1) Introducción. Unicidad es un vocablo abstracto que pertenece al
lenguaje culto, poco corriente, por tanto, y generalmente oscuro. No
ocurre lo mismo con el adjetivo único, que es de uso familiar y con el que
se ponen de manifiesto la singularidad de una persona, de un objeto, de un
acontecimiento. Técnicamente, sin embargo, tiene un vigor y una calidad de
matices intraducible. En teología unicidad de D. significa que existe un
solo D. verdad. D. es único, excluye la coexistencia actual de otro D. y
cualquier posibilidad de coexistencia.
Tanto desde el punto de vista histórico como del especulativo,
tocamos el pilar fundamental del orden religioso y moral. Existencia de D.
y unicidad están comprometidas de tal manera que sólo en la mutua
afirmación se sostienen. Si D. existe tiene que ser único y si no es único
se destruye a D. La historia humana es una batalla continuada por
esclarecer esta doctrina y sólo en el estadio de coherencia, superando los
confusos planteamientos ensayados, se llegan a fijar las bases firmes de
comportamiento humano como relación con D. y como convivencia, pues toda
la normativa del hombre radica en esta verdad. Hablando con propiedad, tal
objetivo sólo se ha logrado de forma duradera y consistente en la
revelación, pues aunque es un dato asequible a la razón natural, sólo la
Palabra (v.) de D. libera al hombre de sus incertidumbres y errores.
2) Unicidad y unidad. El testimonio de la razón. Con frecuencia se
trata este atributo denominándolo unidad de D.; así lo hace, p. ej., S.
Tomás (Sum. Th. 1 ql l). Evidentemente es menos expresivo. Es un concepto
polivalente que hay que explicar según la distinta naturaleza del ser al
que se atribuye. Unas veces hablamos de la unidad como propiedad
trascendental que abarca a todas las cosas, unum convertitur cum ente, la
unidad se identifica con el ser (cfr. Sum. Th.1ql l al), y sólo declara la
negación de división pudiendo predicarse del ser simple o del compuesto.
La unidad es una ley inexorable porque rota la unidad se destruye el ser.
Otras veces nos referimos a la unidad predicamental que sólo afecta a los
seres extensos. En otras ocasiones hablamos de la unidad numérica de cada
ser que en el contorno de su especificidad también es único e irrepetible
existencialmente (v. UNIDAD). La unidad divina es mucho más y tiene
resonancia propia y definida. Es la unidad individual o numérica
excluyente de cualquier división o comunicabilidad con otros iguales (Gredt),
pero la unidad eminente, esencial y existencialmente absoluta, porque
responde a un modo de ser divino que repugna toda repetibilidad.
Frente a la unidad del ser de D. se sitúa la diversidad de lo
creado. El es la fuente creadora y la razón eficiente que explica la
diversidad de las criaturas. En definitiva el mundo es como una
maravillosa feria de muestras que de algún modo refleja la riqueza de un
ser infinito manifestando su perfección inagotable a través de los bienes
que reparte a las criaturas, queriendo su gloria externa (Denz.Sch. 3002).
Pero esa diversidad está en nosotros y no en Dios. Más aún, ni siquiera
por eminencia captamos del todo su riqueza: nuestra inteligencia es
incapaz de abarcar en un solo golpe su incomprensible perfección. Es
prerrogativa divina expresarse de una vez en su Verbo.
En Él no hay composición alguna y todas las perfecciones se
identifican en la unidad de su ser absolutamente simple. Su verdad, su
bondad, su inteligencia, etc., son la unidad real de un modo de ser sin
composición ni complejidad. Pero al ser conceptos intrínsecamente
diversos, hay un fundamento real para que nosotros pongamos esa distinción
virtual, dada nuestra subjetiva insuficiencia de abarcar de una vez su
infinita perfección objetiva que equivale a toda la diversidad creada.
Podemos deducir la unicidad de la unidad, que en D. es la de un ser
infinitamente simple en posesión plena de toda la realidad del ser y, por
consiguiente, indivisible en otros individuos participantes de la misma
naturaleza.
