Antecedentes. Si fijamos el concepto de sociedad política, siguiendo a
Mendizábal y Martín, en aquella sociedad «que tiene por fin mantener la
armonía social mediante la soberanía del derecho», llegaremos a la
conclusión de que el fundamento de la perfección política en ese orden
soberano del derecho se encuentra únicamente en la justicia, pues sólo
mediante la justicia es posible armonizar los d. del Estado y de los
súbditos, proporcionando a éstos las garantías necesarias para defenderse
contra todo abuso de poder y posibilitando la pacífica convivencia social
(v.), que surge de la compatibilización entre el bien individual y el
colectivo.
No es lícita la confusión del bien individual con el social. Aunque
el hombre es sociable por naturaleza, no es la sociedad (v.) un ente en el
que se confunden, fundiéndose, los diversos elementos que la componen. Los
individuos por el hecho de vivir en sociedad no abdican, por eso, de sus
d. inalienables, sino que los conservan por tener su ser y fin
respectivos, aun cuando cumplan éste de forma más idónea en el seno de la
organización social. Los d. p. se refieren a la constitución de la
sociedad, al nombramiento de los que han de ejercer la autoridad en todos
sus grados, o a la capacidad jurídica para el desempeño de las funciones
propias de ésta. En consecuencia, la libertad política (V. LIBERTAD V) se
establece según el grado de independencia con que los d. se ejercitan por
el súbdito, aun cuando sus límites puedan establecerse, con carácter
general, de la forma siguiente: a) los d. individuales se subordinan a los
sociales; b) el bien del individuo ha de acomodarse al bien común (v.) de
la sociedad; y c) debe respetarse todo d. legítimamente constituido.
Cuanto se refiere a las verdaderas garantías de los d. e inmunidades
de los súbditos por parte del Estado, es lo que comúnmente se recoge en
las Constituciones o Leyes fundamentales de los Estados contemporáneos y
aun en el ámbito internacional, bajo la rúbrica de declaraciones de
derechos (V. DERECHOS DEL HOMBRE in). Las formulaciones jurídicas de
protección de los d. humanos persiguieron principalmente garantizar el
ejercicio de las libertades y de la independencia de los individuos, pero
sin que se creara un mínimo de condiciones jurídicas que permitieran
asegurar de hecho tal independencia. En la declaración de independencia
norteamericana se hizo, también, por primera vez, referencia a los d. s.,
aun cuando se plasmaran de forma rudimentaria o embrionaria, al afirmar
que «la sociedad está obligada a proveer a la subsistencia de todos sus
miembros, sea procurándoles trabajo, sea asegurando los medios de
existencia a quienes no se encuentren en condiciones de trabajar», o que
«los socorros necesarios para evitar la indigencia son una deuda de los
ricos hacia los pobres; corresponde a la Ley determinar el modo de que tal
deuda deba ser satisfecha».
Esta importante faceta social se diluye durante todo el s. xlx, y
hasta la segunda década del s. xx no toma carta de naturaleza, debido
principalmente a la presión de nuevos factores históricos, y cuya
influencia se deja sentir a partir de 1918 en el sentido de ampliarse el
tradicional catálogo de d. y reconocerse nuevos d. sociales. La
Constitución de Weimar, que Alemania elaboró en 1919, contiene una
tendencia conocida con el nombre de constitucionalismo social junto al
tratamiento tradicional, de sentido muy moderado de los d. individuales.
Junto al reconocimiento de la realidad individual incuestionable, aparece
ahora el de los sectores de la vida social que se encarnan en
instituciones con propia consistencia: la religión y la Iglesia, la
ciencia y los organismos docentes, la familia, la economía, etc.
La Constitución española de 1931 dio también entrada a los derechos
de matiz social y aun socialista, como el que contenía su art. 44,
conforme al cual «toda la riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está
subordinada a los intereses de la economía nacional y puede ser expropiada
o socializada por causa de utilidad social». La Constitución mexicana de
1917, a diferencia de otras hispanoamericanas, se caracterizó por su
contenido social, propio de las preocupaciones de la época en que se
redactó. Esta evolución de la doctrina de las libertades individuales,
conforme se reflejaba en los diferentes textos políticos, suponía un doble
impacto frente a la concepción clásica o tradicional; apareció la defensa
social de la persona y se limitó, en nombre del interés social, a un grupo
de d. fundamentales (v. I).
