Del griego dinamis, fuerza o actividad. El término d. tiene distintos
sentidos en el vocabulario filosófico: 1) En su más amplio significado se
entiende por d. lo contrapuesto a estatismo. Dinámico indica movimiento,
devenir, mutabilidad; para el d., el ser es algo que está en constante
hacerse, en perenne actividad y cambio. Desde este punto de vista puede
decirse que la filosofía de Heráclito (v.) es dinámica y que la de
Parménides sería estática. Esta significación de d., como movimiento, es
el que ha pasado a la Física, en la que una de sus partes, la Dinámica, es
el estudio de las fuerzas y de los movimientos por ellas producidos
(frente a la Estática, que se ocupa de los equilibrios de fuerzas).
2) En un segundo significado, muy conexo con el anterior, se habla
de d. o dinámica social. Desde Comte se han distinguido dos partes en la
Sociología; una, la estática social, que se ocupa de la estructura de los
diversos grupos e instituciones sociales, y otra, la dinámica social, que
estudia la evolución de los mismos; esta distinción alcanza gran relieve a
partir de Spencer.
3) En su más propio significado, se entiende por d. una teoría
cosmológica (v. COSMOLOGíA), según la cual el último constitutivo de lo
real son unas sustancias simples, completas e inextensas dotadas de fuerza
y actividad. El d., así concebido, es, junto con el atomismo (v.) y el
hilemorfismo (v.), una de las tres grandes doctrinas cosmológicas que se
han formulado para intentar resolver el difícil problema de la
constitución de los seres corpóreos. Históricamente el d. ha surgido como
una superación del atomismo, pretendiendo superar las dificultades
insoslayables con las que el mecanicismo (v.) atomista se encontraba. En
efecto, el atomismo se veía incapacitado para dar rendida cuenta de la
actividad, constante y universal, de los seres corpóreos; el átomo,
material y, por tanto, esencialmente inerte, no podía explicar las
propiedades activas que se presentan en los cuerpos. El atomismo puede
justificar un mundo estático, pero no un universo dinámico como es el que
nos presenta la experiencia. Por ello el d., aceptando en parte el
atomismo con su postulado de la existencia de corpúsculos elementales,
modifica la naturaleza de éstos en un intento de explicar adecuadamente la
realidad.
Las notas principales del d., si bien hay que tener en cuenta la
diversificación que esta doctrina adopta en sus distintos defensores, son:
1. Admisión de que todo lo real se puede reducir a un principio
específicamente único (en esto se opone al hilemorfismo). 2. Ese principio
son partículas numéricamente múltiples, inextensas y activas, dotadas en
sí mismas de capacidad de obrar. La inextensión y actividad intrínsecas a
las partículas diferencian al d. del atomismo. Las partículas del d. son a
modo de átomos de fuerza o energía. Ambas nociones, en cuanto implican la
capacidad o potencia de hacer, son básicas en el d. En cierto modo se
puede concebir al mismo como una hipertrofia del concepto de potencia (v.)
activa aristotélica. Mientras que para el aristotelismo la potencia activa
es algo de los seres, en el d. se transforma en los mismos seres. La raíz
última de lo real es un principio energético. Con ello el d. podrá
explicar fácilmente la actividad de los seres, pero hallará grandes
dificultades en justificar otras características de los mismos, tales como
la extensión -que será concebida de forma idealista-, la inercia y, en
general, todas aquellas que se consideran ligadas a la materia.
Dentro del d. se pueden distinguir estas fases: 1. Precedentes,
representados por el pensamiento de un conjunto de autores a partir del s.
xiv, que irán perfilando una concepción dinámica de lo real. 2.
Sistematización, que será la obra de Leibniz, con el que el d. recibe una
de sus más precisas formulaciones. 3. Desarrollo, que tiene lugar a lo
largo de los s. xvlii y xix. 4. Renovación, bajo la forma del llamado
energetismo. 5. Por último puede hablarse de un d. científico, de gran
interés en todo el s. xx, pero que tiene un alcance muy distinto del d.
cosmológico.
