CULTO A LOS SANTOS.


Introducción. Cuando se habla de c. en general, sin especificar, suele entenderse c. religioso, c. debido a Dios (v. I-ii); pero de por sí el c. es una manifestación reverencial que forma parte de la virtud de la piedad (v.) en sentido amplio y que puede referirse también a los padres, a los bienhechores, a personajes ilustres, etc. (v. i,1). Y también a los santos. Sus valores pueden ser muchos, como veremos, y el c. a los santos es el acto reverencial que se tributa a personas destacadas por la perfección cristiana de sus vidas, que han fallecido ya, y que han sido propuestas a la veneración de los fieles, bien por aclamación popular, bien por decreto pontificio de beatificación (v.), o de canonización (v.). Nos referiremos al c. público. Hay también c. privado, que se tributa a personas destacadas por su virtud o por algún carisma especial, que, sin embargo, no han sido incluidas todavía en el catálogo oficial de santos.
     
      Rendir c. a las personas fallecidas es un fenómeno natural. Damos c. y veneramos a los antepasados, a los hombres que han hecho historia, a los personajes que han destacado en algún sector de la actividad humana. Esta manifestación reverencial puede significar muchas cosas: simplemente, que el personaje reverenciado permanece vivo en nuestro recuerdo; o que, además, nos vemos movidos hacia él por una necesidad de ayuda, por un sentimiento de gratitud o de admiración, o por un deseo de imitarle. El c. a los que murieron tiene base en la misma estructura natural del hombre, que es social por naturaleza y se siente solidario con los que viven aquí y con los que ya se fueron; y que tiene también la persuación de que los muertos perviven todavía después de morir (V. DIFUNTOS).
     
      Varía el c. según la sociedad que lo tributa y según los méritos que se reconocen en la persona a quien se tributa. La sociedad religiosa lo rinde a los que destacaron en ella por su santidad (v.). Y aunque, en general, el c. a las personas beneméritas ya fallecidas se considera como algo normal y común porque está enraizado en la misma estructura social del hombre, el de los santos ha sido a veces tema de polémica entre cristianos, como lo certifican por una parte los iconoclastas (v.) y el protestantismo (v.) y por otra los Conc. II de Nicea (v.) y de Trento (v.). También es tema de crítica por parte de personas ajenas a la vida religiosa. La razón de esta actitud polémica frente a un fenómeno tan natural no está en la carencia de motivaciones que lo justifiquen. Más bien está en los abusos a que ha dado lugar, debidos, en ocasiones, a la falta de una acertada pastoral. Por eso, cuando el Magisterio eclesiástico afirma y sanciona su legitimidad, añade seguidamente las normas pastorales para llevarlo debidamente a la práctica (cfr. Denz. Sch. 1821-1825; Lumen gentium, 49-51).
     
      Historia. El c. de los santos tiene base sólida en la palabra revelada, en los principios de la teología, y en la misma vida cristiana. La praxis aparece ya con testimonios claros en el s. ii; es S. Policarpo de Esmirna (v.) el primero de quien consta que se le tributó c. como testigo o mártir de la fe. Hubo muchos mártires antes de él; los Hechos de los Apóstoles hablan de Santiago (Act 12,2) y de Esteban (Act 7,58-60); el Apocalipsis alude a una muchedumbre (Ape 6,9); la historia recuerda varias persecuciones a finales del s. i y primera mitad del iI. No consta que en este periodo se les tributara c., pero probablemente los cristianos de alguna manera los veneraban, conservaban su recuerdo y ejemplo, o solicitaban su intercesión, etc. Los testimonios de c. a los mártires son ya abundantes en los s. III-IV (v. MÁRTIR).
     
      En la segunda mitad del s. iti se empieza a entreverar el c. de los mártires con el c. de los cristianos ya fallecidos, que habían vivido dando testimonio de vida santa. El primero de quien consta que se le tributara es S. Gregorio Taumaturgo (m. 270; v.). Viene después el c. tributado a los «confesores», los que habían padecido persecución por la fe, sin llegar a testificarla con la muerte. Después, el de los anacoretas, cuya vida se consideraba como un martirio continuado (V. ANACORETISMO).
     
      En la Edad Media alcanza la veneración de los santos un gran desarrollo, y aparecen los santuarios como lugar de concentración de fieles, las especializaciones devocionales dedicadas a algunos santos para acudir a ellos en determinadas necesidades, y la búsqueda y distribución de reliquias (v.). En todo esto, cuando no se fundamentaba ni explicaba debidamente, sobre todo en ciertos sectores más incultos del pueblo, se dieron abusos y deformaciones. Los protestantes no contribuyeron a la corrección de las desviaciones, sino que llegaron al error de negar la legitimidad en sí mismo de todo c. a los santos; decían que era para no poner en entredicho la unicidad de la mediación de Cristo (V. LUTERO LI, 2).
     
