CRISTIANISMO II.


7. La Iglesia y su origen. Las Parábolas del Reino. Igualmente, Cristo pretendía alejar el concepto de Reino de la actitud nacionalística de Israel. Sin negar el papel fundamental del pueblo de Israel para la historia de Salvación (v.), Jesús pone de relieve, no obstante, el carácter universal del Reino: los hijos del Zebedeo, que son hebreos, tendrán en el Reino su sitio preparado, pero no gozarán de ningún privilegio (Mt 20,2024; Me 10,3540). No es, por tanto, el Reino poder terreno o triunfo nacional, sino una realidad salvífica, tan alta y tan sobrehumana que solamente con parábolas es posible describirla.
      Las parábolas del Reino son quizá las más delicadas y profundas en el Evangelio: Las semillas echadas por el sembrador, unas caen a lo largo del camino y se las comen las aves, otras en pedregal y brotan enseguida, pero en cuanto sale el sol, se agostan; a las que caen entre abrojos, éstos las sofocan; sólo las que caen en tierra buena dan fruto (Mt 13,19; Me 4,19; Le 8,48). El Reino de Dios es como una simiente, que crece sola (Me 4,2629). La buena semilla está mezclada con la cizaña, pero en el momento de la recolección será separada (Mt 13,2430). El Reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, la más pequeña de las semillas, pero que cuando crece es mayor que las hortalizas; es semejante a la levadura, capaz de fermentar todo; a un tesoro escondido en un campo, por el cual todo se puede dejar y perder; a una perla preciosa; o a una red llena de peces, entre los cuales son recogidos los buenos y los malos son arrojados (Mt 13,3150; Le 13,1821; Me 4,3032).
      La Iglesia. El tiempo que va desde el acontecimiento esencial de la Encarnación, Muerte, Resurrección de Cristo hasta su vuelta en la Parusía, el tiempo que se interpone entre el momento de la salvación comenzada y el momento de la salvación completada, es el tiempo de la Iglesia (v.), Cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12.27; Rom 12,5; Eph 1,23; 5,30), que vive en continua tensión escatológica entre el centro y el fin. La Iglesia es el «Cuerpo místico» (v.) de Cristo, en ella vive el Espíritu Santo, desde que, en el día de Pentecostés (v.), descendió sobre los hijos del Reino (Act 2,14). Pero la Iglesia, «arras» (2 Cor 1,22; 5,5; Eph 1,14) y «primicia» (Rom 8,23; 2 Thes 2,13) de la salvación definitiva, no es todavía la plenitud del Reino, en ella están mezclados los buenos y los malos.
      Es en la Iglesia donde se reactualiza cada día el sacramento de la muerte de Cristo (Mt 26,26.28; Me 14,2225; Le 22,1920; 1 Cor 11,2326) y del renacimiento en Cristo (lo 3,5; Rom 6,4; Tit. 3,5) (v. SACRAMENTOS; BAUTISMO; EUCARISTíA; etc.). La Iglesia es el instrumento de la predicación (v.) misionera y de la Buena Nueva, y el instrumento de la aplicación de la obra salvadora por vía sacramental, que extiende así la historia de la salvación: «Los que estaban reunidos le preguntaron: Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel? Él les contestó: A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Act 1,68; cfr. Mt 28,1820; etc.). Con un acto concreto, dirigiéndose a un discípulo preciso, Cristo funda el Primado (v.) de S. Pedro y de sus sucesores, uno de los actos esenciales en la fundación de la Iglesia: «Tomando entonces la palabra Jesús le respondió: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos...» (Mt 16,1719). Pedro es en este pasaje, además de una persona histórica, símbolo ejemplar de todos los «apóstoles» y «profetas», sobre los que también está fundada la Iglesia (Eph 2,20).
      De esta manera el discípulo de Cristo llega a ser «pescador de hombres» (Mt 4,19; Me 1,17) y la Iglesia «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5,1316). La Iglesia es necesariamente universal, católica. En ella no viven solamente ni hombres ni mujeres, ni griegos ni hebreos, ni esclavos ni libres, sino personas redimidas y solidarias, en cuanto son «uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28; 1 Cor 12,13; Col 3,11; V. COMUNIÓN DE LOS SANTOS).
