DIOS. HISTORIA DE LA FILOSOFIA.


1. El nombre de Dios. Proviene del latín Deus, que resulta de la raíz indoeuropea dei, resplandecer, de donde también procede dies, «día». Por su parte, el término griego Theos proviene del indoeuropeo dhuesos, «espíritu». Pero cualquiera que sea el sentido de esas últimas raíces del nombre «Dios», en todas las lenguas significa la realidad suprema y fundamental, el principio u origen primero de todas las cosas, y el bien sumo o la realidad más perfecta. De aquí que todas las concepciones filosóficas que se han dado a lo largo de la historia hayan tenido que referirse al tema de D., en una u otra forma, y con una u otra solución; pues la filosofía no puede renunciar a ser el conocimiento de las causas últimas o de los principios fundamentales de todas las cosas. Por lo demás, en el horizonte de la filosofía, D. no aparece sólo como principio primero de las cosas materiales, sino también de las realidades humanas o del mundo moral.
     
      Todas las concepciones que se han dado de D. a lo largo de la historia de la filosofía se pueden reducir a tres fundamentales, excluidas las posturas negativas como el agnosticismo (v.) y el ateísmo (v.), que son las siguientes: D. como causa del orden y del dinamismo de la Naturaleza, y como garantía última del orden moral; D. como la naturaleza o esencia íntima del mundo y del mismo orden moral (panteísmo); y D. como causa creadora del mundo y como supremo legislador moral. Vamos a examinar con algún detenimiento estas tres posturas. Para el estudio sistemático, filosófico y teológico, de todo lo referente a DIOS, V. DIOS IV.
     
      2. Dios como ordenador del universo. Esta es la concepción filosófica de D. que se presenta como más antigua en el pensamiento occidental. Anaxágoras (v.) sería el primer representante de ella con su doctrina de la Inteligencia ordenadora suprema de todo el cosmos. Por ese mismo camino marchan Platón (v.) y Aristóteles (v.). Suponiendo que el D. de Platón pueda identificarse con el Demiurgo, resulta claro que dicho D. no es creador en sentido estricto. Su potencia productiva del mundo se encuentra limitada, de una parte, por las ideas, como modelos eternos de todas las cosas, y de otra, por la materia, especie de no-ser relativo, que impide la plena y perfecta realización de las ideas. Así, el Demiurgo es, más bien, ordenador de la materia informe mediante el orden inmutable de las ideas, pero no creador. En cuanto a Aristóteles, la perspectiva sigue siendo fundamentalmente la misma; en la Física, D. aparece como primer motor inmóvil, actuando por vía de causalidad eficiente; mientras que en la Metafísica, D. aparece como el último fin del universo, también primer motor inmóvil, pero ejerciendo sólo la causalidad propia del fin. En ninguno de estos casos D. es creador, pues tiene que contar con la materia eterna (ingénita e incorruptible). Aparece sí como el ordenador supremo y como la causa primera de todo el dinamismo del mundo; pero nada más. Por otra parte, aplicando hasta sus últimas consecuencias la doctrina de la potencia y el acto como principios constitutivos de todo ente móvil, Aristóteles llega a la concepción de D. como acto puro, sin mezcla alguna de potencialidad, y por lo mismo también como actividad pura. Sólo que esta actividad no puede ser transitiva, lo que acarrearía, según él, imperfección en D., sino que tiene que ser inmanente. Se trata concretamente de la actividad en que consiste el entender, pero un entender completamente vertido sobre sí mismo, un entender que tiene como único objeto ese mismo entender: noesis noeseos. De aquí que Aristóteles se vea abocado a negar la providencia o cuidado divino del mundo, pues no es posible cuidar y regir aquello que no se conoce.
     
