Definición. El prefijo di tiene una significación negativa, e indica la
pérdida de la fama por la manifestación de defectos reales, pero ocultos.
La recta estimación de la dignidad de la persona humana lleva
consigo el reconocimiento público del valor de la misma. Esta estima
reconocida y manifestada es la fama. El hombre tiene derecho a que se
reconozca y respete su honor y su fama, pues, «el buen nombre es
preferible a las grandes riquezas» (Prv 22,1).
La fama y reputación de una persona se pueden violar por la
afirmación de un hecho falso o por hechos reales pero desfavorables para
el sujeto. En el primer caso tenemos la calumnia y, en el segundo, la
detracción. Ambas suelen incluirse con el nombre genérico de difamación,
si bien ésta suele emplearse para las afirmaciones de hechos reales que
van contra la buena reputación de una persona. En la práctica es corriente
un uso indebido de estos dos términos, pero teológicamente es necesario
distinguirlos, porque es diversa su calificación moral.
La d. es un pecado contra la caridad y la justicia. El amor al
prójimo supone el deseo de bien y la alabanza del otro, mientras que la
justicia exige el deber y el reconocimiento de la fama y buena estimación,
aun en el caso de defectos reales, pero no conocidos. Darlos a conocer sin
motivo es lo que constituye la malicia de la d. A quiénes puede afectar.
No sólo las personas pueden ser difamadas, sino también las instituciones,
ya sean civiles o eclesiásticas. La d. de organismos e instituciones tiene
la misma gravedad moral que la cometida con personas, y, a veces, su
gravedad aumenta, por las consecuencias sociales que trae consigo el
desprestigio público de las instituciones desacreditadas.
En las luchas y litigios sociales, políticos y aun religiosos,
entran en juego los prejuicios suscitados por la pasión u originados por
el medio ambiente en que se motivan estas discrepancias. Todo esto influye
notablemente, sin duda, en la percepción subjetiva de los hechos. El mismo
juego dialéctico de la vida social limita moralmente el acto de la d. Pero
conviene introducir un cierto rigorismo al apreciar estas circunstancias,
si se quieren contrarrestar los principios morales que, contrariamente a
la ética cristiana, se aplican con frecuencia en la vida pública y
privada. Una sana ética social debe reprimir las campañas difusas u
organizadas que, injustamente, desprestigian la vida de los ciudadanos o
de las instituciones. El que oye la d. está obligado a corregir al
difamador y, en justicia, debe impedir su difusión. Quien con gusto oye la
d. aunque no colabore a ella, peca internamente.
También está prohibida la d. de los muertos, que tienen derecho a la
buena fama y reputación. La supervivencia del buen nombre de los difuntos
es una de las verdades más recordadas en el A. T., y la creencia de una
vida ultraterrena no exime de la conveniencia de una buena reputación en
el recuerdo de los vivos. Esta prohibición alcanza, aunque con cierta
limitación, también a los historiadores (cfr. difamación, en DTC 4, 1304).
La d. puede hacerse con manifestación explícita y con silencio, p.
ej., cuando no se acomete la defensa de la persona difamada.
Paradójicamente, se puede difamar alabando cuando se rebaja injustamente
el bien realizado. Hay modos de expresarse, que son más infamantes que la
clara manifestación de la realidad: ¡Líbreme Dios de querer disminuir su
honor! Frases como éstas, con la alabanza cargada de peros denigrantes,
equivalen a una encubierta, pero real y responsable d.
El camino de la d. es la crítica y el chismorreo, porque, además de
proferir críticas infamantes, con frecuencia son ocasiones de sembrar la
discordia que acaba con la buena amistad. «Maldice al chismoso y al de
lengua doble, porque ha sido la perdición de muchos que vivían en paz» (Eccl
28,13). Muchas veces, comentar rumores infundados no exime de falta de d.
y, frecuentemente, se identifican con ella. Se difama también por los
medios de comunicación social. En estos casos aumenta su difusión y, por
lo mismo, su gravedad. Esta circunstancia ha de tenerse en cuenta, pues en
la práctica y en momentos de disputas públicas, personas e instituciones
quedan malparadas en su fama y prestigio. A ello contribuye la pasión y
desenfado de la disputa y, más aún, la deformación moral que justifica en
las controversias públicas lo que no se considera lícito en la intimidad
de una conversación.
