Se llaman así a las razones y valores que determinan el juicio práctico
sobre la obligatoriedad de creer, es decir, sobre la obligación de prestar
libremente el pleno asentimiento a la revelación divina. No deben
confundirse con los motivos de credibilidad (v. REVELACIÓN III, 2), ni con
el motivo de la fe (v.) misma; son posteriores a aquéllos y anteriores a
éste.
1. Necesidad de motivos de credentidad. «A Dios revelador hay que
prestar la obediencia de la fe (cfr. Rom 16,26 comparado con Rom 1,5; 2
Cor 10,56), por la que el hombre se entrega total y libremente a Dios» (conc.
Vaticano II, Const. Dei verbum, 5; cfr. Denz.Sch. 2778,3008). El acto de
fe implica no solamente rendimiento intelectual, sino también sumisión
plena del hombre todo a Dios que revela o se revela; la persona humana
queda, pues, totalmente comprometida, de suerte que la fe exige la
edificación de la existencia sobre unas bases distintas de las meramente
naturales (V. FE IV). Se trata evidentemente de la aventura más arriesgada
que pueda emprender el hombre, puesto que condiciona radicalmente y, de
suyo, en forma definitiva su vida temporal y eterna. Mediante la
revelación (v.) Dios inicia un diálogo entre El y el hombre (V. REVELACIÓN
IIIII), a quien pide una respuesta no meramente teórica, sino con
repercusiones de orden moral (1 Thes 1,3; lac 1,2125), que siempre suponen
llevar la cruz (Lc 9,23) y pueden llegar hasta la pérdida de la vida, a
ejemplo de Jesús (Heb 12,13), suprema revelación del Padre.
De ahí que para decidirse a creer hagan falta motivos, objetiva y
subjetivamente suficientes. Tanto más cuanto que el acto de fe es
esencialmente oscuro, puesto que su motivación última, su objeto formal,
no es la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de
la razón, sino la autoridad de Dios mismo que revela (Denz.Sch. 3008), es
decir, se basa en la autoridad, no en la evidencia. Por otra parte, el
objeto material de la fe consiste preferentemente en los misterios
propiamente dichos, los cuales «por su propia naturaleza, de tal manera
sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y
aceptados por la fe, siguen, no obstante, recubiertos por el velo de la
misma fe y envueltos en cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal
peregrinamos lejos del Señor» (Denz.Sch. 3016; cfr. 2 Cor 5,67; v.
MISTERIO [TEOLOGÍA]). Por tanto, la persona ha de tener motivos serios y
eficaces más o menos conscientemente percibidos para resolverse a creer.
Si no existieran, el acto de fe sería imposible' o no se trataría de la fe
de que habla el Magisterio católico, en cuyo caso, bajo apariencias de fe,
el hombre adoptaría una actitud absurda y degradante, que supondría una
gratuita dimisión de su racionalidad y libertad.
2. Credibilidad y credentidad. «Si yo creo o debo creer en alguien,
tengo que conocer a aquel a quien creo y en quien creo, tengo que saber a
quién creo. La fe presupone credibilidad, si es que ha de ser radicalmente
posible y ha de podérsele exigir y responsabilizar» (H. Fries, o. c. en
bibl., 165). Antes de que el hombre llegue a la conclusión: «Estoy
obligado a creer», es necesario que esté persuadido de que puede creer, de
que el objeto material de la fe es creíble. Antes de que el hombre se
decida a dar la respuesta de la fe, se requiere la convicción de que Dios
le llama y se la pide. De lo contrario, el acto de fe carecería de
sentido, sería irracional; y no se olvide que «el asentimiento de la fe no
es en modo alguno un movimiento ciego del alma» (Denz.Sch. 3010, 3542),
sino plenamente racional (ib. 2754, 2768, 2778, etc.). Por tanto,
presupuestos los preámbulos de la fe existencia de Dios, racionalmente
demostrada; conocimiento histórico de la existencia de Cristo, del
contenido esencial de su mensaje y de sus obras (v. FE III, 2), y
presupuesto radicalmente el hecho de cierta connaturalidad del hombre con
el cristianismo potencia obediencial en orden a acoger el mensaje de
salvación, el «alma naturalmente cristiana» de que hablaba Tertuliano
(v.), se requiere concretamente que conste con certeza que Dios ha querido
revelarse al hombre.
