1. Noción. Delito eclesiástico es el que se produce al violar una ley
penal eclesiástica (can. 2.198). La competencia de la Iglesia en el d.
meramente eclesiástico es exclusiva, pues sólo a la Iglesia pertenece
castigar la violación de una norma penal que sólo ella ha establecido.
Ahora bien, además de las materias de competencia exclusivamente
eclesiástica, están las llamadas materias mixtas (v. IGLESIA Iv), que bajo
diversos aspectos entran en el campo de la competencia eclesiástica y de
la estatal: sobre ella legislan y tipifican delitos las dos potestades,
dando lugar a los llamados d. mixtos o dobles; los reos de tales
infracciones deben responder en principio ante los tribunales del Estado y
ante los de la Iglesia, si bien ésta se abstiene generalmente de
intervenir cuando el reo ha sido castigado o se prevé que será castigado
por la jurisdicción estatal, sobre todo si el reo es laico (can. 1.933,3;
2.223,3, n° 2-3). En cambio, si el reo es clérigo, la Iglesia reivindica
su competencia exclusiva aunque el d. sea meramente civil (can. 120). Pero
este fuero privilegiado del clérigo va cayendo rápidamente en desuso. En
España están vigentes al respecto las normas del art. 16 del Concordato de
1953.
2. El principio de la legalidad. Todo d. incluye tres elementos:
antijuridicidad del hecho delictivo, culpabilidad del autor del hecho y
punibilidad del mismo hecho establecida en las leyes. Los dos primeros
elementos, llamados objetivo y subjetivo, son de la esencia abstracta del
d., ya que no se puede imponer pena a quien no ha violado la ley
culpablemente. En cambio, el elemento legal no pertenece a la esencia del
d., puesto que, producida la violación culpable de la ley, nunca será
injusta una sanción proporcionada, aunque las leyes positivas no
determinen la punibilidad del hecho criminal ni señalen pena. Sin embargo,
los códigos modernos, a partir ya del s. xvfii, consideran el principio de
legalidad como axiomático (nulla poena sine praevia lege poenali). El CIC
consagra el principio de legalidad en la definición misma del d.
eclesiástico (can. 2.195,1). Sin embargo, hablando de los jerarcas dotados
de potestad punitiva, la ley canónica establece que el superior legítimo
puede castigar cualquier violación de la ley canónica, aunque no sea ley
penal, siempre que se trate de transgresiones especialmente graves o
escandalosas (can. 2.222,1).
¿Cómo conciliar estos dos textos jurídicamente contradictorios? En
ese imposible intento han gastado su ingenio los comentaristas. Quien
conozca el especial estilo del legislador eclesiástico, más preocupado de
la equidad canónica y de la salus animarum que de la perfección
sistemática de su cuerpo de leyes, no se asombrará mucho de tal
contradicción literal, la cual pierde su fuerza si se aplican
correctamente los principios generales del ordenamiento. El can. 2.222,1
no pretende convertir en penal toda legislación canónica, sino que sólo es
aplicable, como último recurso, en casos de extrema gravedad no previstos
en los cánones penales y que escapan a la vigilancia normal del superior
legítimo, el cual hubiera acudido al caso mediante el precepto penal, si
el escándalo hubiera sido previsible. Para tales casos, siempre posibles,
la ley acoge el antiguo sistema de castigar ad arbitrium. Pero la
posibilidad de que se produzca un fuerte escándalo sin violación de
ninguna de las leyes penales vigentes es tan tenue, que la norma del can.
2.222,1 apenas tiene campo de aplicación práctica. En casos dudosos no es
lícito aplicarla.
3. El precepto penal. En la definición legal del d. eclesiástico
(can. 2.195) se establece que la violación del precepto penal
jurisdiccional (cfr. can. 24) se equipara, a efectos penales, con la
violación de la ley. El mentado can. 2.222,1, en su último inciso describe
el precepto penal diciendo que es una amonestación dirigida a un posible
reo acompañada de una orden en la que se le prohíbe hacer algo o se le
ordena que lo haga con conminación de pena en caso de violación del
precepto.
El precepto particular es una institución típicamente canónica. En
el fuero secular la pena supone violación de una ley verdadera, pues la
pena se impone para salvaguardar el orden público. En la Iglesia el d. no
es sólo una perturbación del orden jurídico vigente, sino también una
ruina espiritual del delincuente, ya que todo d. canónico comporta un
pecado. Por eso, al superior eclesiástico pertenece no sólo mantener el
orden público de la Iglesia por el medio social que es la ley penal, sino
también procurar el bien espiritual del súbdito por medios individuales,
conteniendo su propensión al mal a través del precepto particular, el
cual, cuando va acompañado de conminación de pena, se llama precepto
penal. Su violación es verdadero d. y su sanción es verdadera pena
canónica; el precepto penal tiene consideración de ley penal para todos
los efectos en relación con la persona a quien legítimamente se impone.
