COLEGIALIDAD EPISCOPAL


1. Introducción. Por c. e. se entiende el hecho de que los obispos (v.) que rigen y gobiernan la Iglesia católica difundida por el mundo no son figuras aisladas entre sí, sino que integran un cuerpo o colegio, trabado por nexos profundos y presidido por el Romano Pontífice, cabeza jerárquica de dicha colegio. La consagración del término c. e. es reciente (surgido en torno al Conc. Vaticano I, en cuyos esquemas previos se aborda el tema, recibe sanción oficial en el Conc. Vaticano II); el hecho mismo y la atención prestada a él son tan antiguos como la Iglesia misma: la historia de la Iglesia nos atestigua en efecto una práctica de la c., manifestada tanto en una unión afectiva como en la realización de actos colegiales (entre los que sobresalen los Concilios ecuménicos); y la predicación y la teología se ocupan de ella, bien para mover a la concordia y a la unidad, bien para estudiar el lugar y la función capital que la unidad de los obispos entre sí y con el Papa desempeña como factor constitutivo de la unidad total de la Iglesia, etc. Falta, sin embargo, en las obras antiguas un tratamiento sistemático de todos sus aspectos (lo que no se intenta hasta la época de los dos Concilios vaticanos mencionados); de manera que, para conocer el testimonio de la historia antigua, es necesario buscarlo en diversos lugares. Resumiremos a continuación la doctrina sobre la c. e. tal y como la expone el Conc. Vaticano II en su const. Lumen gentium, cap. 3.
     
      2. El Colegio de los Apóstoles. «El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que Él quiso, eligió a doce para que viviesen con Él y para enviarlos a predicar el Reino de Dios; a estos Apóstoles los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos. Los envió primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes, para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de Él a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen, y así propagasen la Iglesia... hasta la consumación de los siglos» (Lumen gentium, 19). Con estas palabras se introduce el tema de la c. en el Concilio; en ellas podemos distinguir tres ideas principales: a) la constitución de los Apóstoles «a modo de colegio»; b) el papel preeminente de Pedro; y c) el sentido de fundamento de la Iglesia que se asigna a ese colegio.
     
      El sentido en que hay que entender el término colegio se aclara en la Nota explicativa previa (n. e. p.) de la misma const. Lumen gentium donde se dice que «colegio no se entiende en sentido estrictamente jurídico, o sea, de una asamblea de iguales que confieren su potestad a su presidente, sino de una asamblea estable, cuya estructura y autoridad deben deducirse de la Revelación» (n. e. p., 1). Esta aclaración se hacía necesaria teniendo en cuenta que una larga tradición canónica, influida por el Derecho romano, ha venido entendiendo por collegium precisamente la «asamblea de iguales que confieren su potestad a su presidente» (cfr. Á. d'Ors, En torno a las raíces romanas de la colegialidad, o. c., en bibl.).
     
      «Los esfuerzos conciliares han logrado rescatar este término del campo jurídico y lo han hecho ingresar en el campo teológico... Trasladado el contenido del término a un ambiente teológico e introducidas, por tanto,las características que, según la revelación afectan al colegio apostólico no hay duda de que los elementos más sustanciales que subyacen bajo el término collegium se ofrecen como una fundada analogía para captar la naturaleza solidaria de la jerarquía establecida por Cristo en su Iglesia. Al mismo tiempo, las discusiones conciliares han servido para poner una vez más de manifiesto que las analogías tomadas de las sociedades humanas y de sus formas de gobierno son siempre insuficientes cuando se pretende profundizar en la naturaleza de la sociedad eclesial y de su constitución interna... En este sentido se ha de notar el recurso seguido en el Concilio Vaticano II al utilizar tres términos (collegium, ordo, corpus) para designar la misma realidad: con ello parece insinuarse que ninguno de estos tres vocablos es suficiente para expresar de modo adecuado toda la realidad revelada, aunque las tres, sin duda, proporcionan vías de acceso para aproXImarse a ella» (A. García Suárez, La comunión episcopal, o. c. en bibl., 373-374).
     
      Los Apóstoles, en suma, no son discípulos de un común maestro del que dan testimonio procediendo cada uno por una vía personal, sino testigos constituidos en tales en virtud de un mandato común y de la común posesión del Espíritu Santo, y con su actuación aspiran no a constituir diversas sectas o escuelas, sino a difundir y propagar la única Iglesia de Cristo. De ahí que actúen con plena conciencia de la solidaridad que les une entre sí y con Pedro, cuya posición peculiar todos reconocen, que se reúnan para decidir sobre cuestiones de especial relieve (como es la del mantenimiento o no de los ritos mosaicos: cfr. Act 15), etc. Esa íntima unidad, sin embargo, no excluye que cada uno de ellos haya recibido el mandato del Señor: actúan no por delegación del conjunto, sino en virtud de ese mandato recibido. Forman, pues, un cuerpo u orden trabado por lazos de comunión, pero no un colegio en sentido estricto o técnico, sino sólo en sentido lato.
     