      Por lo demás, tanto para Platón como para Aristóteles, el orden moral se encuentra de alguna manera apoyado en D., que viene a ser como su última garantía; pero D. no aparece como legislador supremo de ese orden moral, pues las leyes morales hay que deducirlas de la naturaleza misma del hombre. Tanto la teoría platónica como la aristotélica acerca de las virtudes humanas tienen un punto de apoyo enteramente antropológico. Lo que sucede es que el último fin del hombre, al que deben conducir dichas virtudes, es precisamente D. o la contemplación (v.) de D., con todas las restricciones y limitaciones con que esta contemplación puede ser concedida a un ser tan precario como es el hombre.
     
      Esta concepción de Platón y de Aristóteles apenas si encuentra eco en la filosofía posterior. En lo referente a las relaciones de D. con el mundo sólo la volvemos a encontrar en algunas formas de deísmo (v.), las cuales, si bien admiten la existencia de D. como realidad suprema y artífice soberano de todo el universo, no lo consideran propiamente creador y niegan la providencia; el mundo humano es dejado a su propio destino, en el que D. no interviene. En cambio, por lo que respecta a las relaciones de D. con el orden moral, las ideas platónicas y aristotélicas vuelven a tener cierta vigencia en pensadores de la talla de Rousseau (v.) y Kant (v.). Según Rousseau, la intervención de D. en el mundo moral garantiza que los que en esta vida se comportan justamente y no alcanzan la felicidad sean recompensados en la otra vida. De modo parecido Kant admite la existencia de D. como uno de los postulados de la razón práctica, ya que sólo D. hace posible la unión de virtud y felicidad en que consiste el sumo bien.
     
      3. Dios como naturaleza íntima del universo. Esta concepción puede designarse con el nombre general de panteísmo (v.), que considera al mundo como algo incluido necesariamente en la misma vida de Dios, aunque no por eso el mundo agote lo que D. es Por lo demás, esta tesis capital del panteísmo puede adoptar dos formas: a) que el mundo sea una emanación necesaria de D., y b) que el mundo sea la revelación, o incluso la realización de Dios. El panteísmo tiene sus primeros antecedentes en las enseñanzas de Jenófanes de Colofón (v. ELEA, ESCUELA DE), quien identifica a D. con el Todo; pero de forma expresa es defendido primeramente por los estoicos (v.), quienes consideran a D. como el alma del mundo, y al mundo, por consiguiente, como el cuerpo de D.
     
      El panteísmo emanatista se inicia con el neoplatonismo y especialmente con Plotino (v.). Para éste, D. es lo Uno que está por encima de todas las cosas y de todas las categorías humanas; pero de él deriva necesariamente, por emanación, el mundo. La primera emanación es la Inteligencia, en la que están las ideas de todas las cosas y es como una especie de Demiurgo. De la Inteligencia deriva el Alma del mundo, que tiene un doble aspecto, pues por una parte está unida a la Inteligencia, pero por otra está en contacto con la realidad fenoménica, con el mundo material, que deriva del Alma. También en el hombre hay como una doble alma, una que está en contacto con la Inteligencia, y otra que se une al cuerpo material. El último momento de la emanación (y degradación) del Uno es la materia. Vemos así que el mundo es algo de D., pues de Él deriva por emanación necesaria, pero esto no quiere decir que el mundo agote a D. De hecho todo tiene que volver a D., así como de Él ha salido.
     
      Un cierto panteísmo emanatista se encuentra también en Escoto Eriúgena (v.), aunque según otras interpretaciones de su pensamiento, no se le puede llamar panteísta. Lo cierto es que para él todo deriva necesariamente de la primera naturaleza (que crea, pero no es creada), se continúa con la segunda naturaleza (que crea y es creada), se prolonga en la tercera naturaleza (que no crea, pero es creada) y retorna, finalmente, al punto de partida mediante la cuarta naturaleza (que ni crea ni es creada). En la medida en que este proceso se afirme como necesario sería un panteísmo emanatista (v. EMANATISMO).
     