      8. La Muerte y Resurrección de Cristo. La Resurrección. El Hijo de la Promesa pertenece ya, y al mismo tiempo no pertenece todavía, al Reino, en virtud de aquel acontecimiento único (ephapax), la Resurrección (v. RESURRECCIóN DE CRISTO), sucedido ya y que se completará con la resurrección de los muertos (v.) en el último día. El c. es a la vez una teología de la gloria y una teología de la cruz. Es más, exactamente podríamos decir que es una teología de la gloria mediante una teología de la cruz. Esta problemática, incipiente ya en los Evangelios, encuentra en las Cartas de S. Pablo su más rigurosa y coherente continuación.
      Jesús se ha humillado y se ha sacrificado a sí mismo. El Hijo de Dios ha asumido en todo, excepto el pecado, los límites de la humanidad, hasta el punto que se ha humillado hasta la muerte, y muerte de cruz (Philp 2,58; 2 Cor 8,9; Mt 20,28; V. PASIÓN Y MUERTE DECRISTIANISMOCRISTO). Pero la kénosis de la cruz ha sido superada y vencida por el acontecimiento extraordinario de la resurrección. El Dios muerto ha resucitado y nos precede en el Reino definitivo, donde está sentado a la derecha del Padre (Mt 26,64; Mc 16,19; Act 7,55; Rom 8,34; Col 3,1; Heb 1,3; 10,12; V. ASCENSIÓN): «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual seréis también salvos, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que á mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron» (1 Cor 15,16).
      El Pecado y la Gracia. El misterio de la muerteresurrección de Cristo constituye, juntamente, una verdad teológica y una verdad antropológica, en cuanto miran al mismo tiempo a Dios y al hombre. El sacrificio de Cristo, con su actualización en la Eucaristía (v.), llega a ser de esta manera el único medio para eliminar la muerte del mundo, consecuencia del pecado. Los conceptos de «pecado» (v.) y «gracia» (v.) representan los fundamentos de la antropología cristiana. Fue a causa de un solo hombre cómo el pecado entró en el mundo, y con él, la muerte (v.), que es su salario (Rom 6,23). Pero también en virtud de un solo hombre es destruida la muerte y vuelve otra vez la vida: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que duermen. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo». (1 Cor 15,2022).
      La maldición de la ley y del pecado ha sido eliminada y la muerte de Cristo ha dado su fruto: «Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús. ¿Dónde está, entonces, el derecho a gloriarse? Queda eliminado. ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No. Por la ley de la fe. Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley» (Rom 3,2128).
      Cristo como modelo. Cristo, por tanto, el nuevo Adán, libra al hombre, asumiendo su propio ser humano con todo su peso. El esclavo del pecado es liberado de esta manera: la libertad del cristiano es en primer lugar liberación del pecado, y en virtud de esto, libertad en la adopción por parte de Cristo (Rom 8,15; V. FILIACIÓN DIVINA). No es la libertad que encuentra la verdad, sino Cristo como verdad que nos hace libres (lo 8,3132). Después del pecado, el hombre es incapaz de verdad y de bien: lo contrario del pecado, efectivamente, no es la virtud que deriva de las obras de la ley, sino la fe (Rom 9,30 ss.; 14,23; Philp 3,89; Gal 2,16).
      Pero la liberación realizada por Cristo es tambiénunión del discípulo a Cristo. El cristiano, un tiempo esclavo del pecado y de la muerte, es ahora esclavo de Cristo y de la vida, esto es, llega a ser libre en Cristo (Rom 6,1723; Gal 4,47; 1 Pet 2,16), en la medida en que está crucificado y resucita juntamente con Cristo: «En efecto, yo por la ley he muerto a. la ley, a fin de vivir para Dios; con Cristo estoy crucificado y, vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano» (Gal 2,1921; cfr. 6,14). Jesús de esta manera llega a ser para S. Pablo, como para todos los cristianos de los primeros siglos y de los sucesivos, el centro de referencia y el modelo de la vida cristiana: «Y todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3,17; cfr. 1 Cor 10,31; V. JESUCRISTO V). Cristiano es solamente el que vive en Cristo y de Cristo, en el sentido que todo su pensamiento y acción deben estar penetrados del espíritu y ejemplo de Jesús, el cual estará presente donde se encuentren dos o tres personas reunidas en su nombre (Mt 18,20).