      El conc. es Trento aprobó su legitimidad (Denz.Sch. 1821-1824) y proscribió su práctica indebida (ib. 1825), indicando las oportunas orientaciones pastorales. Doctrina y pastoral, propuestas de nuevo en los documentos del Vaticano II (Lumen gentium, 49-51; Sacrosanctum Concilium, 104,111) (v. t. SANTIDAD III).
     
      Fundamento bíblico y teológico. La doctrina y la práctica cristianas del c. a los santos tiene base en la S. E. y en los principios vivos y entrañables de la realidad sobrenatural que es el Cuerpo místico (v.). Una de las manifestaciones clásicas de este c. es la intercesión. Abraham intercede por Abimelek, por su mujer y por sus esclavas (Gen 20,17); Moisés, por todo el pueblo (Num 14,19-20). Yahwéh los oye y accede a sus peticiones. Por miramiento a S. Pablo, hace Dios favor a unos navegantes (Act 27,24); y el mismo Pablo quiere que los fieles le ayuden con sus oraciones ante el Señor (Rom 15,30). Si los que viven interceden unos por otros ante Dios, no hay razón para que no puedan interceder los que ya murieron y están gozando de una mayor intimidad con Él. Por eso Jeremías, ya difunto, ruega por su pueblo (2 Mach 15,12-14).
     
      La teología distingue bien entre el c. que es rinde a los santos y el que se rinde a Cristo y a Dios. Los santos son mediadores por Cristo ante el Padre. Aquí hay una jerarquía clara. Desde el 11 Conc. de Nicea viene llamándose dulía o veneración el c. que se da a los santos; y latría o adoración (v.), el que se tributa a Dios. A la Virgen María se le reserva la hiperdulía, que es una veneración superior (v. MARíA IV, 1).
     
      El c. de dulía y de hiperdulía no termina en los santos y en la Virgen. Ésta es una de las diferencias notables que se advierten entre el culto religioso y el civil. El que la sociedad civil tributa a sus miembros distinguidos termina en ellos. El que la Iglesia y los fieles tributan a los santos termina por Cristo en Dios. Y esto sucede con cualquiera de las tres valoraciones que tradicionalmente se reconocen en el c.: la de la convivencia, la de la ayuda o intercesión y la de la ejemplaridad. En un prefacio concedido a algunas diócesis de Francia se dice: «en ellos (en los santos) nos das un ejemplo con su vida, una compañía con su intimidad y una ayuda con su intercesión...». En efecto, somos participantes de la misma vida divina que tienen ellos, porque vivimos el mismo misterio pascual; nos enseñan con su conducta a llevar una vida conforme a nuestro ejemplar que es Cristo; y abogan por nosotros ante el Señor. El Vaticano II resume así estas tres valoraciones: «La Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo; propone a los fieles sus ejemplos, los cuales atraen a todos por Cristo al Padre; y por los méritos de los mismos implora los beneficios divinos» (Sacrosanctum Concilium, 104).
     
      El c. a los santos es ante todo una manifestación de convivencia sobrenatural. Los que vivimos aquí formamos con ellos un mismo Cuerpo místico (Lumen gentium, 49); y los miembros de este Cuerpo están trabados por «un principio interno que por sí mismo sobrepuja todos los principios de unidad que sirven para la trabazón del cuerpo físico o moral» (enc. Mystici Corporis). Esta unidad de principio vital posibilita las relaciones íntimas y el traspaso de valores personales entre los miembros del cuerpo que viven en el cielo y los que vivimos en la tierra (v. COMUNIÓN DE LOS SANTOS). Los santos son para nosotros «un signo del reino hacia el cual somos atraídos poderosamente por tan gran número de testigos» (Lumen gentium, 50). «Ennoblecen el culto que la Iglesia ofrece a Dios aquí en la tierra» (ib. 49). Porque nosotros, aquí en la tierra, tributamos a Dios en ellos la alabanza, el honor, la gloria y la acción de gracias que le tributan los bienaventurados en el cielo.
     
