Religioso franciscano de la llamada Observancia. Mejor que de Alcalá,
debería llamarse de San Nicolás del Puerto, pueblecillo de la provincia de
Sevilla, porque allí nació, ca. 1400, y allí, naturalmente, se conserva su
recuerdo con cariño más auténtico que en parte alguna. De humildísima
condición y dedicado a los menesteres propios de los hermanos legos de la
Orden, tiene, sin embargo, lugar destacadísimo entre los 14 santos y 33
beatos que ha dado España a la Orden franciscana.
Su vida fue un constante peregrinar, que contrasta con su humilde
condición y su vida mística. Esto pudiera hacernos sospechar que fue
hombre con sangre de aventurero a lo divino y a lo español. Pero no; los
motivos de su actividad fueron su docilidad a la gracia y su entrega a la
obediencia religiosa. Su vocación a la santidad se hizo consciente apenas
llegado a la adolescencia. Buscó entonces la soledad en un lugar no lejos
del pueblo, donde vivía un sacerdote ermitaño. Allí y bajo su dirección,
se inició en la meditación, la pobreza voluntaria y la mortificación.
Pero, mejor orientado, decidió ingresar en la Orden franciscana y lo hizo
en el convento de Arruzafa, cerca de Córdoba. En este convento, que fundó
en 1409 el b. Pedro Santoyo, había vivos anhelos de revivir la primitiva
observancia de los hijos de S. Francisco (v.), lo cual agradó a fray D.
Andando el tiempo, será él, juntamente con S. Pedro Regalado y el de
Alcántara, el alma de este movimiento reformador que cundió por España
durante los s. xv y xvi y dió frutos excelentes de santidad.
Ya profeso, ejerció en Arruzafa los oficios de portero y limosnero
durante algunos años. Logró allí la plena madurez espiritual y la
fisonomía inconfundible que tie-
ne. D. es la pura sencillez evangélica. Diríase que el espíritu de
su Padre S. Francisco ha encontrado en él un hermano gemelo. Esta pura
sencillez evangélica, quintaesencia del cristianismo, deja a Dios las
manos libres para hacer de este hombre sin letras una joya delicada de
santidad. Humilde y obediente, extraordinariamente trabajador, piadoso
como un contemplativo, fray D. juntó a estas virtudes una caridad a los
pobres, que no se detuvo ni ante el milagro, manejado por él desde
entonces como si fuera un recurso natural. Aunque no era sacerdote, su
prudencia inspiró tal confianza a sus superiores, que le nombraron
guardián de un convento de Canarias, las islas recién conquistadas para
Castilla por Juan Bethencourt y que habían comenzado a evangelizar los
franciscanos. La misión residió en Fuerteventura y durante cuatro años D.
estuvo al frente de ella.
En 1450 obtuvo permiso para ir a Roma a ganar el gran jubileo del
año santo y presenciar la canonización de S. Bernardino de Siena (v.).
Asistían a esta canonización más, de tres mil franciscanos. Se declaró una
epidemia entre los religiosos, que obligó a convertir en hospital el
convento de Araceli. El enfermero nato, sin la menor duda, fue el lego
español. Un enfermero su¡ géneris, que curaba casi exclusivamente con amor
y milagros, y que dejaba en cuantos le trataban la inquietante impresión
de haber vivido con un santo.
Residió luego un año en el retirado y austero convento de la
Salceda, en el corazón de Castilla. Pasó, finalmente, a Alcalá de Henares
y aquí vivió los 13 años restantes de su vida. Rodeado de la devoción y
admiración de todos, m. el 12 nov. 1463. No es tópico decir que su
sepulcro fue glorioso, porque reyes y arzobispos lo visitaron con la mayor
humildad. Felipe II fue el promotor principal de su canonización, que
decretó Sixto V y celebró el 2 jul. de 1588.
BIBL.: MORENO DE LA REA, La vida
del santo fray Diego, Cuenca 1602; L. WADDING, Annales Ordinis Minorum, 3
ed. Quaracchi 1931; G. V. SABATELLI-M. C. CELLETTI, Diego di Alcalá, en
Bibl. Sanct. 4,605-609.
ÁNGEL DE NOVELÉ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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