Ahora bien, Dios «habita una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), por lo
que sólo podemos conocer su voluntad a través de signos, con los que la
condescendencia divina se sitúa en el plano de nuestra cognoscibilidad. El
signopor excelencia es Jesucristo; quien le ve a él, ve al Padre (lo
12,45; 14,9), los signos que realiza y la doctrina que predica tienen como
finalidad inmediata revelar la voluntad de Dios con respecto a los
hombres. «La revelación se realiza por obras y palabras» (Dei verbum, 2),
cuyo origen divino nos consta por los llamados motivos de credibilidad, o
criterios de Revelación (V. REVELACIÓN III, 2); los principales son los
milagros (v.) y las profecías (v.), «signos certísimos del origen divino
de la religión cristiana» (Denz.Sch. 3539). Conocidos mediata o
inmediatamente los motivos de credibilidad, el hombre puede estar seguro
de que Dios ha revelado y puede formar el juicio de credibilidad: «El
mensaje cristiano puede ser creído». Este juicio se basa, como se ve, en
datos objetivos y tiene un alcance primordialmente especulativo, pero no
se emite de manera necesaria, como pudiera formularse una conclusión
matemática, puesto que se basa directamente no en la evidencia sino en
signos, los cuales indican la realidad de la revelación, pero sólo
permiten una percepción oscura de la misma. Llaman, por así decirlo, la
atención y plantean, p. ej., el interrogante que suscitaban las palabras y
las obras de Jesús (cfr. Mt 6,16); sin embargo, la semilla del mensaje
puede caer en tierra muy diversa (Lc 8,1115) y, mientras unos ven en los
signos la mano de Dios, cabe la posibilidad de que otros se escandalicen (Mt
11,6), tergiversen su sentido (Mt 12,2228) y se nieguen rotundamente a
creer (lo 6,6070 y la explicación de Rom 10,1421).
Hay que dar un paso más para llegar al juicio práctico de
credentidad: «El mensaje cristiano debe ser creído». Este juicio, aunque
supone un avance con respecto al juicio de credibilidad, se mantiene aún
en la línea de las formulaciones generales: enuncia un principio, por lo
que es simultáneamente práctico y especulativo, no se traduce en
consecuencias existenciales para el sujeto que lo formula. Este ha de
aplicar el principio a su caso concreto: «Tengo que creer yo,.aquí,
ahora». Para emitir este nuevo juicio existencial, que coloca al hombre en
el umbral de la fe, se necesitan nuevos motivos, que actúen no
primordialmente sobre el entendimiento, sino más bien sobre la voluntad
libre y muevan a la persona a considerarse obligada a emitir el acto de
fe. Se trata de una obligación moral, no física: el hombre sigue siendo
libre.en todo momento, por muy intensa que pueda ser la presión de los
motivos de credentidad.
3. Motivación sobrenatural y motivación natural. Aunque
psicológicamente los motivos confluyan unitariamente en su acción sobre la
voluntad libre, para sacarla hablando en teoría de su neutralidad o
convertirla de su actitud negativa, sin embargo, pueden ser múltiples.