      La ayuda o la intercesión, que es la segunda valoración del c. a los santos, viene a ser como un desdoblamiento de esta convivencia. S. Pablo nos exhorta a que aquí seamos unos mediadores de los otros ante Dios, ayudándonos con oraciones (1 Tim 2,1); y él mismo ofrece sus padecimientos por el bien de la Iglesia (Col 2,24). No hay inconveniente, pues, en que los santos, que pertenecen al cuerpo del que somos miembros, y que son más gratos a Dios que nosotros, interpongan ante Él su valimiento en nuestro favor. Esto no oscurece la permanente intercesión de Cristo (Heb 7,25) ni la exclusividad de su mediación (1 Tim 2,5). Él es el único mediador por derecho propio (V. ORACIÓN II-III). La mediación de los santos, como la de la Virgen, «no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta» (Lumen gentium, 60).
     
      La ejemplaridad es el tercer valor que se asigna al c. a los santos. Es del todo cierto que el ejemplar del cristiano es Cristo (Rom 8,29; v. JESUCRISTO V). Y es cierto también que con la gracia capital se convierte en una especie de universal, que aprovecha en toda coyuntura y santifica en toda oportunidad. Pero cada hombre tiene una psicología, un temperamento y una manera de ser. Y este universal del orden de la gracia, que es Cristo, han ido aplicándolo los santos a una serie indefinida de individualizaciones. El santo que ha vivido la vida de Cristo, poseyendo un temperamento determinado, enseña a vivirla del mismo modo a quien tiene un temperamento similar (v. SANTIDAD IV; PERFECCIÓN).
     
      Desviaciones. El c. a los santos, justificado por la S. E., por el Magisterio, por la historia y por la teología, ha sido tema polémico, debido sobre todo a los abusos a que dio lugar. Por falta de vigilancia o de orientación aparecieron a veces auténticas desviaciones, cuyo origen, en los fieles, obedeció casi siempre a alguno de estos tres factores: la tendencia al mínimo esfuerzo, la visión de corto alcance y la propensión a sensibilizar desmedidamente los sentimientos espirituales.
     
      La tendencia al mínimo esfuerzo induce a buscar por medio de otro lo que podemos y debemos hacer nosotros. En este caso se trataría de pedir a los santos que nos haga el Señor por su intercesión lo que está dispuesto a hacernos contando con nuestra cooperación y nuestro esfuerzo. Es más cómodo acudir a un patrón que nos patrocine que a un patrón al que tenemos que ajustarnos.
     
      La masa popular puede caer en una visión de corto alcance. Puede acontecer, y acontece a veces, que teniendo que utilizar un medio para llegar a un fin no ponga la atención en el fin y se quede solamente con el medio. El creyente en este caso se quedará con la imagen o con el santo, sin pensar que el santo y la imagen son medios para llegar a Dios.
     
      Y por último, está la propensión desmedida a sensibilizar los sentimientos espirituales. Esta sensibilización es connatural al hombre, compuesto de materia y de espíritu. Cristo quiso determinar por sí mismo los ritos esenciales de los sacramentos (v.) para que nosotros no nos sobrepasáramos con esta tendencia sensibilizadora, por la cual se suele atribuir carácter virtuoso a prácticas muy discutibles.
     
      El Vaticano II, que recomienda el c. a los santos (Lumen gentiltm, 49-50; Sacrosanctum Concilium, 104), desea que sobre él haya una eficaz vigilancia pastoral (Lumen gentium, 51).
     
      V. t.: HAGIOGRAFÍA; IMÁGENES I; RELIQUIAS; COMUNIÓN DE LOS SANTOS; CUERPO MÍSTICO; SANTOS, FIESTA DE TODOS LOS; CANONIZACIÓN; BEATIFICACIÓN; PURGATORIO; SANTIDAD 111.
      BIBL. : Magisterio: CONO. ES TRENTO, De invocatione, veneratione et reliquiis sanctorum, en Denz.Sch. 1821-1825; Pío IV, Professio fidei Tridentina, en Denz.Sch. 1867; CONO. VATICANO II, Const. Lumen gentium, no 50-51, AAS 57 (1965) 5-75; fD, Const. Sacrosanctum Concilium, no 104, 111, AAS 56 (1964) 97-138; Pío XII, Enc. Mystici Corporis, AAS 35 (1943) 193-248; fD, Enc. Mediator Dei, AAS 39 (1947) 521-595.
      Autores: BENEDICTO XIV, De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione, en Benedicti XIV opera, ed. E. DE AZEVEDO, I-VII, Prato 1839-40; P. SÉJOURNÉ, Saints (Culte de), en DTC XIV,870-978; L. DUCHESNE, Les origines du culte chrétien, 5 ed. París 1925; H. DELEHAYE, Sanctus, Essai sur le culte des saints dans l'antiquité, Bruselas 1927; íD, Les origines du culte des martyrs, 2. ed. Bruselas 1933; A. MOLIEN, La liturgie des saints: leur culte erg général, Aviñón 1932; M. DAIBER, Manual de estudios bíblicos católicos, Madrid 1954; B. K¿)TTING, Santos (culto), en H. FRIES, Conceptos fundamentales de la teología, IV, Madrid 1967, 197-207; P. MOLINARI, Los santos y su culto, Madrid 1965; G. PHILips, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano 11, 11, Barcelona 1969, 226-263.
      **AU
      EMILIO SAURAS.
     
