La literatura profética de la S. E. (Is cap. 4055; ler 27,45) y la
sapiencia] (Ps 89,1013; Sap 1,14; 11,18), así como otros numerosos textos
del A. y del N. T. que luego mencionaremos, se refieren repetidas veces a
la verdad de la c. que está como presupuesta a todo el mensaje bíblico.
Son, sin embargo, los primeros capítulos del Génesis (v.) donde esa
realidad es tratada con más amplitud. Como pórtico fundamental a toda la
historia religiosa de Israel, el Génesis nos da en sus dos primeros
capítulos dos relatos sobre la c. Las corrientes exegéticas contemporáneas
que intentan detectar las posibles fuentes del Pentateuco (v.) suelen
atribuir esos dos relatos a la tradición sacerdotal y a la yahwista,
respectivamente. Hay ciertamente entre ellos diferencia de detalle y
matiz, pero tal y como están en el Génesis presentan una profunda unidad
didácticoliteraria; tal es además la forma en que Dios ha querido que
lleguen a nosotros garantizándonos su verdad mediante la inspiración
concedida al hagiógrafo o autor sagrado. Por eso sería un desacierto
aplicar a los relatos de la c. un método exegético atomizado,
prescindiendo del contexto siguiente, o fijándonos solamente en el detalle
de cada versículo, pues lo que el autor último, inspirado, quiso decir y
enseñar ha de determinarse por el ordenamiento de todo el conjunto.
1. El primer relato del Génesis. a. Sentido del mismo y
antecedentes. Gen 1,12,4a contiene la quintaesencia del pensamiento
sacerdotal, que refleja la madurez doctrinal alcanzada por Israel bajo la
luz de la Revelación divina y guiado por su asistencia. Huelga decir que
el relato tiene para el autor sagrado una finalidad netamente teológica,
que es fácil entrever a través de una narración deliberadamente
artificial. Pero no se limita a enseñar una teología, sino, además, una
soteriología muy concreta y detallada, que puede responder
satisfactoriamente a las preguntas que se hace cualquier hombre: ¿En qué
relación están Dios y todo lo que existe fuera de Él? ¿En qué se fundan
los derechos de Dios sobre el mundo en general y, en particular, sobre su
pueblo escogido, Israel? ¿En qué se basan los deberes del hombre para con
su Creador y del israelita para con Aquel que lo ha elegido?Como principio
básico inconmovible empieza por enseñar que Dios existía antes, fuera e
independientemente del mundo; únicamente Él no tuvo autor ni principio,
sino que es el principio y autor de todo. Este Dios único, eterno,
trascendente e infinitamente diverso, con potencia soberana, sin ayuda de
ningún demiurgo, y sin que un posible adversario pudiera resistirle, creó
al principio los cielos y la tierra (1,1). La acción creadora de Dios
constituye su primera revelación hacia fuera, el primer testimonio que
daba de sí mismo a los hombres. Los móviles que le impulsaron a crear
fueron su bondad y sabiduría, de lo que se sigue que todo cuanto creó era
muy bueno y perfecto (1,10.12.18.21.25.31). Por la c., todas las criaturas
se encuentran en estado de dependencia total, radical, completa y duradera
de su Creador, y todas, sin excepción, le deben sujeción y reconocimiento.
Ahora bien, si los cielos y la tierra «pregonan la gloria de Dios y el
firmamento anuncia la obra de sus manos» (Ps 19,2) con sólo existir y
actuar, con mayor razón el hombre (v.), «creado a imagen (v.) y semejanza
de Dios» (1,27), debe tomar parte activa en este cántico de alabanza y
acción de gracias de las criaturas irracionales, dedicando para ello de
modo especial un día a la semana, el sábado (v.). A esta conclusión
jurídica y cultual llega el autor sagrado por el procedimiento de
distribuir artificialmente en seis días de trabajo la obra de la c. para
concluir que el día séptimo Dios «cesó de toda obra de su actividad
creadora» (2,4). Dios bendijo el sábado y lo santificó, con lo cual se lo
reservó para sí y se le consagró.