Además de estos preceptos «a manera de ley», se da también el
precepto «a manera de sentencia». En el fuero secular sólo el juez está
facultado para aplicar penas; en la Iglesia, el superior puede aplicar por
vía gubernativa no sólo las penas que él mismo haya estatuido por precepto
«a manera de ley», sino también algunas importantes penas de las
establecidas en las leyes (can. 1.933,4). Pero en este punto la
legislación canónica es tan sobria como oscura, y los tratadistas
presentan muy diversas soluciones, tanto acerca de las penas aplicables
por precepto «a modo de sentencia», como acerca del procedimiento que debe
seguirse para imponerla (cfr. can. 2.225). Una práctica muy difundida en
las curias considera aplicables por precepto cualesquiera penas
establecidas en el CIC, siempre que se observen las garantías elementales
para la defensa del reo, mientras que no pocos canonistas consideran esta
práctica como peligrosa y abusiva. Hay razones para creer que la revisión
del CIC, hoy en vías de realización, aportará soluciones claras y
equitativas en esta importante materia.
Hay que añadir que la aplicación de penas por vía de precepto
gubernativo coloca al penado en la misma condición que si la pena hubiera
sido objeto de una sentencia judicial condenatoria.
4. La ignorancia de la ley penal. El CIC establece, con la
generalidad de los códigos modernos, que «la ignorancia de la ley no
excusa de su cumplimiento» (art. 1 y 2). El principió así enunciado
contiene un absurdo evidente, pues, ¿cómo se puede cumplir una ley que se
ignora? Las leyes estatales lo mantienen como una dura pero insoslayable
necesidad del mantenimiento del orden público, ya porque es prácticamente
imposible saber si el delincuente conocía de hecho la ley penal que violó,
ya porque no existe un criterio práctico para determinar qué leyes deben
suponerse normalmente conocidas por una persona o por una determinada
clase de personas. El sistema canónico, más adherente a la realidad y
apoyado en bases morales y en los fines del ordenamiento, resuelve que la
ignorancia inculpable suprime el dolo y elimina en consecuencia el d. Si
la ignorancia es culpable, el d. no es doloso, ya que no se puede tener
intención deliberada de violar una ley que se ignora, pero, sin embargo,
es imputable en la causa como infracción culposa; tanto más cuanto mayor
sea la negligencia culpable del ignorante que por desidia y abandono no se
ha enterado de la legislación debidamente promulgada que le afecta. Es
tradicional distinguir tres grados en la culpa (v. CULPABILIDAD). La
imputabilidad derivada del d. culposo por ignorancia culpable tiene
también tres grados, según que la negligencia en el conocimiento de la ley
sea máxima (ignorancia crasa o supina), media (ignorancia grave), o mínima
(ignorancia leve). Esta última se considera inculpable, porque es norma
canónica general que no hay d. cuando no hay imputabilidad moral grave
(can. 2.218,2).
Cuando el delincuente no sólo es culpable de negligencia por
desconocimiento de la ley, sino que deliberadamente se pone en una
situación de ignorancia para pecar con más libertad y con más seguridad
jurídica, estamos en el caso de ignorancia afectada o premeditada. Los
canonistas reconocen en esta clase de ignorancia una categoría especial,
pero difieren en la apreciación del influjo en la imputabilidad que
corresponde a la ignorancia afectada. Una opinión apoyada en textos de S.
Tomás (Sum. Th. 2-2 q78 a4) sostiene que la ignorancia afectada constituye
verdadero dolo, incluso dolo agravado, mientras que otros se resisten a
admitir la posibilidad de una intención directa de infringir la ley cuando
la ley se ignora, y en consecuencia afirman que la ignorancia, incluso la
afectada, atenúa la imputabilidad. Parecido problema se plantea cuando se
trata de la afectación en el apasionamiento, en la embriaguez, en
cualquier otro trastorno mental transitorio deliberadamente provocado para
delinquir. El legislador no ha resuelto este problema, si bien parece
inclinarse a la tesis de la plena imputabilidad ya que establece que la
ignorancia afectada carece en absoluto de eficacia excusante en las penas
automáticas (can. 2.229,1), a pesar de que en ese texto legal se preocupa
de mitigar por medio de varias normas el especial rigor que corresponde a
estas penas, por el hecho de que se incurren automáticamente sin precepto
ni sentencia alguna.
