DIOS. CIENCIA DE DIOS.


Se toma aquí el término ciencia simplemente como conocimiento intelectivo, aunque considerado en grado eminente, cual conviene a Dios.
      1) Doctrina bíblica. a) Dios conoce. La realidad de un D. personal está íntimamente ligada a la facultad de conocer. Por ello el hombre bíblico para quien D. es antes que nada una persona que interviene con su acción (v. III), acepta sin dificultad esta verdad del conocimiento divino; más aún, la certeza del mismo determina profundamente su conciencia religiosa. D. lo sabe todo. No ignora nada de lo que pasa sobre la tierra: he aquí una de las afirmaciones más destacadas del A. T. La convicción de que la existencia humana se desarrolla enteramente bajo la mirada de D., da a la desgracia de lob su dimensión dramática (lob 28,24). D. es aquel a quien nada se le oculta. Su mirada penetra hasta el fondo de los corazones, sean justos o injustos (Prv 15,11; 16,2; Ps 11,4; 33,15). Él descubre el pensamiento de los hombres (Ps 94,1-2), sus acciones más ocultas, sus intenciones (Ps 139,4). El conocimiento del futuro es aducido por el autor del Libro de la Consolación como prueba de la divinidad de Yahwéh (ls 42,21-25).
     
      En el N. T. la convicción de que D. ve en lo más íntimo de las conciencias es tan fuerte que obrar en lo secreto es equivalente a obrar en presencia de D.; lo propio del Padre es, en efecto, ver en el secreto de los corazones (Mt 6,18); la oración que se hace, las buenas acciones que se preparan, las intenciones más secretas, la plegaria, la confianza en la Providencia y todos los actos de la vida religiosa suponen un conocimiento divino absolutamente perfecto. «Todo está patente y desnudo a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta» (Heb 4,13). Este conocimiento de D. no debe concebirse como un conocimiento indiferente, el del frío espectador que no toma partido, sino como un conocimiento concreto, solícito e impregnado de amor. D. conoce a su pueblo como el esposo a la esposa; es más, el conocimiento divino precede a su objeto, lo crea. Conocer las cosas y crearlas es todo uno (Is 44,24-28; 48,13). La razón que los autores sagrados aducen para probar la existencia del conocimiento en D. es muy sencilla: como el obrero conoce su obra, D. conoce lo que ha creado. Si ha dado a los hombres el conocimiento, es porque Él no se ha privado de esa perfección (Ps 94,11).
     
      b) Dios posee la sabiduría. Lo afirmado hasta aquí, no excede las conclusiones de una teología natural. La S. E. nos enseña mucho más: D. no sólo conoce, sino que posee también la sabiduría. Y es aquí precisamente donde empieza lo original de la doctrina bíblica acuñada por los autores sapienciales bajo el influjo de la inspiración sobre la noción misma de sabiduría (v. SAPIENCIALES, LIBROS). En efecto, esta sabiduría, que aparece primeramente con una dimensión práctica, se va afirmando progresivamente como realidad subsistente en D. hasta manifestarse finalmente en el Evangelio como ser personal. Primeramente como D. es autor de todo bien, también lo es de ese conocimiento especial de las cosas y de los hombres, de ese arte de vivir, de esa ciencia del bien y del mal, que hace del hombre un sabio. Toda sabiduría viene de D.; propiamente hablando sólo D. es sabio. Junto a la sabiduría humana siempre precaria y parcial, la sabiduría de D. aparece insondable e inaccesible (lob 28,38-39). El hombre la contempla, sin duda, en la obra de la Creación (Prv 8,22-31; Sap 7,22-27; Eccli 24,3-6). La adquiere en parte por el conocimiento de la ley (Dt 4,5-6; Ps 19,8), pero es impotente para escudriñar sus secretos, pues los pensamientos de D. no son nuestros pensamientos, sus caminos no son nuestros caminos. Y la razón está en que la sabiduría propiamente dicha es una efusión de la gloria del Todopoderoso (Sap 7,22-31), una imagen de su excelencia, un soplo salido de la boca del Altísimo (Eccli 24,3). Más aún, obrando en el mundo, subsiste en D. y termina por retener los secretos de D. mismo. Mientras algunos textos la describen primeramente como un bien deseable, pero exterior a D., otros la presentan con el carácter de realidad interior a la divinidad hasta convertirse en una cualidad personal de la misma, llegando al punto de que es D. mismo quien se expresa en ella como en una imagen.
     