Precedentes. Ha tenido gran importancia en la génesis del d. la
doctrina del impetus o vis impulsiva desarrollada por los occamistas en el
s. xlv, en especial por Juan Buridán, Alberto de Sajonia y Nicolás de
Oresme. Para Aristóteles, todo lo que está en movimiento tiene que ser
movido, actual y constantemente, por un móvil exterior (Físita, VII,1,241b24);
por ello, para explicar el movimiento de una piedra lanzada por una honda
había que admitir que la honda producía un movimiento en las capas de
aire, que a su vez iban actuando de móviles sobre la piedra; en síntesis,
Aristóteles desconoce el principio newtoniano de inercia; el estado normal
es el reposo, lo estático, y todo movimiento de un cuerpo exige una causa
constante. Admitida esta teoría universalmente por el prestigio de su
fundador, va a ser rechazada por los occamistas con la creación de la
noción de impetus. Ya Ockham (v.) había dicho que para explicar el
movimiento de una flecha no es preciso admitir la tesis aristotélica de la
causalidad constante de la honda y las capas de aire; la flecha recibe del
arco un impetus, una vis impulsiva que la flecha conserva sin que se
necesite una causa exterior y constante que la mueva (Super libros
Sententiarum, II,g18,26). Sus discípulos ya citados perfeccionarán esta
noción de impetus, en la que se ha visto un precedente de la fuerza viva o
energía cinética. Con ello el movimiento, la actividad, la fuerza no se
presentan ya, como sucedía en el aristotelismo, a modo de un fenómeno no
primario -el estado natural del cuerpo es el reposoque necesita de
ulterior explicación. La actividad móvil se transforma en algo primario en
el mundo. Así Buridán dirá que para explicar el movimiento planetario no
es preciso acudir a las tradicionales inteligencias motoras que, de un
-modo constante, desplacen a los planetas en sus órbitas; basta con
admitir que Dios ha comunicado un ímpetu, un impulso a cada planeta que,
conservado sin merma por éste, le permite verificar sus desplazamientos
orbitales (Quaestiones super octo Physicorum libros, VIII,gl2); teoría en
la que hay un evidente precedente del principio de inercia formulado por
Newton. Esta concepción activista y dinámica de la Naturaleza se extenderá
al Humanismo renacentista, caso de Marsilio Ficino, y tendrá amplia
formulación en Giordano Bruno (Nola 1548-Roma 1600) con su teoría del alma
universal, que es la potencia divina activa presente en todas las cosas;
dado que todos los seres, orgánicos o inorgánicos, participan de ese alma
cósmica, la actividad es el principio rector del universo; por otra parte
su doctrina de las mónadas anticipa, en algún sentido, la monadología
leibniziana.
Sistematización. El gran estructurador del d. ha sido Leibniz (v.).
Toda la monadología está transida de una concepción del Universo en la que
la idea de actividad desempeña un puesto primordial. La mónada, en cuanto
partícula elemental con la que se construye la totalidad de los seres, es
esencialmente activa; dinanús, energía, son el constitutivo formal de la
sustancia, a la que Leibniz definirá como aquello que está dotado de la
capacidad de obrar. La esencia de la materia no puede ser la extensión, ya
que ésta es principio de pasividad e inercia, y de lo pasivo y lo inerte
nunca se podría llegar a explicar la dinámica del Universo (Lettre sur la
question «Si l'essence du corps consiste dans Pétendue, «Journal des
Savants», 18 jun. 1691). El átomo inerte y material no puede ser el último
constitutivo de lo real; sólo la mónada, con sus caracteres de unidad,
simplicidad, inmaterialidad, indivisibilidad, inextensión y actividad
puede dar explicación adecuada de lo real. La res extensa cartesiana queda
eliminada, ya que por ser extensa ha de ser inerte y pasiva, y ello es
incompatible con la sustancia. De las mónadas, en número infinito, se
derivarán todos los demás seres, ya por pura agregación o agrupación
accidental de las mónadas -caso de los seres inorgánicos-, ya por
integración de las mismas en una unidad superior en virtud de una mónada
rectora, el alma -en los seres orgánicos-. Pero, en cualquier tipo de ser
que investiguemos, y gracias a su naturaleza monádica, lo fundamental es
la actividad. En esta concepción leibniziana es fácil explicar cualquier
fenómeno dinámico del universo, pero las dificultades empiezan cuando se
trata de dar -razón de aquellas propiedades de los seres vinculadas con la
materia, caso, p. ej., de la extensión y el espacio, que Leibniz tendrá
que concebir de una forma idealista.