      Citemos, por último, en esta línea de pensamiento a Giordano Bruno (v.), quien concibe a D. como la fuente eterna de la cual derivan por emanación todas las cosas, con arreglo a un orden ideal regido por el número y la medida. El mundo es así, infinito, porque es una explicación o despliegue de la misma divinidad. Por lo demás, este despliegue es necesario: D. debe querer todo lo que puede. A la potencia activa infinita de D. debe responder una potencia pasiva equivalente, también infinita.
     
      Con esta concepción se enlaza estrechamente la otra forma de panteísmo que considera al mundo como una revelación o una realización de D. En esta línea tenemos que citar en primer lugar a Spinoza (v.). D. para Spinoza es la Sustancia única, eterna e infinita, con una infinidad de atributos infinitos, de los cuales nosotros no conocemos más que dos: el pensamiento y la extensión. Por lo demás, los modos del pensamiento no son sino las ideas, y los modos de la extensión, las cosas. Todos esos modos proceden de la naturaleza eterna de D. con la misma rigurosa necesidad con que de la esencia del triángulo resulta que la suma de sus ángulos es igual a dos rectos. El paso de la Natura naturans (D.) a la Natura naturata (mundo) no es más que un despliegue o «explicación» de la única Sustancia (Deus sive Natura); y en este paso no hay libertad, sino necesidad rigurosa; no hay dualidad, sino unidad íntima y perfecta.
     
      Una concepción parecida se encuentra en Schelling (v.), en su filosofía de la identidad. Para este autor, D. y el universo son una sola cosa; son dos aspectos de una sola realidad. D. es el universo considerado desde el aspecto de la identidad, mientras que el universo es D. considerado desde el aspecto de la diversidad.
     
      Hegel (v.) ofrece otra versión de la misma idea fundamental. D. se revela y se realiza en el proceso dialéctico hasta el logro de la identidad absoluta. «Dios es Dios, escribe, en cuanto se sabe a sí mismo; su saberse a sí mismo es, por lo demás, su autoconciencia en el hombre, y el saber que el hombre tiene de Dios, que progresa hasta el saberse del hombre en Dios» (Enciclopedia de las ciencias filosóficas, III, Madrid 1928, § 564,316). Y poco después: «Los momentos distintos del concepto se dividen en esferas particulares o en elementos, en cada uno de los cuales el contenido absoluto se representa: a) como contenido eterno que permanece en posesión de sí en su manifestación; b) como distinción de la esencia eterna de su manifestación, la cual, mediante esta distinción, se hace el mundo de la apariencia, en el cual entra el contenido; c) como infinito retorno y conciliación del mundo alienado con la esencia eterna, como el tornar de éste, de la aparición de la unidad en su plenitud» (ib., § 566,317-318).
     
      Este concepto de un D. que se hace o realiza a través del desarrollo o despliegue de las fuerzas de la Naturaleza se encuentra en algunas formas del evolucionismo contemporáneo (V. EVOLUCIÓN IV-V); es la materia primitiva la que desde su inicio aspira a una perfección cada vez mayor hasta llegar a hacerse D. A este tipo de panteísmo habría que adscribir las posturas de Samuel Alexander (1859-1938) y A. N. Whitehead (1861-1947; v.).
     
      Desde el punto de vista moral las doctrinas panteístas generalmente tienden a identificar el orden moral con el orden mismo del universo. Si no hay libertad en D., menos la habrá en el hombre; de suerte que la conducta moral no será otra cosa que el consentimiento a ese orden moral inmanente. En vano el hombre se rebela contra su destino. Su liberación consiste en seguir de grado lo que por fuerza habría de seguir de todos modos.
     