Para leer el texto comprendiéndolo adecuadamente conviene advertir
que esa profunda síntesis teológica, jurídica y cultual nos es dada
haciendo referencia a la imagen del mundo que tenían los antiguos pueblos
orientales y que, con diferencias de matiz, era común a Israel con cultura
como las de Egipto, Fenicia, Babilonia, etc. En otras palabras, para decir
que Dios ha hecho todas las cosas el relato del Génesis procede no de una
manera abstracta sino concreta: es decir, no hace una afirmación general,
sino que va recorriendo las diversas partes y elementos en que esos
antiguos pueblos dividían el mundo diciendo que todos y cada uno de ellos
han sido hechos por Dios. Tal era, en efecto, la forma adecuada para
dirigirse a los hombres de aquellas épocas, y consiguientemente, de
acuerdo con su condescendencia con nuestra naturaleza, la que Dios
utilizó. Ni que decir tiene que esa descripción del mundo no forma parte,
en cuanto tal, del mensaje revelado, sino un presupuesto humano del mismo;
conviene, no obstante, conocerla para entender mejor el texto.
Suele decirse que esa descripción del mundo corresponde a lo que
primeramente aparece a la mirada: la contemplación del universo espontánea
y sencilla sugiere en efecto la imagen de un todo estructurado con un
techo celeste, una tierra rodeada de aguas que se hunden en el abismo, un
aire que llena el espacio. Tal era la visión de los antiguos. Hablaban así
de que la tierra, donde moraba el hombre, flotaba sobre las aguas del mar
inferior o del gran abismo (Ex 20,4; Ps 136,6) y se apoyaba sobre sólidas
columnas, cuyas extremidades inferiores se hundían en el abismo y las
superiores sobresalían al exterior en forma de montañas. Esta casa cósmica
tenía una inmensa bóveda de metal reluciente, «terso como fundido espejo»
(lob 37,18), por techo, que servía de muro de contención de las aguas
dulces almacenadas en su parte superior, las cuales se filtraban
periódicamente a través de los orificios existentes en la plancha del
firmamento, y caían en forma de lluvia, más o menos intensa, en la medida
que Dios abría a su voluntad las compuertas (cataratas, Gen 7,11; 8,2) del
cielo. Entre el firmamento y la tierra firme existía un espacio vacío por
el que revoloteaban las aves, y hacían su recorrido periódico el sol y la
luna durante el día y la noche, respectivamente, para regresar después a
su propia morada, excavada en las montañas eternas (Ps 19,56). Pero aunque
el sol, la luna y las estrellas fueran lumbreras creadas para separar el
día de la noche y alumbrar la tierra, sin embargo, la luz y las tinieblas
eran consideradas como dos entidades distintas, con existencia propia e
independiente. La luz fue creada por Dios el primer día (1,3), mientras
que el sol y la luna lo fueron el día cuarto (1,1418). Por encima del mar
de las aguas dulces tenía Dios sumorada (Ps 33,14; Is 63,15) y sus
habitaciones excelsas (Ps 104,3; Am 9,6).
b. La obra de los seis días (hexámeron). ¿Cuándo y cómo alcanzó este
universo el grado de perfección, equilibrio y organización que se admira
en él? A partir de la obra divina de los seis días de la creación. Antes
solamente había caos, desorden, tinieblas. No existían ni la tierra ni el
firmamento, ni había separación entre unos elementos y otros; todo estaba
sumergido bajo las aguas del océano abismal (hebr. téhóm), sin forma
definida, sin vida, sin ningún ser. Pero sobre este océano primitivo
aleteaba (hebr. mérahejet), como el ave sobre el nido de sus polluelos, el
espíritu (hebr. rúah) de Dios, que era a la vez viento que traía el
mensaje de la c. y aliento que sale de la boca de Dios que informa y da
vida. Como hemos dicho, el autor distribuye la obra de la c. en una semana
de trabajo, dividida en dos triduos paralelos. En el primero Dios pone
orden al desorden primordial (1,310). Como condición previa para poder
trabajar, el primer día separa Dios la luz de las tinieblas (1,35). El
segundo día crea el firmamento, o sea, la bóveda sólida que separara las
aguas dulces de sobre el firmamento de las saladas de debajo del mismo
(1,68). El tercer día, con el fin de impedir que las aguas de debajo del
firmamento inundaran e irrumpieran sobre la tierra, Dios les puso límites,
y las juntó en una reunión (hebr. migweh) para que apareciera la tierra
firme (1,913).