      **BIO
      CULLMANN, OSCAR
     
      Teólogo protestante; n. el 25 febr. 1902 en Estrasburgo, donde fue profesor de Nuevo Testamento a partir de 1930. Desde 1938 enseñó además historia de la Iglesia antigua en Basilea. En 1948 comenzó a enseñar también en la École des Hautes Études de París y, desde 1951, es profesor de N. T. en la Facultad de Teología protestante de esta última ciudad. Entre 1962 y 1965asistió como observador protestante al Conc. Vaticano II (v.).
     
      C., que ha publicado sus obras simultáneamente en francés y alemán (citaremos aquí las ediciones francesas), es el teólogo que más decididamente ha elaborado el pensamiento de la «historia de la salvación». Frente a la tendencia racionalista que convertía los hechos históricos de la Biblia en símbolos de verdades eternas de la razón, y frente a Bultmann (v.) que califica de «míticas» y considera ajenas a la auténtica revelación cristiana las intervenciones divinas en el curso externo de la historia narradas en la Escritura, C. cifra la esencia de la fe cristiana en el proceso histórico de la salvación. Según él, los conceptos claves de la Biblia son el carácter rectilíneo de la historia salvífica y el principio de la representación.
     
      Carácter rectilíneo de la historia salvífica. Para C., el contenido de la S. E. es la narración de una historia, o sucesión temporal rectilínea, que comenzó con la creación (v.) y terminará con la Parusía (v.) de Cristo. El centro desde donde queda iluminada la historia está en la vida de Cristo, especialmente en su muerte y resurrección. Conocido ese momento central, el cristiano ve en el A. T. una preparación de la encarnación y en el tiempo de la Iglesia un anuncio de la victoria acontecida en Cristo. A diferencia, p. ej., de Barth (v.), que habla de una presencia del Verbo encarnado en el A. T. y tiende a equiparar la alianza antigua con la nueva, C. resalta que cada época de la historia salvífica, aun caminando hacia una misma meta, posee un sentido específicamente distinto de las otras. Así, la Iglesia precristiana está en camino hacia la aparición de Cristo, recibe la acción del Verbo que se encarnará, pero no del Encarnado. Con el nacimiento de Jesús llega el periodo decisivo que da sentido a la historia, Él realiza la reconciliación e inicia la transformación de la humanidad. Después de Pentecostés (v.), la Iglesia anuncia que ha llegado la plenitud, pero todavía espera la manifestación de lo acontecido en Cristo, está en tensión entre el día de la batalla definitiva (redención operada en Cristo) y el de la victoria oficial; ésta llegará con la Parusía de Cristo; desde entonces, el Espíritu Santo informará la carne humana y el universo entero. Para C., toda la historia de la salvación es un suceder cristocéntrico. Critica C. la Cristología (v.) clásica, donde se acostumbraba a tratar lo que Cristo es «en sí mismo» independientemente de la obra que realiza. En cambio, según C., Cristo está tan inmerso en la historia salvífica que sólo se puede hablar de Él narrando el devenir de la misma. De ahí que en su obra La Christologie du Nouveau Testament (Neuchátel 1958) desarrolle el pensamiento cristológico del N. T. agrupando los títulos de Cristo en torno a los cuatro periodos de su propia historia: antes de la encarnación, la existencia terrestre, la obra actual en la Iglesia, y la futura intervención en la transformación del universo. Muchas veces, la idea de que el reino de la eternidad es atemporal y, por tanto, se proyecta simultáneamente sobre todos los momentos del tiempo, puso en peligro, dice, el carácter de sucesión rectilínea de la historia salvífica; por eso C. investiga también el concepto bíblico de eternidad y llega a la conclusión de que ésta es «una sucesión ilimitada de siglos». Así, nuestra historia y la eternidad se contraponen, no como tiempo y atemporalidad, sino como duración finita e infinita: según C., nuestro tiempo histórico está injertado en la única sucesión infinita del tiempo divino. A base de esta concepción, C. defiende como ningún otro la proyección escatológica de la historia bíblica; según él, la meta del tiempo no está en un «eterno presente» divino, sino en algo que acontecerá en el momento de la Parusía de Cristo. La tensión escatológica repercute en la misma existencia de los difuntos; éstos, dice C., por una parte, han experimentado cierta resurrección inicial en Cristo y, por otra, no han llegado a la forma definitiva de existencia, sino que esperan el momento final de la historia terrestre (v. t. SALVACIÓN).
     