Gravedad. La gravedad de la d. depende de varios factores: de la
importancia del defecto o delito revelado, de la autoridad y buena
reputación del difamado, del prestigio del difamante, del eco y
divulgación del escándalo que puede originarse, y de las consecuencias
personales y sociales que se siguen de la relación de esos hechos ocultos
y que van en desdoro de la persona o institución difamada. En la práctica
se ha de formar adecuadamente la consciencia del que difama. Con
frecuencia los libros de moral, aceptando el principio de su gravedad
intrínseca, al encontrarse con circunstancias atenuantes, alivian el
juicio moral sobre el pecado de d. Pero este pecado tiene siempre una
especial gravedad, porque hiere la buena fama de las personas, produce
penosas tribulaciones y es siempre la negación de la caridad, ya que «el
amor no hace mal al prójimo, pues el amor es la plenitud de la ley» (Rom
13,10) y «en el amor fraterno, sed cariñosos unos con otros honrándoos a
porfía también unos con otros» (Rom 12,10).
El pecado de d. es de la misma especie que el de calumnia. Lo prueba
el hecho de que tanto el Derecho Romano, como el Canónico y la Moral no
hacen distinción, y tratan conjuntamente los principios morales sobre la
d. y la calumnia. Su diferencia es sólo de mayor o menor gravedad. La
calumnia añade a la difamación la mentira, pero ambas son pecados contra
la caridad y la justicia.
Principios morales. Los moralistas explicitan los pecados de
difamación y detracción en los siguientes principios:
1) La d. es pecado mortal contra la justicia y contra la caridad. El
difamador en materia grave comete, por tanto, dos pecados mortales.
2) El derecho a la fama cesa en algunos casos. Por ej., cuando es
preciso para evitar a una persona o a la sociedad algún mal injusto. Este
principio debe considerarse detenidamente y su abuso no disculpa del
pecado de difamación. Existen, sin embargo, ocasiones claras, en las que
la revelación es deber de justicia:
Es el caso de estafadores públicos para impedir que continúen
perjudicando; tratándose de novios, cuando existe una falta grave cuya
revelación sea el único medio de evitar un matrimonio desgraciado; en caso
de hurto hay que denunciar, a no ser que se sigan males desproporcionados;
los electores tienen el derecho de hacer conocer aquellas faltas de los
candidatos que los hacen ineptos o indignos, pero no lo que afecta sólo a
su honra privada; cuando se ha hecho público un caso de deshonra pero
exagerándolo, se puede contar la verdad del hecho para aminorar el daño.
3) El difamador está obligado en justicia a reparar el honor y los
males materiales causados por la d. La casuística y el egoísmo personal
nunca pueden aminorar el grave mandamiento de la caridad que manda no
poner medida en el amor. Esta misma gravedad se ha de urgir para devolver
la fama injustamente violada.
V. t.: FAMA; HONOR; CALUMNIA 11; JUSTICIA V.
BIBL.: S. THoMAS, Sum. Th. 2-2
q72; Difamation, en DTC 4, 1300-1307; S. ALFONSO DE LIGORIO, Theologia
moralis, III,6,9631003; J. MAUSBACH-G. ERMECKE, Teología moral católica, 3
vol., Pamplona 1971 ss.; D. PRIJMMER, Manuale Theologiae Moralis, II, 9 ed.
Friburgo Br. 1940. 170-179; T. DEMAN, Péchés de paroles, «La vie
spirituelle» 310 (1946) 239-254; O. SCHILLING, Die Ehre nach christlicher
Auffasung, «Theologisches quartalschrift» 3 (1938) 153-167; A. LANZA-P.
PALAZZINI, Principios de teología moral, II, Madrid 1958, 297 ss.; P.
PALAZZINI, Detraction, en Dictionarium morale et canonicum, II, Roma 1965,
70 ss.; P. CIPROTTI, De iniuria et diffamatione in iure poenali canonico,
Roma 1937; A. VERMEERSCH, Quaestiones de iustitia, 2 ed. Brujas 1904.
AURELID FERNÁNDEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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