      3. La sucesión del Colegio de los Apóstoles. Que los obispos son los sucesores de los Apóstoles es una verdad cuya declaración es tan antigua como la Iglesia misma (v. SUCESIÓN APOSTÓLICA). El Conc. Vaticano II al repetir esa enseñanza pone de relieve que no sólo cada obispo es sucesor de un Apóstol, sino de que el mismo colegio de los Apóstoles, precisamente en cuanto grupo estable, en cuanto colegio, ha sido sucedido por el colegio de los Obispos. Esta sucesión se afirma implícitamente en Lumen gentium, 20: «Los Apóstoles se cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada... Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro, príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ejercer de forma permanente el orden sagrado de los Obispos. Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia». En otros lugares del Concilio se expresa esta realidad de modo más explícito: «Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo colegio, de modo análogo están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos sucesores de los Apóstoles» (Lumen gentium, 22); y el mismo número añade: «El orden de los obispos, que sucede en el magisterio y el régimen pastoral al colegio de los Apóstoles, más aún en quien persevera continuamente el cuerpo apostólico...». En otro documento se lee: «Todos los Obispos, como miembros del cuerpo episcopal, sucesor del Colegio de los Apóstoles...» (Ad gentes, 38).
     
      Sin embargo, no todas las potestades que Cristo entregó al Colegio de los Apóstoles se han transmitido al corpus episcoporum, ni la relación que existe entre los obispos y el Papa es la misma que la que eXIstía entre los otros Apóstoles y S. Pedro. Precisamente para excluir esas inferencias erróneas en el texto citado del n° 22 de la Lumen gen.tium se emplea la expresión par¡ ratione en lugar de eadem ratione: de modo análogo, en lugar de del mismo modo. La nota explicativa previa lo expone así: «El paralelismo entre Pedro y los demás Apóstoles, por una parte, y el Sumo Pontífice y los Obispos, por otra, no implica la transmisión de la potestad extraordinaria de los Apóstoles a sus sucesores, ni, como es evidente, la igualdad entre la Cabeza y los miembros del Colegio, sino sólo la proporcionalidad entre la primera relación (Pedro-Apóstoles) y la segunda (PapaObispos). Por esto la Comisión determinó escribir en el n° 22: no por la misma, sino por semejante razón» (Lumen gentium, n. e. p., 1).
     
      En otras palabras, los obispos esparcidos por el mundo no son figuras separadas, sino unidas entre sí, por vínculos de comunión, que los unen a unos con otros y con el Romano Pontífice, cabeza del cuerpo episcopal. Cada obispo es depositario no de una tradición particular, sino de la tradición universal de la Iglesia, a la que ha de estar unido, y si bien ha de dedicar su atención pastoral ante todo a la grey concreta que le ha sido confiada, debe sentir la solicitud de la Iglesia entera. Precisamos más esa doctrina analizando sus diversos términos.
     
      4. Colegialidad y Primado. Tanto el conc. Vaticano I como el Vaticano II declaran que el obispo de Roma, en virtud de su oficio de Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal, como sucesor de S. Pedro, posee la plena, suprema y universal potestad y que puede ejercerla siempre y en todas partes sin necesidad del asentimiento de los obispos (cfr. Denz.Sch. 3060; Lumen gentium, 22). De otra parte, añade el Vaticano II, el Colegio o la corporación de los obispos, junto con el obispo de Roma como su cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre toda la Iglesia (Lumen gentium, 22). Estas dos afirmaciones pueden plantear, y de hecho han planteado, algunos problemas teológicos.
     