5. Causas modificadoras de la imputabilidad. La doctrina canónica
sobre las causas modificadoras de la imputabilidad coincide en sus líneas
fundamentales con la dogmática penal de los Derechos estatales; hay que
advertir, sin embargo, que la ley canónica, si bien admite una presunción
general en favor del dolo, es enemiga del formalismo y muy preocupada por
las influencias reales que, afectando a la voluntad del delincuente, tocan
a su libertad, dogma básico del sistema. Así, el apasionamiento suprime la
imputabilidad cuando es anterior y superior a la deliberación de la mente
y al consentimiento de la voluntad; la disminuye en los casos corrientes,
«según el diverso impulso de la pasión» (can. 2.206), y la aumenta cuando
el agente lo procura y nutre en sí para mejor delinquir. Así también la
reincidencia es en el CIC circunstancia agravante de la imputabilidad,
pero sólo cuando las circunstancias revelan «pertinacia en la mala
voluntad» (can. 2.208).
Una peculiar causa modificadora de la imputabilidad es el grave
incommodum o perjuicio grave que resulta de la observancia de la ley
penal. En Derecho canónico es axiomático que las leyes eclesiásticas no
obligan con grave inconveniente, siempre que el daño o perjuicio
resultante de la observancia de la ley no sea algo inseparable de su
observancia, sino extrínseco al hecho mismo del cumplimiento de la ley,
por ser debido a razones o circunstancias especiales, las cuales pueden
ser no sólo físicas, sino también morales y jurídicas; tal es el caso de
quien no puede cumplir una ley eclesiástica sin violar otra obligación
moral o jurídica de más alto rango. Además, el daño o perjuicio anejo al
cumplimiento de la ley tiene que guardar proporción con el interés
protegido por la ley cuyo incumplimiento justifica, y en todo caso debe
ser grave, ya que la ley penal canónica es siempre grave. La proporción
referida se mide por criterios morales, habida cuenta de la importancia de
los intereses espirituales que la ley penal protege y por otro lado de la
gravedad del daño o la gravedad de la obligación que obstaculiza el
cumplimiento.
Con estas condiciones el grave incommodum constituye una causa de
justificación; el incumplimiento deja de ser delictivo porque el
legislador no pretende obligar cuando existe un perjuicio grave
proporcionado. El can. 2.205,2 establece dicha eximente junto con la del
miedo y la del estado de necesidad, atribuyéndoles los mismos efectos; y
la razón está en que las tres causas están apoyadas en el mismo fundamento
teórico y legal, a saber, que el legislador no preceptúa ni puede
preceptuar actos de dificultad extraordinaria, limitándose a exigir una
diligencia moral a escala de las posibilidades humanas comunes.
Las causas dichas, el miedo, el estado de necesidad, la defensa
legítima y, en general, el grave incommodum sólo justifican la violación
de la ley cuando se cumplen las condiciones debidas y, sobre todo, la
proporcionalidad entre el interés protegido por la ley penal y el
inconveniente resultante o temido de su observancia. Pero hay leyes
canónicas tan importantes que no admiten justificación por algún
inconveniente grave derivado de su cumplimiento; ya por graves exigencias
del bien común (p. ej., la ley que obliga a los párrocos -a administrar
sacramentos a los moribundos), ya porque son elementos de un estado
libremente aceptado (celibato sacerdotal, pobreza religiosa). De ahí que
el legislador advierta que la justificación por las causas dichas se
produce ordinariamente (plerumque), dando a entender que no siempre se
produce. En efecto, dichas causas se convierten en meras atenuantes cuando
falla la referida proporcionalidad; en el miedo y en el estado de
necesidad, cuando el peligro es notoriamente leve en comparación con la
ley violada, y en la legítima defensa, cuando ésta se realiza por medios
desproporcionados con la agresión. En tales casos la causa no es
suficiente para justificar totalmente el acto ilegal, sino sólo en la
medida en que se verifica la ley de profesionalidad; el exceso es
imputable con imputabilidad más o menos atenuada, según la perturbación de
ánimo y presión interna con que obra aquel que tiene que soportar un
inconveniente importante unido al cumplimiento de la ley.