El tránsito al campo internacional. Las tendencias constitucionales
del s. xx habían empezado a proyectarse en el campo de las relaciones
internacionales. La Unión Jurídica Int., en 1919, redactó un proyecto de
d. y deberes de los Estados, donde se declaraba que éstos tienen por
misión preocuparse solidariamente del progreso de la civilización y del
bienestar humano. Diez años después, el Inst. de Derecho Int., en Nueva
York, formuló una declaración de d. del hombre, en la que se reconocían
ciertos d. primordiales del individuo, internacionalizándolos y buscando
su garantía en cualquier lugar. No obstante, el paso más decisivo para
afrontar el reconocimiento y protección de los d. del individuo tuvo lugar
al finalizar la 11 Guerra mundial. La tendencia individualista que hasta
entonces inspiró las relaciones internacionales se transmutó por un nuevo
sentido de solidaridad. Las cuatro libertades esenciales enunciadas el 6
en. 1941, por el entonces presidente Roosevelt, en el mensaje que dirigió
al Congreso de los Estados Unidos, marcan este cambio de orientación.
Tales libertades esenciales las consideraba el fundamento del mundo
futuro, una vez destruida la tiranía nazi y restaurada la paz que habría
de ofrecer a todas las naciones los medios que garantizasen la seguridad
en el interior de sus fronteras y que al mismo tiempo posibilitara a todos
los seres humanos una existencia al abrigo del temor y de la necesidad.
La Iglesia católica nunca se quedó marginada ante ese movimiento,
pues si desde sus orígenes se manifestó siempre en favor de todos los
oprimidos, también hizo oír su voz para centrar en sus justos términos la
doctrina revolucionaria que pretendía sustituir la sociedad política por
la sociedad económica -eliminando el Estado y el principio de autoridad
tradicional, tendente a fundar una cultura de productores inspirada en lo
que E. Berth denominaba «el imperativo categórico de la producción»-,
denunciando sus errores y, al mismo tiempo que resaltaba la dignidad
natural de la persona humana, ofreciendo, en documentos que aún hoy
mantienen vivos y jugosos los principios que los inspiraron, una doctrina
de carácter social que hizo suya el Conc. Vaticano II. «En el uso de todas
las libertades ha de observarse el principio moral de la responsabilidad
moral y social», según se afirma en la Declaración sobre la libertad
religiosa. «Todos los hombres y grupos sociales -continúa dicho texto
conciliar- en el ejercicio de sus derechos, están obligados por la ley
moral a tener en cuenta los derechos de los demás y sus deberes para con
los otros y para el bien común de todos. Con todos hay que obrar conforme
a la justicia y al respeto debido al hombre».
La Carta de las Naciones Unidas de 26 jun. 1945 constituye, en el
plano teórico, la culminación de cuantos esfuerzos se realizaban para
establecer sobre una base justa y armónica la convivencia internacional de
los pueblos; de ahí que fuera obligado reconocer expresamente el respeto y
la protección de los derechos del hombre. Así, se proclama solemnemente la
fe «en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y valor de la
persona humana, en la igualdad del Derecho de los hombres y de las
mujeres...». Y esta tendencia fue la que motivó que se formulara el 10
dic. 1948 un documento específico de dimensión ecuménica: La Declaración
universal de los derechos del hombre. La verdadera trascendencia de esta
declaración reside en que frente a las declaraciones de d. en las que el
eje central era el hombre en su condición de ciudadano de un Estado
determinado, aquí también lo es el hombre, pero en razón a la dignidad y
valor de su personalidad.
El orden político y el orden social. Todo orden (v.) es el resultado
de una ley (v.), por eso es inconcebible el uno sin el otro y que tampoco
pueda existir una ley que no genere su orden específico. Por ello es
imprescindible que exista una norma suprapersonal, que, con igual derecho,
pueda ser alegada por todos. De aquí se deduce que la norma es una moral
que a través del Derecho se concreta en una ley, para generar un orden.
Tanto el orden político como el orden social no son excluyentes sino que
se complementan. Lo único totalizador es la persona humana al que uno y
otro orden se refieren. De ahí que los sistemas políticos de matiz
totalitario sean inmorales, precisamente porque persiguen la totalización
del individuo dentro de ellos, rompiendo los lazos que unen al hombre con
un grupo inmediato y destruyendo las interacciones intermedias (v.
SOCIEDAD 11, 4) que hacen del hombre algo más que un mero ciudadano a
quien se encuadra en un partido único.
