Creación. Sintesis Teológica
1. Concepto y definición de creación. Las palabras creación,
crear, tanto en el uso profano como en el religioso, tienen diversas
significaciones. A veces se emplean para indicar cualquier producción
de una cosa; también se usan para expresar la elevación de una persona
a algún oficio o dignidad; asimismo se emplean en relación con los
artistas, a quienes suele llamarse creadores de sus obras. En sentido
estricto c. significa producciónde todo el ser; S. Tomás la define
atendiendo a las cuatro causas o elementos constitutivos, intrínsecos
y extrínsecos, del ser.
Así, por razón de la causa material, o punto de partida de la
producción de ser, la c. se define: producción de la nada (Sum. Th. 1
q45 al), es decir, sin que haya materia alguna de la que se origine el
nuevo ser. Si se atiende al término, o punto de llegada del nuevo ser,
se define: producción del ser según la totalidad de su sustancia (Denz.Sch.
3025). Por orden a la causa eficiente la c. se define: producción de
todo el ser por la causa universal, que es Dios (Sum. Th. 1 q45 al).
Atendiendo a la relación entre el término a quo (punto de partida) y
el término ad quem (punto de llegada) tenemos que la c. es: tránsito
del no ser en absoluto al ser subsistente (Contra gentiles, 2,21; Sum.
Th. 1 q45 a2 ad2). Refundiendo estas definiciones en una sola, tenemos
que la c. es: «primera producción de todo el ser, hecha de la nada por
la causa universal, que es Dios». En filosofía y teología escolástica
ha prevalecido la definición: «producción de ser ex nihilo su¡ el
subiecti».
En la noción real de la c. se excluye la causa material y todo
presupuesto. Al decir: producción de la nada se quiere indicar que se
produce la totalidad del ser, y no que la nada (v.) sea algo
preexistente de la cual se sirviera el creador para sacar al ser a la
existencia; indica simplemente comienzo, esto es, antes nada había y
ahora existe algo, un ser (De potentia, 3,1 ad7). En toda producción
se obtiene un ser nuevo, y puesto que es tal determinado ser por la
forma (v.), de ahí que se diga que es hecho de la nada de sí mismo (ex
nihilo su¡); si la producción acontece por generación (v.), es decir,
por transformación de una materia preexistente, el nuevo ser se
origina de algo de sí mismo en cuanto a la materia (v.) (ex nihilo
su¡), mas no ex nihilo subiecti; en la c. el ser viene a la existencia
del noser absoluto (ex nihilo su¡, forma, y ex nihilo subiecti,
materia). Hablando con propiedad la c. no puede llamarse mutación o
cambio (v.). pues toda mutación postula algo preexistente, un punto de
partida, que pasa a otro ser; en la c. el punto de partida es la nada
absoluta y el punto de arribo es un ser totalmente nuevo. Pasa a la
inversa con la aniquilación; en ésta se da un término positivo del
cual se parte como existente, un ser, que pasa a la nada absoluta
(término ad quem). La c. excluye, pues, la causa material y la forma,
pero no la causa eficiente, es decir, alguien que realice la obra
creada. El excluir la causa eficiente iría contra el principio
filosófico: «nada se hace sin causa eficiente preexistente». Además
esa causa debe ser proporcionada al efecto (V. CAUSA).
2. Dios, creador del mundo. a. Testimonio bíblico. En el texto
bíblico la verdad de la c. forma parte de las intervenciones divinas
en la historia de la salvación (v.); es el punto de arranque, el
primer acto salvífico realizado por Dios en favor de los hombres. En
esa perspectiva salvífica contempla la Biblia la verdad de la c., que
va incluida en los demás eventos históricos (V. REVELACIÓN III, l).
Los escritores bíblicos manifiestan la convicción de que todo el
mundo, en su ser y en su obrar, depende totalmente de Dios. Esta
dependencia es enseñanza constante de la Escritura, de la cual extrae
la conclusión de que el mundo tiene a Dios como autor. Dios se muestra
como dueño y señor de cuanto existe, tiene en su poder el destino de
los pueblos: «Mira: de Yahwéh, tu Dios, son los cielos, la tierra y
todo cuanto en ella se contiene» (Dt 10,1415; cfr. 19,5). El dominio
de Dios sol tire el mundo está en la base de la confianza de Israel en
su Dios: «Señor, rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las
cosas, a quien nada podrá oponerse si quiere salvar a Israel: Tú, que
has hecho el cielo y la tierra y todas las maravillas que hay bajo los
cielos, tú eres dueño de todo» (Est 13,911; cfr. Idt 16,1617; Ps
89,913; 50,1011; 104). Los acontecimientos, tanto del orden físico
como del moral, están sujetos a su poder y sabiduría. Los fenómenos de
la naturaleza son signos de la trascendencia de Dios, quien dispone de
ellos para servicio del hombre (cfr. Lev 26,35; Ioel 2,2127; lob
38,39; 31,35; Ps 97,15; 74,1317; 149,6). Todo el curso de la vida e
historia del mundo se realiza conforme al designio de Dios (Is 45;
10,57; Ez 29,1920). Incluso en el plano individual dependemos de Dios:
«No está en manos del hombre trazarse su camino, no es dueño el hombre
de caminar ni de dirigir sus pasos» (ler 10,23). Estamos en sus manos
y aun el pecado (v.) está previsto por Dios (Sap 7,16; Est 15,11; Ps
37,23; 139; Ex 4,21; 1 Sam 2,25).
En el N. T. la dependencia del mundo respecto a Dios se
manifiesta sobre todo en su acción providencial: Dios alimenta a los
pajarillos y viste a los lirios del campo (Mt 6,2629), todo lo dispone
para cubrir las necesidades del hombre (Mt 10,30), envía las lluvias y
regula las estaciones (Act 14,17), a todos da la vida, el alimento y
todas las cosas... «y en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Act
17,25.28). Todo acaece en el mundo para cumplimiento de la voluntad de
Dios, para que sea todo en todos (1 Cor 15,2528). La voluntad humana
está también bajo la dependencia de Dios, ya que Él «es el que obra...
el querer y el obrar según su beneplácito» (Philp 2,13), incluso las
acciones pecaminosas, pues la misma crucifixión de Jesús se debió a la
mano de Dios y su consejo la había decretado (Act 4,28). Los milagros
(v.) son signos de la intervención divina en cuanto suspende por su
acción omnipotente las leyes que Él estableció a la naturaleza. Todo
esto manifiesta la absoluta dependencia del mundo, tanto en su ser
ontológico como en su obrar físico y moral. Con ello, sin embargo, no
se destruye la acción libre de la criatura racional, pues ésta es
movida y actuada conforme a su naturaleza libre (v. DIOS IV, 14;
PROVIDENCIA III; LIBERTAD I, III).
Así lleva el pensamiento bíblico a la convicción de que Dios es
el autor del mundo, de modo que sin la intervención divina nada
existiría o dejaría de existir (Dt 32,39; lob 34,1415; lo 5,17). La
actitud religiosa frente a Dios se funda en estos presupuestos (Ps 33;
89; 95; 146). La c. lleva a comprender la transcendencia de Dios (lob
38), la nulidad de los ídolos (ler 10), es la razón de la confianza en
la divinidad (Is 40,1217; 45,1819; 48,1215) y digna de alabanza la
sabiduría desplegada por Dios al hacer el mundo (Prv 8,2232).
La creación «ex nihilo». ¿Cómo concibe el pensamiento bíblico
esta dependencia del mundo y su origen? En Gen 1,1 la formación del
mundo se atribuye a Dios y se expresa mediante la palabra crear
(baya'): «en el principio Dios creó el cielo y la tierra». «En el
principio», esto es, cuando nada existía, en un principio absoluto,
antes del cual sólo existía Dios. La palabra tiara' (crear)
estrictamente hablando no tiene siempre el significado de producir
algo de la nada; sin embargo, en la literatura bíblica la acción
expresada por dicho vocablo se reserva a Dios. El contexto de todo el
cap. 1 del libro del Génesis (v.) induce a pensar que su autor supone
la idea estricta de creación (v. I). A diferencia de las cosmogonías
(v.) orientales, la narración bíblica excluye todo coprincipio. El
mundo no es el resultado de una lucha desencadenada por los poderes
divinos ni un trabajo penoso, sino el fruto de una orden. Sólo la
acción de Dios da origen a las cosas, que vienen a la existencia
únicamente por su palabra: «Dios dijo». Es de notar la diferencia en
la narración cuando se trata de la formación de las plantas («haga
brotar la tierra hierba verde» Gen 1,11) y cuando se habla de la gran
masa del universo: «hágase la luz» «haya firmamento» (Gen 1,3.6). Se
echa de ver que nada existía de lo cual hiciera brotar las cosas, al
mismo tiempo que expresa la iniciativa libre y espontánea de Dios, su
transcendencia y su ser soberano (v. DIOS Iv, 3), así como la
distinción radical entre Dios y el mundo, con exclusión de cualquier
tipo de emanatismo (v.) o panteísmo (v.).
La inmediatez de Dios a su obra expresada por la palabra
creadora, «Dios dijo... y fue hecho», la recogen el Salmista: «habló y
se hizo; lo mandó y fue realizado» (Ps 33,9) e Isaías: «Dios llama al
cielo y la tierra y éstos se hacen presentes» (48,13). Todo lleva a
concluir que la formación del mundo tal como la concibe el Génesis es
una c. de la nada en sentido estricto, aunque no se pueda deducir esto
de la sola consideración del término tiara', sino de todo el contexto
de la narración. Es cierto que no puede exigírsele al hagiógrafo
bíblico la precisión que el término crear tiene en filosofía. Mas
dentro de su mentalidad se afirma el mismo contenido, su descripción
de los orígenes equivale a decirnos que Dios creó el mundo de la nada.
En los Profetas el hecho de la c. de la nada se admite como
verdad tradicional, y sirve para evocar la omnipotencia divina, para
justificar la ira de Dios, la superioridad de Yahwéh sobre los ídolos,
para excitar a la esperanza y al temor, como signo de la trascendencia
y distinción de la criatura y Dios, pues sólo Él es el creador y
creador libre (Am 4,13; 5,89; Ier 10,1217; Is 37,6; 66,12; 40,1213;
44,24; 40,26). En los Salmos la c. es incitamento para la alabanza a
Dios, signo de su grandeza y manifestación de su gloria, certeza de la
esperanza y de la providencia divina (Ps 8,4; 19,2; 89,615; 102,26;
134,3.49; 146,6; 148). En los libros sapienciales se afirma la
trascendencia y unicidad del creador, la bondad de lo creado y la
libertad de la acción creadora (Eccli 42,21; 43,2733; 39,1718). La
Sabiduría enseña que todo el mundo es obra de Dios; Él lo ha hecho
voluntariamente, con sólo su poder ha organizado la materia caótica (Sap
1,14; 9,1; 11,26.18). Una enseñanza explícita sobre la c. de la nada
se encuentra en 2 Mach 7,28, donde la madre de los macabeos exhorta a
su hijo menor a la fidelidad y confianza en Dios: «ruégote, hijo, que
mires al cielo y a la tierra, y veas cuanto hay en ellos, y entiendas
que de la nada lo hizo todo Dios, y todo el humano linaje ha venido de
igual modo»; testimonio de una mujer sencilla del pueblo que muestra
cuán hondamente se encontraba enraizada esta verdad en Israel.