Siempre hace falta, ante todo, un motivo sobrenatural. Dado que el juicio
práctico de credentidad es evidentemente un paso positivo, el último,
hacia el acto de fe, necesita radical e imprescindiblemente una motivación
sobrenatural. Conocida es a este respecto la doctrina católica sobre la
necesidad de la gracia (v.) para la realización de cualquier acto humano
que diga orden a la salvación. En este plano, sin la ayuda sobrenatural de
Dios, nada podemos hacer (cfr. lo 15,5); todo esfuerzo meramente natural,
en la hipótesis de que se diera, sería en vano. Desde la controversia
semipelagiana (v.) quedó bien asentada la necesidad de la ayuda
sobrenatural de Dios no sólo para emitir el acto de fe, sino también para
los actos que se preparan, incluso para el deseo de creer (Denz.Sch. 375,
378, 396, 1553, etc.), que juega papel tan importante en la emisión del
juicio de credentidad. Como decía en frase gráfica S. Basilio, la fe «no
surge en virtud de ilaciones geométricas necesarias, sino por obra del
Espíritu Santo» (Homilías sobre los Salmos, 115,1: PG 30,104). El Vaticano
II resume así la enseñanza constante del Magisterio: «Para dar esta
respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelante y nos
ayude, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueva el corazón, lo
vuelva hacia Dios, abra los ojos del espíritu y conceda a todos gusto en
aceptar y creer la verdad» (Dei verbum, 5). Estas afirmaciones, referidas
directamente al acto de fe, engloban también sus inmediatos precedentes y
necesariamente se aplican al juicio de credentidad.
La acción del Espíritu es la gracia actual, luz para el
entendimiento en orden a que pueda captar la realidad misteriosa, divina,
que late bajo los signos de credibilidad, y fuerza para que la voluntad se
rinda ante el mensaje divino y decida dar la respuesta afirmativa que
dicho mensaje pide al hombre concreto. En términos bíblicos se habla con
frecuencia de «mover el corazón», es decir, la interioridad toda del
hombre (X. LéonDufour, Vocabulario de teología bíblica, Barcelona 1966,
159161); esto no da pie en modo alguno para hablar de las pascalianas
«razones del corazón», que, al margen de lo racional, impulsarían a creer.
Evidentemente el término bíblico «corazón» engloba también el dinamismo
racional y, por otra parte, acentúa la unidad espiritual de la persona,
unidad que nunca debemos perder de vista: cuando hablamos de entendimiento
y de voluntad, pretendemos simplemente, no crear compartimentos estancos,
sino acentuar uno u otro aspecto del dinamismo interno de la persona. Ya
es bien sabido que esa gracia; aun en el caso de que sea eficaz, mueve de
tal suerte que el hombre permanece plenamente libre bajo su influjo: cabe
rendirse a ella o rechazarla (v. GRACIA SOBRENATURAL).
Hay que hacer notar que el testimonio de la conciencia psicológica,
que nos permite advertir el proceso del deseo de creer y la consolidación
del juicio práctico de credentidad, aunque sea radicalmente fruto de la
gracia, no es la gracia misma sino un complejo de actos humanos de
conocimiento, deseo, sentimiento, etc.; ya que la gracia en sí, por ser
sobrenatural, no cae de suyo dentro del campo de la conciencia. El
análisis de esos actos podría permitirnos, al menos teóricamente,
encontrar las motivaciones de orden natural ¡tan complejas! del juicio de
credentidad. De lo dicho se deduce, en primer lugar, que esos motivos
naturales que inclinan psicológicamente al hombre a prestar la obediencia
de la fe, están supeditados al motivogracia, que pone en marcha, eleva y
sostiene todo este dinamismo: Dios no sólo llama, sino que, por así
decirlo, nos da su mano para que nos apoyemos en ella y podamos así llegar
a El (cfr. lo 6,65), llevados al mismo tiempo, por nuestros propios pasos.
La simbiosis entre la gracia y los motivos naturales es perfecta;
hasta el punto de que, en realidad, los mismos motivos naturales de que la
persona puede ser consciente, aunque tengan su consistencia objetiva en
cuanto actos humanos, no aparecen como verdaderos motivos sino bajo el
influjo de la gracia. En general, estos motivos, supuesta la conveniente
percepción del valor de los signos de credibilidad, se reducen, como ya
hemos indicado, a todo un conjunto de factores que influyen en la voluntad
para que el hombre resuelva: «Tengo que creer». El proceso arranca
directamente del entendimiento, raíz del imperio, según S. Tomás (Sum. Th.