      c) Jesucristo, sabiduría de Dios. Pero la manifestación perfecta se logrará de manera definitiva por la Revelación de la sabiduría de D. en Jesucristo (v.). Por una parte, el carácter personal de la sabiduría nos es revelado, enseñándosenos que es una persona distinta del Padre; por otra, esta sabiduría trascendente y creadora (lo 1,3; Col 1,15-20) se introduce en la corriente de la historia al tomar carne humana de la descendencia de David. Precisamente porque Jesucristo es la Sabiduría encarnada, es en Él donde se revela a la vez el misterio íntimo de D. y el sentido de su amor por el mundo. Los Apóstoles llaman a Jesús sabiduría de Dios (1 Cor 1,24-30), no sólo porque comunica la sabiduría a los hombres, sino porque Él mismo es sabiduría. De igual manera, para hablar de su preexistencia junto al Padre usan los mismos términos que en otro tiempo definían la sabiduría. De esta forma el carácter específicamente cristiano del conocimiento existente en D. se manifiesta a los hombres. D. conoce equivale a decir D. se expresa en el Verbo (sabiduría), distinto de Él y subsistente eternamente en Él: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien quiera revelárselo» (Mi 11,27). Esto quiere decir que hay una Revelación por parte de D. del conocimiento que tiene de sí mismo. El Hijo que ha visto a D. y el Espíritu Santo, que surge de las profundidades de D., nos lo revelan. Esto significa, también, que D. tiene sobre la humanidad un designio de sabiduría que se manifiesta en Jesucristo, el cual está más allá de toda sabiduría humana, pues es la sabiduría de D., y al mismo tiempo se ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención (1 Cor 1,30; Eph 1,16).
     
      2) Patrística. Tres fueron los factores principales que contribuyeron al desarrollo de la doctrina patrística en general y en este caso al desarrollo del problema sobre la ciencia divina: la meditación y la reflexión sobre la S. E., la controversia con los adversarios de la fe y el encuentro con la filosofía griega. Del influjo de estas tres causas surge una evolución doctrinal en la que se pueden señalar las siguientes etapas.
     
      a) Padres apostólicos. No son las especulaciones profundas las que caracterizan el pensamiento de los PP. apostólicos (v.) sobre el tema. Estos se limitan más bien a hacer afirmaciones sencillas sobre el conocimiento salvífico de D., tal como lo presenta la Biblia, considerándolo como un estímulo para vivir moral y religiosamente (v. SALVACIÓN II). «Puesto que ve todo y entiende todo, guardémonos de ofenderle y de ser impuros» (S. Clemento Romano, Epístola a los Corintios 18,1). «Nadie escapa a la mirada del Señor, ni siquiera los secretos más íntimos; recordemos, pues, en todas nuestras acciones que Él habita en nosotros» (S. Ignacio de Antioquía, Carta a la Iglesia de Éfeso, 15,3; S. Policarpo, Carta a los Filipenses, 4,3).
     
      b) Apologistas y controversistas antenicenos: Las polémicas entabladas con los gnósticos y paganos, confieren a este periodo unas características peculiares, que le diferencian notablemente del anterior. En efecto, es en el terreno de la razón, donde se colocan los adversarios, obligando a los PP. a echar mano del mismo instrumento al abordar el problema de la ciencia o de Dios. Al mismo tiempo, las dificultades llevadas sobre la universalidad de la providencia (v.) o la incompatibilidad del conocimiento del futuro por parte de D. con la libertad humana, orientan la especulación patrística hacia puntos determinados y ofrecen la ocasión de profundizar en la naturaleza y universalidad del conocimiento divino y 'de decidirse sobre problemas tan complejos como el de la presciencia divina y la libertad humana (v. PREDESTINACIÓN Y REPROBACIÓN). Tales son en esta etapa las notas fundamentales de la teología patrística sobre este punto, en cuyo desarrollo sobresalen S. Ireneo, Orígenes y S. Justino.
     
      c) Padres posnicenos. En este periodo, aunque el debate contra el paganismo no cesa, pierde, sin embargo, el ardor de la etapa anterior y pasa a un lugar secundario, como secundaria se hace también la discusión con el gnosticismo (v.). En estas circunstancias el motivo que determina el estudio del conocimiento divino, viene a centrarse casi exclusivamente en la aparente aporía de la presciencia divina con la libertad humana, problema que se agudiza al relacionarlo con la existencia del pecado y su previsión por parte de Dios. Esta dificultad da ocasión a un desarrollo doctrinal más amplio en el que toman parte sobre todo S. Agustín, S. Juan Crisóstomo, S. Gregorio de Nisa y S. jerónimo (v. voces respectivas).
     