      «El hecho de que el Papa con el colegio o éste con el Papa como presidente, por una parte, y el Romano Pontífice sin el colegio por otra parte, poseen la suprema y plena potestad en la Iglesia, conduce a una pregunta que parece insoluble, a la cuestión de si en la Iglesia se dan dos poderes en concurrencia mutua, o bien, a la de si el colegio de los obispos, dado que el Papa puede ejercer sin él la suprema potestad, no queda despojado de sus atribuciones. El Concilio ha dejado abierta esta pregunta. Y los teólogos han dado diversas soluciones. Según la respuesta tradicional se trata de dos órganos inadecuadamente distintos de la suprema potestad eclesiástica; inadecuadamente distintos en cuanto el mismo Papa pertenece al colegio episcopal. Según otra tesis, hay un solo sujeto de la suprema potestad eclesiástica, a saber, el colegio constituido bajo el Papa como portador del primado» (M. Schmaus; cfr. también Y. Congar, o. c., 54 ss.). Esta última opinión parece menos probable, ya que no está claro que refleje bien los datos dogmáticos y tradicionales. En cualquier caso, lo que no ofrece lugar a dudas es que hay dos cosas claras: el hecho del primado y el hecho de la c. e. Los puntos claves de la doctrina a este respecto, siguiendo el esquema de A. García Suárez (o. c., 382-399), son:
     
      a) «El colegio o cuerpo de los obispos no tiene autoridad, si no se entiende juntamente con el Pontífice Romano, sucesor de Pedro, como Cabeza suya» (Lumen gentium, 22). La nota explicativa previa aclara: «No se pone la distinción entre el Romano Pontífice y los obispos colectivamente considerados, sino entre el Romano Pontífice solo (seorsim) y el romano Pontífice junto con los Obispos» (n. e. p., 3).
     
      b) El Romano Pontífice en el seno del colegio episcopal mantiene íntegramente su potestad primada universal tanto sobre los Pastores como sobre los demás fieles (cfr. Lumen gentium, 22). Por eso la n. e. p. (n° 3) declara que la Cabeza del Colegio «conserva íntegro en el Colegio su oficio (munus) de Vicario de Cristo y de Pastor de la Iglesia universal».
     
      c) El Papa goza de plena libertad -que no puede ser coartada por los miembros del Colegio- para ejercitar su potestad plena, suprema y universal sin el concurso activo de los obispos (cfr. Lumen gentium, 22): esa potestad la tiene el Papa en virtud de su cargo, tal y como ha sido constituido por Cristo, y no por delegación del cuerpo episcopal; puede, pues, ejercerla libremente.
     
      d) Corresponden al Romano Pontífico algunos actos específicos sin los cuales es imposible que tenga lugar una acción estrictamente colegial (v. 7); y estos actos singulares del Papa los ejercita en virtud de potestad propia y no delegada por los miembros del Colegio, porque la realidad que siempre ha de quedar a salvo es la libertad de actuación del Romano Pontífice (v. PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO PONTÍFICE).
     
      5. Incorporación al Colegio. Según la const. Lumen gentium, 22, se llega a ser miembro del Colegio episcopal por medio de la consagración sacramental y la comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio.
     
      Con respecto a la sacramentalidad de la consagración episcopal hay que notar que se trata de una enseñanza explícita del Concilio (cfr. Lumen gentium, 21), diferente de la persuasión teológica general del Medievo y en conformidad con la teoría que modernamente se ha ido imponiendo, según la cual, el episcopado no sólo es un sacramento sino que incluso constituye la forma principal del sacramento del Orden (v.) sacerdotal. Una consecuencia de esta enseñanza es que también los obispos titulares (y no sólo los residenciales como algunos pretendían) son miembros de pleno derecho del Colegio episcopal.
     
      El segundo elemento para la pertenencia al cuerpo episcopal, a saber, la comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio, constituye un todo unitario junto con el anterior (v. Comunión eclesiástica, en IGLESIA II, 6). Conviene subrayar -como lo hace la nota explicativa previa, 2- que la comunión de que se habla no es un mero afecto indefinido, sino «una realidad orgánica, que existe una forma jurídica y que, a la vez, está animada por la caridad»; es eso lo que se quiere poner de relieve con el adjetivo jerárquica.
     
      Poniendo en relación ambos elementos (consagración y comunión) podríamos decir que la consagración episcopal es el fundamento sacramental de la pertenencia al Colegio y que la comunión jerárquica es la condición para que ese fundamento sacramental surta efecto incorporando de hecho al Colegio. Si falta uno de los dos elementos no se es miembro del Colegio. Es decir, sin comunión jerárquica la sola consagración no incluye al que la recibe en el ordo episcoporum. Es más, la pérdida de la comunión jerárquica en un miembro ya incorporado al Colegio excluye automáticamente del mismo y limita considerablemente su acción: anula la capacidad de ejercicio de los oficios de enseñar y regir y reduce notablemente el oficio de santificar (aunque la teología tradicional afirma que sigue conservando la capacidad de consagrar el pan y el vino en la Eucaristía y de conferir la ordenación sacerdotal).
     
