DEBER.ESTUDIO FILOSÓFICO GENERAL.


1. Definición. Procede del verbo latino debere. Se define el d. como la obligación de hacer o no hacer conforme a una norma. Elementos integrantes de la noción de d. son: a) Es una obligación, es decir, una constricción establecida sobre la voluntad humana; esta constricción no implica necesidad, de forma que impulse sin posibilidad de opción en contrario a la voluntad; la obligación constituyente del d. permite siempre el que la conducta del hombre discurra por cauce distinto e incluso opuesto al establecido por ella; de ahí que el d. esté ligado a la libertad de la voluntad, ya que, en sentido estricto y lógico, sólo en un ser libre cabe admitir la existencia de la obligación. b) El contenido de esta obligación consiste ya en una acción, ya en una omisión. En efecto, la vinculación que el d. establece implica el tener que hacer algo (devolver el objeto depositado al depositante propietario del mismo) o el tener que no hacer algo (no cometer actos conducentes a privar de la vida a una persona). Generalmente, suele decirse, los d. de acción se derivan de normas positivas (honrarás a tu padre y a tu madre) y los de omisión de normas negativas (no matarás); pero tal correlación no es en modo alguno necesaria. De una norma negativa, p. ej., la antes citada, se derivan tanto d. de acción (el prestar ayuda a quien se halle en peligro de muerte) como de omisión; y análogamente sucede con las normas positivas. c) Todo deber tiene como fundamento inmediato una norma, o sea, una regla directora de la conducta humana. De esta norma nace en el ser humano la obligación o necesidad moral de la acción o la omisión; en una situación de absoluta carencia de normatividad, es decir, en el estado que los sociólogos, principalmente Durkheim, han llamado de anomía (del griego nomos, norma o ley), no podría (en el supuesto de que tal estado fuese posible, que no lo es) hablarse de la existencia del d. d) El deber y el derecho son correlativos, de manera que la existencia de un d. en una persona supone la existencia de un derecho en otra u otras, y viceversa.
     
      2. División de los deberes. No es unánime entre los tratadistas de Derecho y de Moral la división de los d., dada la pluralidad y diversidad de los mismos; pueden distinguirse los siguientes tipos:
     
      Respecto del sujeto del deber, es decir, de la persona sobre la que incide el mismo, se distinguen los d. individuales y los d. sociales. Los primeros son aquellos que tienen que ser cumplidos por un individuo, miembro de una sociedad, así, el d. de respetar la propiedad privada; los segundos tienen que ser cumplidos por la sociedad como un todo; p. ej., el d. de ayudar a los miembros de la misma que queden incapacitados.
     
      Respecto de su contenido, los d. se dividen en positivos y negativos. Los primeros son aquellos que establecen la obligación de hacer algo; tal es el d. de cumplir la prestación determinada por un contrato de arrendamiento de servicios; los segundos son los que imponen la obligación de no hacer algo, o sea, una prohibición; p. ej., el d. de no injuriar.
     
      Por su fundamento, los d. se dividen en naturales y jurídicos. Los primeros se derivan de la ley natural moral, por lo que también se les llama d. morales, sin que estén confirmados por la ley positiva; de ahí que su incumplimiento no lleve aparejada la sanción estatal; son los que se dice que obligan sólo en conciencia; tal es el d. de socorrer Q necesitado. Los segundos, llamados también positivos, se derivan de una ley positiva, de forma que su incumplimiento lleva consigo la sanción estatal correspondiente. Naturalmente, el hecho de derivarse de la ley positiva no supone que estén en contradicción con la ley natural moral; antes, al contrario, todo d. jurídico, para ser tal, tiene que basarse también en dicha ley natural moral; la ley positiva lo único que hace es confirmar, por vía de determinación o de conclusión, lo que ya está establecido por aquélla. Un d., única y exclusivamente derivado de la ley positiva y en contradicción con lo fijado por la ley natural moral, no puede considerarse como d. en sentido propio. Por supuesto, la distinción entre d. natural y jurídico va íntimamente ligada a la problemática sobre la existencia de la ley natural moral; quienes niegan dicha existencia, niegan consecuentemente los d. naturales.
     
