Sin constituir, como los diáconos (v.), un grado jerárquico del sacramento
del Orden (v. JERARQUÍA ECLESIÁSTICA), las d. ejercieron en la Iglesia
antigua un ministerio auxiliar, particularmente en la administración de
algunos sacramentos.
1. Historia. Desde los orígenes de la Iglesia, ha habido mujeres
especialmente dedicadas al servicio de la comunidad cristiana. S. Pablo
recomienda a los romanos a Febe «diaconisa de la Iglesia de Cencreas» (Rom
16,1). En la primera epístola a Timoteo se determinan las condiciones
requeridas en la mujer para ser inscrita entre las viudas (1 Tim 5,9-10);
este último término designa más una función que un estado: S. Ignacio de
Antioquía (v.), en su carta a los de Esmirna (13,1) saluda a las «vírgenes
llamadas viudas»; Tertuliano habla sólo de viudas, jamás de d. (cfr. Ad
uxorem, 1,7; De virginibus velandis, 9). La Didascalia (v.) no siempre
distingue claramente entre d. y viuda. Las Constituciones Apostólicas (v.)
señalan mejor la diferencia: colocan a las d. por encima de las viudas (cfr.
Const. apost. 3,8,1); las d. reciben una consagración (ib. 8,19-20) y son
comparadas a los miembros del clero (ib. 8,31), mientras que las viudas no
reciben imposición de manos (ib. 8,25,2).
En cuanto a sus funciones, las d. ayudaban a los miembros de la
jerarquía en el ministerio pastoral respecto a las mujeres. Les
correspondía el cuidado de los enfermos y de los pobres de su sexo y, en
caso de necesidad, visitarles a domicilio (ib. 3,16,1; cfr. Epifanio de
Salamina, Panarion, 79,3). Estaban al cuidado de la entrada de las mujeres
en la iglesia y debían velar por la buena compostura de las mismas en las
asambleas (cfr. Const. apost. 2,58,6; 8,28,6). Actuaban en la preparación
de las mujeres para el Bautismo (cfr. Vie d'Olympias la diaconesse, ed.
Bousquet, 247) y ayudaban a los otros ministros en su administración,
especialmente en aquellas funciones en que debe ser salvaguardado el
pudor, como inmersión, unciones sobre el cuerpo, -'c. (cfr. Const. apost.
3,16,2-4; 8,28,6; Epifanio, Panarion, 79,3; Exposito fidei, 20).
Acompañaban a las mujeres que deseaban visitar al obispo o al diácono (cfr.
Const. apost. 2,26,2) y se encargaban, cuando era necesario, del examen
corporal de las mujeres (cfr. Epifanio, Panarion, 79,3). En las iglesias
siriacas no calcedonianas, sus funciones fueron más amplias aún, pero sin
llegar nunca hasta el servicio del altar propiamente dicho.
Según 1 Tim 5,9 la viuda debía tener al menos 60 años. Esta edad
mínima aplicada a las d., que la Didascalia (3,1,1,) había reducido a 50,
es de nuevo elevada a 60 por las Constituciones Apostólicas (3,1,1) y en
el Codex Theodosianus (16,2,27). El Conc. de Calcedonia (can. 15) la
reduce definitivamente a 40 años. Los s. iv y v pueden considerarse, en
Oriente, como la edad de oro de las d. Entre las más célebres podemos
citar a S. Macrina, hermana de S. Basilio y S. Gregorio de Nisa, y a
Olimpia, colaboradora de S. Juan Crisóstomo, la cual, habiéndose quedado
viuda a los 18 años rechazó los más brillantes partidos para poder
consagrarse al servicio de la Iglesia. En tiempos de Justiniano (Novelas,
3,1,1,) había en Constantinopla 40 d. (junto a 100 diáconos y 60
presbíteros).
Más tarde, al ser menos frecuente el Bautismo de adultos, las d.
fueron disminuyendo en número e importancia hasta desaparecer por
completo. En el s. xiil todavía había d. en Constantinopla, pero no
realizaban ministerio alguno ni recibían la antigua consagración, quedando
convertido el nombre en un mero título honorífico. Hacia la misma época,
el rito de consagración de las d. desaparece de los eucologios (v. LIBROS
LITÚRGICOS). En Occidente, la institución de las d. no tuvo jamás el mismo
desarrollo que en Oriente. A mediados del s. v, los concilios se muestran
desfavorables y prohíben la consagración de las d. (Conc. 1 de Orange,
can. 26; Conc. de Epaone, can. 21; Conc. lI de Orleáns, can. 18). Pasado
el s. xI habían desaparecido totalmente. Posteriormente, algunas
comunidades protestantes utilizaron el nombre -en un sentido distinto del
primitivopara un tipo de d. cuyas funciones correspondían sustancialmente
a las actividades caritativas, apostólicas o misioneras de las religiosas
en el catolicismo. Estas tentativas de institucionalizar la participación
femenina en las actividades catequéticas y benéficas se manifestaron ya en
el s. xvi, pero hasta el xix no cuajaron (en el luteranismo y en el
anglicanismo) en organizaciones amplias y estables. Las comunidades de d.
luteranas, reunidas en una federación internacional con sede en Utrech,
cuentan hoy con unos 50.000 miembros y tienen casas en Alemania, Holanda,
Suiza, países escandinavos y Francia.