Se da por cierto que el judaísmo del tiempo de Cristo reconocía
sin discusión esta verdad. Los hagiógrafos del N. T. para expresar la
acción operada por Cristo en los cristianos, la «nueva creación», la
comparan a la c. primigenia. El señorío sobre el mundo se coloca ahora
en Cristo, y es Él el único que está al comienzo, el único principio
de lo creado, contra los múltiples intermedia rios de la concepción
griega (Act 14,1; 17,24.28; Rom 8,1923; 11,36; Eph 2,10; Col 1,1619;
Heb 1,2.10). San Juan al describir la obra de Cristo como una «nueva
creación» da la impresión de tener en su mente los primeros capítulos
del Génesis, de lo que es un indicio el comienzo de su evangelio: «Al
principio...», señalando igualmente que la c. es obra de la Palabra:
«todo fue hecho por Él...». (lo 1,3). Esto supone, como hemos
indicado, una c. ex nihilo (cfr. lo 17,5.24; 1 lo 1,1; 2,13.14).
Toda la enseñanza bíblica acerca de la c. hay que contemplarla a
la luz de la historia salvífica y como una de las exigencias
postuladas por la Alianza (v.). De ahí la resonancia que esta verdad
tiene en todas las manifestaciones de la relación de Dios con su
pueblo. Se apela a ella, más que para dar una enseñanza
científicofilosófica acerca del origen del mundo, simplemente para
exigir la fidelidad de Israel a los compromisos adquiridos con Yahwéh.
En esta misma trayectoria de la historia salvífica se sitúa la
concepción neotestamentaria. Aquí el cumplimiento de la promesa en
Cristo, la instauración en 11 de la nueva Alianza, se servirá de la c.
para penetrar en la profundidad del cambio realizado por Jesús en
cuantos se unen a Él por la fe y el amor. La reflexión teológica
extraerá las consecuencias implicadas en este contexto
históricosalvífico.
b. La creación en los Padres de la Iglesia. La c. de la nada se
encuentra afirmada en los más antiguos documentos del cristianismo. La
Didajé (v.) se hace eco de la enseñanza del Génesis al decir que por
su nombre (por su palabra) ha hecho las cosas el Dios omnipotente
(3,5), y el Pastor de Hermas (v.) afirma expresamente que hizo las
cosas de la nada (hand. 1,10: RJ 85). Arístides Ateniense (v.)
encuentra la razón para rechazar la idolatría en que los cristianos
«conocen a Dios y creen en Aquel que creó el cielo y la tierra» (PG
96,1168.1124). Teófilo de Antioquía refuta a Platón y su escuela que
admitía la materia increada: «Ahora bien, si también la materia fuese
increada, sería por el mismo caso inmutable y pareja a Dios... ¿Y qué
maravilla fuera que Dios hiciera el mundo de materia preexistente?
Pues también un artífice humano, tomando una materia cualquiera, hace
de ella lo que quiere. Mas el poder de Dios se manifiesta precisamente
en que de lo que no es hace lo que quiere» (Ad Autolycum, 11,4: PG
4,1052).
La mente de los Padres se clarifica aún más en sus controversias
contra las herejías. Así contra el dualismo (v.) S. Ireneo (v.) afirma
que sólo Dios es creador de todo, de Él proceden las cosas visibles e
invisibles, las sensibles y las espirituales; Dios lo ha hecho todo de
la nada, ha hecho la materia primitiva; si la materia fuera increada
sería inmutable y el mundo no habría podido ser hecho de ella (Adversus
haereses, 1,42,1: PG 7, 669.736. 733). Para Tertuliano (v.) es de fe
que Dios por su palabra ha creado el mundo de la nada; negarlo
implicaría negar la divinidad de Dios; creer que la materia es eterna
es una aberración de los estoicos (v.) (De praescriptione haereticorum,
13: PL 2,26; Adversus Hermogenum, 1: PL 2,198). La herejía dualista
fue ya refutada por Moisés, según S. Juan Crisóstomo: «Si viene, pues,
a ti un maniqueo y te dice que la materia preexistía, si viene Marción,
si viene Valentín o incluso un pagano, respóndeles: Dios creó al
principio el cielo y la tierra» (In Genesim Homil 2,3: PG 53,29),
«decir que las cosas que existen han sido hechas de materia
preexistente y no confesar que el artífice de todas las cosas las ha
hecho de la nada es señal de necedad suma» (ib. 2: PG 53,28; RJ 1147).
Contra el maniqueísmo (v.) escribe S. Agustín: «Rectísimamente se cree
que Dios hizo todas las cosas de la nada, porque si todas las
criaturas fueron sacadas con sus formas particulares de esta primera
materia, esta misma materia fue creada de la nada absoluta. No debemos
asemejarnos a estos que niegan que el Dios omnipotente pudiera hacer
algo de la nada, porque ven que los operarios y artífices no pueden
fabricar cosa alguna a no ser que tengan materia para labrar» (De
Genesi contra manicheos, 1,6,10, Madrid 1957, 373).
Con motivo de la controversia arriana los Padres precisaron la
diferencia entre la generación del Verbo y la c. del mundo (v. ARRIO).
Así S. Atanasio asevera: «Ciertamente éstos (los arrianos), si no
hubiesen perdido completamente la inteligencia, habrían podido
comprender que el Hijo, según el testimonio de la Verdad, no es de la
nada y no pertenece en ningún sentido a las cosas hechas. Siendo Él
Dios, no puede ser hecho y no es lícito llamarle creado. En realidad
se puede decir sólo de las cosas creadas y producidas que son de la
nada y que no existieron antes de ser originadas» (Or. 2 contra
Arianos, 1: PG 26,147) (V. TRINIDAD SANTÍSIMA; JESUCRISTO III).
c. La fe de la Iglesia. La fe de la Iglesia sobre la c. se
manifiesta primeramente en los Símbolos (v. FE II). En éstos la
fórmula más antigua parece ser: «Creo en Dios Padre omnipotente (pantocrator)
». Esta palabra griega pantocrator unida a Padre denota una idea de
procedencia, de origen, y de dominio sobre todas las cosas. La c.,
pues, está en la raíz de esta fórmula, que después se explicita con la
expresión: «creador del cielo y de la tierra» (cfr. Denz.Sch. 143). El
símbolo de Nicea propone la fe así: «Creo en un solo Dios, Padre
omnipotente, hacedor de todas las cosas, de las visibles y de las
invisibles» (Denz.Sch. 125). La forma más explícita la ofrece el conc.
NicenoConstantinopolitano: «Creo en un solo Dios Padre omnipotente,
creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e
invisibles» (Denz.Sch. 150). Esta doctrina se repetirá posteriormente,
precisándose más, en los conc. III y IV de Letrán (Denz.Sch. 800),
Florentino (Denz.Sch. 1333) y Vaticano I (Denz.Sch. 3025), como
tendremos ocasión de ver.
d. La razón ante la creación. La c. en sentido estricto (de la
nada) entra dentro del género de verdades que pueden alcanzarse por
solas las fuerzas naturales de la razón (v. II), pero que es necesario
que sean reveladas para que sin dificultad, sin error y con certeza
todos puedan conocerlas (Denz.Sch. 3005). La historia del pensamiento
demuestra que sólo gracias a la Revelación la c. ha entrado en la
categoría racional. En efecto, ni los más grandes filósofos alcanzaron
esta verdad; el célebre demiurgo de Platón (v.), introducido en el
Timeo para explicar el origen del mundo, no es más que un agente muy
secundario, que no crea de la nada ni produce seres reales;
Aristóteles (v.) tampoco llegó al conocimiento de la c. de la nada,
pues aunque algunos autores (entre los que hay que contar a S. Tomás,
De potentia q3 a5) le atribuyen este conocimiento, otros con mayor
fundamento se lo niegan. Sin embargo, se admite por todos que en
Aristóteles se encuentran los principios metafísicos de los cuales se
desprende la doctrina creacionista, y de ellos se ha servido S. Tomás
para desarrollar de modo acabado la doctrina de la creación.
No es extraño que a lo largo de la historia del pensamiento se
encuentren frecuentes y crasos errores en su intento de explicar el
origen del mundo. Nos encontramos así con el dualismo (v.) que
defiende la existencia de dos principios opuestos de los que
procedería el mundo; error que ha tenido diversas modalidades. El
gnosticismo (v.), al defender la malicia natural de la materia, hacía
provenir a ésta de un principio absoluto malo, o de un principio bueno
por medio de agentes secundarios cada vez más corrompidos. El
maniqueísmo (v.) pone el principio del bien en Dios, idéntico a la
luz, y el principio del mal en el diablo que es el autor de la
materia. La herejía de los cátaros (v.) y albigenses (v.) renovó el
error maniqueo defendiendo la existencia de dos principios, uno bueno
origen del espíritu, y otro malo origen del mal y de la materia, que
en algunos se considera como eterna y primer principio malo.
David de Dinant identificó a Dios con la materia, y en su línea
los materialistas antiguos (V. DEMÓCRITO; EPICURO; LUCRECIO) y los
modernos (V. FEUERBACH; HAECKEL) no admiten más Dios que la materia y
sus fuerzas naturales (V. MATERIALISMO I). Otro error se encuentra en
las diversas formas de panteísmo (v.), es decir, el de aquellos que
identifican a Dios con el mundo. El panteísmo emanatista, ya defendido
por la escuela estoica, se resucitó en el pasado siglo, defendiendo
que todas las cosas proceden por emanación de la sustancia divina,
teniendo todas ellas la misma sustancia (V. ESTOICOS; EMANATISMO). El
panteísmo esencial (v. SCHELLING, F. w.) defiende que Dios y las cosas
tienen la misma esencia, siendo la evolución de las mismas la causa de
la diversidad. Otra especie de panteísmo es la que propone la doctrina
del ente universal, único, que al determinarse, particularizarse, se
convierte en cada una de las cosas (V. HEGEL, G. w.). El conc.
Vaticano 1 se ocupó de estos errores (cfr. Den.Sch. 30223024) por
separado, y condenó conjuntamente al panteísmo y al materialismo: «si
alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se
contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de
la nada según toda su sustancia, sea anatema» (Denz.Sch. 3025).