      El principio de la «representación». C. descubre en la Biblia un principio que estructura de,un modo constante la historia salvífica; éste es el de la representación del todo por una pequeña minoría. Al principio, Dios constituyó al hombre en representante de toda la creación; por su pecado, el hombre extendió la perdición al mundo entero. Entonces, Dios eligió a un pueblo para llevar la salvación a todos los pueblos. La mayor parte de Israel rechazó la llamada divina y solamente una minoría se mantuvo fiel a Dios; pero esta minoría representaba a Israel entero y a todos los pueblos (v. t. ISRAEL, RESTO DE). Al final es uno sólo el que asume la representación de todos los hombres en orden a la salvación: Cristo, el «Siervo de Dios» anunciado por los profetas. Desde ese «Uno» se inicia un movimiento de dilatación hacia la multitud: Cristo, Apóstoles, Iglesia..., hasta completar el número de los redimidos. La Iglesia representa al mundo entero en orden a la salvación; ella es el trono desde donde reina Cristo y el instrumento de su reinado. En armonía con su cristocentrismo, C. afirma un dominio de Cristo sobre todas las cosas, aunque distingue grados de intensidad en ese dominio. Tanto la Iglesia como el mundo profano caen bajo el reinado de Cristo, pero de un modo diverso. Los miembros de la Iglesia tienen conciencia del reinado de Cristo y reinan con él. En cambio, el mundo profano no conoce el reinado de Cristo y está más sometido al influjo del mal. Consecuentemente, por una parte el ,cristiano afirma la vida secular (por estar incluida en el reinado de Cristo) y, por otra parte, mantiene una actitud de distancia con relación al mundo, ya que todavía no corresponde plenamente a la voluntad de Dios.
     
      Fundamentación y dirección de la Iglesia. En el campo católico despertó gran interés la obra de C. Saint Pierre, Disciple-Apótre-Martyr (Neuchátel 1952). Allí distingue C. entre el ministerio apostólico, que sólo se dio una vez, y la dirección de la Iglesia, que ha de existir en todo tiempo. Según C., Pedro puso junto con los demás apóstoles el fundamento de la Iglesia y, dentro del Colegio Apostólico, él era la piedra fundamental. Por lo menos durante cierto tiempo, Pedro tuvo en sus manos tanto la función de fundamentar como la de dirigir la Iglesia. El fundamento quedó puesto de una vez para siempre en el periodo apostólico. La época primitiva de la Iglesia, dice, se cierra con la formación del canon bíblico. A partir de ese momento ya no es necesario, dice, una asistencia del Espíritu Santo a la jerarquía eclesiástica del tipo de la que se había dado precedentemente. Los sucesores del Colegio Apostólico tienen, pues, ahora sólo una misión de dirección, pero no la de fundamento.
     
      Juicio crítico. El mérito principal de C. está en su investigación de los primeros siglos cristianos, y su afirmación de la historia de la salvación frente a los intentos de reducir el cristianismo a mera idea, propios del racionalismo. Peca, sin embargo, de excesivo «biblismo» y de aversión al pensamiento especulativo, que le llevan a posiciones simplistas (p. ej., su concepto de eternidad, que distingue sólo cuantitativamente y no cualitativamente del tiempo), y que han privado a su polémica antibultmaniana de mayor eficacia. Al elaborar la línea histórico-salvífica prescindiendo de todo trasfondo ontológico, se cierra la vía para una presentación acabada del mensaje bíblico y cristiano. Su eclesiólogía tiene aspectos de interés, pero la solución de continuidad que establece entre la Iglesia primitiva y la de épocas sucesivas es absolutamente injustificada; se trata en realidad de un reflejo del rechazo protestante de la función del Magisterio (v.), a la que, sin embargo, le habían acercado sus estudios sobre la definición del canon bíblico.
     
      V. t.: CRISTOLOGÍA;SALVACIÓN;REDENCIÓN;ESCATOLOGÍA; PRIMADO DE SAN PEDRO.
     
     

BIBL.: Obras importantes de C., además de las citadas : Christus und die Zeit, 1946 (trad. esp., Cristo y el tiempo, Barcelona 1967); La Tradition, Neuchátel 1953; Les premiéres confessions de loi chrétienne, ib. 1943; Heil als Geschichte, 1965 (trad. esp., Historia de la salvación, Barcelona 1967).

 

RAÚL GABÁS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991