      d) Desde el s. V hasta la escolástica. Salvo algunas excepciones, los autores de este tiempo están lejos de ofrecer el mismo interés que el del precedente. Destacan en Oriente, por lo que al tema se refiere, Dionisio Areopagita (v.) y S. Juan Damasceno (v.). El primero aborda el problema en el tratado De divinis nominibus, en donde dedica un capítulo entero al tema de la ciencia divina. El segundo toca el problema de la ciencia de D. en el De fide orthodoxa, destacando la universalidad de este conocimiento, que extiende hasta los futuros libres. En Occidente los PP. no estudian el problema, a no ser incidentalmente y por lo común se contentan con repetir la doctrina de S. Agustín. S. León Magno (v.) defiende la ciencia divina del futuro y su compatibilidad con la libertad humana. Boecio (v.), al final de su obra De consolatione philosophiae, demuestra la omnisciencia divina, que a pesar de tener todo previsto no excluye la libertad humana, aunque difícilmente se puede comprender cómo estas dos categorías se armonizan entre sí. En el capítulo con el que termina la obra, afirma que como D. ve todo en un eterno presente, su conocimiento de los futuros libres no impide nuestra libertad, del mismo modo que la contemplación de las acciones libres actuales no impide a los que la realizan ejecutarlas libremente (v. LIBERTAD).
     
      e) Líneas fundamentales de la tradición patrística. El análisis de la doctrina patrística quedaría demasiado pobre si no recogiéramos aquí las principales aserciones de los PP. relativas a la ciencia infinita de Dios. La doctrina patrística es resumida en RJ (p. 764) en los apartados siguientes: con una sola intuición D. conoce todas las cosas, no sólo las que existen, sino las que existirán; con su presciencia D. no impone necesidad alguna a las decisiones libres. D. conoce de antemano los actos futuros de la libre voluntad humana, sin que esta presciencia destruya el libre albedrío. La presciencia del bien y del mal está incluida en la ciencia perfecta de Dios. Y, finalmente, D. conoce los futuros condicionados. La prueba de estos asertos la hace A. Michel en DTC, 14,2, 15991600, aduciendo las obras de los PP. con su referencia bibliográfica completa. De todo lo cual resulta que la tradición concede a la ciencia divina una perfección sin límites. Ningún objeto es excluido. El mismo mal y el pecado, más aún, los sucesos dependientes de la libertad humana, son objeto, según los PP., de la ciencia de Dios.
     
      3) La Escolástica. Al hacer un análisis comparativo entre los logros alcanzados por los PP. y las sistematizaciones logradas por S. Tomás (v.) en la doctrina sobre la ciencia de D., una pregunta se hace ineludible: ¿Qué factores influyeron en el desarrollo que cristaliza en esa sistematización? A los PP. debe sin duda S. Tomás una porción no pequeña de verdades sobre la ciencia divina, que alcanzaron en algunos puntos una profundidad y madurez muy notables. De los escolásticos del s. xi y xii (S. Anselmo, Pedro Lombardo, Abelardo) aprovechará la técnica metodológica que le permitirá desarrollar el contenido virtual que las afirmaciones tradicionales comportaban. Pero estas razones no serían suficientemente explicativas, si a ellas no se sumara el influjo poderoso que sobre el Aquinate ejercieron las teorías aristotélicas (v.) relativas al conocimiento, que llegan a él a través de los árabes (v.). De todos estos factores, la gran capacidad de síntesis de S. Tomás extrae, en Sum. Th. 1 q14, todo lo referente a la ciencia divina, desde la existencia (al) hasta las propiedades (a'l5-16) pasando por la naturaleza (a2-14).
     
      En la escolástica posterior la amplia temática de S. Tomás es interpretada a medida que las circunstancias históricas lo exigen y desde puntos de vista diferentes, dando lugar a distintas controversias.
     
      4) Elementos dogmáticos. Las afirmaciones del Conc. Vaticano I (Denz.Sch. 3001 y 3003), que resumen toda la doctrina anterior de la Iglesia sobre la cuestión, prestan fundamento sólido y suficiente para considerar como pertenecientes a la fe los siguientes enunciados: a) D. posee una ciencia infinita; b) se conoce a sí mismo de una manera infinitamente perfecta, y c) D. conoce todas las cosas posibles y reales hasta las acciones libres de las criaturas inteligentes, a las que su presciencia no impone ninguna necesidad.
     