A esta triple obra de separación, siguió la de ornamentar en tres
días los espacios netamente diferenciados y separados (1,1131). Tan pronto
como la tierra emergió de entre las aguas, Dios le ordenó que hiciera
brotar de su seno las plantas, clasificadas en tres categorías: hierba
verde (hebr. dele'), plantas con semilla (hebr. `éseb), como los cereales
y legumbres, y árboles frutales (hebr. `es péri), cuya simiente está en el
fruto, como la palmera y el olivo (1,1113). Con ello acabó Dios la obra
del tercer día. En el cuarto procedió a la c. de lumbreras en el
firmamento de los cielos, a las cuales señaló una triple misión: separar
el día de la noche, servir de señales para que el hombre seminómada
pudiera orientarse, y determinar las diversas estaciones del año (1,1419).
El día quinto creó Dios los peces, los grandes cetáceos marinos (hebr.
tanninim) y las aves, lo que el autor expresa con las palabras que pone en
boca de Dios: «Hiervan de animales las aguas y vuelen sobre la tierra aves
bajo el firmamento de los cielos» (1,20), que pueden interpretarse en el
sentido de que también las aves son de origen acuático, como opinaban los
antiguos egipcios y griegos. La primera obra del día sexto fue la c. de
los animales terrestres que, como la de las plantas, se hizo mediante la
tierra como intermediaria: «Brote la tierra seres animados según su
especie, ganados, reptiles y bestias salvajes» (1,24). Al final, y como
ser aparte y representante divino en el santuario del mundo, Dios creó a
Adán (v.), al hombre (v.) (1,2628).
El autor sagrado expone toda esta actividad divina con estilo
hierático, conciso, simétrico y ordenado, con paralelismo de frases y
repetición constante de fórmulas esteestilo hierático, conciso, simétrico
y monótono, con paralelismo de frases y repetición constante de fórmulas
estereotipadas de introducción, mandato, ejecución, descripción, nombre
dado al nuevo ser creado, alabanza y conclusión. A cada día corresponde
una obra, menos al tercero y cuarto que se les asignan dos, con el fin de
no rebasar los seis días de trabajo. El ritmo ternario empleado
constantemente (tres mediambientes, tres series de plantas, tres series de
animales, de astros, etc.) expresa simbólicamente la idea de que todo fue
creado con orden y sabiduría. Pero el número que más simbolismo encierra
es el siete, que además de reunir las perfecciones del tercero y cuarto,
indica universalidad, y se aduce como razón suprema para la observancia
del reposo sabático (Ex 31,17). El número 10 (10 veces se emplea la
fórmula: «Y dijo Dios») es el más perfecto y completo, como el Decálogo y
la obra completa y perfecta del mundo (=3+ +4+3) (v. t. NÚMERO II).
c. Creación en sentido universal y absoluto. Todo este cosmos
sabiamente organizado, ordenado y bueno es obra de Dios, pero ¿cuál era su
situación antes de que Dios interviniera con su acción creadora?
Seguramente que el orden, la armonía y la separación entre los elementos
cósmicos no existían. Cabe entonces preguntar: ¿Hay en Gen 1,1 una
afirmación introductoria de que Dios creó el mundo de la nada, como si la
existencia del caos fuera el primer resultado de la acción divina
creadora, o señala solamente la situación inicial en el proceso de la c.,
insistiendo más en la transformación del abismo primordial que en una
producción a partir de la nada?a) En el primer caso, la traducción más
exacta del primer versículo del Génesis sería: «Al principio creó Dios los
cielos y la tierra». Es, como se ve, la traducción clásica y tradicional.
b) En el segundo caso la traducción podría ser: «Cuando Dios empezó
a crear el universo, la tierra estaba desierta y vacía, las tinieblas
cubrían la haz del abismo y el espíritu de Dios planeaba sobre las aguas,
entonces dijo Dios: `Haya luz'...» (1,13). En esta traducción, el énfasis
de la frase no recae sobre «al principio» (hebr. bére'sit), como si
indicara el comienzo absoluto del universo con el tiempo (estado
absoluto), sino sobre el mandato divino: «Haya luz» (1,3), en cuyo caso
bére'sit sería una partícula temporal relativa a la frase que introduce
(estado relativo). La c. de la luz el primer día supone que antes había
tinieblas, es decir, lo equivalente a un caos anterior a la c. del cosmos,
a la organización de lo que primeramente era tohú wabohú, tinieblas,
confusión y desorden.