      Respecto del término, es decir, de la persona a la que se refiere el d., pueden ser d. para con Dios, d. para con el prójimo y d. para consigo mismo. Los seres irracionales no pueden considerarse como sujetos de derechos ni como sujetos o término de d. La titularidad de los derechos y los d. está esencialmente ligada a la racionalidad y a la libertad, de forma que no puede darse en el irracional. Esto no implica que la actividad del hombre respecto de los animales, e incluso de los demás seres, pueda ser desordenada y sin limitación alguna; el trato adecuado de los mismos se fundamenta en los d. que el hombre tiene para consigo mismo, para con el prójimo y para con Dios.
     
      a) Los deberes para consigo mismo se subdividen en d. para con el cuerpo y para con el espíritu, por razón de la estructura del ser humano. Los primeros están encaminados a la conservación y el perfeccionamiento del organismo humano, los segundos al perfeccionamiento de las facultades anímicas. Entre los d. para con el cuerpo se cuentan: el de alimentarse, teniendo presente que el alimento ha de considerarse como un medio y no como un fin, por lo que tiene que regularse por la virtud de la templanza; el de practicar la higiene corporal, el de desarrollar la capacidad muscular y locomotriz mediante la práctica de los deportes (v.), habida cuenta de que el deporte no sólo implica un perfeccionamiento corporal sino también anímico gracias a la disciplina, solidaridad y abnegación que suele llevar consigo; nos referimos al deporte practicado como tal, sin los defectos que comporta el profesionalizado; el de mantener la salud corporal, la integridad del cuerpo y la propia vida, que se opone al suicidio (v.); el suicida manifiesta un radical egocentrismo, ya que, como dice R. Le Senne, «el suicidio es el morir por sí mismo, por conveniencia personal, es decir, un acto por el que el yo que lo decide y lo ejecuta se considera superior a todo fin, regla o valor moral» (Traité de morale générale, París 1947, 485).
     
      Los d. para con el alma tienen por objeto el perfeccionamiento de todas y cada una de las facultades anímicas, tanto en el orden sensitivo como en el intelectivo, ya que por la íntima vinculación entre la vida psíquica inferior y la superior, el cultivo de las facultades inferiores redunda en el perfeccionamiento indirecto de las superiores. Por lo que respetaa a éstas, los d. se subdividen en d. para con el entendimiento y para con la voluntad; dado que el primero se perfecciona con la posesión de la verdad, el hombre tiene el d. de tender a la adquisición de ésta, a la del saber en general y en especial al científico, entendido el término ciencia en sentido lato, es decir, como conjunto sistematizado de conocimientos universales y necesarios por sus causas o razones; el alto nivel jerárquico de este d. de perfeccionar el entendimiento se pone de relieve si tenemos en cuenta que muchos filósofos, entre ellos Aristóteles, han hecho consistir la felicidad humana en la actividad intelectual encaminada a la posesión de la verdad (Ética a Nicómaco, todo el libro X). Al igual que el entendimiento se perfecciona con la verdad, la voluntad se perfecciona con el bien; de ahí el d. del hombre de cultivar su voluntad mediante la adquisición de hábitos operativos buenos, es decir, de las virtudes; y también el alto grado jerárquico de este d. queda de manifiesto por el elevado número de pensadores que han situado en la virtud el fin último del hombre, en especial toda la corriente estoica (v. ESTOICOS); en este sentido, como adquisición de virtudes, es como ha de entenderse la conocida expresión de que existe el d. de «formar el carácter», que no consiste en la obtención de una obstinada e irreflexiva terquedad, sino en la consecución de una inteligente energía en la práctica del bien.
     