El legislador no da normas prácticas para medir la gravedad del
inconveniente que justifica el acto o que atenúa la imputabilidad. La
doctrina aplica aquí los criterios de los teólogos moralistas. Sin
embargo, la ley señala cuatro importantes casos, en los cuales ningún
inconveniente puede ser causa de justificación, sino sólo mera
circunstancia atenuante: a) cuando el acto tiende a menospreciar la fe; o
b) a la autoridad eclesiástica; así, el Santo Oficio decretó, en 9 abr.
1951, pena de excomunión automática contra el que consagrare un obispo y
contra quien fuere consagrado sin el beneplácito de la Santa Sede, y «esto
aunque hubiera obrado por miedo grave»; c) si del acto delictivo resulta
«daño para las almas», p. ej., porque suponga peligro para la fe o las
buenas costumbres, o prive de la acción pastoral de la Iglesia; d) cuando
el acto es intrínsecamente malo, en el sentido de que comporta la
violación de una norma que no es meramente canónica sino de Derecho
natural, p. ej., la blasfemia o el aborto. Pero este último supuesto legal
no está equiparado del todo a los tres primeros; en éstos el miedo grave
no excusa de las penas automáticas, mientras que ese mismo miedo grave
puede excusar de dichas penas en el cuarto supuesto, es decir, cuando el
acto sea intrínsecamente malo, pero sin especial menosprecio de la fe, de
la autoridad eclesiástica o de daño para las almas (can. 2.229,3, n° 3).
Existiendo dicha excusa cabe castigar la violación con otras sanciones ab
homine (v. PENA H).
6. La codelincuencia. Consiste en la cooperación de varios agentes
en la violación de la ley. Para que exista se requiere en los
codelincuentes una voluntad dolosa y concorde de cometer el mismo d. y una
actividad común a todos ellos, que muchas veces es distinta, pero siempre
conducente a la misma finalidad antijurídica. El Derecho canónico,
partiendo de la unidad del d., atribuye distinta imputabilidad a cada
codelincuente, a prorrata de su influencia real en la infracción de la ley
y castiga a cada uno de ellos según su imputabilidad. La pena establecida
en la ley, salva el efecto de las atenuantes personales que afectan
únicamente a quien las tiene, se aplica a los ejecutores materiales del d.
y a los coautores. Los mandantes participan también plenamente de la
imputabilidad y de la pena establecida por la ley, lo mismo que los
cómplices positivos necesarios, cuya actividad es tal que sin ella el d.
no hubiera sido cometido. En cambio, los cómplices positivos no
necesarios, cuya actividad sólo da facilidades al d. pero no llega a ser
condición de la existencia del mismo, son menos responsables que los
ejecutores y sus asimilados; la ley establece que deben ser castigados
«con una pena justa» (can. 2.231), desde luego menor que las de los
ejecutores del crimen.
Esta misma norma es aplicable para los cómplices negativos y para
aquellos cuya intervención es posterior al d., pero sólo en el caso de que
hubiera mediado pacto previo de cooperación, pues, sin ese pacto, ni la
actitud negativa ni la actividad subsiguiente a la realización del crimen
podrían tener influencia alguna en el resultado antijurídico.
El principio doctrinal que subyace a toda normativa canónica de
codelincuencia es que la imputabilidad y la consiguiente punibilidad
dependen de la influencia real o del grado de causalidad con que
contribuye cada uno de' los codelincuentes a la realización del crimen.
Por eso, la ley establece (can 2.209,5) que cabe la retractación de la
codelincuencia siempre que el agente, retirando su actividad ilegal,
suprima la relación de causalidad entre su acto y el d. La retractación
plena libera de toda imputabilidad y la que no es plena la disminuye en la
medida en que queda disminuido el influjo causal. Los ejecutores del d. y
los cómplices necesarios, al retractarse, liberan a todos, porque el d. no
llega a producirse; los demás cómplices, cuando retiran del todo su
influjo, quedan personalmente liberados de imputabilidad; esta liberación
les afecta a ellos únicamente.
7. La tentativa. El CIC acepta la distinción entre la tentativa
simple (conato de d.) y la frustración del d., caracterizada esta última
por la realización total de la actividad delictiva, la cual, sin embargo,
no alcanza el resultado antijurídico a consecuencia de una causa
independiente de la voluntad del agente. Contra la que podría suponerse,
la ley canónica no se guía por criterios subjetivistas ni moralistas, sino
que se coloca en la doctrina objetiva; en efecto, la tentativa canónica se
realiza por actos que, «por su naturaleza» (can. 2.212,1), tienden a la
ejecución del d., de modo que la tendencia del acto hacia la consumación
del d. no es sólo intencional, sino objetiva. Por tanto, el d. putativo,
lo mismo que el d. imposible (p. ej., apuñalar a un cadáver creyéndolo
vivo) no son punibles en el Código; la peligrosidad de estos actos debe
reprimirse mediante el uso de los remedios penales y las penitencias. La
inconsumación necesaria para que la actividad delictiva quede en mera
tentativa se debe, o bien a desistimiento voluntario, o a la insuficiencia
o ineptitud relativa del medio utilizado para realizar el d.