12 q l 7 al). Esto supuesto, y siempre bajo una luz intelectual más o
menos intensa y clara, son múltiples losfactores naturales que,
potenciados en sí mismos o en sus circunstancias por la gracia, presionan
sobre la voluntad. No es posible enumerarlos: son tan varios como las
personas a las que se adaptan; entran en juego factores de edad, cultura,
sensibilidad, carácter, circunstancias ambientales, de moralidad, etc.
Los relatos autobiográficos de personas que narran su conversión
(v.) demuestran que, aparte la acción de la gracia, apenas es posible
encontrar un denominador común en las motivaciones del juicio de
credentidad. Un mismo motivo resulta banal e incluso ineficaz o
inexistente para algunos, mientras que para otros viene a ser definitivo.
Normalmente no parece posible explicar el hecho sino por la receptividad
concreta de cada persona con respecto a la gracia, la cual empieza por
hacer posible esa receptividad y, luego, se ajusta a ella. El problema
quedaría así reducido al del misterio de la libre acción sobrenatural de
Dios, dejando siempre a salvo el hecho de la universalidad de la gracia
suficiente. También hay que tener en cuenta que, como demuestra la
experiencia, una misma persona reacciona en un momento dado ante un motivo
que quizá durante mucho tiempo le había dejado indiferente: siente de
improviso un atractivo que antes no sentía, capta la credibilidad del
mensaje cristiano y su voluntad consiente «al instinto divino que la
aguijonea y atrae, instinto que corresponde, por otra parte, a su
dinamismo más profundo y le hace pasar al acto. Es esta moción la que
comunica seguidamente a la inteligencia, para someterla al imperio de la
Verdad primera revelante, y adherirla a aquello a lo que ha consentido ya
la voluntad» (N. Dunas, o. c. en bibl., p. III).
A este propósito conviene recordar la importancia que S. Tomás
atribuía a ese mencionado «instinto divino». Dado que el asentimiento de
que estamos tratando es causado directamente por la voluntad (cfr. De
veritate, q14 al; Contra Gentes, 3,40), es ésta la que provoca el
asentimiento del entendimiento (Sum. Th. 22 q5 a2). De ahí que la voluntad
necesite ser sobrenaturalmente movida. Esa moción no se explica solamente
por el he' cho de que el objeto de la voluntad es el bien presentado por
el entendimiento, ya que, en ese caso, todos los que conozcan el hecho de
la revelación habrían necesariamente de creer; la explicación está en el
«instinto interior de Dios que invita» (Sum. Th. 22 q2 a9 ad3), instinto
que puede consistir en el «apetito del Bien prometido» (De veritate, q14
al ad10), en ver la fe como medio para llegar a la felicidad plena a que
el hombre aspira, es decir, en cierta esperanza que, por otra parte, se
menciona expresamente en la definición de fe que nos da Heb II,1: «la
garantía de lo que se espera, la prueba de las cosas que no se ven» (cfr.
R. Aubert, o. c. en bibl., 6568).
En todo caso los motivos naturales inmediatos y propiamente tales
del juicio de credentidad actúan en el ámbito de lo subjetivo, aunque
surjan con ocasión de hechos objetivos, a los que la gracia permite dar su
verdadero sentido. Eso explica su inmensa variedad y también su
complejidad. Solamente los avezados a la introspección reflexiva logran
aislar, no sin dificultad, la propia fenomenología de su juicio de
credentidad. Según K. Rahner, «no podrá nunca un convertido decir con
seguridad absoluta que los motivos explícitos de su conversión, sobre cuya
rectitud no debe existir duda alguna, son de veras en su caso concreto el
soporte propio y determinante de la cualidad moral de su acto, o si dicho
soporte no está dado en esas motivaciones, de las que no puede hacer en
absoluto algo adecuadamente reflejo» (Escritos de teología, V, Madrid
1964, 358). La razón de esa dificultad radica, sobre todo, en la ya
mencionada simbiosis entre gracia y factores subjetivos. Sin embargo,
aunque los más no sean capaces de dar la razón concreta por la que
formaron su juicio de credentidad, no quiere eso decir que dicha razón no
existió o que se decidieron a creer caprichosamente.