      5) Doctrina común. a) Fundamento racional del conocimiento divino. Se reconoce un sujeto cognoscente en la capacidad de adquirir otras formas distintas, sin perder la suya propia. Por el contrario, las transformaciones que se constatan en el devenir de los seres o sustancias no cognoscentes entrañan necesariamente con el surgir de una forma nueva, la desaparición de la antigua. Llamamos material esta posibilidad de alteración; el espíritu (v.) ignora tal riesgo; cuando afronta la existencia de otro, es para asumirla en la propia; posee en cierto sentido el poder de ser intencionalmente otro, pero la puesta en obra de este poder no entraña la pérdida de su integridad (v. CONOCIMIENTO I). Diremos que la actividad espiritual coincide con la capacidad de adquirir otras formas, cosa que excluye la materialidad. Siendo D. el ser espiritual subsistente, tiene que ser el conocer también subsistente (Sum. Th. 1 q14 al). Como el conocimiento se verifica por la unión del sujeto cognoscente con el objeto, al existir en D. plena identidad entre ambos, el conocimiento divino es necesario y permanente.
     
      b) Objeto. El objeto de la ciencia de D. es D. mismo. En el acto puro, acto cognoscitivo, sujeto y objeto se identifican y, por tanto, £1 es su pensamiento (Sum. Th. 1 q14 a2 ad3) y este autoconocimiento de D., idéntico con su esencia, tiene dos términos relativos, es decir, D. como pensante y D. como pensado (v. TRINIDAD). D. se contempla y se conoce a sí mismo con absoluta comprensión y perenne autoconciencia, sin experimentar cansancio y sintiéndose infinitamente bienaventurado. Su capacidad cognoscitiva, idéntica a su cognoscibilidad, se halla siempre en estado de suprema actividad y abarca una riqueza suprema. D. se conoce a sí mismo, sabiendo que es absoluta perfección y valor absoluto. Ni necesita, ni busca nuevos contenidos noéticos ni nuevos valores. Por su perfección, D. se basta a sí mismo para conocerse, no necesita de las cosas extradivinas, mientras que el hombre necesita de un tú con quien pueda confrontarse para llegar a percibirse distintamente y poder conocer su esencia con todos sus enigmas y abismos. Las cosas extradivinas no pueden ofrecer estímulo a D., que obra con absoluta independencia y exclusiva conformidad con su propia esencia. Esta esencia es la imagen cognoscitiva en la que se contempla a sí mismo. D. no pasa, por tanto, del estado de inconsciencia al de conciencia mediante el desarrollo de antinomias, como afirma Hegel (v.); ni llega a conocerse con toda plenitud en la esencia y actividad de las criaturas como dice Günther (v.) D. no sólo no debe a las criaturas su autoconocimiento, sino que es, sobre todo, a través de su esencia, como conoce a las criaturas, las cuales constituyen el objeto secundario. Este objeto está constituido por las cosas consideradas como creables (posibles) y como creadas (reales, pasadas, presentes y futuras). Esta verdad de que D. conoce todo lo que existe fuera de Él,. se deduce de los textos, arriba citados y se confirma con la razón. Supuesto que D. es el primer ser inteligente, principio supremo de toda realidad, en la línea de causalidad eficiente, ejemplar y final, es vidente que ninguna criatura pueda escapar a la ciencia divina. Teniendo una exacta comprensión de sí, conoce todo lo que procede o puede proceder de Él, es decir, los entes posibles y reales y todo ello sin safrse de la propia esencia.
     
      c) Propiedades. Como el conocimiento de D. es idéntico a su ser, el acto de entender posee todas las propiedades del ser divino: es perfecto e inmediato. La inteligencia divina no necesita pasar a través de la maraña formada por la trama de los hechos, a través del tejido de relaciones, a través de la multitud de estratos y entrecruces; no necesita encontrar la solución de un problema para pasar a otro. Ante los ojos de D. se halla patente toda la realidad en toda su cognoscibilidad, hasta en sus más profundas complejidades. Es comprensivo e inmutable. El conocimiento divino no es pasajero ni superficial, no se detiene en los aspectos exteriores de las cosas. Tampoco puede aumentar o enriquecerse ni se halla sometido al peligro de disminuir o desaparecer. No existen en D. los oscuros estratos del subconsciente, sino que conoce todo en un estado de conciencia despierta y clarísima. Es Universal. El espíritu humano elige los objetos de su conocimiento verificando la elección consciente o inconscientemente. La actividad interna de amor o aversión condiciona su elección y por eso sólo conoce algunos aspectos de un objeto dado, pasando por alto otros o relegándolos a un segundo plano. El conocimiento divino ni puede seleccionar ni quedar reducido a una mera vista parcial. El saber de D. es universal y absoluto lo mismo que su ser. Todo está patente a los ojos de D., sin perder nada de su modo especial, sin quedar reducido a la necesidad u objetivado lo que tiene un modo de ser personal.
     