      9. El cristiano en el mundo. La «doble ciudadanía» del cristiano. El discípulo de Cristo vive en el mundo, pero no pertenece al mundo. Como dirá la Epístola a Diogneto (v.): «El cristiano vive como inquilino en la tierra, pero habita en el cielo» (5,5.9). Esta manera de comportarse es comprensible a la luz de la tensión escatológica típica del c.: El mundo es el lugar de la salvación, pero este mundo tendrá un final (1 Cor 7,31; 1 lo 2,17); el mundo yace en el Maligno (1 lo 5,19) y odia necesariamente a Cristo y a sus discípulos (lo 15, 1819; 1 lo 2,13). El cristiano es siempre, de alguna manera, extraño al mundo (1 Pet 2,11). Todavía, sin embargo, la actitud cristiana, a diferencia de la gnóstica (v.) y maniquea (v.), no es de rechazo o de fuga del mundo. Así reza Jesús: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo, como yo no soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad» (lo 17,1517).
      La actitud consiste más bien en considerar el mundo como provisorio e instrumental respecto al Reino (V. MUNDO III, 1). Es al mismo tiempo una actitud de aceptación, en cuanto el mundo es obra de Dios y lugar y medio de santificación, y de rechazo, en cuanto en el mundo existe el pecado que aparta de Dios; actitud de aceptación y de rechazo, expresada en aquel «comosino» de 1 Cor 7,29 ss. Está indicada también por la doctrina paulina de la «doble ciudadanía del cristiano», que vive en el mundo, pero que no es del mundo: «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Heb 13,14; cfr. Philp 3,20; 2 Cor 4,7). Los hijos del mundo siempre vencerán, dentro de sus dominios, a los hijos de la luz (Lc 16,18): «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas, no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece siempre» (1 lo 2,1517). El cambio obrado por el Evangelio no puede ser entendido por el mundo, para el cual la cruz permanece como «escándalo y necedad» (1 Cor 1,1823). Lo que es sabio a los ojos del mundo es necio a los ojos de Dios (1 Cor 3,1820).
      La primacía del futuro. El cristiano es ciudadano de dos mundos, en cuanto el mundo presente no le es suficiente y tiende hacia un futuro escatológico. El devenir histórico, que en la antropología helénica asumía la forma cíclica del eterno retorno de lo idéntico, adquiere en la perspectiva cristiana un sentido concreto en cuanto que está orientado: desde la creación a través del pecado y la redención hacia la Parusía. La salvación del cristiano no consiste, como para el griego, en la continua repetición cíclica de los mismos acontecimientos a intervalos regulares, sino en el fin de la historia y en el establecimiento de una dimensión cualitativamente diversa (v. HISTORIA VI). La espera escatológica de Isaías (65,17): «Pues he aquí que yo creo cielos nuevos y . tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria», llega a ser, sobre la base del acontecimiento ya realizado (vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo), certeza'y esperanza: «Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17; cfr. Col 3,9).
      Esta primacía del futuro no se puede confundir con la primacía del porvenir, característica de la visión moderna y materialista de la historia; en esta visión la esperanza escatológica es arrancada de su dimensión sacralse entiende en un sentido meramente mundano, llegando a crearse una tensión temporal hacia "una situación histórica redimida (regnum hominis). La visión moderna, sea burguesa o socialista, considera la historia del mundo como dotada de un sentido autónomo. La visión cristiana, en cambio, es esperanza de una dimensión futura cualitativamente diversa, que llegará a ser realidad solamente después del fin de la dimensión secular. Para el cristiano el fin y el final de la historia coinciden: «Venga la gracia y perezca este mundo. Marana tha, ven, Señor». (Didajé, 10,6; cfr. 1 Cor 16,21; Apc 22,20). Pero este futuro ha comenzado ya: «No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Philp 3,1214) (v. HISTORIA VI).