S. Tomás tiene un razonamiento muy claro y contundente. En el
concepto de D. va implicada la afirmación de un ser infinitamente
perfecto. Pero no pueden existir dos seres infinitamente perfectos porque
para ser dos distintos el uno tiene que tener algo que no tiene el otro;
si no se diferencian, no pueden distinguirse. Y eso que le falta al uno y
lo distingue tendrá que ser una perfección, no imperfección, porque
entonces no sería Dios. El uno estaría privado de una perfección y ya no
sería Dios. Dios tiene que ser necesariamente único (cfr. Sum. Th. 1 q11
a3).
3) El testimonio de la Revelación. Hasta aquí la razón. Pero la fe
ensancha sus fronteras y nos atestigua que la unidad de D., siendo
incomunicable a otros iguales, se realiza en una relación trinitaria de
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es la revelación acabada en Jesucristo,
Palabra de Dios que pronuncia la noticia augusta de la Trinidad. No son
datos contradictorios, sino la bondadosa y suprema confidencia de la fe
que el hombre conoce en la verdad del misterio y vive en la realidad de la
gracia como hijo de Dios. La unidad está en la naturaleza; la distinción
en las personas que la poseen en una indivisible comunicación (V.
TRINIDAD, SANTÍSIMA). No son tres D. sino uno sólo con tres personas que
subsisten en una única naturaleza «Creemos en un solo Dios verdadero,
Padre, Hijo y Espíritu Santo... Esta Trinidad, distinta en personas, una
sola sustancia... fuera de ella, no existe naturaleza alguna divina, de
ángel, o de espíritu, o de virtud alguna, que sea creída Dios» (Símbolo
del Conc. 1 de Toledo: Denz.Sch. 188).
Ésta es la fe irreformable profesada por la Iglesia: un solo D. (Denz.Sch.
3001), sin distinción real entre sustancia y personas, contra Gilberto
Porreta (v.; cfr. Denz.Sch. 389-390); sin cuaternidad, contra Joaquín de
Fiore (v.; cfr. Denz.Sch. 803-804); dogma incuarteable contra cualquier
mínimo error que vicie la unicidad de D. Uno y Trino (cfr. Denz.Sch. 41,
44, 71, 73, 75, 150, 800, etc.).
La enseñanza de la S. E. está vertebrada por la revelación del D.
verdadero y único que es como la malla que sujeta los ulteriores
desarrollos del mensaje salvador. Una palabra la define, monoteísmo, y su
profesión fue la gloriosa misión que D. confió a su pueblo desde la
Alianza (v.) con los Patriarcas. Como Israel estaba tentado por la
idolatría e influido por las razas vecinas, su historia recoge numerosas
intervenciones de D. que reafirma su unicidad y reclama adoración única.
Por eso serán tan reiterativas las interpelaciones de los Profetas, ya que
la reincidencia es frecuente. En la S. E. la unicidad divina se expresa
como una realidad que funda la experiencia vital del pueblo que siente el
actuar de D. en formas imponentes de constante requerimiento.
Esto explica que, a pesar de esa fuerza del testimonio personal de
D. que obra y habla a su pueblo, el monoteísmo se impusiese en lucha
contra muchas aberraciones politeístas y naturalistas que corrompían la
religión popular, aunque los círculos más cultivados mantuviesen fielmente
el depósito confiado.
En el Génesis aparece D. como creador único del universo y dueño
supremo de los hombres y de las cosas. D. creador del cielo y de la tierra
será un dogma nacional. El epílogo de la revelación dice: «Yo soy el alfa
y la omega, el principio y el fin» (Apc 21,6). Jacob, a instancias de D.,
no tolera dioses extraños (Gen 35,1-4). Moisés destaca su poder salvador
que es irresistible frente a los dioses que veneran los egipcios: «¿Quién
como tú, ioh Yahwéh!, entre los dioses?» (Ex 15,11). El Decálogo prohibe
la adoración de otro dios que no sea Él: «No tendrás otro Dios que a Mí»
(Ex 20,3). El Deuteronomio afirma que es el Dios único: «Oye, Israel:
Yahwéh es nuestro Dios, Yahwéh es único» (Dt 6,4). Los salmos son la
oración de la fe en el D. verdadero: «Cantad a Yahwéh un cántico nuevo,
cantad a Yahwéh la tierra toda... Porque grande es Yahwéh y digno de toda
alabanza, terrible sobre todos los dioses, pues todos los dioses de los
pueblos son vanos ídolos; pero Yahwéh hizo los cielos» (Ps 96,1-5). Los
Profetas son los enviados de D. para reformar la infidelidad del culto a
los ídolos, obra de las manos del hombre (Is 2,8.20), volviendo los
corazones al verdadero D., único que les puede salvar. Toda su predicación
está inspirada por la idea del único D. verdadero, frente a los ídolos que
ridiculizan con el dolor del extravío y las amenazas del castigo de su
gente.