      4. Dios como creador del universo. El concepto de D. como creador del universo no aparece en la historia de la filosofía hasta la irrupción del cristianismo en el pensamiento occidental. No quiere decir esto que se trate de un concepto que requiera la Revelación sobrenatural para ser conocido, sino simplemente que, de hecho, no fue conocido por los filósofos hasta entonces (V. CREACIÓN IIIII). Ya hemos visto cómo los filósofos de la Antigüedad que más profundamente trataron del tema de D., como son Platón y Aristóteles, sólo llegaron al concepto de D. en tanto que autor del orden del universo y causa de su dinamismo. En cambio, el concepto de D. creador, ya entrevisto por Filón de Alejandría (v.) y más ampliamente explicado por los primeros filósofos cristianos: S. Ireneo, Lactancio, Orígenes, etc., entraña unas exigencias muy concretas en cuanto a la dependencia del mundo respecto de Dios. En primer lugar, se trata de una dependencia total: no hay una materia eterna con la que D. tenga que contar, sino que la creación es de la nada; es el paso del no ser absoluto al ser creado en virtud de la acción divina. En segundo lugar, la creación es completamente libre; el mundo no procede de D. por ninguna suerte de necesidad; resulta de él como un libre don. En tercer lugar, la creación acentúa la dualidad irreductible de D. y el mundo. D. es absolutamente trascendente, y el mundo de ninguna manera agota o explícita exhaustivamente lo que D. es (v. Iv, 3).
     
      El creacionismo, como solución al problema de las relaciones entre el mundo y D., adquiere una elaboración precisa en S. Agustín (v.), y ulteriormente en los grandes escolásticos medievales, pero sobre todo en S. Tomás de Aquino (v.). Para el Aquinate, D. es al propio tiempo causa eficiente, ejemplar y final de la creación. En cuanto a la causa material, la creación no la tiene, porque se trata de «la emanación de todo el ser a partir del no ente que es la nada» (Sum. Th. 1 q45 al). Por lo demás, los conceptos de causa eficiente, ejemplar y final, cuando se aplican a D. hay que entenderlos por elevación o eminencia. No tiene aquí la causa (v.) el mismo sentido que en el orden predicamental o finito. Porque en este orden predicamental los cuatro géneros de causas son irreductibles entre sí, mientras que en D. toda la causalidád está unificada.
     
      Por no haberlo concebido así se vio envuelto Aristóteles en ciertos problemas insolubles. Para Aristóteles, el primer motor de la Física, que actúa por vía de causalidad eficiente, no puede ser absolutamente inmóvil, pues tiene un fin fuera de sí mismo, y por ello depende en cierfb modo de ese fin. En cambio, el primer motor de la Metafísica, para ser completamente inmóvil, tiene que reducir su causalidad a la mera atracción por modo de fin. Y no puede actuar eficientemente en el mundo, y por ello no es gobernador ni providente. A la vista de estas dificultades, S. Tomás profundizó en el concepto de causa eficiente o en el concepto de agente en tanto que tal, y encontró que sólo el agente imperfecto (es decir, el que no es puramente agente, sino mezcla de agente y paciente) obra para conseguir algo que le falta y que está fuera de él. En cambio, el agente perfecto (el que es sólo agente) obra tan sólo para comunicar lo que posee, con lo cual no puede tener un fin fuera de sí mismo, sino que él es el fin de todo lo que hace. «Hay algunos agentes, escribe, que simultáneamente obran y reciben, los cuales son agentes imperfectos; a estos tales compete el que, aun al obrar ellos, intenten adquirir algo. Mas al primer agente, que es exclusivamente activo, no puede convenirle el obrar por la adquisición de algún fin, sino que únicamente intenta comunicar su perfección, que es su bondad. Por eso la bondad divina es el fin de todas las cosas» (Sum Th. 1 q44 a4).
     
      De esta suerte, en ese orden trascendental de la causalidad en el que S. Tomás se coloca, queda completamente a salvo la trascendencia divina y la radical distinción de D. respecto del mundo; lo cual se compagina perfectamente con el hecho de que el mundo depende enteramente de Dios, no sólo en su dinamismo o en el orden que posee, sino en lo más profundo de su ser, puesto que ha sido sacado de la nada por la acción libérrima de D. Así: «la relación de Dios a la criatura no es real, sino solamente de razón (con lo que se salva la absoluta trascendencia de Dios), pero la relación de la criatura a Dios es real (con lo que se expresa la absoluta dependencia de la criatura respecto del Creador)» (ib. 1 q45 a3 ad 1).
     