2. Teología. El nombre refleja exactamente el complejo de tareas
subsidiarias que, desde la edad apostólica, la mujer, sea por una
espontánea vocación, sea por tácito o expreso encargo de la autoridad,
desempeñó en las iglesias de la antigüedad para servicio indirecto del
culto. El N. T. destaca el papel de la mujer, típicamente representado en
María, la Madre de Jesús, describiendo la colaboración eficiente de
algunas mujeres en la difusión del Evangelio y en la vida de las
comunidades (cfr., p. ej., Act 18,1-4; 26-27; Rom 16,14.6.12.15; Philp
4,2-3). S. Lucas, especialmente atento en indicar cómo se enraizan las
funciones y la fisonomía de la Iglesia apostólica en la vida histórica de
Jesús, da un énfasis particular a la presencia de un grupo de mujeres
durante el ministerio del Maestro en Galilea (cfr. Lc 8,1-3). Por otro
lado, exaltando el papel santificador y educador de la esposa y de la
madre en el hogar, la Iglesia apostólica excluía a la mujer del ejercicio
de las funciones jerárquicas. S. Pablo proclama expresamente que ella no
debe tomar la palabra en las asambleas litúrgicas (1 Cor 7,14; 14,34-35; 1
Tim 2,8-15).
Esta participación de la mujer en las tareas pastorales de la
jerarquía se concretó de modo especial en la institución de las d. cuyo
desarrollo histórico hemos descrito anteriormente. Hemos visto también
cuáles eran sus funciones. Sobre su situación jurídica digamos que el can.
19 de Nicea dice que las d. no poseen orden alguna y deben ser
completamente contadas entre los laicos. A partir del s. iv se les asimiló
algo al estado clerical y se usan ritos inspirados en los de la ordenación
del diácono. En las Constituciones Apostólicas (8,19-20) se manda lo
siguiente: «a la diaconisa, obispo, impónle las manos en presencia del
colegio de presbíteros junto con los diáconos y diaconisas y di: Dios
eterno, Padre de nuestro Señor Jesucristo, creador del hombre y de la
mujer; Tú llenaste de espíritu a María, Débora, Ana y Holda, no juzgaste
indigno que tu Hijo unigénito naciera de una mujer y pusiste mujeres
vigilantes de las Santas junto al tabernáculo del testimonio y en el
templo. Mira ahora hacia esta tu sierva elegida para tu servicio y dale el
Espíritu Santo y purifícala de toda mancha de la carne y del espíritu,
para que cumpla dignamente la obra a ella confiada para gloria tuya y
alabanza de tu Cristo, con quien para Ti y para el Espíritu Santo sea la
gloria y la adoración por todos los siglos de los siglos. Amén». El ritual
bizantino, posterior al s. VII, añadió otras fórmulas parecidas a las del
diácono, como la imposición en el cuello de la estola diaconal y la
entrega de un cáliz, que la diaconisa, después de haberlo tomado en las
manos, pone sobre la mesa.
Conviene señalar que a pesar de la semejanza externa, el rito no
tenía el más mínimo carácter de Sacramento; era una simple bendición
constitutiva, que tal vez pueda considerarse un sacramental (v.), y que no
pretendía conferir ningún poder sacerdotal, sino que significaba solamente
la agregación litúrgica de la elegida al orden de las d. e invocaba sobre
ella la asistencia de Dios. S. Epifanio lo declara expresamente: «Aun
cuando existe en la Iglesia el orden de las diaconisas, no ha sido
establecido en función del sacerdocio o de cualquier otro ministerio de
este género» (Expositio fide¡, 21). La Traditio apostolica de Hipólito es
aún más explícita: «La viuda entra en un grupo por la simple lectura de su
nombre. No debe estar sujeta a la ordenación, porque no ofrece la oblación
ni realiza un servicio litúrgico. La ordenación está reservada al clero
para su servicio litúrgico, mientras la viuda lo es para la oración, que
es común a todos» (n° 11 y 13).
Con la desaparición del rito de la inmersión bautismal se desvanecía
esta función atribuida a las d. Por otro lado, el desarrollo de la vida
religiosa femenina, con la multiplicidad de sus formas (hospitalarias,
educativas, etcétera), vino a corresponder, al menos parcialmente, a aquel
ideal de presencia activa de la mujer en la dirección de funciones
litúrgicas y en la obra evangelizadora. Este ideal, renovado y adoptado,
surgirá particularmente en las Hermanas de la Caridad (v.), que S. Luisa
de Marillac (v.) y S. Vicente de Paúl (v.) procuran desembarazar de los
obstáculos de la clausura y observancias monásticas, para colocar «en el
servicio de los pobres», lo que siempre fue la característica principal de
las d.
Algunos autores contemporáneos se muestran partidarios del
restablecimiento de la institución de las d., para facilitar así la ayuda
de la mujer en el ministerio sacerdotal. Teológicamente no parece ofrecer
dificultad esa participación que, según algunos, podría concretarse
incluso en la recepción de un sacramental. De hecho ya se da en muchos
casos una ayuda de la mujer al clero en diversos aspectos de su ministerio
cultual y pastoral (religiosas o no al cuidado de iglesias, hospitales,
convictorios sacerdotales, catequesis, etc.). Hay que señalar, sin
embargo, que esa participación, de por sí útil y meritoria, no es esencial
en la vida religiosa de la mujer ni propiamente hablando constituye una
caracterización del apostolado laical (v. APOSTOLADO; LAICOS).
V. t.: DIÁCONO; SACERDOCIO 111.
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C. J. PINTO DE OLIVEIRA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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