Las ciencias experimentales nada pueden aportar para explicar
tanto la posibilidad como la realización de la c. de la nada, porque
escapa del terreno de lo fenomenológico, de lo observable por los
sentidos y por la técnica del científico. A lo más podrá éste,
mediante el análisis de la materia ya existente y de la evolución de
la misma, llegar a la conclusión de que el mundo no siempre ha
existido, que ha habido un principio, y de esto podrá deducir ya en el
campo filosófico que es el mundo un ser contingente y que depende de
un agente necesario, de un creador. La c. en sentido estricto es una
verdad metafísica, no científica o experimental.
e. Sólo Dios puede crear. La c. es la producción de un ser de la
nada; esto quiere decir que en la c. se produce el ser en su
totalidad, se da la existencia en cuanto tal y ésta es un efecto
universalísimo. Como quiera que el efecto deba tener una causa
proporcionada para poder existir, se sigue que sólo la causa
universalísima puede producirla, y esta causa universalísima es Dios.
Luego sólo Dios puede crear (Sum. Th. 1 q45 a5). Con esto se demuestra
que es imposible que Dios pueda conceder a una criatura la potencia
creadora, contra lo que opinaron Durando y G. Biel.
Una criatura, por noble que se la suponga, ni siquiera puede
servir como causa instrumental, en las manos de Dios, para la obra
creadora. Sabemos que en la antigüedad, no faltaron quienes pusieron
causas creadas intermedias de las que Dios se sirvió para realizar la
c.: según testimonio de S. Ireneo, los gnósticos multiplicaban los
eones entre el principio supremo y el mundo creado; los arrianos veían
en el Verbo el instrumento creado con el que Dios realizó la creación.
Pero es imposible que una criatura pueda servir de instrumento en la
c., porque lacausa instrumental actúa bajo la acción de la causa
principal en cuanto, con su acción propia, dispone la materia para el
efecto de la causa principal (v. CAUSA). Ahora bien, en la c. no hay
materia preexistente, es producción de la nada; luego no existe nada
sobre lo que pueda actuar o disponer una causa instrumental (Sum. Th.
1 q45 a5). Además, el producir un efecto de la nada exige una potencia
infinita, pues entre la nada (v.) y el ser (v.) existe una distancia
infinita; no teniendo ninguna criatura tal poder infinito, es claro
que ninguna criatura pueda ser creadora ni como causa principal ni
como instrumental (ib., ad3).
Esta doctrina, que S. Tomás deduce de los principios
metafísicos, se desprende de la misma enseñanza bíblica que nos
presenta a Dios como el único merecedor del culto apoyándose en que
sólo Él es el autor del mundo (Is 45,58; Ier 10,1016; Ps 96,5; Eccli
1,8). Como hemos visto anteriormente, la absoluta dependencia del
mundo respecto a Dios se debe, en el pensamiento bíblico, al hecho de
que ha sido creado por Él exclusivamente. Frente a los errores
gnósticos y arrianos los Padres de la Iglesia afirmaron no sólo que
Dios es el único creador, como único primer principio del mundo, sino
también que ninguna criatura ha podido concurrir con Él en la obra
creadora. Así S. Cirilo de Alejandría decía: «Repugna a la gloria
divina pensar que algún otro pueda crear y llamar a la existencia las
cosas que no existían. No es, pues, lícito decir gire aquello que es
propio de manera especial de la inefable naturaleza divina, pueda
hallarse en la naturaleza de alguna criatura» (Contra Julianum, 2: PG
76,596). Y S. Juan Damasceno: «Quien dice que los ángeles son autores
de alguna sustancia, es boca del diablo, que es su padre. Pues los
ángeles, por ser criaturas, no son autores (demiourgoi). El artífice,
gobernador y conservador de todas las cosas es Dios, el único
increado» (De fide ortodoxa, 2,3: PG 94,873).
f. La creación, obra de toda la Trinidad. Como toda obra fuera
de la intimidad trinitaria la c. es común a las tres divinas Personas.
En efecto, en la Trinidad (v.) la única diferencia que existe es la
derivada de las relaciones opuestas, es decir, aquello por lo que cada
Persona se constituye en un ser propio. Como la acción creadora no
supone oposición relativa alguna, se sigue que la c. es común a las
tres Personas divinas. Sin embargo, tienen una causalidad respectiva
según el modo de su procedencia, porque Dios crea las cosas mediante
su entendimiento y su voluntad, como cualquier artífice produce sus
obras según la concepción de su entendimiento y el amor de su
voluntad. De parecida manera Dios Padre produce las criaturas por su
Verbo, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu Santo (Sum.
Th. 1 q45 a6). Ha de tenerse en cuenta que crear es propiamente causar
o producir el ser de las cosas; por eso el crear es propio de Dios en
razón de su ser, de su esencia, y no por algún atributo particular. Y
la esencia de Dios, su naturaleza, es única e idéntica en las tres
divinas Personas; de ahí que el crear no sea propio de alguna Persona
en particular, sino común a toda la Trinidad (ib.). S. Agustín
afirmaba: «cuando llamamos principio al Padre, y al Hijo también
principio, no queremos decir que sean dos los principios de la
criatura, porque el Padre y el Hijo en orden a la creación son un
único principio, como son un solo creador y un solo Dios... Así como
el Padre y el Hijo son un solo Dios, y respecto a las criaturas son un
solo creador y un solo señor, así con relación al Espíritu Santo son
un solo principio; y con relaCREACIóN IIIción a las criaturas, el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo principio, como uno es
el Creador y uno es el Señor» (De Trinitate; 5, cap. 1314, n° 1415,
Madrid 1956, 421425).
El Magisterio auténtico de la Iglesia ha enseñado esta verdad en
los conc. I y IV de Letrán, afirmando que las tres divinas Personas
constituyen un único principio de todas las cosas (Denz.Sch. 501 y
800). En el decreto pro f acobitis del conc. de Florencia se recuerda
el principio teológico de que en la Trinidad «todo es uno donde no
obsta la oposición de relación» (Denz.Sch. 1330), aplicándolo a la c.
y deduciendo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres
principios creativos sino uno solo (Denz.Sch. 1331). Pío XII en la enc.
Mystici Corpóris dice que pertenece a toda la Trinidad lo que se
refiere a Dios como suprema causa eficiente (Denz.Sch. 3814).
Sin embargo, la S. E. atribuye la c. indistintamente al Padre,
al Hijo y al Espíritu Santo, usando sin discriminación las
preposiciones de, por, en (lo 1,13; 3,6; Eph 4,16; 1 Cor 1,9; 12,8).
Por la apropiación trinitaria, comúnmente la partícula de (ex) indica
la acción del Padre como principio sin principio; la partícula por (per)
la del Hijo, porque es la Sabiduría del Padre o su Verbo; la partícula
en (in) la del Espíritu Santo como Amor divino, en quien se contienen
y por quien todas las cosas son dirigidas a sus fines. El conc. II de
Constantinopla ha consagrado este modo de hablar (Denz.Sch. 421). Para
entenderlo hay que tener en cuenta la doctrina de las apropiaciones
trinitarias, según la cual las acciones comunes pueden ser apropiadas
a una Persona, con tal que no suponga exclusividad y tenga por
fundamento alguna analogía entre los atributos y acciones y la nota
propia de dicha Persona (cfr. Sum. Th. 1 q39 a78).
La c. como obra del Padre la tenemos en Mt 11,25, donde Jesús le
llama Señor del cielo y de la tierra; ésta es la atribución más
frecuente en la iconografía y pensamiento cristianos. La afinidad
entre la acción creadora y lo propio del Padre es clara, pues sólo El
es Innascible y Noespirado, principio sin principio, que de su
plenitud engendra y espira con sabiduría y amor (V. DIOSPADRE). Con
más frecuencia la Escritura atribuye la acción creadora al Hijo; S.
Pablo afirma que «no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede
y para quien somos nosotros, y un solo Señor Jesucristo, por quien son
todas las cosas y nosotros también» (1 Cor 8,6); el Padre lleva a cabo
la c. por Cristo. El cristocentrismo de la c. se pone de relieve en
Col 1,1517 donde se afirma que el Hijo «es la imagen de Dios
invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas
todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las
invisibles... todo fue creado por El y para Él. Él es antes que todo y
todo subsiste en Él». «Somos creados en Cristo Jesús» (Eph 2,10). En
la carta a los hebreos leemos que el Hijo «sustenta todas las cosas
con su poderosa palabra» (1,3). Aunque no se pueda dilucidar
exactamente la naturaleza de este cristocentrismo de la c., sin
embargo, no puede excluirse la «apropiación» al Verbo, cosa bien
manifiesta en S. Juan: «todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él
no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (lo 1,3). La apropiación de
la c. al Hijo es frecuente en los Padres especialmente en los
orientales (v. DiosHijo en JESUCRISTO III, 1).
Basados en el texto de Gen 1,2: «el espíritu de Dios se cernía
sobre las aguas», los Padres han atribuido también la c. al Espíritu
Santo. Tiene esta apropiación fundamento dogmático, pues la c. es
manifestación del amordivino, y la tercera Persona de la Trinidad, al
proceder por vía de amor, es Espíritu vivificante (v. ESPÍRITU SANTO).
S. Tomás sintetiza esta doctrina tradicional al escribir: «al Padre se
apropia el poder, que se manifiesta principalmente en la creación,
atribuyéndosele por este motivo el ser creador; mas al Hijo se le
apropia la sabiduría, mediante la cual obra el agente intelectivo, y
por eso se dice del Hijo que es por quien todas las cosas han sido
hechas; finalmente, al Espíritu Santo, se le apropia la bondad, a la
cual pertenecen la gobernación, que conduce las cosas a sus debidos
fines, y la vivificación, puesto que la vida consiste en un cierto
movimiento interior, y el primer motor es el fin y la bondad» (Sum. Th.
1 q45 a6 ad2). La c. resulta una donación gratuita de Dios, un acto
personal en el que cada Persona ha dejado algo de su «propiedad» como
veremos más adelante, y a lo cual se ha de responder personal y
generosamente (V. t. TRINIDAD, SANTÍSIMA; DIOS IV, 12 y Iv,
3.7.10.11.13.14).
3. El mundo hecho conforme al ejemplar divino. La acción
creadora es exclusiva de Dios; y sólo É1 pudo ser también su modelo o
causa ejemplar. Al decir causa ejemplar queremos indicar que Dios, al
crear el mundo, lo realizó conforme a la idea o diseño concebido en su
mente. Esto es común a todo agente dotado de entendimiento, pues al
obrar se prefija un fin y concibe la idea de lo que quiere realizar.
No se da, en cambio, en los seres irracionales, ni pueden considerarse
como hechas conforme a una idea ejemplar las obras que se producen
necesariamente y no libremente (De Veritate, q3 al y 3; Sum. Th. 1 q14
a16; V. NECESIDAD). El mundo en su conjunto y cada una de las cosas
que lo componen tienen en Dios su idea ejemplar, o lo que es lo mismo,
el mundo se hizo y se está haciendo según un plan preexistente en la
mente divina (Sum. Th. 1 q15 a23).
