hay que olvidar que el
verdadero y único modelo de la perfección cristiana es Cristo, y que toda
la labor de la d. e. consiste, en definitiva, en hacer que el alma tenga
una amistad personal e íntima con Cristo, hasta querer identificarse con
Él, «en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,21).
V. t.: EDUCACIÓN III; CATEQUESIS; APOSTOLADO; LUCHA ASCÉTICA;
SANTIDAD.
BIBL.: VARIOS, La dirección
espiritual, Barcelona 1958; R. PLUS, La dirección espiritual, Barcelona
1955; L. BEAUDENOM, Práctica progresiva de la dirección, Barcelona 1953;
C. VACA, Guías de almas, Barcelona 1946; J. DE GUIBERT, Theologia
spiritualis ascetica et mystica, Roma 1946, 166-195; F. VANDERBROUCKE,
Direction spirituelle et hommes d'auiourd'hui, París 1956; A. EHL,
Problemi attuali della dire-ione spirituale, Roma 1950; VARIOS, Direction
spirituelle, en DSAM 111,1002-1214; 1. M. PERRIN, Libertá delle coscienze
e dire::ione spirituale, «Studi Cattolicin XI (1967) 505512; J. P.
SCHALLER, Dirección espiritual y medicina moderna, Salamanca 1964; 1.
LAPLACE, La dirección de conciencia, Zaragoza 1967.
ANTONIO LIVI.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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