      Tal vez el punto fundamental de toda la doctrina creacionista está en la afirmación de que en las operaciones ad extra D. no procede por necesidad de su naturaleza, sino por libre donación. De esta suerte, el mundo podría no haber existido (es radicalmente contingente), y ya que existe, se halla enteramente pendiente de D., el cual lo mantiene continuamente en la existencia (conservación) y lo gobierna y dirige (providencia). Por eso, el mundo de ninguna manera agota el poder de D.; no es su despliegue, ni su revelación exhaustiva, ni mucho menos su realización. El panteísmo en todas sus formas queda completamente descartado.
     
      Esta concepción creacionista conduce también a conclusiones importantes respecto al orden moral. Dios no es solamente la causa creadora del mundo corpóreo, sino también del mundo humano, de las personas o sujetos inteligentes y libres. Por eso, el gobierno divino se refiere también a las criaturas racionales, y aun especialmente a éstas, por ser las más nobles de las criaturas (V. PROVIDENCIA II-III). Pero así como el mundo material es gobernado por D. mediante leyes necesarias, el mundo de las personas es gobernado mediante leyes obligatorias, pero no necesitantes, que son las leyes morales (v. LEY vii). De esta manera, D. no solamente es el último fin del hombre (v.); lo cual, en cierto modo, ya había sido reconocido, entre otros, por Platón y Aristóteles; sino que es también el legislador supremo en el orden moral, y no mediante leyes puramente extrínsecas, sino mediante leyes inscritas en la misma naturaleza racional del hombre. «El fin último de cada cosa, escribe S. Tomás, está en que se una con su principio» (Sum. Th. 1-2 q3 a7 ad2). Pero el hombre ha sido creado inmediatamente por D., por lo menos en lo que toca a su parte más noble, que es el alma espiritual. Luego tiene que tener por fin último a D., y a él debe estar ordenado desde lo más profundo de su ser (v. PERFECCIÓN; SANTIDAD IV). Por eso D. no es sólo la garantía del orden moral, que tuviera un fundamento puramente antropológico, sino que es el autor de ese mismo orden moral, transferido al hombre o inscrito en él por el mismo acto creador.
     
      V. t.: DIOS IV; DEÍSMO; TEÍSMO;PANTEÍSMO11;POLITEíSMOII; PROVIDENCIA II; ANTROPOMORFISMO; RELIGIÓN 11; ÉTICA; TEODICEA.
     
     

BIBL.: C. FABRo, L'idea di Dio nella storia della filosofía, en G. RICCIOTTI (dir.), Dio nella ricerca umana, 3 ed. Roma 1954; íD, Dios, introducción al problema teológico, Madrid 1961; W. BRUGGER y R. BUSA, Dio, en Enc. Fil. 2,470-492 (con amplia bibl.); N. ABRAGNANo, Dios, en Diccionario de la Filosofía, México 1963; A. MuÑoz ALONso, La trascendencia de Dios en la filosofía griega, Murcia 1947; J. JALABERT, Le Dieu de Leibniz, París 1960; A. GONZÁLEZ ÁLVAREZ, El tema de Dios en la filosofía existencial, Madrid 1943; R. JOLIVET, Études sur le probléme de Dieu dans la philosophie contemporaine, París 1932; M. F. SCIACCA, Dios y la Religión en la Filosofía actual, Barcelona 1952; C. TRESMONTANT, Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios, Barcelona 1969; J. L. ILLANEs, Hablar de Dios, Madrid 1969; v. t. la bibl. de los artículos PANTEÍSMO II y CREACIóN II, así como la concerniente a los autores citados en el artículo.

 

I. GARCÍA LÓPEZ. II.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991