Aunque no hay en la S. E. testimonios explícitos sobre esta
doctrina, se encuentran en ella elementos valiosos que la justifican.
Dios es un ser personal y distinto del mundo que ha creado, y lo ha
hecho mediante su palabra, lo cual supone un ser inteligente y libre
(Gen 1,3.6.9); Dios juzga de la obra hecha y la juzga buena, lo que
implica que responde a su plan (Gen 1,4.10.12.31). Dios al crear no lo
hace por instinto ciego, sino con prudencia, inteligencia y sabiduría,
disponiendo todas las cosas y dotándolas de leyes necesarias para que
consiguieran su finalidad. La acción de Dios al formar el mundo se
equipara a la del artífice humano en relación a su obra (Prov 3,11;
8,2230; Ps 135; 103; Sap 7,21; Ier 10,12).
Desde un principio los Padres de la Iglesia han enseñado el
ejemplarismo divino respecto a la c., si bien algunos influenciados
por el platonismo no siempre lo expusieron con rectitud (cfr. Clemente
Alejandrino, Stromata, 5,11: PG 9,112; Orígenes, In lo. 1,22: PG
14,55). S. Agustín lo expone en diversas ocasiones: «las ideas
principales son ciertas formas... que se contienen en la inteligencia
divina... y según las cuales... es hecho cuanto puede nacer o perecer»
(De divinas quaestionibus, PL 40,30; cfr. 40,130). Quien mejor ha
estudiado y expuesto la doctrina del ejemplarismo alejandrino ha sido
el PseudoDionisio (cfr. Dubois, De Exemplarismo divino, Roma 1899).
Boecio resume así de modo admirable esta doctrina (De consolatione
philosophiae, 1,3: PL 63,758): «Tu cuenta supernoDucis ab exemplo,
pulchrum pulcherrimus ipseMundum mente gerens, similique in imagine
formans perfectasque iubens perfectum absolvere partes».
Santo Tomás ha recogido esta tradición depurándola de cuanto en
ella podía haber de inexacto derivado del platonismo. Todo agente,
dice, así como obra necesariamente por un fin, actúa por necesidad
según un modelo o ejemplar, bien externo bien interno, existente en su
mente; de lo contrario no realizaría una obra con preferencia a otra (Sum.
Th. 12 ql a2). Como el mundo no es producto del azar, sino fabricado
por Dios, que obra mediante el entendimiento y la voluntad, es
necesario que en el entendimiento divino exista la idea o forma, el
modelo, a cuya semejanza fue hecho el mundo (Sum. Th. 1 ql5 al). El
modelo o ejemplar conforme al cual Dios creó el mundo en su misma
esencia en cuanto imitable y participable extrínsecamente; supondría
en Dios imperfección que dicho ejemplar estuviera fuera de Él, pues
entonces dependería en su obra de algo exterior. Además antes de
crear, nada existía, por eso tampoco podía pensar su obra conforme a
algo fuera de Sí.
Mas la esencia divina es el ejemplar del mundo no en sí misma,
sino en cuanto que es contemplada por su entendimiento (v. DIOS IV,
13) como infinitamente imitable y comunicable analógicamente (V.
ANALOGÍA). Por eso cada una de las cosas es representación del único
modelo que es la esencia divina, según que por su entendimiento ha
visto el modo de su realización y ha querido por su voluntad que
tuviese realización exterior viniendo a la existencia. Modelo único,
pero variedad infinita terminativamente, tal como podemos contemplar
en la multiplicidad de seres que forman el universo (cfr. De Veritate,
q3 a2; Sum. Th. 1 q15 a2). Como quiera que en Dios hay una sola idea
que. expresa adecuadamente su esencia, es decir, el Verbo en cuanto
expresión mental del Padre, síguese que cuanto se contiene en la
ciencia del Padre se expresa por su único Verbo; así conociéndose a Sí
mismo conoce todas las cosas. Y por eso el Hijo es el Verbo mental que
expresa perfectamente al Padre y consiguientemente a todas las
criaturas; al expresar al Verbo expresa todas las criaturas. Pero
mientras que el Verbo es expresado necesariamente, las criaturas lo
son libremente (De Veritate, q4 á4 § 8; Sum. Th. 1 q34 a3). El paso,
pues, de la posibilidad de existir que tienen todas las criaturas,
contempladas en la esencia divina como participable extrínsecamente y
de modo analógico, a la existencia real se debe a un acto de la
voluntad de Dios, a un acto de amor. Las cosas existen porque Dios las
ama, mientras que nosotros las amamos porque existen (Sum. Th. 1 q37
a2 ad3; v. DIOS IV, 1314).
De esta doctrina se sigue:a) Que en las cosas creadas se
encuentra un vestigio de la Trinidad por cuanto representan, cada una
a su modo, la esencia divina única. Tienen el ser debido al poder del
Padre, a la sabiduría del Hijo y al amor del Espíritu Santo. Existen,
son verdaderas y son buenas. Por eso el misterio trinitario está
presente en las cosas, y éstas no sólo nos llevan al conocimiento de
la existencia de Dios sino también al de su esencia, si bien de modo
imperfecto y analógico. San Buenaventura ha podido escribir: «todo el
mundo es como una sombra, un camino, un vestigio, como un libro
escrito y puesto ante nuestros ojos. En todas las criaturas refulge el
ejemplar divino, aunque mezclado con tinieblas. Es como la capacidad
mezclada con la luz. Es camino que conduce al ejemplar... es vestigio
de la sabiduría de Dios. Cuando el alma ve, pues, estas cosas le
parece que debería pasar de la sombra a la luz, del camino al término,
del vestigio a laverdad, del libro a la ciencia verdadera, que está en
Dios. Leer este libro es propio de profundos contemplativos, no de los
filósofos naturales, quienes sólo investigan la naturaleza de las
cosas, y no atienden al vestigio que hay en ellas» (In Haex. 12, Opera
Omnia, t. 5, p. 386; cfr. Sum. Th. 1 q45 a7). En el hombre no sólo se
encuentra el vestigio de Dios Trino, sino también su imagen (ib. q93).
Sería erróneo el deducir de esto que la razón, mediante la
contemplación de los seres creados, puede demostrar la existencia del
misterio trinitario. Sólo una vez conocida por la fe la Trinidad y
aceptadas las procesiones por vía de entendimiento y de amor, puede la
razón encontrar en las criaturas el vestigio y la imagen del Dios
Trino (Sum. Th. 1 q32 al ad2; V. UNIÓN CON DIOS II, 2).
b) Si el mundo creado y cuanto lo compone es realización de las
ideas divinas, las cosas constituyen en sí mismas una invitación
perenne a reconocer en ellas al Creador (v. DIOS Iv, 2). Son el espejo
donde se refleja la imagen de la esencia divina, si bien en penumbra
oscurecida aún más por el pecado (v.) que el hombre introdujo en el
mundo, que afectó incluso a la materia. El rostro y huella de Dios en
las cosas será plenamente desvelado en la instauración «de los cielos
nuevos y la nueva tierra» (V. MUNDO III, 2). Los santos son quienes
mejor han sabido leer en el libro de la naturaleza, deleitarse en la
bondad y belleza de lo creado, y ascender mediante ello al creador. S.
Francisco de Asís y S. Juan de la Cruz son exponentes señeros de la
espiritualidad de lo creado.
c) La doctrina de la ejemplaridad fundamenta la teología de las
realidades terrenas. Todo lo creado es bueno, verdadero y bello. Sólo
el pecado, fruto del uso indebido de la libertad humana, puede afear
la creación. El técnico, el científico, el artista y cuantos
contribuyen al progreso, son concreadores al servicio de la
realización inmediata del proyecto de Dios sobre el mundo. Sus
adelantos descubren más y mejor la belleza, la verdad y el amor de
Dios; ellos nos acercan cada vez más a la comprensión de la esencia
divina y acortan el camino entre la finitud de la criatura y la
infinidad de Dios. La búsqueda de los valores auténticos es búsqueda
de Dios y el encontrarlos es encuentro implícito con Dios, al que se
remontará el espíritu con ansias de poseer el Amor, de contemplar la
Belleza y disfrutar la Bondad sustanciales. El proceso evolutivo de la
c. y el trabajo constante para instaurar un mundo mejor a todos los
niveles (V. TRABAJO HUMANO VII) nos va aproximando a la adecuación del
ejemplar divino concebido desde toda la eternidad, realizable poco a
poco en el tiempo, y cuya plasmación perfecta y definitiva coincidirá
con la instauración del Reino de Dios (v.) (V. t. MUNDO III, 1).
d) Esta misma doctrina funda la verdad de la unidad del mundo.
En efecto, todas las cosas son realizaciones de las ideas ejemplares
de Dios. Mas estas ideas en Dios son la misma y única esencia divina
en cuanto imitable extrínseca y análogamente. En realidad una sola
esencia y una sola idea, aunque virtualmente múltiple, conforme a la
multiplicidad de seres en los que termina el pensar divino. Esta
radicación de lo creado en la única esencia de Dios hace que todas las
cosas formen un todo solidario, un universo, un cosmos, de modo que,
en su sentido profundo, en lugar de pensar los seres como
individualmente existentes habría que pensarlos como coexistentes, y
en lugar de concebirlos como absolutos en sí mismos hay que
considerarlos como corelativos. En otros términos: la totalidad del
ser no es, ni se entiende, sino atendiendo a los otros que junto con
él forman el un¡versum, con los que existe (coexiste) y con los que
está relacionado. El hombre (v.) es también realización de la idea
divina, su vestigio, mejor, su imagen en virtud de su capacidad para
conocer y amar; forma, por eso, parte de esa unidad. Su ser es también
coexistencia, corelación, no sólo con los demás hombres, sino también
con el resto de los seres. Mas en ese universo el hombre es quien
tiene la función más noble, es el rey de la c. y el único que puede,
por ejercicio de su entendimiento y de su voluntad, ordenar
debidamente la coexistencia, establecer las rectas relaciones entre
ellos, a fin de que se obtenga de verdad la manifestación plena de
Dios en el mundo. Mas en el uso de su libertad (v.) puede el hombre
manchar con su pecado el universo, puede desviar de sus fines a las
cosas creadas, puede hacer que su ciencia, que su técnica, que su
arte, que el progreso, deriven en rebelión contra Dios. Entra así en
el mundo el mal, el pecado (v.), lo único donde no se encuentra el
vestigio de Dios, pues es carencia de entidad, es negación absoluta
del ser, del bien y de la belleza.