Desarrollo. Bajo la influencia más o menos directa de Leibniz,
surgirán a lo largo de los s. xv>>t y xtx una serie de pensadores que van
a defender el d. con algunas diferencias de matiz. Contribuyó a esta
difusión del d. la obra de Christian Wolff (1679-1754), con la extensa
propagación que hizo del pensamiento leibniziano.
Uno de los más destacados dinamistas es el jesuita Roudjer Yossif
Boscovich (Ragusa 1711-Milán 1787), que en su Philosophiae naturalis
theoria redacta ad unicam legem virium in natura existentium nos ha dejado
un esquema dinámico de la realidad. Influido por Newton, tratará de
explicar la gravitación universal sobre la base de una monadología de
inspiración leibniziana, pero que se aparta en tres puntos fundamentales
de la de Leibniz: a) Para Boscovich, el monadismo sólo se extiende a los
seres corpóreos; b) Las mónadas no son infinitas en número; éste es muy
elevado, pero finito; c) Las mónadas se comunican entre sí, actúan las
unas sobre las otras. Las mónadas son puntos metafísicos, inextensos,
indivisibles y dotadas de fuerzas atractiva y repulsiva, que aumentan
respectivamente al disminuir o incrementarse la distancia entre las
mónadas, en proporción inversa al cuadrado de dicha distancia. A estas
fuerzas atractivas y repulsivas se debe la apariencia de extensión e
impenetrabilidad que ofrecen los cuerpos. Todas las propiedades de los
mismos se pueden explicar partiendo de la estructura activa de las mónadas,
y en todas estas propiedades, incluso en las que parecen más opuestas, hay
que ver un d. que se extiende por la totalidad del Universo. La extensión,
la impenetrabilidad, la inercia, la cohesión, los colores, los sabores,
etc., son producidos por la interacción de los átomos-puntos, de las
mónadas. En síntesis, para Boscovich todo cuerpo no es más que un complejo
de elementos dinámicos.
Una postura análoga a la de Boscovich es la que adoptará Kant, en su
periodo precrítico, con su obra Monadologia physica (1756); conciliando
también a Leibniz y Newton, atribuirá a las mónadas una vis arcendi, una
fuerza atractivo-repulsiva, con la que pretenderá explicar la pluralidad
de fenómenos presentes en el mundo de los seres corpóreos (en su periodo
crítico, Kant rechazó el d.).
Una nueva modalidad del d. la tenemos en la teoría de los reales de
Johann Friedrich Herbart (v.), que expone en sus escritos Haupipunkte der
Metaphysik y Allgemeine Metaphysik. Los reales son los últimos elementos
simples constitutivos de la realidad; son inextensos, indestructibles,
simples, intemporales e inextensos; los reales ni sufren cambio ni
experimentan transformación de especie alguna; tampoco se relacionan entre
sí en virtud de conexiones esenciales, por lo que cualquier tipo de
relación entre ellos es de índole meramente accidental, que nunca modifica
su íntima naturaleza. Como puede verse, los reales de Herbart guardan gran
semejanza con las mónadas de Leibniz; la diferencia fundamental entre unos
y otras es que los primeros carecen de la percepción y apetición típicas
de las mónadas. Todas las cosas no son sino uniones de reales, conexiones
accidentales de los mismos que nos ofrecen un trasunto fenoménico de la
verdadera realidad.Otros defensores del d., que se limitaron a reproducir
las tesis de Leibniz, de Boscovich y de Kant fueron Jaime Balmes (v.),
Ignace J. Carbonnelle (1829-1889) y Domenico Palmieri (1829-1909).
Renovación. A comienzos del s. xx se va a producir un renacimiento
del d. con la obra de Wilhelm Ostwald (v.). Ilustre químico (recibió el
premio Nobel en 1909), se interesó también por los problemas filosóficos.