¿Puede sostenerse esta última interpretación? Desde un punto de
vista dogmático la cuestión puede considerarse libre, pues si bien
pertenece a la fe el hecho de que en la S. E. se habla de una c. en
sentido absoluto o ex nihilo, los textos en que eso se dice son bastantes
luego los mencionaremos y no está expresamente definido que sea ése el
sentido de este texto concretamente. Desde un punto de vista de exégesis
científica, la versión tradicional cuenta con buenos argumentos críticos,
a lo que hay que unir el peso de la tradición, dato no definitivo, pero
ciertamente no despreciable (v. ul, 2, a). De todas ntaneras nos parece
que la segunda opinión es defendible, siempre que se la entienda en sus
justos límites. Sabido es que el verbo bara', crear, en las formas de qal
y nifal, designa siempre una acción divina que produce algo esencialmente
nuevo en virtud de su poder soberano. Y eso es lo que significa en Gen
1,1, donde el autor sagrado nos describe el carácter universal de la
intervención divina, afirmando que nada escapa a esta acción y que el
mundo depende enteramente de Dios. Después de haber afirmado que Dios creó
el universo libremente y sin obstáculo, alude a un abismo primordial (téhóm)
y a sus elementos, que para él no eran otra cosa que material inerte de
construcción, utilizado por el ilimitado poder y grandeza del Creador para
ordenar el mundo. El abismo primordial obedecía incondicionalmente a la
voluntad de un Dios trascendente, que podía reducirlo libremente a la
nada. hra tina pura criatura y, por lo mismo, se hallaba en estado de
dependencia total y sustancial de Dios todopoderoso. El abismo inicial
pudo ser un dato anterior al principio que señala el comienzo del mundo y
de su historia, pero él, en sí mismo, no tiene más historia que la de su
sujeción al espíritu creador de Dios. Por lo mismo, el caos propiamente no
existe para el autor sagrado, y lo concibe no por razón de sí mismo, sino
en orden al cosmos, al cual precede lógicamente, pero no en el orden
cronológico. Al decir el texto que «la tierra estaba desierta y vacía...»
(1,2), no se quiere indicar esto como primer resultado de la acción
divina, sino que se describe la situación inicial en el proceso de la
creación. En la narración bíblica la c. es concebida como la
transformación del caos en un cosmos, sin entrar a definir el origen de
ese caos. Para captar en toda su fuerza las afirmaciones del Génesis
conviene compararlas con algunas cosmogonías (v.) de pueblos relacionados
con Israel. Así, según la cosmogonía egipcia, los dioses y todos los otros
seres nacieron del agua primitiva y del caos. Según los babilonios, en el
principio existía el caos acuoso, mezcla de aguas dulces (Apsu) y saladas
(Tiamat). Al revés de la Biblia, en estas cosmogonías el caos primitivo es
el punto de partida de cuanto existe y precede al cosmos cronológicamente.
Para los egipcios este océano caótico primordial es un elemento primitivo;
para los babilonios una fuerza mítica indomable. En el Génesis se excluye
toda idea de lucha entre Dios y algo que se sitúe frente a Él; el caos es
algo impotente, inerte y sin vida, Dios es el único que actúa con fuerza
omnipotente. De esa forma el texto del Gen 1 enseña la verdad de la c.
frente a los mitos circundantes, formulando una verdad que textos
posteriores van comentando y perfilando.
2. El segundo relato del Génesis. A continuación del relato
sacerdotal sobre la creación, está el de proveniencia yahwista (2,4b25).