      d) Especies de conocimiento divino. La absoluta simplicidad divina impide poner en la ciencia de D. la menor distinción. Con un acto único y absolutamente simple, se conoce D. a sí mismo y a todas las cosas. Sin embargo, podemos distinguir en él diversas clases en relación a los objetos conocidos, distinción que contribuye a esclarecer nuestra comprensión del saber divino. Bajo este aspecto, se distingue en D.: ciencia especulativa y práctica. La primera recae sobre realidades no susceptibles de realización, o que siendo tales, no son consideradas bajo este aspecto. Tal es el conocimiento divino de sí mismo y de los posibles, y de la realidad creada en cuanto que contemplada por Dios. La segunda versa sobre, realidades susceptibles de realización y con intención de realizarlos. Ciencia necesaria y libre. Esta distinción se justifica según que el objeto dependa o no del libre decreto de la voluntad divina (v. Iv, 14). D. se conoce a sí mismo y a los posibles con ciencia necesaria. Todos los otros seres que dependen del acto absolutamente libre de D. son objeto de la ciencia libre.
     
      Ciencia de aprobación y reprobación. Distinción que tiene su fundamento en la relación al bien o al mal, objetos del conocimiento divino. La primera recae sobre las cosas buenas que agradan a D., la segunda, llamada también puramente permisiva, versa sobre las cosas malas o pecaminosas que D. permite. Ciencia de simple inteligencia o de visión. La primera, es la que tiene D. de las cosas meramente posibles, que no han existido, ni existen, ni vendrán jamás a la existencia. Ciencia de visión es la que tiene D. de las cosas que determinó o permitió que existieran en el tiempo, es decir, de cuanto ha existido, existe o existirá.
     
      Ciencia media. La conciliación de la presciencia divina con la libertad humana llevó a Molina (v.) a poner entre la ciencia de simple inteligencia y la de visión una tercera llamada ciencia media. Esta ciencia tiene por objeto los futuros condicionados libres, llamados también futuribles, o sea, los que de hecho vendrían a la existencia, si se diesen algunas condiciones. Los tomistas rechazan esta ciencia, y entramos así en el terreno de las cuestiones discutidas.
     
      6) Cuestiones discutidas. Algunos teólogos de tendencia nominalista (v.) juzgan que D. conoce las criaturas en ellas como medio cognoscitivo; otros, los tomistas (v.) en general, no admiten que el acto cognoscitivo de D. termine inmediatamente fuera de fil. La razón que aducen, ya presentada por S. Tomás, es que repugna a la naturaleza divina que alcance directamente con su acción un término extrínseco que la determine. Por tanto, se debe afirmar, según ellos, que D., conociendo a fondo su esencia, conoce perfectamente las cosas exteriores, que son una imperfecta imitación de aquélla. Conocimiento por lo mismo mediato, pero perfecto, porque las cosas son vistas como efectos en la propia causa. Se discute además la relación entre la ciencia divina y el objeto secundario. En el hombre, el objeto inteligible causa el conocimiento y por eso se dice que nuestro conocimiento es medido por las cosas. Pero esto es imposible en D., ser primero y absoluto, causa suprema de toda la realidad. Por tanto, el pensamiento de D. ha de concebirse como causa de las cosas, no por necesidad intrínseca, sino por libre determinación y no causado por ellas. Los molinistas, por el contrario, sostienen que la ciencia de visión no es causa de las cosas, sino causada por ellas.
     
      La controversia se agudiza cuando de las cosas inanimadas e irracionales pasamos a considerar las acciones libres del hombre, como objeto de la ciencia de Dios. Es de fe, como se ha dicho, que D. conoce con certeza los actos libres futuros y sobre esto no existe discusión. Pero los teólogos para explicar este privilegio exclusivo de D. han indagado el medio íntimo de la presciencia divina, llegando a conclusiones diversas. La discusión se inicia ya en la época de los PP., se acentúa en el correr de los siglos hasta culminar en la antítesis tomismo-molinismo, que se enciende en el s. xvi entre Molina por una parte y Báñez por otra.
     