      El sufrimiento. Esta radical apertura al futuro, esta esperanza (v.) segura fundada en la fe, es la que consiente una superación del problema del sufrimiento. Si Cristo, el único justo, ha aceptado el sufrimiento, el cristiano debe sufrir y morir con Cristo, puesto que es cierto que todo dolor y muerte se traduce en alegría y vida (lo 16,2022). El cristiano no ama el sufrimiento: la actitud patológica del algo/í1ico (que se complace en el dolor) está muy distante del cristianismo. Éste no vence el sufrimiento ni con la indiferencia ni con la apatía, sino con la fe, mediante la cual el hombre interior triunfa sobre el exterior (2 Cor 4, 1618).
      Lo mismo que Cristo, crucificado en su debilidad, vive por el poder de Dios, así el cristiano, débil en sí, vivirá en el futuro escatológico y también de alguna manera en el presente, en la fuerza de Cristo, por la potencia de Dios (2 Cor 13,14). El sufrimiento, entonces, no es solamente soportado, sino aceptado y amado como un medio de unión con Dios, como prueba que no intenta envilecernos, sino elevarnos. El dolor deja de ser un caso fortuito y toma una significación (v. DOLOR IV; MORTIFICACIÓN). El sufrimiento, por tanto, no se demuestra vano con un razonamiento teorético, sino que trasciende en la experiencia existencial de la fe: «Y por eso, para que nome engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría. Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero Él me dijo: Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,710). Al final es el bien el que triunfa.
      El cristianismo «social». El mensaje de Cristo, entendido con esta profundidad por los primeros cristianos y conservado y transmitido por los Padres y Doctores y por el Magisterio de la Iglesia, ha tenido que salir en épocas modernas al paso de numerosos malentendidos. Hay que leer la S. E. y comprender la palabra de, Cristo sin retorcerla o adaptarla a las exigencias o a la problemática del tiempo en el que vive el lector. Ha sucedido siempre, en efecto, que las preocupaciones presentes han enturbiado la comprensión del pasado, hasta el punto de desviarla v modificarla. De esta misma manera, la persona de Icsús ha tenido muchas y variadas representaciones,* su mensaje muchas y diversas interpretaciones. Es cierto que el kerigma evangélico es contemporáneo a cualquier época histórica, pero esto no se realiza adaptando el mensaje a todas y a cada una de éstas, juzgándolo con las categorías interpretativas y valorativas de las distintas épocas, sino única y exclusivamente, porque el mensaje tiene un significado autónomo, que se puede proponer y manifestar solamente marginando un poco las consideraciones muy actuales y dejándolo hablar en la autoevidencia.
      Nuestra época, en cambio, tan agitada en el plano social y político, no ha sabido resistir a la tentación de ver en Jesús un precursor de sus ansias de redención social y proliferación política. Extendiendo a un héroe religioso categorías solamente válidas en el campo de la actividad histórica, numerosos autores han podido hablar, a veces hasta de buena fe, de un c. «social», de un Cristo «revolucionario» y «socialista». El esquema de este extravío, que se apoya sobre un vaciar la figura de Cristo de toda realidad divina, como hizo la llamada crítica bíblica liberal (desde Spinoza y Reimarus a Renan y Harnack; v. voces correspondientes), y sobre la aceptación acrítica de los principios del materialismo histórico de Marx (v.), es poco más o menos el siguiente: «Jesús ha intentado una revolución social, como demuestra su interés por los pobres y su oposición a las clases privilegiadas. Por desgracia su anuncio revolucionario ha sido bloqueado y desviado por obra del judío helenizante Pablo y por el Evangelio de Juan, inspirado por Pablo. La finalidad sería mistificar como ultraterreno y escatológico, por motivos de evasión y de conservación, el Reino que Jesús quería instaurar aquí en seguida». Este absurdo esquema, carente de base documental, ha sido elaborado por marxistas, como Kautsky, o socialistas «cristianos», como Ragaz, de modo completamente contrario a lo que muestran la historia, la praxis.y la doctrina cristiana ya en sus comienzos, como fácilmente se echa de ver; por ello ha sido prontamente puesto en evidencia como infundado y radicalmente falso por numerosos científicos (entre ellos E. Troeltsch (v.) ha disuelto la tesis del «mensaje social del Evangelio», en el sentido mencionado, con una particular incisividad). Frente a esos reduccionismos humanistas, el c. se afirma como fermento social, precisamente en la medida en que revela al hombre que está llamado a algo más que a este mundo: a un amor pleno en Dios, cuya plenitud se dará en la consumación escatológica, pero que debe manifestar ya ahora en las obras.