En él no se plantea la cuestión de la procedencia de los elementos que han
servido de materiales para organizar el mundo, sino que se parte del
conocimiento de fe de que Dios hizo la tierra y los cielos. Su cosmogonía
es «seca». Dios comienza por organizar la tierra y hacer que de sus
entrañas brotaran los cardos y las malezas del desierto (hebr. siah), las
plantas propias de los terrenos de labor (hebr. `eseb) y las que son
comestibles (hebr. sadeh). La razón de esta esterilidad del suelo obedecía
a que «Yahwéh Dios no había hecho llover todavía sobre la tierra» (2,5), y
porque «no había hombre que cultivase el suelo» (2,5). Después de este
enunciado se habla de «un manantial que brotaba de la tierra y regaba toda
la superficie del suelo» (2,6), con lo que supone la existencia de aguas
subterráneas. El relato se adecua a la experiencia palestinense, en cuyas
tierras se desarrolla la vegetación durante y después de la estación
lluviosa, o en los oasis regados por las aguas de algún manantial. Su
autor da por supuesta la creación de los cielos y fija su mirada en la
tierra, en cuanto va a servir de lugar de encuentro entre Dios y el
hombre. Dios forma primero al hombre (2,7; v. ADÁN), planta árboles y crea
los animales para su recreo; finalmente, para que el hombre no estuviera
solo, crea a Eva (2,1822; v.).
La yuxtaposición de los relatos de la c. pone de relieve su íntima
unidad. En los dos se afirma que únicamente Dios pudo crear el mundo,
organizarlo y hacerlo habitable. Por más que se retroceda en las
profundidades insondables del tiempo y del espacio, siempre se encontrará
la materia en estado de dependencia y sujeción total al Creador. Dios dio
un comienzo al mundo y, por consiguiente, lo dio también al tiempo, pero
Él no tiene principio. Sea que se diga que Dios transformó el caos
primitivo en un cosmos organizado, o hizo brotar la vida de una tierra
reseca y árida, siempre se presupone su trascendencia y existencia eterna.
Volvamos a repetir lo que ya antes apuntamos: Dios habla a hombres, a
seres limitados, y lo hace acomodándose a nuestra limitación; sólo así en
efecto podemos entenderlo. Nada tiene, pues, de extraño que los relatos de
la c. dejen vislumbrar las concepciones antiguas sobre la estructura del
mundo físico, o que se aluda, con el propósito de desmitizarlos, a los
diversos mitos de la antigüedad oriental pagana en torno a los orígenes
(v. COSMOGONíns). Ambos relatos no son un reportaje sobre el modo cómo se
desarrolla el cosmos, sino una explicación teológica del hecho de la
creación. Por eso, no entró en su mente enseñar la constitución intrínseca
de las cosas visibles, el orden que Dios siguió en la c., ni señalar el
cómo y el cuándo creó el universo, y en qué consistió el acto creador,
sino referir en un lenguaje simple y figurado, acomodado a la inteligencia
de una humanidad menos avanzada, las verdades fundamentales presupuestas
por la economía de la salvación, al mismo tiempo que la descripción
popular de los orígenes del género humano y del pueblo elegido (Pontificia
Comisión Bíblica, 16 en. 1948). Lo que importa en suma es que comprendamos
que el universo entero depende de Dios, y eso por la razón más honda:
porque es Él quien lo ha hecho y quien le da constantemente realidad.
3. La creación en otros lugares del Antiguo Testamento. La idea de
la c. del mundo por Dios está presente en toda la literatura profética y
sapiencia] vete rotestamentar¡ a. Yahwéh es «el que lo ha hecho (hebr. `oseh)
todo, el que despliega solo (I¿,bad(li) los cielos, el que asienta la
tierra sin ayuda de nadie» (Is 44,24; Neh 9,6), ya que antes de É1 «no
existió ningún Dios» (Is 43,10), porque sólo «Yahwéh es el Dios eterno,
creador (hebr. bóre') de los confines de la tierra» (Is 40,28). «Antes que
los montes fuesen, antes que naciesen la tierra y el orbe, de eternidad a
eternidad Tú eres Dios» (Ps 90,2). Con la c. comenzó el mundo y el tiempo
(Ps 90,2; Prov 8,2226). Todo cuanto existe fuera de Él es obra suya: los
cielos y la tierra Os 42,5; 45,18), el sol, la luna y las estrellas (Ps
148,35), a los que llama por su nombre (Is 40,26), la luz y las tinieblas
(Is 45,70; Am 4,13), los montes y los vientos (Am 4,13) y los hombres
todos (Is 43,7; 45,12; 54,16; Ez 28,1315; Mal 2,10).