4. Dios, causa final de todas las cosas. Siendo el mundo obra de
un ser inteligente y libre debe tener una finalidad. Todo agente obra
por un fin; de otro modo no se seguiría de su acción un efecto
determinado, a no ser por azar. El fin que Dios se propuso al crear el
mundo no puede ser otro que Él mismo; si en las acciones
extratrinitarias actuase por algún fin último fuera de Sí, dejaría de
ser Dios, ya que se subordinaría a algo, se mostraría como ser
indigente e imperfecto, cuya indigencia e imperfección se llenaría con
algo fuera de Sí mismo. Además sólo el bien puede mover como fin a
conseguir, y el bien sumo y total será la finalidad última de todos
los seres y de todas las acciones ordenadas; pero el bien sumo y total
sólo se encuentra en Dios. Podemos preguntarnos además qué intentó
Dios al crear el mundo, qué cometido señaló a las cosas (v. t. MUNDO
III, 2).
La Biblia nos enseña que el mundo tiene su fin último en Dios,
«porque de Él y por Él son todas las cosas; a Él la gloria por los
siglos» (Rom 11,36). Dios ha creado el mundo no porque tenga necesidad
de él, por indigencia, o porque quiera obtener, provecho del mismo:
«¿Qué le importa a Dios que tú seas justo? ¿Gana algo con que sean
limpios tus caminos?» (lob 22,3). «El Dios que hizo el mundo y todas
las cosas que hay en él, ese... no es servido por manos humanas, como
si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el
aliento y todas las cosas» (Act 17,2425). Crea únicamente para
comunicar su bondad, por amor de lo creado. «Todo el mundo es ante ti
como un grano en la balanza, y como una gota de rocío de la mañana,
que cae sobre la tierra... Amas todo cuanto existe, y nada aborreces
de lo que has hecho; que no por odio hiciste ninguna cosa. ¿Y cómo
podría subsistir nada si tú no quisieras, o cómo podría conservarse
sin ti?» (Sap 11,2327).
Las criaturas son anuncio de la perfección divina, cantan su
gloria, sus beneficios: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el
firmamento anuncia las obras de sus manos» (Ps 19,2; cfr. 89,6;
104,24). Por eso todas las criaturas deben tributar al Creador su
alabanza (Ps 103,21; 104; 149; 150; Dan 3,5758). En todos los
acontecimientos, aun en las desgracias, se manifiesta la grandeza y la
bondad de Dios, motivo de acción de gracias y de alabanza al Señor de
la justicia (Tob 13,36; Eccli 36,35). Mediante la observación de las
perfecciones divinas, participadas en las criaturas, pueden los
hombres llegar alconocimiento del Creador, y prorrumpir en su
alabanza: «Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras, para
que alabara su nombre santo y pregonara las grandezas de sus obras» (Eccli
17,78; cfr. Sap 13,19; Rom 1,1821). Al hombre le hizo para su gloria y
a ella debe ordenarse todo: «Yo los creé y formé para mi gloria» (Is
43,7; cfr. Dt 26,1819). «Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para
gloria de Dios» (1 Cor 10,31; cfr. Is 43,7; Dt 16,1819; Is 48,11).
Para difusión de la bondad divina y para gloria de Dios ha sido creado
el mundo.
En los Padres tenemos afirmada la misma doctrina. No ha creado
Dios el mundo por indigencia o utilidad propia, sino por su sola
bondad (S. Agustín, Ench. 9: PL 40,235; Atenágoras, RJ 168; Ps.
Areopagita, RJ 2282; Orígenes, RJ 462). Su inmensa benevolencia le
condujo a que otras cosas participasen de sus beneficios (J.
Damasceno, RJ 2349). El mundo es un grande y admirable pregonero de la
majestad de Dios (G. Nacianzeno, Orat. 44,3: PG 36,609). Todas las
cosas están hechas para el hombre, y éste considerando su belleza debe
conocer, adorar y servir al Creador (Lactancio, Divinae institutiones,
7,6: PL 6,757; G. Niseno, Or. 2: PG 44,282; S. Agustín, In Ps 148, 15:
PL 37,1946).
La doctrina de la Iglesia recoge las enseñanzas de la S. E. y de
los Padres. Leemos en el Catecismo del conc. de Trento: «La única
causa que determinó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad
a las cosas por Él creadas. Porque la naturaleza divina infinitamente
bienaventurada en sí misma, no tiene necesidad de ninguna otra cosa»
(I, art. 1, Madrid 1956, 56). El conc. Vaticano 1 definió que: «este
solo verdadero Dios, por su bondad y «virtud omnipotente», no para
aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar
su perfección por los bienes que reparte a las criaturas... creó de la
nada la criatura corporal y la espiritual... y después la humana» (Denz.Sch.
3002). Y en el canon correspondiente: «si alguno... negare que el
mundo ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema» (Denz.Sch.
3025). De las Actas del Concilio se deduce que estas definiciones se
dirigían a salir al paso de los errores de A. Giinther (v.) y sus
seguidores, quienes de la fórmula «el mundo ha sido creado para gloria
de Dios» deducían y enseñaban que Dios busca por la c. su propia
utilidad. Las palabras «por los bienes que reparte a las criaturas»
equivalen a la fórmula «Dios ha creado para comunicar y manifestar su
bondad» del Catecismo de Trento. La manifestación de la bondad divina
supone la gloria objetiva, fundamental, de Dios, es decir, la real
comunicación de su bondad y perfección a las cosas, y la gloria
externa formal, o la alabanza divina, resultante de la primera (cfr.
Collectio Lacensis, 7,86,110). Por tanto es de fe divina y católica
que Dios es el fin último de todas las cosas; que no ha creado el
mundo para adquirir o aumentar su felicidad, sino para manifestación
de su perfección comunicando su bondad a las criaturas, y que el mundo
ha sido creado para gloria de Dios.
La razón teológica guiada por la fe encuentra explicación de esa
verdad. Dios creó el mundo por su bondad, porque el fin absolutamente
último por el cual obra es el bien sumo; pero el bien sumo es sólo
Dios. Por consiguiente lo que indujo a Dios a crear no pudo ser sino
Él mismo, su propia bondad (v. DIOS IV, 6). Ningún bien finito puede
mover a Dios a obrar, pues todo bien que existe no es más que
participación de la suprema bondad divina.
Dios creó el mundo no para aumentar su felicidad sino para
comunicar y manifestar su perfección: Si Dios hubiera creado para
aumentar o adquirir su felicidad no sería infinitamente perfecto, pues
habría algo fuera de sí capaz de perfeccionarle. Habría en él potencia
pasiva o capacidad de recepción de algo que le faltaba, siendo así que
es actualidad completa y perfección suma. No crea, pues, para recibir
sino para comunicar el bien y la felicidad (Sum. Th. 1 q44 a4). El
amor únicamente pudo mover a Dios, el amor de sí mismo que ve la
conveniencia de que otros participen de su misma felicidad y bondad.
La comunicación de la perfección divina no es el último fin, sino la
misma perfección de Dios, por cuyo amor Dios la quiere comunicar; no
actúa por su bondad como apeteciendo lo que no tiene, sino como
queriendo comunicar lo que tiene, pues obra no por deseo del fin, sino
por amor del mismo (De Potentia, q3 a15 ad14; In 2 Sententiarum, dl q2
al; Contra gentiles, II,93; ib. III,18).
Podemos ahora preguntarnos sobre la finalidad que el mundo tiene
en sí mismo, o qué fin le asignó Dios al crearlo. El Vaticano I
definió: «el mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Denz.Sch.
3025). Los racionalistas y semirracionalistas bajo el influjo de la
ética kantiana afirmaron que el mundo había sido creado para la
felicidad del hombre en sí mismo, ya que Dios, ser moralmente perfecto
y bueno, no puede querer para el hombre más que bien. Es impensable,
por otra parte, decían, que Dios busque al crear el propio provecho;
las exigencias éticas postulan que se actúe en beneficio de los otros,
y hemos de pensar que el acto creador de Dios cumple esas exigencias,
creando al hombre para su felicidad y no para provecho de Dios.
El pensamiento de la Escritura y de los Padres así como la
enseñanza oficial de la Iglesia es bien claro. La razón teológica
fundamenta esa doctrina. En efecto, Dios crea el mundo no para recibir
algo sino para comunicar su propia perfección. Esta perfección
recibida en las criaturas manifiesta la excelencia divina (gloria de
Dios interna fundamental), a la vez que la criatura racional
contemplando las maravillas del universo como reflejo de la bondad
divina prorrumpe en alabanza del Creador (gloria formal externa). El
mundo es, por tanto, manifestación de las divinas perfecciones, bien a
modo de vestigio bien a modo de imagen de Dios. La criatura racional,
por el conocimiento de estas divinas perfecciones en las cosas, puede
conocer al mismo Creador; por el orden y armonía del mundo conoce la
sabiduría, la bondad y providencia divinas; de este conocimiento nacen
el amor, la alabanza y gloria al Creador. Tenemos así que cuanto hemos
dicho del fin de la c. encuentra en la gloria divina por parte del
mundo (gloria formal externa) su razón última de ser. Santo Tomás
dirá: «Todo el conjunto de las criaturas se ordena a la perfección del
universo. Y, por fin, todo el universo, con sus partes, se ordena a
Dios como a su último fin, en cuanto que en todas ellas se refleja la
bondad divina, por cierta imitación, y esto para gloria de Dios. Sobre
todo, las criaturas racionales, de un modo especial, tienen a Dios por
fin, por cuanto pueden alcanzarle con sus operaciones, conociéndole y
amándole» (Sum. Th. 1 q65 al).
Podría pensarse que al situar la finalidad del mundo en la
gloria externa formal que la criatura debe tributar al Creador,
mediante el conocimiento y el amor, lo colocamos en algo fuera de
Dios, subordinándole así a algo creado. Sin embargo, no es así, pues,
al decir que la gloria de Dios es el fin último del mundo creado,
hemos de tener presente que esa gloria proviene de la consideración de
las perfecciones divinas derramadas en el mundo, y que los mismos
actos de conocimiento y amor son participación de esa misma
perfección, de modo que cuanto más se conoce y se ama a Dios,
glorificándole, tanto más se participa de la bondad divina, tanto más
la criatura se asemeja al Creador. Por consiguiente, hemos de
reconocer una mutua interacción entre gloria interna y externa, que en
definitiva se reduce a que Dios crea para comunicarnos su bondad. De
ello redunda en el universo la gloria, tanto interna fundamental como
externa formal, pero ésta no es más que la manifestación de la bondad
de Dios (Contra gentiles, 1,19).
La gloria externa de Dios es así nuestro bien, y nuestro sumo
bien la gloria suma de Dios, porque nuestro sumo bien consiste
formalmente en los actos por los cuales conocemos y amamos a Dios.