Podríamos plantear aquí el problema, tan generalizado, de la fe de
las personas que carecen de especial cultura religiosa. ¿Por qué se
decidieron a creer? ¿Por qué se sintieron en la obligación de creer?
Indudablemente no hace falta ser teólogo para ello; como diría el card.
Newman, esas personas tienen sus «razones», aunque no estén en condiciones
de explicarlas. Incluso puede ocurrir que se den como motivos unos hechos
que en sí pueden ser anodinos y hasta absurdos: no se trata,
ordinariamente, de verdaderos motivos sino de hechos ante los cuales, el
sujeto, movido por la gracia, impulsado por el «instinto divino», ha
sentido el deseo imperioso de creer y ha visto que tenía la obligación de
emitir el acto de fe. Repetimos que el motivo propiamente dicho es de
orden subjetivo, adaptado a la voluntad para impulsarla a poner en marcha
todo el dinamismo espiritual de la persona, que concluye: «Tengo que
creer». Pero tampoco hay que olvidar que esos motivos subjetivos tienen
una sólida base objetiva, proporcionada, como ya hemos dicho, por los
motivos de credibilidad, así como por hechos o circunstancias con ocasión
de los cuales la persona, solicitada por la gracia, se siente llamada por
Dios y en la obligación de darle una respuesta afirmativa. Esta se da
siempre libremente; de ahí la importancia de los condicionamientos de la
libertad, que pueden facilitar o entorpecer la decisión: humildad o
suficiencia, rectitud o inmoralidad, ambiente favorable u hostil,
conciencia despierta o embotada, preocupaciones espiritualistas o
materialistas, etc., son factores que predisponen en pro o en contra de la
respuesta que Dios pide.
Este proceso es fundamentalmente idéntico en el adulto no creyente,
que sigue el itinerario lento o brevísimo, según los casos que desemboca
en el acto de fe, y en el bautizado que posee el hábito infuso de la fe
pero, por circunstancias de edad, ambiente, moralidad, cultura, etc., no
vive conscientemente la entrega a Dios que la fe exige. Esta entrega
requiere igualmente la motivación de la gracia actual y, con ella, los
despertadores inmediatos de la voluntad de que ya hemos hablado. Sin
embargo, el bautizado cuenta con una base objetiva de que carece el no
bautizado: los dones bautismales. Estos vienen a ser una semilla del
Espíritu, que tiende a desarrollarse y a posesionarse de la persona;
constituyen la promesa y garantía de gracias actuales que, en igualdad de
circunstancias externas, harán más viable la puesta en marcha del proceso
hacia la fe conscientemente aceptada, querida y vivida. De donde se sigue
que los motivos de credentidad mantienen fecundamente su razón de ser
durante toda la etapa de peregrinación del creyente y han de ser
proporcionados a las que Liégé llama «edades de la fe» (cfr. o. c. en bibl.,
392394).