      10. Cristo, centro de la historia de la salvación. La línea de la historia de la salvación, de la realización del designio creador y redentor divino está orientada a Cristo en todos y cada uno de sus momentos: en la creación, en la encarnación, en la pasión, en la resurrección y en la parusía final y futura. Cualquier momento de la historia de salvación está centrado en Cristo, en el acontecimiento ejemplar acaecido una vez para siempre (ephapax). La historia mundana no puede sino considerarlo como un escándalo, pero también ella asume en virtud de este acontecimiento un nuevo significado. De esta manera se rechaza la constante tentación gnóstica (v.) y docetista (v.), que en todas las épocas de la historia del c. ha terminado siempre por minimizar la presencia histórica de Cristo, al considerar la encarnación como mito, símbolo, alegoría; en cualquier caso como un dato de fe subjetiva y desencarnada de los creyentes.
      El kerigma evangélico es ciertamente antidocetista: la salvación no puede venir nada más que en la historia (aunque, como es obvio, no se trata de la salvación de lahistoria, sino de la historia de la salvación). Y este acontecimiento histórico es Cristo, el Dios que se ha hecho carne y que ha bajado para habitar entre los hombres. Todo el N. T. (v.) no es otra cosa que un tratado y un mensaje, de Cristo y sobre Cristo. Es, por tanto, a la vez una teología (v.), y una cristología (v.). Es una teología en cuanto es una cristología, dado que Cristo es el Señor Dios. La encarnación presente de Cristo llega a ser de esta manera el punto de referencia para las otras dos dimensiones temporales de Cristo: el pasado como preexistencia y el futuro como espera. Así rezaban los primeros cristianos: «Ven, Señor Jesús»: ven en el futuro escatológico, porque eres Señor coeterno al Padre, Dios tú mismo; porque Pres Jesús (salvador), que te has hecho, aquí y ahora, hombre.
      Marana tha. La investigación cristológica, como es obvio, debe partir necesariamente de Cristo, de lo que Él decía de sí mismo, de lo que de Él decían los discípulos, de los títulos cristológicos que Él mismo se ha atribuido. Títulos referentes a la obra de Cristo en la tierra: Profeta, Siervo que sufre, Sumo Sacerdote; títulos que hablan de la obra futura: Mesías (v.) e Hijo del hombre; otros, muestran la obra presente: Señor y Salvador; otros son relativos a su preexistencia y eternidad: Logos, Hijo de Dios, Dios. Esta acentuación de los títulos cristológicos, a los que ha llegado la crítica bíblica, muestra que el problema fundamental de las primeras comunidades cristianas era, antes que el teológico (p. ej., la larga discusión sobre las dos naturalezas) un problema escatológico, soteriológico: la cristología es la historia de la salvación, es una doctrina que mira y contempla una persona y un acontecimiento histórico («en tiempos de Herodes, Rey de Judea»: Le 1,5).