Si el status (v.) es una situación del individuo, no es, bajo ningún
concepto, una situación que presuponga aislamiento total de él. Es
esencial considerar que son los otros, los demás, quienes fijan, porque
toda situación lo es con respecto a algo. Consecuentemente, realiza el
status su naturaleza cuando cumple su finalidad específica y esa finalidad
no es otra que el desempeño del papel que le corresponde. En la
correspondencia directa, en el ajuste de status dentro de los grupos, y en
la respuesta adecuada del individuo a su status reside la moral social (v.
MORAL III, 2). El Derecho, como expresión de esa moral, tiende a la
regularización de la conducta del hombre en su circunstancia social y
política. Así como los d. p. implican una limitación al poder del Estado
frente al individuo, los d. s. implican una prestación positiva del
Estado.
Los d. s. inciden en el orden económico-social para adecuarle en
función de las necesidades humanas. Se inspiran en la justicia y en la
seguridad sociales y se proyectan normativamente como el d. a la propiedad
personal y familiar, al trabajo, a un salario justo, a ser amparado en la
vejez o en la enfermedad (seguros sociales), a constituir asociaciones
profesionales (v. ASOCIACIONES III). Pero todos estos d. s. están
condicionados por el correlativo deber: el de usar los bienes en beneficio
de la comunidad (función social de la propiedad), el de contribuir a la
producción de los bienes, materiales y espirituales necesarios para la
vida y el progreso social, el de cooperar con los demás, y los deberes que
resultan de la naturaleza social del hombre que le impele a constituir
asociaciones profesionales.
Si el hambre (v.) fue el motor que impulsó al hombre a establecer
los d. p., hoy lo malo no es morirse de hambre, sino vivir con hambre. Hay
dos clases de hambres: la fisiológica y la psicológica. La que hoy en día
amarga la vida a las comunidades políticas es la segunda, la que se centra
en el problema social, en el deseo de lo ajeno, como consecuencia de la
mala distribución de la riqueza. La sociedad ha conseguido algo encomiable
en principio, se ha hecho consciente de que son muchos los que pasan
hambre, esas hambres psicológicas calificadas por los economistas como
necesidades sociales. Los países subdesarrollados necesitan un nivel de
vida a la altura de los más avanzados. En este subdesarrollo (v.) los que
no tienen hambre fisiológica exigen un standard de vida. La distribución
de la riqueza aun en los países en vías de desarrollo no es justa, pues
basta comprobar la serie de monopolios, la extensión de los latifundios,
las diferencias de salarios e ingresos y por esos endémicos procesos
económicos de infiltración, más o menos solapada, en que los más fuertes
económicamente se favorecen por la sobrevaloración de sus inversiones.
En la coexistencia y coordinación de los hombres y de las
actividades individuales en una progresiva síntesis social, en una
sociedad lo más amplia y perfecta posible, reside el fin de la justicia
social (v. JUSTICIA). Los d. s. que hoy se proclaman son genuina expresión
de la justicia social positiva y, por tanto, se fundan en la justicia
natural. Y es precisamente en este origen donde ha de enmarcarse la misión
del cristiano frente a la trascendencia de poner a punto, en su plenitud
existencial, a todo el género humano. Misión que no es otra que el deber
de anticipación, que consiste en el convencimiento de que el hombre del
mañana es nuestro prójimo, al igual que lo es el hombre de nuestro tiempo.
Los d. p. y s., tanto en su vertiente interna como en la internacional,
serán letra muerta mientras no se vivifiquen con el sentido de la unidad
que nace de la conciencia del común destino de la humanidad. Y esa unidad
que se proclama en la declaración universal de los derechos humanos ha de
transformarse en la unidad que se quiere, en la que es quehacer
permanente. Esto exige el concurso de la voluntad, ya que como afirma
Marcel Achard, «donde hay voluntad, hay un camino»; el camino que marca la
justicia social, que suscita a su paso el cortejo de las más excelsas
virtudes que por íntima solidaridad necesariamente la acompañan.
BIBL.: J. MARITAIN, El hombre y
el Estado, Buenos Aires 1952; F. BATTAGLIA, Los derechos fundamentales del
hombre, del ciudadano y del trabajador (esencia, evolución y perspectivas
futuras), en Estudios de Teoría del Estado, Madrid 1966; L. CABOARA, Il
problema della persona n2llo Stato moderno, Brescia 1963; M. DuVERGER,
Introduction d la politique, París 1964; A. C. ROSETTI, El concepto de
Constitución en la doctrina contemporánea, Córdoba (Argentina) s. a.
L. MENDIZÁBAL OSÉS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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