Luego en esta gloria de Dios se incluye nuestra felicidad (v.); al
querer Dios su gloria externa quiere nuestra felicidad. Decía el conc.
de Colonia: «La felicidad de los hombres y la gloria de Dios están
conexas íntimamente entre sí. Cuando los hombres promueven la gloria
de Dios, aumentan sus méritos y su felicidad; y cuanto mayores bienes
concede Dios a los hombres, tanto mayores testimonios de su bondad
ofrece y aumenta su gloria» (Collectio Lacensis, t. 5, col. 291) (V.
t. GLORIA DE DIOS; DIOS IV, 6; PERFECCIÓN; SANTIDAD IV).
Reflexionando sobre esta doctrina podemos deducir: a) Los
descubrimientos de la ciencia, de la técnica, del arte van plasmando
las perfecciones divinas y contribuyen así de modo objetivo a que la
bondad divina se comunique a las cosas y que éstas, por medio del
hombre, tributen al Creador la gloria externa formal.
b) Todos los seres del universo se asemejan a la bondad divina
que les ha sido comunicada. Pero como ésta es infinita no es posible
que una criatura represente la totalidad de la bondad de Dios. De ahí
la múltiple y variada gama de seres que pueblan el universo, cada uno
de los cuales tiene, en medida proporcionada, participación de la
bondad de Dios. Por eso el bieri del universo en su conjunto, es mejor
que el bien de cada una de las criaturas (Compendium Theologiae,
101102; Contra gentiles, 3,19,45,97; Sum. Th. 1 q22 a4). Tiene esto
capital importancia a la hora de dilucidar el porqué del mal (v.) en
el mundo. No obstante esta variedad infinita de seres, todos ellos
tienen una finalidad única, no son independientes entre sí sino
mutuamente relacionados en orden a su fin último. Esta relación mutua
supone un orden jerárquico, que viene dado por el grado de bondad
divina recibida del Creador. Las que participan de la bondad divina en
menor escala se subordinan a las que la participan en mayor medida. De
ahí que el mundo de la materia y de los vivientes no racionales se
ordene como a su fin próximo al hombre, y le sea dado al hombre por
Dios para su servicio, a fin de que, en su calidad de criatura
racional y libre, rinda en nombre del mundo la alabanza debida al
Creador (Sum. Th. 1 q65 a2; De Potentia, q5 a4 ad2).
Mas la comunicación de la perfección divina en su mayor grado es
la donación de la gracia sobrenatural (v.), por la que el justo
participa de la naturaleza divina, haciéndole hijo de Dios por
adopción (V. FILIACIÓN DIVINA). La Trinidad mora por ella en el justo,
y la imagen de Dios se hace en él vida divina por la fe (v.) y la
caridad (v.), por las que el hombre reconoce plenamente la bondad
divina, tributando a Dios la gloria que se merece. Los valores
naturales, ontológicamente buenos, adquieren su pleno sentido en
cuanto contribuyen a la perfección sobrenatural de la humanidad. Por
eso el hombre, que se adhiere por la fe a la Verdad primera y por el
amor a la suprema Bondad, finaliza todo el mundo creado, siendo imagen
viva de Dios en Cristo. Perfección y glorificación de Dios que
alcanzará su culmen cuando a la fe suceda la visión y la caridad se
una y goce por siempre del objeto de su amor (v. CIELO II-III).
c) La Escritura nos enseña que el universo entero tiene como fin
próximo al Verbo encarnado, uniéndose en Él el origen y el fin de lo
creado: «todo fue creado por Él y para Él» (Col 1,17). Efectivamente
ha sido en Cristo donde se ha volcado la bondad divina existiendo, con
única existencia, la naturaleza humana y la divina en la unidad de la
Persona del Verbo (v. ENCARNACIÓN). La divinidad se manifiesta
mediante la humanidad de Jesús, de modo que pudo decir: «quien me ve a
mí, ve al Padre» (lo 14,9). En Cristo se ha revelado" Dios, se ha
manifestado la Verdad, la Bondad y el Amor de Dios, y en el templo de
su cuerpo se tributó al Padre la alabanza máxima, la mayor gloria de
Dios. Ahora bien, si las criaturas inferiores están ordenadas al
hombre, éste tiene como fin próximo a Cristo. Por eso las criaturas
alcanzarán su perfección total en la ordenación a Cristo, en la
participación de su vida y en la instauración de su reinado: el mundo
no racional en cuanto, en manos del hombre, es orientado hacia Dios;
el hombre reconociendo la actuación de Dios en él, viviendo su influjo
en el encuentro amoroso de la fe y de la caridad (v. UNIÓN CON DIOS II,
2). Santo Tomás escribe: «no sólo ama Dios más a Cristo que a todo el
linaje humano, sino también más que al conjunto de todas las
criaturas, puesto que quiso para Él un bien mayor, porque le dio un
nombre sobre todo nombre» (Sum. Th. 1 q20 a4 adl; v. JESUCRISTO III,
2).
La manifestación en el mundo de la gloria dada por Cristo al
Padre en su vida, muerte y resurrección, continúa en la Iglesia (v.),
su Cuerpo místico (v.). En ella se concretiza el plan primigenio de
Dios de crear el mundo para la instauración definitiva de su Reino
(v.). La misión de la Iglesia, sacramento e instrumento de salvación,
consistirá en volver a Cristo toda la c. purificada para que Éste la
someta definitivamente al Padre. Este orden de la c. lo expresa
admirablemente S. Pablo: «todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo
de Dios» (1 Cor 3,23). Y el conc. Vaticano II: «Así, pues, ora y
trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se
incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu
Santo, y. en Cristo, Cabeza de todos, se rinda homenaje y gloria al
Creador y Padre universal» (Lumen Gentium, n. 17; v. IGLESIA III, 3).
5. Dios creó el mundo libremente. Cuando decimos que Dios creó
el mundo libremente queremos afirmar, en primer lugar, que no ha
podido haber fuerza alguna exterior que le coaccionase para obrar;
esto es claro porque nada existía antes de que Él creara. Seguidamente
afirmamos que el mundo existe por un acto de la voluntad de Dios, sin
necesidad (v.) intrínseca que le obligara a crear para comunicar su
perfección. Asimismo afirmamos que Dios no sólo pudo crear o no crear,
sino también fue libre al crear este mundo en lugar de otro que podía
haber creado.
No han faltado errores opuestos a esta doctrina. Como afirma S.
Tomás, entre los filósofos gentiles hubo quienes dijeron que Dios
«obra por necesidad de naturaleza» (Contra Gentiles, 11,23). Siguiendo
el principio axiomático «el bien es de suyo difusivo» también algunos
cristianos, incluso Padres de la Iglesia, afirmaron que Dios se ve
obligado a hacer partícipes a otros de su bondad. A veces se señala
que su sabiduría y bondad no consiente que el mundo creado no sea el
mejor de los posiblesque han podido existir. Otros argüirán, partiendo
del mismo principio, que al menos era conveniente la c., contra el
dualismo (v.) que afirmaba que el mundo de la materia no era digno de
Dios. Se olvida en esta argumentación que la comunicación del propio
bien en los seres libres está supeditada a la libertad y no es algo
que nazca de la misma naturaleza del ser libre.
Bajo el influjo de la ética kantiana e idealista se ha llegado a
afirmar que la c. es un imperativo de la perfección divina. Dios
siendo perfecto no puede por menos de querer la existencia y felicidad
de otros seres. Igualmente, si la persona (v.) se constituye por la
conciencia, en la que se ve como distinta del noyo, Dios, ser
personal, es inconcebible sin la existencia del mundo creado. No
podría concienciarse de su persona. Ideas estas que se encuentran en
G. Hermes (v.), A. Günther (v.) y A. Rosmini (v.).
La Sagrada Escritura nos enseña que Dios ha creado el mundo por
un libre designio suyo, sin coacción alguna exterior y sin necesidad
alguna intrínseca. Así lo demuestra la narración de la c. en la que
ésta se atribuye a la palabra de Dios: «Dios dijo...» (Gen 1,3). Es la
palabra de Dios la que hace surgir el cielo y la tierra, la que separa
la tierra de las aguas (cfr. Ps 33,6; 104; Cap 9,1). Esto quiere decir
que las cosas no han venido a la existencia por emanación necesaria de
la esencia divina, sino porque Dios lo quiso y lo ordenó. Asimismo el
Arquitecto del universo es presentado en el texto sagrado como
deliberando y disponiendo las cosas con sabiduría y consejo, lo que
supone que al actuar lo hace libremente y no por necesidad externa o
interna (Gen 1,26). En el Ps 135,6 leemos: «Yahwéh hace cuanto quiere,
en los cielos, en la tierra, en el mar y en todos los abismos» (cfr.
Ps 115,3). Que la c. no sea un producto necesario de los atributos
divinos bondad, sabiduría, lo afirma la S. E. al decir que el mundo no
podría subsistir si Dios no quisiera y no podría conservarse sin Él,
indicando así que tanto la existencia como la conservación del mundo
dependen únicamente de la voluntad de Dios. De igual modo se echa esto
de ver en cómo distribuye sus dones la voluntad libre de Dios usando
de misericordia con quien quiere, y pudiendo actuar de otra manera (cfr.
Sap 11,10.17.20; Rom 8,30; 9; 4,17).
Los Santos Padres son testigos de la misma doctrina. S. Ireneo
contra los gnósticos decía que Dios «no movido por otro, sino por su
voluntad y libremente ha hecho todo, siendo el solo Dios, el solo
Dueño, el solo Hacedor» (Adversus Haereses, 2,1,1: PG 7,710). S.
Agustín hace resaltar que no por necesidad o por utilidad sino por
sola su bondad creó Dios el mundo universo (De civitate Dei: RJ 1751).
En su argumentación contra los arrianos los Padres afirman la
procesión necesaria del Verbo y la producción libre del mundo:
«Efectivamente, el Creador delibera hacer lo que antes no existía; por
el contrario, cuando engendra el Verbo naturalmente de sí mismo no
hace deliberación alguna» (S. Atanasio, Contra Arianos, 3,61: PG
26,451; cfr. Hipólito, Contra haeresiam Noetii, 10: PG 10,817).
El Magisterio oficial de la Iglesia se ha expresado claramente
sobre el particular. El conc. de Sens condenó el error de Abelardo
(v.) que decía «que Dios no puede obrar de forma distinta de como
obra» (Denz.Sch. 726). Condenó el error de Wiclef (v.) según el cual
«todo sucede por necesidad absoluta» (Denz.Sch. 1177). Pío IX se
pronunció contra la doctrina de Günther (Denz.Sch. 2828) y León XIII
contra la de Rosmini (Denz.Sch. 3218). Definición dogmática nos la
ofrece el Vaticano I: «con libérrimo designio Dios creó de la nada la
criatura espiritual y corporal» (Denz.Sch. 3002), y en el canon
correspondiente se condena a los que afirman que Dios no «ha creado
por libre voluntad, sino con la misma necesidad con que se ama
necesariamente a sí mismo» (Denz.Sch. 3025). Pío XII en la enc. Humani
Generis salió nuevamente al paso de quienes afirmaban que la «creación
del mundo era necesaria, como quiera que procede de la libertad
necesaria del amor divino... lo cual es contrario a las declaraciones
del concilio Vaticano» (Denz.Sch. 3890).