La fe es una realidad viva, llamada a crecer no sólo en cuanto a una
mayor amplitud del conocimiento del objeto de la misma, sino también, y
sobre todo, mediante un progresivo enraizamiento en la persona, que
renueva su entrega constantemente. En la Escritura se nos exhorta a
aumentar la fe y a vivir conforme a sus exigencias; el Vaticano II habla
del «sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene», de
«penetrar más profundamente en ella con juicio certero» y de darle «la más
plena aplicación en la vida» (Lumen gentium, 12). El crecimiento en la fe
exige la acción creciente de los motivos de credentidad, sin los cuales el
creyente no podría decidirse a dar los nuevos pasos que se le piden. De
suyo no necesitará que se renueven o intensifiquen los motivos de
credibilidad: supuesta su validez, el cristiano no tendrá por qué revisar
constantemente la racionabilidad de su fe; pero sí tendrá que utilizar
nuevos resortes para intensificarla. Su misma vida cristiana se los irá
proporcionando, en la medida en que determina una mayor intercomunicación
con Dios. La fe es adhesión a la Palabra de Dios, pero la meta del
creyente no es quedarse estancado en la afirmación teórica de esa palabra,
sino adentrarse en la intimidad del Dios personal que la pronuncia (Sum.
Th. 22 qll al), para lo cual es necesario el juego de motivaciones de que
venimos hablando y, en primer lugar, la moción de la gracia, la cual «es
causa de la fe no sólo cuando la fe empieza a darse por vez primera en el
hombre, sino también mientras la fe permanece» (22 q4 a4 ad3). «Para que
el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el
Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones» (Dei verbum,
5). Los dones del Espíritu son, en resumen, los grandes motivos de
credentidad del que ya tiene fe (v. ESPÍRITU SANTO III).
4. Concepciones acatólicas de los motivos de credentidad. Cuanto
acabamos de decir está en función del concepto católico de la fe. Es obvio
que la doctrina sobre los motivos de credentidad sufra modificaciones
importantes, cuando este concepto de fe se altera. Tal sucede en la
teología protestante desde Lutero (v.) hasta nuestros días. Concebida la
fe como confianza en la gratuita misericordia de Dios y no como
asentimiento a la verdad revelada o, mejor, a Dios que revela, resulta ser
un acto de la voluntad, determinada exclusivamente por la gracia. No cabe
hablar de otros motivos; la simbiosis entre naturaleza y gracia es
impensable, puesto que el hombre, esencialmente corrompido, sólo puede
aportar corrupción y pecado; ante la fe es mera pasividad. Los motivos de
credibilidad no son tales, no hay lugar para un itinerario racional hacia
la fe. Dios mismo testifica a cada uno, sin intermediarios, el hecho de la
revelación, de suerte que el instinto del Espíritu Santo arrastra al
sujeto y éste confía ciegamente. En apariencia todo queda simplificado,
pero en realidad sucede que en esta teoría el hombre cree sin motivos
propios, personales. ¿Cómo se podría hablar de juicio de credentidad?
Carece de sentido.
Las inflexiones de esta posición fundamental han sido muchas e
incluso antagónicas. En buena parte han tenido lugar bajo el influjo de
los sistemas filosóficos en boga. Indicaremos brevísimamente algunas
actitudes más características. Kant (v.), al relegar todo lo relativo a la
religión al ámbito de la razón práctica, niega en raíz la racionabilidad
del acto de fe. El imperativo categórico, basado exclusivamente en la
persona autónoma, implica algunos postulados de orden éticoreligioso que
se captan mediante la fe ciega, no motivada objetivamente sino fruto de la
experiencia interna. Queda así la puerta abierta para el agnosticismo (v.)
e inmanentismo, de los que difícilmente se libra la moderna teología
protestante. Dentro de esta impostación kantiana y, al mismo tiempo,
tratando de corregirla o suavizarla, el protestantismo conservador no es
raro que atribuya la experiencia religiosa de la persona al hecho objetivo
de la revelación divina, pero, en el mejor de los casos, se remite a la
doctrina luterana que hace imposible la motivación del juicio de
credentidad. La radicalización máxima de esta actitud se da en la teología
dialéctica (v.) y principalmente en K. Barth: Dios es el totalmente Otro;
entre ÉI y el hombre media un abismo insondable y el hombre nada puede
hacer para salvarlo. «No podemos hacer otra cosa que creer, y creer que
creemos» (Der Rómerbrief, Zürich 1967, p. 126). Esta fe, que es más bien
esperanza, surge ante la Palabra de Dios sin los preámbulos ni motivos de
que habla la teología católica. Todo intento de justificar la fe
racionalmente es absurdo y contradice a la Palabra de Dios. La fe, es,
pues, un salto en el vacío, un riesgo total.