      b) Los deberes para con el prójimo pueden dividirse en d. para con la persona y para con la propiedad de «los otros»; los primeros a su vez se subdividen en d. para con la persona física, para con la persona moral y para con el trabajo de los demás. Los d. para con la persona física ajena comprenden fundamentalmente la prohibición del homicidio, de las lesiones y de todo género de violencia sobre los demás. Los d. para con la persona moral ajena se centran en el respeto a la verdad, a la libertad y al honor de los semejantes; el primero impone el d. de no mentir, entendiendo la mentira (v.) como locutio contra mentem, es decir, como la falta de adecuación entre la palabra y el pensamiento; el segundo se cifra en no atentar contra la libertad física, de pensamiento o de conciencia de los demás; el tercero supone no dañar la buena reputación ajena mediante el juicio temerario (v.), la maledicencia o la calumnia (v.). Los d. para con el trabajo ajeno (justo salario, adecuadas condiciones de trabajo, etc.) han adquirido extraordinaria importancia a partir del siglo pasado y actualmente gozan de gran interés. Por último, los d. para con la propiedad privada ajena se despliegan en un abanico de obligaciones encaminadas a no interferir ni perjudicar al propietario en el legítimo ejercicio de su ius fruendi, utendi et abutendi, es decir, en el derecho que tiene de disfrutar, usar y consumir las cosas de su propiedad. c) Los deberes para con Dios se compendian en la virtud de la religión (v. RELIGIÓN Iv), que nos lleva a dar a Dios el homenaje que le es debido y que puede sintentizarse en una total y absoluta entrega de la inteligencia y la voluntad humanas al servicio de la Divinidad; la inmensa gama de d. particulares en que se manifiesta este d. general es objeto de estudio de la Teología.
     
      Un problema básico en la teoría del d. es el de su fundamento remoto; ya se ha visto que el fundamento próximo del d. es la existencia de una norma que impone una obligación al ser humano; pero, indudablemente, surge la cuestión de por qué el hombre tiene que respetar esa norma. ¿Por la propia dignidad de la norma? ¿Por haber sido legislada por la Divinidad? ¿Porque la vida social impone como condición necesaria el respeto de la norma? ¿Por el temor a la sanción? ¿O quizá hay que tender a eliminar la noción de d., en cuanto coarta la libertad individual en aras de los demás, como sostiene M. Stirner en su Der Einzige und sein Eigentum?
     
      3. Teorías sobre el fundamento del deber. a) Teoría estoica. Comencemos por aquellas teorías caracterizadas por poner el acento en el deber mismo. Para los estoicos (v.), la norma suprema es «vivir conforme a la naturaleza», que en el ser humano equivale a «vivir conforme a la razón», y ven en ello el fundamento objetivo de la presencia en el hombre del d. de respetar y cumplir en sus actos el orden racional inmanente al universo. El fundamento último del d. va a ser la comunidad y la simpatía existente entre el logos cósmico y el logos humano, en virtud de las cuales una perturbación en el orden moral lleva necesariamente consigo una perturbación del orden universal. De aquí que la noción de d. se identifique con la de racional: todo acto racional es un d. y todo d. es un acto racional. Sólo es un d. la acción de acuerdo con la recta razón, el catorthoma, al que Cicerón llama perfectum of ficium (De of ficüs, 1,3,8), acción de la que está exento todo tipo de inclinación sensible o de movimiento pasional. El esquema estoico queda de esta forma bien claro: ónticamente el hombre es una razón o logos, participación del logos universal; la conducta humana sólo merece tal adjetivación si es racional, por lo que el d. sólo puede tener como fundamento esta racionalidad; cualquier otro posible fundamento que quiera buscarse al d., la pasión, el placer, la felicidad, etc., no hace sino enturbiar la naturaleza de aquél.
     
      Pero es interesante señalar que esta teoría, que es la sustentada en un primer momento por la Stoa, experimenta una atenuación considerable; en efecto, el hombre no es únicamente racionalidad, y una doctrina del d. en la que sólo se tenía en cuenta la faceta racional del ser humano tenía que mostrarse casi como inviable. Los estoicos vieron que el «sabio», el hombre que cumple con el d., con los catorthomata, con los perfecta of f icia, era un ideal casi inalcanzable: «Yo veo muchos hombres que defienden las máximas estoicas, pero no veo ningún estoico; muéstrame un estoico, sólo uno... No prives a un anciano como yo de este grandioso espectáculo, del que confieso que aún no he podido gozar» (Epicteto, Disertaciones, 11,49); por ello, la Stoa, junto al catorthoma o d. perfecto, crea la teoría del cathecon, el commune of f icium ciceroniano.
     