Influido por el auge que la noción de energía ganaba en las ciencias
positivas, intentó crear una explicación energética de toda la realidad. A
este respecto sus obras más importantes son Vorlesungen über
Naturphilosophie (Secciones de filosofía de la Naturaleza) 1901; Die
Energie (1908), Energetische Grundlagen der Kulturwissenschaft
(Fundamentos energéticos de la ciencia cultural) 1909, y Die Philosophie
der Werte (La filosofía de los valores), 1913. Parte Ostwald de una
crítica de todo atomismo mecanicista por no cumplir los dos requisitos
necesarios a toda teoría verdadera: universalidad (dar explicación del
máximo número de fenómenos) y precisión (explicarlos con todo detalle y
sin introducir hipótesis indemostrables) (Die Energie, trad. francesa de
E. Philippi, París 1913, 123). En consecuencia, es obligado sustituir el
mecanicismo por una concepción dinámica de la realidad, estableciendo como
base que el factor último integrante de lo real es la energía. El propio
Ostwald llama a su doctrina energetismo, entendiendo por tal «que todos
los fenómenos de la naturaleza deben de ser concebidos y representados
como operaciones efectuadas sobre las diversas energías» (o. c. 119). La
energía es algo que no sólo constituye de facto lo real, sino que es
necesariamente integrante de ello; precisamente es esta nota de necesidad
lo que diferencia la energía de algunos otros elementos, como el espacio y
el tiempo, que de hecho acompañan siempre a los fenómenos naturales, pero
que podrían pensarse disociados, pues no es contradictorio concebir un
espacio y un tiempo vacíos de todo acontecimiento (o. c., intr. 4). La
vinculación entre energía y realidad es tal que se puede afirmar que «es
en la energía donde se encarna lo real» (o. c., intr. 5). En cuanto a la
materia, baluarte del mecanicismo, es para Ostwald perfectamente
reductible a la energía; la materia no es otra cosa que energía
condensada, como lo demuestra el que las propiedades de la primera, el
peso, la masa y la extensión fundamentalmente, pueden reducirse a diversas
manifestaciones energéticas (o. c. 171). La noción de materia, cuando se
la analiza detenidamente, se presenta como radicalmente superflua.
Basándose en este dinamismo energético, Ostwald intenta dar una
explicación omnicomprensiva de la realidad. Tanto los fenómenos
inorgánicos, como los biológicos, psíquicos, sociales e incluso morales se
someten al crisol de la energía. La vida se reduce a un sistema
químico-energético; la unidad del yo se cifra en la unidad de la energía
nerviosa del cerebro; la sociedad tiene como fin el conseguir, mediante la
ciencia y la técnica, los mejores coeficientes de transformación en los
diversos cambios energéticos; en el orden moral, el principio máximo de
moralidad será «no malgastes la energía, trata de utilizarla» (Die
Philosophie der Werte, Leipzig 1913, 266).
El dinamismo científico. Durante el s. xix, especialmente en su 2a
mitad, se ha producido un extraordinario cultivo de los estudios
energéticos por parte de la ciencia positiva. La teoría cinética de los
gases, obra de Waterston, Joule, Boyle, Maxwell y Boltzmann; la
termodinámica de Mayer, Joule, Helmholtz y Clausius representan ingentes
contribuciones al análisis de la energía.
De esta manera el estudio de las diferentes modalidades de la
energía se constituyó en uno de los temas fundamentales del quehacer
físico. Y esta orientación energética recibirá plena consagración en
virtud de dos de las teorías físicas de más trascendencia en la historia
de la Ciencia: la teoría de los quanta y la de la relatividad. La primera,
debida a M. Planck (v.), sostendrá el carácter discontinuo de la energía,
ya que la misma es emitida por los cuerpos radiantes en múltiplos enteros
de ciertos elementos indivisibles llamados quanta de energía, que dependen
de la frecuencia de oscilación de los electrones. La segunda, obra de A.
Einstein (v.), contiene como una de sus tesis fundamentales la
equivalencia entre masa y energía; hasta entonces se había sostenido la
equivalencia entre las diversas manifestaciones de la energía, en virtud
del primer principio de la Termodinámica; mas Einstein establecerá que
toda masa es trasformable en energía, de acuerdo con su conocida E= m c2,
con lo que el antiguo principio de la conservación de la masa de Lavoisier
se subsume en el de la conservación de la energía; el desarrollo y
aprovechamiento de la energía del átomo se basa, en gran parte, en esta
nueva concepción einsteiniana. Con ello el Universo se presenta como un
inmenso complejo dinámico-energético, en el que todo fenómeno natural
puede ser interpretado como una manifestación de la energía, en una u otra
de las diversas formas que la misma puede adoptar.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
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