La razón teológica es concluyente al respecto. No puede ponerse
en Dios una necesidad extrínseca, pues antes de la c. nada existía;
además si se admitiese esa necesidad haríamos depender a Dios de otro,
lo cual está en contradicción con la perfección e infinitud divinas.
Tampoco puede darse una necesidad intrínseca, ya que la naturaleza se
mueve necesariamente sólo en orden a la consecución del fin y de los
medios indispensables para conseguirlo; hacia todo lo demás es
indiferente, puede o no quererlo. Tanto el fin como los medios en la
naturaleza divina son su misma bondad. El mundo, entra, pues, dentro
de los objetos indiferentes, y por tanto, en la libertad de Dios está
el querer que existan o no. Dice S. Tomás: «respecto al querer divino
hay que tener en cuenta que es absolutamente necesario que Dios quiera
alguna cosa, y, sin embargo, no es esto verdad respecto a todo lo que
quiere. La voluntad divina dice relación necesaria a su bondad, que es
su objeto propio, y, por tanto, Dios quiere necesariamente su bondad,
lo mismo que la voluntad humana quiere necesariamente la felicidad y
lo mismo que otra potencia cualquiera dice relación necesaria a su
objeto propio y principal. En cambio las cosas distintas a Dios las
quiere en cuanto ordenadas a su bondad como a un fin... Por
consiguiente, como la bondad divina es perfecta y puede existir sin
los demás seres, que ninguna perfección pueden añadirle, síguese que
no es absolutamente necesario que quiera cosas distintas a Él» (Sum.
Th. 1 q19 a3). Solamente la voluntad libre de Dios, movido por su amor
hacia nosotros, pudo hacer que se determinase a crear el mundo,
haciéndonos partícipes de su bondad y perfección (V. t. DIOS IV,
6.14).
¿El mundo creado por Dios es el mejor de los posibles? Ha habido
y existen hoy en algunas filosofías existencialistas tendencias
pesimistas afirmando que el mundo, o al menos parte de su realidad, es
por naturaleza malo (V. EXISTENCIALISMO; PESIMISMO). Para el cristiano
esto es inadmisible, pues sabe que el mundo es fruto del amor de Dios
y comunicación de su bondad, y que, por tanto, el mundo es bueno en
todas sus partes. Mas sabe también que el hombre goza de libre
albedrío y que, por el mal uso de éste, puede introducir el mal (v.)
en el mundo y afear el rostro bueno y bello de lo creado (V. PECADO),
aunque sepa que en definitiva incluso el mal cooperará para la
realización del bien general del universo.
Por su parte, Leibnitz (v.) defendió que Dios estaba obligado a
hacer siempre lo mejor, y por eso el mundo actual era el mejor de los
posibles. Otros dirán que al menos está obligado moralmente a ello,
pues de otra suerte actuaría irracionalmente. Mas el «optimismo» de
Leibnitz pugna abiertamente con la libertad divina, ya que Dios se
vería obligado a hacer este mundo y no podría haber hecho otro.
Igualmente la obligación moral está contra la libertad divina.
Si consideramos en la c. del mundo el modo cómoDios lo hizo,
podemos efectivamente decir que es el mejor, pues Dios «no puede hacer
las cosas mejor que las hizo, porque no puede hacerlas con mayor
sabiduría ni con mayor bondad» (Sum. Th. 1 q25 a6 adl). Pero si
consideramos el mundo en su entidad objetiva, hemos de decir que Dios
pudo crear otro mundo mejor que el actual, que tuviese una
participación mayor de su esencia divina, y que las cosas pudieron ser
mejores en algunos aspectos, pero no en su constitución esencial (ib.).
Es claro que ninguna criatura ni el conjunto de las mismas puede
adecuar perfectamente la bondad infinita de Dios; el mundo por ser
creado siempre será algo finito y Dios siempre podría crear otro que
se acercase más a su perfección e infinitud. Sin embargo, podemos
mantener un optimismo relativo por cuanto, en orden al plan de Dios,
la ejecución de la obra tiene que ser perfecta, pues nada puede
resistir a su omnipotencia. El mundo alcanzará la finalidad que Dios
le ha trazado. Ni siquiera el pecado puede impedirlo ya que el mismo
pecado entra en el plan de Dios, en cuanto permitido, para sacar de él
mayores bienes (Sum. Th. 12 q79 al).
De la consideración de la libertad de Dios al crear se deduce
que estamos situados en un contexto de amor, del amor del Creador que
nos ha llamado libremente, porque nos quiere, a la existencia. Nuestra
existencia no es, pues, un absurdo, no somos seres «para la muerte»,
sino comprometidos en una historia de progreso y perfección, en una
historia de salvación, en la que se realizan las intervenciones
amorosas de Dios, en favor del mundo creado y en definitiva del
hombre. La c., como inicio de la existencia de las cosas, no puede
menos de ser vista bajo esta perspectiva, como comienzo de esa
historia del amor de Dios, que llegará a su meta, cuando muertos y
glorificados con Cristo, seamos presentados por El en el Reino del
Padre. Bajo esta luz, todos los acontecimientos, con la intervención
de las causas segundas, en la historia de cada uno y de toda la c. en
general, no pueden ser considerados como producto del acaso, sino
expresiones del querer divino, de su amor. Incluso el mal, el dolor y
la muerte, han de verse como dones de Dios, quien quiere comunicarse
con mayor plenitud, a fin de que el hombre purificándose pueda obtener
mayor perfección, llegando por la cruz a la gloria (V. MAL II; DOLOR
IIIIV; MUERTE VVII).
6. El comienzo del mundo. Podemos preguntarnos si el mundo ha
tenido un comienzo temporal, o si por el contrario es eterno, y si una
vez comenzado tendrá fin. Quienes defienden que Dios ha creado el
mundo necesaria y no libremente, en consecuencia, admiten que el mundo
no ha tenido principio. Lo mismo dicen quienes consideran imposible la
acción creadora, por no concebir un Dios inmutable que dé comienzo al
mundo, ya que implicaría mutación en Dios, mutación en su voluntad,
que comienza a querer algo que anteriormente no quería, y en su acción
(V. DIOS IV, 10). Asimismo se oponen a un comienzo del mundo quienes
consideran la materia como algo eterno.
La Sagrada Escritura enseña que el mundo ha tenido comienzo en
el tiempo. La lectura del primer capítulo del Génesis induce a pensar
que el hagiógrafo bíblico refiere hechos acaecidos al principio del
tiempo. Aunque es verdad que el autor no intenta dar a conocer el
origen del mundo ni ninguna otra enseñanza científica, sino
simplemente comunicar un mensaje religioso en formas poéticas, creemos
que el comienzo del mundo forma parte de ese mensaje religioso. La
dependencia absoluta del mundo, y la libertad de Dios al crearlo, se
ponen precisamente de manifiesto porque el mundo ha comenzado a
existir cuando Dios lo dispuso. En otros muchos pasajes de la
Escritura se nos enseña igualmente que Dios existía antes de las cosas
(Prv 8,2226; Eccli 24,5; Ps 90,2); Jesús pide al Padre que le otorgue
la gloria que tuvo junto a Él antes de que el mundo fuese (lo 17,5);
el Padre le ha amado «antes de la creación del mundo» (lo 17,24);
nuestra elección en Cristo ha tenido lugar antes de la constitución
del mundo (Eph 1,4). Que el mundo tendrá fin nos lo dice Jesús al
afirmar que el cielo y la tierra pasarán (Mt 5,18), que se realizará
la consumación del mundo (Mt 13,4049) y entonces vendrá el juicio
final (Mt 24); S. Pablo asegura que la figura de este mundo está
pasando (1. Cor 7,31) y gime la c. hasta que llegue el día del Señor
(1 Cor 1,8), «después será el fin» (1 Cor 15,24); el tratamiento
cumplido de esta verdad se hace al hablar de los Novísimos (V.
ESCATOLOGíA II-III; MUNDO III, 2; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL;
RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS).
Entre los Padres de la Iglesia, Teófilo de Antioquía refutó la
doctrina platónica de dos principios ingénitos, Dios y la materia,
porque si se admite esto, decía, Dios no sería creador de todo (cfr.
Los tres libros a Autólico, 2,4, en Padres Apologistas griegos, ed.
BAC, Madrid 1954, 785786). Contra los arrianos que afirmaban que el
Verbo era pura criatura, y por consiguiente no eterno, los Padres de
la Iglesia defienden la eternidad del Verbo y el comienzo de las
criaturas en el tiempo (cfr. S. Atanasio, Adversus Arianos, or. 1,29:
PG 26,72).
La fe de la Iglesia la encontramos definida por vez primera en
el IV conc. de Letrán que enseña que Dios omnipotente creó en el
principio del tiempo las criaturas todas (Denz.Sch. 800), siendo
intención del Concilio salir al paso de la doctrina cátara que
propugnaba la eternidad de la materia. El conc. Vaticano I repite esta
doctrina (Denz.Sch 3002), oponiéndose a los errores de aquel tiempo
«derivados casi todos del panteísmo o de un sistema afín» (Collectio
Lacensis, 7,109). Pío XII en la enc. Humani Generis rechaza el error
que niega que el mundo haya tenido comienzo (Denz.Sch. 3890).
Desde el punto de vista de la razón, al abordar esta cuestión,
S. Tomás afirma categóricamente: «que el mundo no ha existido siempre
lo sabemos sólo por la fe, y no puede demostrarse» (Sum. Th. 1 q46
a2). Él mismo afirma que el comienzo del mundo en el tiempo no repugna
ni por parte de Dios, ni por parte del mundo, ni por parte de la
acción creadora. Al hablar del comienzo del mundo, suele pensarse en
una mutación de Dios porque juzgamos su actuar al modo del de las
causas segundas; sin embargo, Dios siendo acto puro, carente de toda
potencialidad o posibilidad de perfeccionarse, no se modifica o cambia
nada por el hecho de producir el mundo (V. DIOS IV, 10). Desde la
eternidad Dios ha dispuesto la c. de los seres y todo acontecimiento
mundano que tendrá lugar en cualquier diferencia de duración o tiempo,
aunque en ese mismo acto eterno ha dispuesto que el efecto no se siga
terminativamente sino en el momento querido por Él, sin que sea
preciso, por parte de Dios, un nuevo acto, un cambio en su ser o en su
obrar. El querer y el poder divinos se identifican con su esencia, que
es eterna; solamente los objetos queridos, o los efectos eternamente
dispuestos, aparecen en el tiempo señalado por Dios. Luego el mundo es
querido por Dios eternamente, mas ha comenzado realmente a existir
cuando Dios lo ha querido, pues su existencia real depende
exclusivamente de la decisión libre de Dios.