      Los catheconta son aquellas acciones que, sin constituir el contenido de los d. perfectos, se consideran como convenientes o permisibles. Constituyen los deberes del hombre incapaz de llegar a las alturas éticas del sabio estoico; entran en el ámbito, no de lo que es perfecto, sino de lo «preferible», de los proegmena, de lo que, sin ser pura y estrictamente racional, puede «justificarse» ante la razón, habida cuenta del factor sensible y pasional que hay en el hombre. Así, frente al único d. en sentido estricto y para el sabio, que es la virtud, se considerarán d. en sentido lato la aspiración a la salud, la belleza, el vigor, la riqueza moderada, la buena fama, etc. El mismo término de cathecon es bien significativo; derivado de la expresión to cata tinas hekein (aproximarse a algo), indica que considerado en sí mismo no es una entidad perfecta, sino que está más o menos cercana a la perfección; en frase breve, se trataría para el estoico de «un mal menor». Fue una corrección al primitivo ideal estoico del d., impuesta por las exigencias de la naturaleza del hombre: «Los propios estoicos han sido los primeros en darse cuenta de que su soberano bien era un ideal accesible en teoría, pero casi inaccesible en la práctica» (G. Rodier, La cohérence de la morale stoicienne, en Études de philosophie grecque, París 1926, 287). La extremada concepción rigorista del d. propia de la Stoa fue captada por los mismos estoicos posteriores, quienes para poder ofrecer al mundo antiguo una moral practicable dentro de su peculiar idiosincrasia, tuvieron que atemperar su concepto de lo moral y lo inmoral, de lo debido y lo no debido: «El acto del sabio es siempre un catorthoma, mientras que el del hombre ordinario no se eleva nunca por encima del cathecon. En resumen, los estoicos parecen haber sido los primeros autores de la distinción quedada clásica... de la moral teórica y de la moral práctica, entendiendo por una la moral ideal y por otra la moral puesta al alcance de la humanidad» (G. Rodier, o. c. 293).
     
      b) Teoría kantiana. Siguiendo en parte el rigorismo estoico, Kant (v.) quiere fundar el d. en la naturaleza del propio d.; el fundamento del d. es autónomo, está en él mismo, sin que se base en una motivación exterior a su misma dignidad. La ley moral, el imperativo categórico, se impone a la voluntad por su propia naturaleza y no por motivos extrínsecos: «el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley» (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid 1942, 33). La acción moral se impone como un d., pero el fundamento del mismo está en su propia dignidad; el d. es la acción que emana de la ley moral excluyendo toda determinación nacida de las inclinaciones o motivaciones a él extrínsecas. El fundamento del d. está en el respeto a la ley, con independencia de toda inclinación a él ajena: «Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación y, con ésta, todo objeto de la voluntad.; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones» (o. c. 33-34).
     
      Tan importante es para Kant el hecho de que el fundamento de la obligatoriedad del d. esté en él mismo, es decir, en el respeto que la voluntad tiene a la ley moral, a la que acepta como norma de conducta, como máxima, que distinguirá entre la acción hecha por deber y la acción hecha conforme al deber; la primera es aquella que se realiza por consideración, única y exclusivamente, al respeto al d., incluso venciendo una inclinación contraria; la segunda es la que, estando objetivamente de acuerdo con el d., se realiza, no por respeto a él, sino por satisfacer una inclinación o deseo del sujeto: «En cambio, conservar cada cual su vida es un d., y, además, todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de contenido moral. Conservan su vida conformemente al d., sí; pero no por d. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por d. y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral» (o. c. 28-29). El rigorismo ético de Kant le lleva, pues, a distinguir entre la voluntas moraliter bona, la voluntad normalmente buena, y la voluntas bene morata, la voluntad de buenas costumbres; la primera es la que cumple el d. por respeto al d.; la segunda es la que lo cumple por una inclinación, tendencia o deseo extrínseco al d.; sólo la primera tiene contenido moral, la segunda no; es más, desde el punto de vista de Kant, tan carente de moralidad es la voluntad que cumple el d. por motivos extrínsecos como la que no lo cumple; tan inmoral es el que devuelve un objeto que le han entregado en depósito por el temor a la sanción penal que traería consigo la no devolución, coano el que se apropia del objeto depositado; sólo la devolución del objeto, en consideración únicamente a que es un d. el hacerlo, es lo que merece calificación moral positiva.
     