      En el mensaje de Cristo aparece, así, evidente antes que nada, lo que no es y lo que no puede ser: no es un mensaje teórico gnóstico para pocos iniciados, ni un mero mensaje moral para. ordenar la conducta humana, ni un anuncio de revolución social. El mensaje es sobre todo escatológico, anuncia una salvación definitiva, obrada por Cristo y en' Cristo, que ya ha venido (v. ENCARNACióN) y todavía no se ha completado (v. PARUSíA). Con su grito de fe: «marana tha» (ven, Señor nuestro; o según otros, «maran atha»: nuestro Señor viene) los primeros cristianos intentaban subrayar el papel central de la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesús en la historia de la salvación (v. REDENCIÓN; SALVACIÓN II-III; SOTERIOLOGíA; ESCATOLOGÍA II-III).
      11. Cristo, Dios y hombre. El Mesías y los milagros. Aparece así siempre más clara la conexión entre el mensaje de Cristo y la persona de Cristo. Jesús se ha llamado Maestro, pero en un sentido distinto de los maestros tradicionales: Él no enseña un camino de sabiduría (como Buda), sino que carga con el pecado del mundo, y, signo de contradicción (Lc 2,34; cfr. Is 8,14), ha afrontado el escándalo de la cruz. Más que Maestro, por tanto, Jesús es Redentor y Modelo; o mejor, quizá, Maestro auténtico en cuanto único Redentor y único Modelo. Estas características no han sido deducidas por los historiadores de Cristo, sino que han sido claramente indicadas por el mismo Cristo.
      Jesús tuvo plena conciencia de no ser, como S. Juan Bautista, un simple predicador o precursor. Él se asigna a sí mismo la posición de Mesías, no en el sentido nacionalístico, sino en sentido universal y escatológico. Con Cristo ha comenzado la era mesiánica: el Mesías, por tanto, es Cristo, no Rey de los judíos (Me 14,12). Muchos milagros (v.) obrados por Jesús son interpretados por el mismo Cristo como prueba evidente de su completa autoridad sobre todas las cosas, y no como prodigios extrínsecos reveladores de poder terreno, por eso pide que no los revelen y se niega alguna vez a ejecutarlos. Estos milagros pueden ser: la tempestad calmada, la multiplicación de los panes, el agua convertida en vino, caminar sobre las aguas, hacer ver a los ciegos y caminar a los paralíticos, hacer oír a los sordos, echar los demonios, curar a los enfermos, resucitar a los muertos, etc.
      Cristo: Dios y hombre. El mismo Jesucristo ha indicado su doble naturaleza, humana y divina: Hijo del hombre e Hijo de Dios. La expresión «Hijo del hombre», tan frecuentemente usada en los Evangelios (81 veces), pretende poner de relieve no sólo la naturaleza humana de Cristo, sino también su dignidad mesiánica en sentido religioso. La locución «Hijo de Dios», también usada muchas veces (54 en los Sinópticos y 42 en las Epístolas), quiere subrayar la divinidad de Cristo, aquella divinidad, que por lo demás, ha sido proclamada por el mismo Dios con ocasión de dos acontecimientos importantes, en el Bautismo (v.; Me 1,1011; Le 3,2122; Mi 3,1617) y en la Transfiguración (v.) del Tabor (Me 9,7; Le 9,35; Mt 17,5). Pero la proclamación divina testimonia además la unidad de Cristo con el Padre, al cual el Unigénito (lo 1,14.18; 3,16.18) es plenamente obediente (Philp 2,8; Heb 5,8): «Yo y el Padre somos una sola cosa» (lo 10,30; cfr. 14,911; 16,15; 17,610), Jesús quiere la voluntad del Padre (lo 4,34; 5,30; 6,38; Mt 26,42; Me 14,36; Le 22,42). Es precisamente esta unidad con el Padre y con el Espíritu Santo la que permite a Cristo colocarse como mediador entre el hombre y Dios, como único encuentro del hombre con la Trinidad (v.) de Dios.