Aunque la ley no distingue entre actos preparatorios y actos
ejecutivos, la distinción está implícita en el texto legal, el cual habla
de «ejecución comenzada de delito» (can. 2.213,3), ejecución que es, sin
duda, cosa distinta de la mera preparación, por lo cual la doctrina
considera con razón que los actos meramente preparatorios no son parte de
la infracción punible.
Con el mismo criterio objetivo indicado se establecen las reglas de
punibilidad. El d. frustrado es más culpable que la simple tentativa, y,
dentro de ésta, la culpabilidad crece tanto más cuanto la acción del
delincuente se acerque más a la consumación. La pena aplicable en los
casos de tentativa ha de ser siempre menor que aquella que la ley señala
para el d. consumado. Partiendo de ésta, como techo de referencia, el juez
o superior impondrán una pena proporcionada a la gravedad de la tentativa
(can. 2.235). La ley,, para favorecer el desistimiento espontáneo de aquel
que comenzó a delinquir, establece que la tentativa en la que la
inconsumación se debe a desistimiento, no es punible, quedando, sin
embargo, la obligación de reparar los daños materiales y el escándalo si
se hubieran producido.
8. Los delitos y sus penas. En la tercera parte del libro V del CIC
están tipificados los d. canónicos y señaladas las penas correspondientes.
El legislador. los ha agrupado en nueve títulos, sobre la base del bien o
interés jurídico tutelado, y dentro de cada título las infracciones se
colocan generalmente en orden descendente de gravedad.
A los d. catalogados en esta tercera parte hay que añadir, no sólo
las leyes penales promulgadas después del CIC, sino también otros cánones
que las contienen; así, la privación de sepultura eclesiástica (can.
1.240), ciertos casos de dimisión de religiosos (can. 656 ss.), como
también otras varias normas penales (can. 1.625, 1.666, 1.743,3, 1.775 y
algunos otros).
BIBL.: Fuentes: CIC, can.
2.195-2.113; 2.314-2.414.-Obras generales: M. LEGA, De delictis el poenis,
Roma 1910; R. SALUCCI, Il diritto penale secondo il codice di diritto
canonico, Subiaco 1926; Á. AMOR RUIDAL, Derecho penal de la Iglesia
católica, Madrid-Barcelona s. f.; F. ROBERTI, De delictis el poenis, Roma
s. f.; G. MICHIELS, De delictis el poenis, Tournai 1961; F. WERNZP. VIDAL,
Ius poenale ecclesiasticum, en «Ius canonicum», VII, Roma 1937; I. CHELODI-P.
CIPROTTI, Ius canonicum de delictis el poenis, Trento 1943; S. PELLEGRINI,
Ius Ecclesiae poenale, Nápoles 1962; S. D'ANGELO, Nozione del delitto nel
codice di diritto canonico, «Il diritto ecclesiastico» (1929) 213 ss.; L.
DE ECHEVERRÍA, La acción penal en Derecho canónico, Salamanca 1952; J. V.
CASEY, A study on can. 2.222 par. lo, Washington 1929; H. BEIlERSBERGEN,
De metu in iure poenali Ecclesiae, «Periodica de re moral¡ et canonica» 30
(1941) 276 ss.; C. BADIL, Il dolo nel codice di diritto canonico, «Diritto
ecclesiastico» (1929) 306; I. R. SwoBODA, Ignorance in relation lo the
imputability of delicts, Washington 1941; D. NUCIFORA, De natura el
fundamento reincidentiae, Roma 1958; L. SCAVO-LOMBARDO, Conatus delicti,
Roma 1946; D. SCHIAPPOLI, 11 tentativo di delitto nel diritto canonico, en
Scritti in onore di C. Ferrini, II, Milán 1947, 266 ss.; J. FISSORE, De
delictorum concursu, en «Ephemerides iuris canonici» 3 (1947) 244; I. M.
PINNA, De participatione in iure poenali canonico, «Apollinaris» 15 (1942)
332 ss.; O. CASSOLA, De concursu delinquentium in C.I.C., «Apollinaris» 31
(1958) 107.
T. GARCÍA BARBERENA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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