La gloria de Israel con todos sus trances está en haber sido el
custodio de la creencia en un solo D., creador del cielo y de la tierra,
dueño supremo de la historia, que corre infaliblemente hacia el destino
que Él y nadie más le señala.
La Iglesia, el nuevo Israel de D., será la fiel continuadora de esa
herencia no polarizada ya como tradición sagrada de un pueblo elegido,
sino abierta a todas las naciones y culturas. Y encontrará en los Padres
los embajadores leales de una doctrina inapelable que hay que sembrar con
urgencia roturando todos los caminos humanos.
Para ellos unas veces es confesión sencilla, bíblica, de su fe;
otras apología contra los errores; casi siempre exhortación a fundamentar
sólidamente la vida; algunas, teoría de un conocimiento elemental que
aboca al hombre a la verdad y a la seguridad. S. Juan Damasceno (v.)
preludia la demostración de S. Tomás: «Dios es perfecto y sin tacha en
cuanto a bondad, a sabiduría, a poder; carece de principio y de fin, es
eterno, sin lugar, y, por decirlo de una vez, perfecto en todo. Por eso,
si afirmáramos que existen varios dioses sería necesario señalar alguna
diferencia entre ellos. Porque si no hay diferencia, no son muchos, sino
uno solo. Y si la hay, ¿dónde estará esa perfección?» (De fide orthodoxa:
PC, 94,801).
4) El testimonio de la historia. En contraste con esta certeza
limpia que nos regala la fe y comprueba la razón, observamos uno de los
fenómenos más curiosos de la historia humana.
Por una parte, se constata el hecho religioso universal en todos los
pueblos y en todas las culturas, como desarrollo y respuesta a la creencia
en Dios. Por otra, junto a testimonios de un monoteísmo claro profesado
desde los albores de la humanidad -la investigación etnográfica misma ha
demostrado la falsedad de las hipótesis que querían hacer del monoteísmo
algo relativamente tardío-, innumerables deformaciones: el dios nacional (henotismo),
compartido con otros limítrofes; el dios pareja, uno principio del bien,
otro del mal (v. DUALISMO); el dios familia, a veces con rango igual cada
uno, otras con un presidente, como el Marduk babilónico, el Zeus griego o
el Júpiter romano (v. POLITEÍSMO), son algunas de esas desviaciones que
nos atestigua la historia. S. Pablo (Rom 1,19 ss.) nos da la explicación:
el pecado y las heridas producidas por él en la naturaleza humana. Los
hombres, habiendo conocido a D., no le han adorado según debían, y ello ha
producido en la historia toda suerte de desviaciones, tanto morales como
intelectuales, llegando a afectar al conocimiento de D. mismo. Sólo la
Biblia, sólo la confidencia amorosa de D., humilde y generosamente
aceptada, nos ha resuelto fácil y plenamente la difícil inquietud de
encontrarlo a Él. «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti,. único
Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (lo 17,3).
V. t.: IV, 1, 8); MONOTEíSMO; UNIDAD.
BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th. 1 qll;
H. HAAG-S. DE AUSElo, Monoteísmo, en Diccionario de la Biblia, Barcelona
1966; PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia comentada, 7 vol., BAC, Madrid 1960
ss.; X. LlION-DUFOUR, Dios, en Vocabulario de teología bíblica, Barcelona
1966; F. CEUPPENs, Theologia bíblica, I, 2 ed. Roma 1949, 81-102; M.
SCHMAUs, Teología dogmática, I, 2 ed. Madrid 1963, 433-443; K. RAHNER,
Escritos de teología, I, Madrid 1961, 93-167; VARIOS, Dieu, en DTC IV,756-1300;
R. GARRIGOU-LAGRANGE, De Deo uno, Turín 1950, 234-243; 1. GREDT, Elementa
philosophiae, II, 11 ed. Barcelona 1956, 223-224; F. KSNIG, Cristo y las
religiones de la tierra, 3 vol. Madrid 1960.
J. SANCHO BIELSA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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