      Entre el Deus absconditus de la Trinidad y el hombre no hay efectivamente relación o exigencia natural. Dios, el solo Santo, el que no puede definirse (Ex 3,1315; Is 45,15; Gen 32,20; Ide 13,1718), habita en una luz inaccesible (1 Tim 6,16), tanto que verlo significa morir (Ex 33, 20.22). Solamente en Cristo, el Deus revelatus, es posible encontrar a Dios Trino: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Le 10,2122). «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha dado a conocer» (lo 1,18).
      El camino, la verdad .v la vida. Cristo, pues, propone un mensaje, en cuanto que es Él mismo este mensaje: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí. En la casa de in¡ Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Pues para donde yo voy, vosotros conocéis el camino. Le dice Tomás: Señor, no sabemos dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Le dice Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto. Le dice Felipe: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: ¿Tanto tiempo estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me havisto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras» (lo 14,111).
      El cristiano, entonces, lo es verdaderamente en la medida en que se hace «imitador de Cristo» (1 Cor 11,1), en la medida en que testimonia con Cristo (2 Tim 1,8; cfr. Is 43, 1012), en la medida en que se une a Cristo y se identifica con Él en la Eucaristía (v.): «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Cor 10,1617). La medida de la verdad y del bien es, por consiguiente, siempre y únicamente Cristo. Por «su causa» el discípulo será odiado y perseguido, pero precisamente por eso salvará la propia vida (Mi 5,11; 10,18.22; Me 8,35). Cristo exige la decisión absoluta y total. Discípulo de Jesús es aquel que, como Pedro, reconoce al Cristo: «Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Ellos le dijeron: unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas. Díceles: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro le contestó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,1316; cfr. Me 8,29; Le 9,20).
      12. Primacía de la persona y de lo espiritual. Primacía de la persona. En el orden de la comprensión del propio hombre, la importancia del c. en la historia de la. humanidad aparece evidente en lo que dice sobre la persona (v.). Se puede afirmar, sin temor a ser desmentidos, que la libertad del hombre está unida muy estrechamente al reconocimiento de la primacía de la persona (no necesariamente del individuo) respecto a la sociedad. La dimensión social es ciertamente constitutiva del hombre, pero no agota la esencia del hombre. El hombre, que es también un animal social, no es sólo eso, sino que por encima de todo es un ser creado a imagen de Dios (Ps 4,7: «Signatum est super nos lumen vultus tu¡, Domine»). Esta dimensión sobrenatural constituye el valor de la persona, en cuanto todo hombre es un reflejo presente de lo divino, que lo hace insustituible y no subyugable: en la perspectiva del c., por tanto, el hombre deja de ser un «medio» y llega a ser un «fin». Así se resquebrajaba la identidad, típica del mundo clásico, entre hombre y ciudadano, entre religión y política; el c. niega esta identidad y rechaza el sacrificar al emperador como si fuera a Dios (aunque reza a Dios por el emperador, cuya autoridad se reconoce; cfr. Mt 22,21; Rom 13,7).
      Sobre la base del reconocimiento del valor de la persona se fijará la doctrina de los derechos naturales de la misma, fundados sobre la lex aeterna de Dios. Cualquier forma de absolutismo (v.) queda rechazada y el reconocimiento de la dimensión religiosa del hombre llega a ser, así, la defensa más válida contra la invasión del Leviatán social. Podemos resumir esta característica con una frase muy significativa de S. Tomás: «El hombre no se ordena a la comunidad política según todo su ser y todas las cosas que le pertenecen, y por eso no es necesario que todos sus actos sean meritorios o no respecto a la sociedad. En cambio; todo lo que hay en el hombre, lo que puede y lo que posee, debe ordenarse a Dios; de ahí que todos sus actos, buenos o malos, por su misma naturaleza tengan mérito o demérito delante de Dios» (Sum. Th. 12 q21 a4 ad3).
      La primacía de lo espiritual. La primacía de la persona coincide con la primacía de la interioridad y de la espiritualidad. Hay una «mejor parte» que no será quitada jamás, en cuanto que es definitiva y no provisoria (Lc 10,42): esa parte es la salvación del hombre interior obtenida mediante la libre decisión que asume y hace propio el don salvífico de la gracia. «Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! » (1 Cor 15,5457).