      La alta valoración que para Kant tiene el d. y la voluntad que obra por respeto a la ley moral, por d., está nítidamente expresada en estas palabras con las que inicia el capítulo primero de la Fundamentación: «Ni en el mundo ni, en general, tampoco fuera del mundo es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad». Valoración que alcanza un verdarero lirismo ético cuando, en el comienzo de la conclusión de la Crítica de la razón práctica, dice: «Dos cosas llenan el alma de admiración, siempre nueva y creciente, y de religioso fervor, mayores una y otro cuanto más y con más atención se fija en ellas el pensamiento: en las alturas, el cielo estrellado, y la ley moral en mí», y, especialmente, en su famoso apóstrofe al d.: «Deber, nombre sublime que no expresa nada amable que nos fascine con sus encantos, sino que impone, obediencia; para mover la voluntad no amenaza con nada que cohíba nuestras naturales inclinaciones, sino que fija una ley que se graba espontáneamente en nuestra alma y exige acatamiento aun contra nuestra voluntad; una ley ante la que enmudecen todas las pasiones, aunque a escondidas reaccionen contra ella» (Crítica de la razón práctica, 1,1,3).
     
      c) Teoría sociológica. Las teorías precedentes intentan fundar el d. desde el d. mismo; numerosos pensadores han advertido la inviabilidad de ese formalismo, y buscado la fundamentación del d. en una realidad superior a él. Es eso lo que hicieron los autores que admiten una auténtica trascendencia, de los que luego hablaremos. Negando esa trascendencia, intentó fundar el d. en la sociedad el sociologismo (v.) de los s. xtx y xx. Ya en Spencer encontramos la tesis del origen social del d., el cual no sería sino producto de la transformación por evolución de la coacción extrínseca, sobre la que únicamente se apoyó en un primer momento la sociedad humana, en una coacción intrínseca por la que la norma moral se impone a la conciencia del individuo. Esta postura, defendida con diversas variantes por numerosos pensadores, como Hóffding (Etik, Copenhague 1887), Guyau (Esquisse d'une morale sans obligation ni sanction, París 1885), Westermarck (The origen- and development of moral ideas, Londres 1906-08), Dupréel (Traité de morale, Bruselas 1932), ha tenido sus máximos representantes en los componentes de la escuela sociológica francesa, especialmente con E. Durkheim y L. LévyBruhl. Para ellos, la imperatividad con que el d. se impone a la conciencia individual no es sino un reflejo de la imperatividad con que la sociedad se impone al individuo; la característica primordial de todn hecho o fenómeno social es la coacción, la 1-,sión social (contrainte); todo fenómeno social queda especificado por la coacción que la sociedad ejerce sobre los individuos; el grupo social presiona sobre el individuo imponiéndole normas de conducta y criterios de valoración; esta coacción no se siente cuando el individuo acepta y cumple con las normas sociales, y por ello cae en la ilusión de que es él mismo el que, espontánea y voluntariamente, se las impone; la fuerza de la presión social sólo se manifiesta cuando se infringen dichas normas; es algo semejante a lo que acontece con la corriente de un caudaloso río, que no se nota por el nadador que marcha en el mismo sentido de la corriente, pero que aparece poderosa e irresistible cuando se nada en sentido opuesto. El fundamento de la obligatoriedad con que el d. se impone a la conciencia del indiviluo está en la obligatoriedad con que la sociedad impone sus normas a quienes la componen: «Las cosas que es preciso hacer o no hacer, relaciones con nuestros padres, con nuestros compatriotas, con los extraños; nuestros deberes y nuestros derechos respecto a la propiedad, moralidad sexual, etc., no dependen de la teoría moral a que pueda conducirnos la reflexión. Nuestras obligaciones están determinadas de antemano e impuestas a cada uno por la presión social. Se podrá en un caso dado resistir a ella y obrar de otra manera de como exige; mas no se la puede ignorar ni sustraerse a ella de ningún modo. Sin hablar de las sanciones positivas que castigan los crímenes y delitos definidos en la ley penal, existe lo que llama muy justamente M. Durkheim las sanciones difusas...» (Lévy-Bruhl, La moral y la ciencia de las costumbres, Madrid 1929, 149). La razón de la coactividad con que la sociedad impone al individuo normas morales, cuyo cumplimiento vaya a constituir un d., está en que una conciencia moral colectiva uniforme es condición necesaria para la existencia y el mantenimiento continuado del grupo social: «De hecho, una de las principales condiciones de existencia de una sociedad parece ser una suficiente similitud moral entre sus miembros» (o. c. 149).
     