En los textos citados anteriormente, y en otros, la idea de la c.
del mundo por Dios se expresa principalmente mediante los verbos `asah
(hacer) banah (edificar), yasar (formar), qanah (crear) y, a menudo, por
el verbo bara'. que figura en Gen 1,1. Este último verbo se toma en el
sentido de una acción divina de la cual resulta algo nuevo, o que reviste
una forma nueva, que antes no existía. Los diversos textos proféticos y
sapienciales sobre la c. la presentan como un dominio del Dios eterno
sobre el caos primitivo (lob 26,1213; Ps 74,1314), oponiendo Dios
trascendente, que existía antes, fuera e independientemente del mundo, a
la totalidad del universo, del cosmos, que empezó a existir porque Dios lo
creó. Dios es el único increado; todo lo demás ha sido creado por Él. En
este sentido deben entenderse Sap 1,14; Prov. 8,2129. El texto de Sap.
11,17: «Tu mano omnipotente que creó el universo de la materia informe»,
no se refiere al origen de la materia, sino a la ordenación de la misma,
como aparece de Sap 9,1; 11,2425; 1351. Sólo Dios es eterno; todo lo demás
ha recibido de Él la existencia.
El caos primitivo, el téhóm, si existía, no se concibe como potencia
monstruosa capaz de resistir al Dios ordenador, sino como materia informe
y muerta en estado de dependencia total, sustancial (como corresponde a su
estado de creatura) al supremo Creador, que, en el momento escogido por
Él, la transforma libérrimamente con un soplo divino, principio de vida (ls
51,910; 27,1; lob 9,13; 26,1213; Ps 74,1317), en el universo visible y
organizado. Dios es el Señor absoluto del universo que creó; sin Él no
hubiera existido. «Todo lo creó con su poder, su sabiduría e inteligencia»
(Ier 10,12). «É1 dijo, y todo fue hecho, lo mandó, y todo existió» (Ps
9,1; 33,6.9); Dios crea por su palabra.
La idea de la c. de la nada que se sugiere de manera implícita en
los textos veterotestamentarios sirviéndose de imágenes, se expresa
explícitamente en 2 Mach 7,28 por boca de la madre de los Macabeos: «Ruégote,
hijo, que mires al cielo y a la tierra, y veas cuanto hay en ellos, y
entiendas que de la nada (griego ouk ex ónton) lo hizo todo Dios».
4. La creación en el Nuevo Testamento. No tenía necesidad el pueblo
judío de que Cristo y los Apóstoles les recordaran la doctrina de la c.
del mundo por Dios, que admitía sin duda alguna; pero era imprescindible
que los Apóstoles hicieran hincapié en ella en su predicación a los
gentiles y fuera como el centro de su apostolado. Se repite a menudo ante
ese público pagano, o ante los cristianos provenientes del paganismo, que
«Dios creó el cielo, la tierra, el mar y cuanto en ellos hay» (Act 14,15;
17,24; Apc 4,11; 10,6; 14,7). «De Él y por ti y en Él son todas las cosas»
(Rom 11,36). «Todo fue hecho por Él, y sin Él nada se hizo» (lo 1,3).
Porque Dios lo ha creado todo, el universo lleva impreso su sello, lo que
permite al hombre conocer por él a Dios, porque lo invisible de Dios se
hace visible en sus obras desde la c. del mundo (Rom 1,20). Nada existe
que no lo haya creado Dios (Rom 1,25; 11,26; 1 Cor 8,6; Col 1,16). Dios,
por consiguiente es Señor de cielos y tierra (Mi 11,25). Dios creó al
mundo desde sus inicios (Mi 24,21; Mc 13,19), desde el principio de la c.
(Mc 10,6). Jesús pide al Padre que le glorifique con la gloria que tenía
con Él, antes de existir el mundo (lo 17,5). La insistencia con que los
textos neotestamentarios aluden al principio de la c. (mi 19,4.8; 24,2; 2
Thes 2,13, etc.), debe interpretarse en el sentido de que se refieren a
una c. propiamente dicha, que, de hecho, no difiere de lo que nosotros
llamarros creación ex nihilo, porque todo lo que no es Dios se encuentra
ante Él en estado de critatura.
V. t.: ADÁN; EVA; MUNDO II; HOMBRE II, 1; REVELACIÓN III, 1;
COSMOGONíA I.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
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