      Afirmar que en el c. hay una primacía de lo espiritual no significa afirmar un dualismo entre el espíritu y la materia, entre el alma y el cuerpo, como lo entendía la antropología griega. El c. valoriza y redime la misma corporeidad, en cuanto considera la materia como indiferente, capaz de ser buena o mala según el uso que de ella haga la voluntad del hombre. El hombre del que habla el c. es un ser integral, compuesto de cuerpo y alma como realidades distintas, pero unidas sustancialmente, es un espíritu encarnado que vive y obra unitariamente, y unitariamente se salva (o se condena) mediante la resurrección de la carne (no como en la visión griega que afirma sólo la inmortalidad del alma); es decir, la salvación (o condenación) comenzada ya inmediatamente después de la muerte sólo se hace completa con la resurrección de la carne en el día del juicio final o Parusía (v. RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS). Las diferentes facultades del hombre están jerárquicamente enlazadas en una unidad, que tiene en el espíritu interior su centro directivo. El hombre es espíritu, porque Dios es Espíritu: «Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu y los que le adoran deben adorarle en espíritu y verdad» (lo 4,2224).
      13. El cristianismo y las otras religiones. También en comparación a las demás religiones, que la fenomenología religiosa estudia hoy con métodos científicamente muy útiles, el c. muestra su superioridad. No por exclusión, sino por comprensión ecuménica, en el sentido de que cuanto en las otras religiones era parcial e incipiente, encuentra en el c. su cumplimiento; cumplimiento no en eJ sentido pálido e incrédulo de un sincretismo ecléctico, sino en el sentido indicado por S. Pablo en su discurso en el Areópago: «Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar, vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: al Dios desconocido. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar» (Act 17,2223).
      La liberación del hombre, anunciada por la sabiduría india, es recogida por la sabiduría cristiana: una liberación del hombre que no significa, sin embargo, anulación, sino redención (v.). La primacía de lo interior y de lo espiritual, propuesta por la sabiduría griega, es tambiénpropia del c.: pero esta primacía no debe degenerar en el intelectualismo y no debe cerrarse a lo sobrenatural (v.). La relación personal entre el hombre y Dios, típica de la sabiduría hebrea, es recogida y universalizada por encima de cualquier barrera nacional o racial. El c. se muestra, por tanto, aun desde fuera de la fe, como la «figura central de todas las religiones» (Van der Leeuw); lo mismo que también se ha afirmado que «quien conoce el cristianismo conoce todas las religiones» (A. von Harnack).
      Esta centralidad y esta superioridad, en el fondo, provienen del principio esencial del c.: el amor. Toda la historia de la salvación es la historia del amor de Dios, de un Dios que es Amor: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 lo 4,8); la creación de la nada, la encarnación como don gratuito, la salvación como amorosa recuperación. El Dios que ha amado el primero, ha consentido, mediante el sacrificio del Hijo, la salvación de lo humano: la manifestación máxima del amor es, efectivamente, la cruz. De esta manera ha hecho posible y necesario el amor del hombre al hombre y a t dos los hombres. La ley ha sido superada por el arlr e integrada en él (Rom 13,810), el amor es eJ fru~ o más grande del Espíritu (Gal 5,22; Rom 15,30). El hombre se realiza en el don de sí mismo al otro (Dios, los demás), así como Dios ha dado «el pan vivo, bajado del cielo» (lo 6,51): «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Éste es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (lo 15,913). El Reino definitivo será el Reino del Amor: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Cor 13,13; v. CARIDAD). En último término, la centralidad y superioridad del c. provienen de su carácter sobrenatural y revelado, de Dios mismo.
     
      V. t.: JESUCRISTO; IGLESIA.
     
     

BIBL.: La bibl. sobre el c. es tan amplia, que solamente hacemos referencia a obras que parecen esenciales para acercarse al tema. Para la historia del cristianismo puede verse la bibl. de IGLESIA, HISTORIA DE LA.

 

GIANFRANCO MORRA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991