      d) Teorías nihilistas. Los intentos de fundar el d. desde el hombre mismo (individual o socialmente considerado) no consiguen llegar a resultados. No es, pues, extraño que, aceptando ese planteamiento, se haya llegado a tesis negativistas sobre el d. viendo en él una ilusión e incluso un estorbo para el ser humano. En esta línea hay que citar, junto a M. Stirner (1806-56; v. HEGELIANOS), a F. Nietzsche (v.), para quien hay que realizar una transformación de los valores, de forma que la moral tradicional del «tú debes» sea sustituida por una nueva moral del «yo quiero»: «¿Quién es ese gran dragón al que el espíritu ya no quiere llamar ni dios ni señor? Debes, se llama el gran dragón, pero el espíritu del león dice: Quiero. Debes le acecha en el camino, cruel bestia cubierta de escamas y reluciente de oro, en cada una de cuyas escamas está escrito: ¡tú debes! » (De las tres transformaciones, en Así habló Zaratustra).
     
      e) Teorías trascendentes. Incluimos aquí aquellas doctrinas que reconocen que se da una realidad que trasciende al hombre (Dios, en última instancia), y que fundan en ella el d. Deben ser mencionados aquí numerosos filósofos (Platón, Aristóteles, etc.), así como todas las religiones, tanto de Oriente como de Occidente. Este punto ha sido particularmente estudiado por los pensadores cristianos, armonizando los principios religiosos y éticos. Dentro de una ética (v.) cristiana, la fundamentación del d. radica en la obligatoriedad con que la norma moral se impone a la conciencia del individuo, obligatoriedad que no es sino reflejo de la obligatoriedad de la ley natural, en cuanto participación en la criatura de la ley eterna. Definida ésta por S. Agustín, como «la razón o voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohibe perturbarlo» (Contra Fausto, 22,27), y por S. Tomás, como «la razón de la sabiduría divina en cuanto que es directiva de todos los actos y movimientos» (Sum. Th. 1-2 q93 al), se manifiesta en el hombre constituyendo la ley natural moral como «participación de la ley eterna en la criatura racional» (Sum. Th. 1-2 q91 a2). Toda norma moral, en cuanto constituyente de la ley natural moral a título de principio supremo, principio general, conclusión primaria o conclusión secundaria, se impone a la conciencia del individuo, constituyendo a su vez su cumplimiento un d., cuyo fundamento está, en última instancia, en la autoridad y en la dignidad supremas de Dios. Para el cristiano, todo d. no es más que una manifestación o modulación concreta de un d. supremo y que a todos engloba y origina, el d. de amar a Dios; como ha dicho S. Agustín, Dios es el fin a cuya consecución se han de referir todos los d.: ad quod adipiscendum omnia of ficia referenda sunt (De civitate Dei, X,18).
     
      V. t.: OBLIGACIÓN; NORMA; LEY; DERECHO.
     
     

BIBL.: A. D. SERTILLANGEs, La philosophie morale de S. Thomas d'Aquin, París 1947; G. FRANCESCHINI, 11 dovere, Roma 1906; R. LE SENNE, Le devoir, París 1950; 1. LECLERCQ, Las grandes líneas de la filosofía moral, 2 ed. Madrid 1956; G. MANCINI, Vetica stoica da Zenone a Crisippo, 2 ed. Padua 1940; 1. BRUN, Le stoicisme, París 1958; S. VANNI ROVIGHI, Introducción al estudio de Kant, Madrid 1948; R. DAVAL, La métaphysique de Kant, París 1951; E. DURKHEIM, Les régles de la méthode sociologique, París 1895; H. ALPERT, Durkheim, México 1945; G. GURVITCH, Morale théorique et science des moeurs, París 1948; V. CATHREIN, Philosophia moralis, Barcelona 1959; H. ARVON, Aux sources de 1'existentialisme: Max Stirner, París 1954; G. DELEUZE, Nietzsche et la philosophie, París 1962.

 

J. BARRIO GUTIÉRREZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991