La comprensión de esta doctrina resulta un tanto difícil porque
barajamos conceptos análogos y la imaginación trabaja más que la razón
metafísica. Nos preguntamos por ¿cuándo? existió el mundo y quizá no
percibimos que sin la existencia del mundo no hay cuándo; igualmente
decimos si existió en el tiempo (v.), y éste no se da sino cuando
existen las cosas. Nos imaginamos del mismo modo un tiempo vacío en el
que nada existiría y que después sería llenado por el mundo. Todo esto
no corresponde a la realidad, pues no existe un tiempo antes y otro
después de la c. del mundo. Lo que existe es la eternidad de Dios (V.
DIOS IV, 9) que comprende un presente absoluto, sin distinción de
pasado o futuro, en la que quiere la c. del mundo y la realización de
su acto creador. El decreto de la c., aunque eterno, eternamente Dios
lo dispone para que se realice en el tiempo. Comienza el mundo y con
él la medida del tiempo. Por todo esto se debe concluir que podemos
señalar la duración real del mundo, cuántos millones de años tiene de
existencia, pero no tiene sentido preguntar cuánto tiempo tardó en
aparecer.
Pero si no repugna que el mundo haya tenido comienzo en el
tiempo, las razones que se dan para probarlo no son apodícticas, pues
tampoco repugna que sea eterno. La cuestión es debatida desde antiguo.
Santo Tomás la enuncia así: «supuesto, por fe católica, que el mundo
no ha existido desde toda la eternidad, como enseñaron algunos
filósofos, y que, por el contrario, divo comienzo en su duración según
atestigua la Sagrada Escritura, que es infalible, ha surgido la
cuestión de si el mundo ha podido existir siempre» (De aeternitate
mundi; Cont. Gent. II,3137; Sum. Th. 1 q46). Efectivamente, la
prioridad exigida por la causa eficiente con relación a su efecto
propio es sólo prioridad de naturaleza, no prioridad de duración, pues
la causa eficiente puede obrar desde el instante en que existe. El
efecto, o ser contingente, no exige que su existencia sea posterior a
la causa que lo produce, como vemos que la luz existe desde que existe
el sol con prioridad de naturaleza pero no de duración (De Potentia,
q3 al3 ad5).
La cuestión, pues, de la posibilidad de la existencia eterna del
mundo entra en el dominio de las cosas discutibles. Sólo la fe nos
certifica de su comienzo temporal. Sin embargo, hay que notar que
cuando se defiende la posibilidad de la eternidad (v.) del mundo, ésta
no sería igual a la de Dios, porque Dios se identifica con su
eternidad, y la eternidad del mundo sería eternidad participada, como
es también participado su ser. Igualmente si el mundo hubiera sido
creado desde la eternidad, no dejaría de ser causado por Dios,
contingente, participado y venido a la existencia por sólo el querer
divino, único ser por esencia y necesario. Al afirmar la posibilidad
de la eternidad del mundo, se quiere solamente decir que, en ese caso,
la acción eterna de Dios habría sacado a la existencia el ser temporal
desde siempre.
7. Conservación de los seres en la existencia. Dios, creador del
mundo, no lo abandona a sí mismo, sino que lo dirige a su fin mediante
su providencia (v.) y gobierno divinos. Efecto de este gobierno divino
es la conservación continua, directa y positiva de todos los seres en
la existencia. Algunos han entendido la conservación de las cosas en
la existencia como una c. continuada en sentido estricto, como si Dios
estuviese continuamente sacando de la nada las cosas. Esto contraría
la experiencia que nos muestra que nuestro ser permanece en la misma
existencia sustancial, y que somos los mismos individualmente en todos
los momentos de nuestra existencia. La Iglesia enseña que «todas las
cosas que ha hecho Dios, las conserva y gobierna con su providencia...
sin excluir las que se refieren a la acción libre de las criaturas» (Denz.Sch.
3003), si bien la definición dogmática no recae directamente sobre la
conservación sino sobre la providencia. Sólo de modo indirecto e
implícitamente atañe a la conservación, ya que ésta es efecto de la
gobernación o providencia ejecutiva.
La Sagrada Escritura dice expresamente: «¿Y cómo podría
subsistir nada si tú no quisieras? ¿o cómo podría conservarse sin ti?»
(Sap. 11,26). Dios no sólo hizo el mundo sino que en Él «vivimos, nos
movemos y existimos» (Act 17,28). La permanencia continuada en la
existencia se debe, pues, a una acción positiva de Dios. Por Cristo y
para Cristo fueron creadas las cosas y todo «subsiste en Él» (Col
1,17). La palabra subsistir indica la permanencia en la existencia
debida a una acción positiva directa de Dios sobre el mundo.
En la Tradición, con rara unanimidad, los Santos Padres enseñan
esta verdad. S. Ireneo afirma que tanto el ser como la perseverancia
en el mismo dependen de la voluntad divina (Adversus haereses, 2,34,3:
PG 7,1031). S. Juan Crisóstomo juzga más admirable la conservación en
el ser que la misma creación de la nada (In Haeb. hom. 2,3: PG 63,23).
San Gregorio Magno afirma que todas las cosas han sido hechas de la
nada, y por su esencia volverían a la nada si no las sostuviese en la
existencia la mano de Dios (Moralia, 16,37: PL 75, 1143). Y S. Agustín
dice: «Si por un instante el poder de Dios cesara de regir las cosas
por Él creadas, al punto cesaría también el ser de las mismas y
perecería toda naturaleza» (Super Gen. ad lit., 5,20: PL 34,304).
La razón teológica ayuda a comprender esta verdad. Conforme ya
hemos dicho, el ser de las cosas creadas es un ser contingente, que no
tiene en sí mismo la razón de su existencia, que así como puede
existir puede dejar de serlo, que depende de Dios no sólo en cuanto al
hacerse sino en cuanto a la misma existencia. Sólo Dios es existente
por naturaleza, pues su esencia es su existir. Todo lo demás tiene una
existencia recibida de otro, es existente por participación. El efecto
depende de la causa en lo que recibe de ésta; las cosas creadas
reciben de la causalidad divina su existencia, luego para permanecer
en ella es preciso que continuamente Dios influya en ellas. Este
influjo continuo en la existencia de lo creado es lo que llamamos
conservación en el ser (cfr. Sum. Th. 1 gl04 al).
Dios no puede comunicar esta acción conservadora a ninguna
criatura, como tampoco puede comunicarle la acción creadora. Si lo
pudiera, haría a la criatura esencialmente contingente y con
existencia participada ser necesario (Sum. Th. ib. ad2). La
conservación de las cosas puede considerarse c. continuada, en el
sentido de que es una acción divina que continuamente está dando el
ser a las cosas; mas no se trata de donación de nueva existencia, ni
de una acción nueva de Dios distinta de su acción creadora, «sino
continuación de la misma acción por la que les da el ser, la cual se
efectúa sin movimiento ni tiempo, del modo que la conservación de la
luz en el aire se efectúa por un continuado influjo del sol» (ib.
ad4).
Aunque la acción conservadora del ser de las criaturas se debe a
Dios de manera directa y positiva, sin embargo, se sirve de las causas
segundas para su conservación indirecta y accidental. «Cuando hay
efectivamente, muchas causas ordenadas, el efecto depende
necesariamente, primero y principalmente, de la causa primeramas
también depende en segundo lugar de todas las causas intermedias» (ib.
a2), y conforme a eso influyen en la conservación de sus efectos.
Dios, por tanto, conserva algunas cosas en el ser por medio de otras
causas.
De esto se deduce que Dios está presente en todas las cosas, en
la intimidad de las mismas, pues no sólo les ha dado el ser sino que
de continuo las está conservando en la existencia, es inmanente a las
criaturas. Nada hay más íntimo que la existencia, y Dios está presente
ahí (V. DIOS IV, 8). Se puede igualmente concluir que eJ dominio y
señorío absolutos de Dios sobre el mundo se debe no sólo a que le dio
el ser, sino también a que continúa dándoselo mediante la
conservación, de modo que si dejara por un momento de comunicárselo
perecería al instante. De ahí la posibilidad de la aniquilación de las
cosas por el simple hecho de la omisión de la acción conservadora, de
modo que quedarían reducidas a la nada. Tanto la c. como la
conservación de los seres en la existencia dependen de la voluntad
soberanamente libre de Dios. Si Dios no quisiese ya más a sus
criaturas, dejarían de ser conservadas y volverían a la nada de donde
salieron. Mas creemos que Dios jamás llevará a efecto esta
posibilidad, pues el hacerlo no contribuiría a la manifestación de la
gracia, ni al esplendor de los atributos divinos, sino que por el
contrario «el poder y la bondad de Dios se manifiestan más claramente
en el hecho de conservar las cosas en el ser. Se debe, pues,
categóricamente afirmar que nada absolutamente se aniquilará» (Sum. Th.
ib. a4). Podemos estar seguros de que el amor de Dios que nos trajo a
la existencia, está siempre dentro de nosotros conservándonos en ella,
y continuará para siempre en la intimidad de nuestro ser. Las cosas
cambian, los seres se mudan en otros, pero no se aniquilan. El acto
creador de Dios permanece para siempre.
V. t.: Dios IV; MUNDO III; HOMBRE IIIII; ÁNGELES; DEMONIO; MAL;
DUALISMO; PANTEÍSMO; MATERIALISMO; MECANICISMo; EMANATISMO; MONISMO;
OCASIONALISMo; EVOLUCIÓN.
B. GARCÍA EXTREMEÑO.
BIBL.: Estudios generales: R. GUELLUY, La creación, Barcelona
1969; M. FLIcKZ. ALSZEGHY, Los comienzos de la salvación, Salamanca
1965; L. SCHEFFCZYK, Création et Providence, París 1967; T. MOUIREN,
La creación, Andorra 1964; H. PINARD, Créa. tion, en DTC III (1908)
20342201; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, t. II: Dios creador, 3 ed.
Madrid 1966; J. VALBUENA, Introducción y comentario al tratado sobre
la creación y gobierno divino, en Suma Teológica, ed. BAC, t. II yIII,
Madrid 1959; J. M. DAMAUJ. F. SAGUES, Sacrae theologiae Summa, t. II:
De Deo uno et trino, De Deo creante et elevante, Madrid 1955; M.
DAFFARA, De Deo creatore, Turín 1947; P. PÁRENTE, De creatione
universab, Turín 1946; R. GARRIGDULAGRANGE, De Deo Trino et creatore,
Turín 1943; B. REY, Creados en Cristo Jesús, La nueva creación según
San Pablo, Madrid 1968; E. BEAUCAMP, La Bible et le sens religieux de
1'univers, París 1959.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991