      6. Ejercicio de la colegialidad. Ya hemos hecho referencia anteriormente a que el Concilio aplica a ciertos actos colegiales el calificativo de estrictamente colegiales. «El Colegio de los obispos existe siempre, pero no actúa siempre por medio de acciones estrictamente colegiales, no está permanentemente in actu pleno» (Lumen gentium, n. e. p., 4). El hecho de que el Concilio contemple expresamente las acciones stricte colegiales, que constituyen el acto pleno del ejercicio de la c., implica el reconocimiento de otras acciones colegiales no stricte, en acto no pleno. También puede darse una c. sin ejercicio de la misma (cfr. W. Onclin, La colegialidad episcopal en estado habitual o latente, «Concilium» 8,1965,88). Hay, pues, tres estados de la c. con respecto al ejercicio: 1°) ejercicio en acto pleno o stricte colegial; 2°) ejercicio en acto vere colegial; 3°) c. en estado latente.
     
      El acto colegial por antonomasia lo constituye el Concilio ecuménico que es el modelo de toda c. e. y al que se aplica de modo pleno todo lo dicho hasta aquí acerca de la c. estricta (v. CONCILIO III). El Sínodo episcopal (v.) creado por el Vaticano II (cfr. Christus Dominus, 5) e instituido por Paulo VI el 15 sept. 1965 por medio del motu proprio «Apostolica sollicitudo», constituye otro modo de c. e. de ámbito universal y gran número de teólogos lo consideran un acto stricte colegial (cfr. A. Antón, Sínodo e collegialitá extraconciliare, en Varios, La collegialitá episcopale per il futuro della Chiesa, Florencia 1969, 62-78).
     
      El ejercicio de la c. e. no estricta puede revestir modalidades diversas dependientes de las circunstancias concretas de la vida de la Iglesia. Una de esas modalidades está constituida por las Conferencias Episcopales (v.; cfr. A. Fernández, Las Conferencias episcopales, ejercicio de la colegialidad, «Scripta Theologica» 2, 1970, 425-477). El Vaticano II menciona, sin pretender agotar el tema, otros modos concretos: «La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal... En cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los apóstoles, todos deben tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y el precepto de Cristo exigen... Todos los obispos, en efecto, deben promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia (¿Magisterio ordinario?)... Todos los obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio, deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro... Deben pues, con todas sus fuerzas proveer a las misiones no sólo de operarios para la mies, sino también de socorros espirituales y materiales, ya sea directamente por sí, ya sea excitando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren, finalmente, los obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una fraterna ayuda a las otras Iglesias vecinas y más pobres, dentro de esta universal sociedad de la caridad (Lumen gentium, 23). También pueden relacionarse con la c. e. la figura de los patriarcados (v.), arzobispos metropolitanos, etc.
     
      7. Presbiterio y episcopado. La c. e. se refiere a las relaciones de los obispos entre sí y con el Romano Pontífice. Ahora bien la idea de c. tomada de manera amplia y entendida en sentido más teológico que jurídico, desborda ese marco e impregna las relaciones de cada obispo con su presbiterio, de modo que puede hablarse de analogía entre el presbiterio y el Colegio de los obispos.
     
      El Vaticano II enseña que los obispos deben gobernar las Iglesias particulares que les han sido confiadas en colaboración con el presbiterio, aunque sin depender de él (cfr. Christus Dominus, 11) y que los obispos han de «escuchar gustosamente» a sus sacerdotes y pedirles consejo, consultándoles sobre las exigencias del apostolado y de aquello que sirve al bien de la Iglesia (cfr. Presbyterorum ordinis, 7), para lo cual aconseja la organización «en la forma y a tenor de las normas que han de ser determinadas por el derecho, una junta o senado de sacerdotes representantes de la agrupación de todos ellos, que con sus consejos pueda ayudar eficazmente al obispo en el gobierno de la diócesis» (ib.). Posteriormente se han dado normas jurídicas para la constitución de este senado presbiterial en el motu proprio de Paulo VI «Ecclesiae Sanctae», 6 ag. 1966 (v. PRESBÍTERO; PRESBITERIO).
     
      V. t.: PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO PONTÍFICE; OBISPO; IGLESIA II, 6 y III, 7; CONCILIO; SÍNODO EPISCOPAL; CONFERENCIAS EPISCOPALES; APOSTOLADO I y II; SUCESIÓN APOSTÓLICA.
     
     

BIBL.: A. A. ESTEBAN y ROMERO, Nota bibliográfica, en VARIOS, El Colegio Episcopal, I, Madrid 1964, 19-54 (contiene toda la bibl. anterior y simultánea al concilio Vaticano II).

 

JOSEMARIA REVUELTA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991