Por otro camino discurrió la reacción de F. D. E. Schleiermacher
(v.), en su interpretación romántica de la religión y del cristianismo (cfr.
j. M. G. Gómez Heras, «Burgense» 10, 1969, 445467). La religión consiste
en intuir y experimentar el universo; la fe es un sentimiento de
dependencia absoluta y se identifica con un momento de la subjetividad del
hombre. Por tanto, hablar de motivos de credentidad sería tanto como
hablar de las motivaciones del sentimiento religioso: no son, por
supuesto, objetivas, sino meros productos del espíritu. Schleiermacher, a
través de una larga cadena de discípulos, creó en el ámbito de la teología
de la religión y forzosamente en la teología de la fe un clima
subjetivista que, conjugado por otra parte con el racionalismo, prepararía
el camino a la crisis modernista, en la que se ven envueltos también no
pocos pensadores católicos de fines del s. XIX y principios del XX (v.
MODERNISMO TEOLÓGICO). Para el modernismo, tan exactamente descrito en la
enc. Pascendi (8 sept. 1907), la fe es sentimiento, no conocimiento; «el
sentimiento religioso, que por medio de la inmanencia vital brota de los
escondrijos del subconsciente, es el germen de toda la religión» (Denz.Sch.
3481). Los motivos de credentidad en este caso habrán de reducirse a la
experiencia religiosa individual. Apenas merece la pena mencionar la
concepción existencialista (v.); Kierkegaard (v.) insistía en que la fe es
una relación entre personas, entre una existencia y otra existencia; es
irracional y, por tanto, volvemos una vez más a la imposibilidad de
motivos propiamente dichos.
En resumen, diríamos con G. Rabeau: «En la práctica las teologías
protestantes son sistemas racionales edificados en torno a hechos
subjetivos (teologías teñidas más o menos de psicologismo y de
historicismo) o en torno a la proposición «Dios habla» (la teología
dialéctica)» (Apologétique, París 1948, p. 8). Indirectamente han servido
para que, dentro de la teología católica, se hayan ido destacando más los
aspectos no meramente racionales de la fe y podamos valorar mejor la
riqueza del complejo de actos que entran en juego en el juicio de
credentidad.
V. t.: FE III, 2; REVELACIÓN III, 2; RAZÓN II.
BIBL.: Llamamos la atención sobre
la pobreza bibliográfica en torno al tema : muchos tratadistas se limitan
a enunciarlo, tras sus largas disquisiciones sobre los motivos de
credibilidad. R. GARRIGOULAGRANGE, De revelatione, 2 ed. Roma 1932, 284 ss.;
S. TROMP, De revelatione christiana, 6 ed. Roma 1950, 92 ss.; R. AUBERT,
Le probléme de lacte de foi, 2 ed. Lovaina 1950; M. NICOLAU, Psicología y
pedagogía de la fe, 2 ed. Madrid 1963; J. MOUROUX, Creo en ti (Estructura
personal de la fe), Barcelona 1964; A. LIÉGÉ, La fe, en Iniciación
teológica II, Barcelona 1958; H. FRIES, Creer y saber, Madrid 1963; A.
LANG, Teología fundamental, I, Madrid 1966; N. DUNAS, Conocimiento de la
fe, Barcelona 1965, con abundante bibl., bien valorada, sobre aspectos
relacionados con el tema (citas de Sto. Tomás y bibl. sobre la doctrina
tomista en p. 185199); H. BOUILLARD, Lógica de la fe, Madrid 1966; R.
LATOURELLE, Teología de la Revelación, 2 ed.
N. LÓPEZ MARTÍNEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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