      La controversia es muy complicada, porque implica además de las cuestiones de la ciencia, otros problemas. como el concurso divino a la actividad de la criatura, la relación entre la ciencia y voluntad en D., la naturaleza de la libertad humana, etc. Ateniéndonos al terreno de la ciencia, las dos posiciones fundamentales pueden sintetizarse así:
     
      Tomismo: Se pueden distinguir (lógica, no realmente) dos especies de ciencia en la mente divina, según dos distintos modos de considerar las criaturas. En efecto, éstas pueden considerarse como simplemente posibles o como reales. D. conoce las primeras conociendo su esencia como imitable fuera de sí; las segundas como realizadas, pero como la realización de aquella imitabilidad depende de su voluntad, D. conoce las cosas reales, pasadas, presentes y futuras también en su esencia. La ciencia de los posibles se llama de simple inteligencia; la de los seres existentes, de visión. Los futuros absolutos o contingentes son objeto de la ciencia de visión, porque todos se realizan según los decretos absolutos de la voluntad divina. Los futuros condicionados, aun aquellos que dependen de una condición que de hecho no se verificará (futuribles), están subordinados a los decretos de la voluntad divina, que, en este caso, serán objetivamente condicionados. Tales futuros entran, por tanto, en la esfera de la ciencia de visión.
     
      Molinismo: Para explicar la previsión de los futuros libres no bastan, dicen, la ciencia de simple inteligencia y la de visión porque además del posible y del futuro existe el futurible, que no es objeto de la ciencia de simple inteligencia ni de la de visión. En efecto, el futurible es el acto considerado como condicionado, es decir, dependiente de una serie de causas y de circunstancias que constituyen un orden creable distinto de los otros innumerables órdenes posibles. La mente divina contempla en un primer momento la esencia divina como causa ejemplar de indefinidos entes posibles (conocimiento de simple inteligencia). En un segundo momento ve estos entes posibles dispuestos en varios órdenes y ve en cada uno de ellos cómo el libre albedrío se determina a obrar de una forma o de otra según las varias situaciones; en un tercer momento D. interviene con su libre voluntad y decide la realización de uno de estos órdenes creables. Y en virtud de esta decisión ve de un modo absoluto el acto libre (ciencia de visión). El segundo momento constituye la ciencia media, que por un lado es natural y necesaria, ya que precede a toda intervención de la voluntad, y por otro libre, porque la previsión exacta de un determinado acto futuro está subordinado a la hipótesis de que la voluntad escoja este y no otro orden de cosas.
     
      A nadie se le oculta que la distinta preocupación predominante en las escuelas mencionadas condicionan la solución de estos difíciles problemas. El tomismo siente notorio interés por el dominio de la causa primera; por esto, partiendo de la premoción física, explica fácilmente la previsión del acto futuro aún condicionado sobre la base del decreto de la voluntad divina; de igual forma explican la infalibilidad absoluta de la providencia, la predestinación a la gloria y la eficacia de la gracia. El molinismo, a su vez, preocupado ante todo de la libertad humana, niega la determinación inmediata de ésta por parte de D. y monta la explicación tanto de la infalibilidad del conocimiento como de la predestinación y eficacia de la gracia sobre la base de la ciencia media, en función de la cual todos estos problemas se estructuran y explican.
     
      V. t.: 111, 4; CIENCIA I; CONOCIMIENTO III; CREACIÓN 111, 2-3; PREDESTINACIÓN; LIBERTAD; BÁÑEZ, DOMINGO; MOLINA Y MOLINISMO.
     
     

BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th. 1 q14; íD, Contra Gentes, 1,44-72; A. MICHEL, Science de Dieu, en DTC XIV,1598-1620; P. PARENTE, Scienza Divina, en Enciclopedia Cattolica, XI, Ciudad del Vaticano 1953, 108-111; O. SEMMELROTH, Allwissensheit Gottes, en LTK 1,356-358; M. SCHMAUs, Teología dogmática, I, Madrid 1962, 549-576; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Dios: naturaleza de Dios, Buenos Aires 1950; F. M. GENUYT, El misterio de Dios, Barcelona 1968; I. M. DALMAU, Sacrae Theologiae Summa, 4 ed. Madrid 1964.

 

J. GÓMEZ LÓPEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991